También nosotros andamos con frecuencia enfermos del alma, con errores y defectos que no acabamos de arrancar. El Señor espera que seamos humildes y dóciles
Y añadió: En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os
digo de verdad que muchas viudas había en Israel en tiempo de Elías, cuando
durante tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre por toda la
tierra; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda en
Sarepta de Sidón. Muchos leprosos había también en Israel en tiempo del profeta
Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, sino Naamán el Sirio. Al oír estas cosas,
todos en la sinagoga se llenaron de ira, y se levantaron, le echaron fuera de la
ciudad, y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su
ciudad para despeñarle. Pero él, pasando por medio de ellos, seguía su camino».
(Lucas 4, 24-30)
Jesús, estás hablando en la sinagoga de Nazaret
a los habitantes de tu pueblo. Allí están tus compañeros de infancia, tus amigos
y amigas. Y sus padres, aquéllos que habrían ido tantas veces a San José para
pedirle un favor, para que les arreglara algo. Todos te miraban como un chico
ejemplar, un compañero estupendo. Pero... ¡un Profeta!: esto ya es demasiado. No
te reconocen, Jesús.
Tu infancia y juventud habían sido tan normales que
ahora no pueden aceptar tu divinidad y necesitan milagros como prueba de que
eres el Mesías. «Ningún profeta es bien recibido en su patria» ¡Cuántas veces
había pasado ya en el Antiguo Testamento, y cuántas veces ha pasado también en
la historia de la Iglesia!:
verdaderos santos queridos en todo el mundo pero
criticados en su propia patria. Y es que un santo no tiene por qué ser
espectacular hacia afuera, aunque muchas veces se note realmente su unión con
Dios por el amor que tiene a los demás; basta con que sea espectacular hacia
dentro: en su amor, en su entrega, en su humildad, en su sacrificio escondido y
discreto.
Jesús, Tú no quieres hacer la exhibición, el «milagrito» que te
pedían. Prefieres la naturalidad: santificar la vida corriente, las relaciones
de amistad, el trabajo ordinario. Que aprenda a seguir el ejemplo de tu vida
ordinaria en Nazaret: trabajando, sirviendo, siendo amable con todos, buscando
hacer la voluntad de tu Padre Dios en cada momento, en vez de buscar el aplauso
humano.
«Me dices: cuando se presente la ocasión de hacer algo
grande... ¡entonces! -¿Entonces? ¿Pretendes hacerme creer; y creer tú
seriamente, que podrás vencer en la Olimpiada sobrenatural, sin la diaria
preparación, sin entrenamiento?» (Camino.-822).
A veces me creo que no
pasa nada por no luchar en las típicas batallas de cada día: el minuto heroico;
esas horas de estudio bien aprovechadas; pequeños detalles de servicio como
ordenar las sillas, recoger la mesa, dejar el mejor sitio a otro, etc... Así
–pienso- «me reservo» para las grandes ocasiones. Y luego, Jesús, me sorprendo
porque tengo fallos más gordos o, a la hora de la verdad, no sé ser
generoso.
Tu vida oculta en Nazaret, viviendo como uno más pero llenando
el día de detalles de amor a Dios y a los demás -viviendo vida de Hijo de Dios
en medio del mundo- me anima a ver las cosas de otra manera. «La vida oculta de
Nazaret permite a todos entrar en comunión con Jesús a través de los caminos más
ordinarios de la vida humana» (CEC.- 533).
Ayúdame a vivir las cosas más
vulgares con vibración de eternidad: dándome cuenta de que es ahí donde me estás
buscando, donde esperas que te demuestre que soy tu discípulo, hijo de Dios.
Todo ello con naturalidad, sin alardear de una santidad que no tengo; pensando
en tu vida en Nazaret, como uno más, pero -eso sí- sin dejarme ganar en el amor
a Ti.
Si vivo con esa presencia de Dios, luchando con constancia en los
pequeños detalles del trabajo y de la vida familiar, estaré «en forma» para
luchar -y vencer- en tentaciones más grandes o en momentos más difíciles.
Cualquier prueba, incluso «olímpica», podré superar -con tu gracia- si cada día
me venzo en algún detalle pequeño. Y sobretodo, esa vida oculta y ordinaria en
apariencia, por estar llena de amor, me permitirá entrar en comunión contigo,
Jesús.
El Señor, después de un tiempo de predicación por las aldeas y ciudades de
Galilea, vuelve a Nazaret, donde se había criado. Todos había oído maravillas
del hijo de María y esperaban ver cosas extraordinarias. Sin embargo no tienen
fe, y como Jesús no encontró buenas disposiciones en la tierra donde se había
criado, no hizo allí ningún milagro. Aquellas gentes sólo vieron en Él al hijo
de José, el que les hacía mesas y les arreglaba las puertas. No supieron ver más
allá. No descubrieron al Mesías que les visitaba.
Nosotros, para
contemplar al Señor, también debemos purificar nuestra alma. La Cuaresma es
buena ocasión para intensificar nuestro amor con obras de penitencia que
disponen el alma a recibir las luces de Dios.
. En la primera
lectura de la Misa se nos narra la curación de Naamán, general del ejército de
Siria (2 Reyes 5, 1-15), por el profeta Eliseo. El general había recorrido un
largo camino para esto, pero lleno de orgullo, llevaba su propia solución sobre
el modo de ser curado. Cuando ya se regresaba sin haberlo logrado, sus
servidores le decían: aunque el profeta te hubiese mandado una cosa difícil
debieras hacerla. Cuanto más habiéndote dicho lávate y serás limpio. Naamán
reflexionó sobre las palabras de sus acompañantes y volvió con humildad a
cumplir lo que le había dicho el Profeta, y quedó limpio.
También
nosotros andamos con frecuencia enfermos del alma, con errores y defectos que no
acabamos de arrancar. El Señor espera que seamos humildes y dóciles a las
indicaciones de la dirección espiritual. No tengamos soluciones propias cuando
el Señor nos indica otras, quizá contrarias a nuestros gustos y deseos. En lo
que se refiere al alma, no somos buenos consejeros, ni buenos médicos de
nosotros mismos. En la dirección espiritual el alma se dispone para encontrar al
Señor y reconocerle en lo ordinario.
La fe en los medios que el
Señor nos da, obra milagros. La docilidad, muestra de una fe operativa, hace
milagros. El Señor nos pide una confianza sobrenatural en la dirección
espiritual; sin docilidad, ésta quedaría sin fruto. Y no podrá ser dócil quien
se empeñe en ser tozudo, obstinado e incapaz de asimilar una idea distinta de la
que ya tiene: el soberbio es incapaz de ser dócil. Disponibilidad, docilidad,
dejarnos hacer y rehacer por Dios cuantas veces sea necesario, como barro en
manos del alfarero. Este puede ser el propósito de nuestra oración de hoy, que
llevaremos a cabo con la ayuda de María.
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