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martes, 30 de octubre de 2012

La Voluntad Gobierna el Apetito Sensual.?


La voluntad domina sobre la memoria, sobre el 
entendimiento y sobre la fantasía, 
no mediante la fuerza, sino por la autoridad, 
de manera que no siempre es infaliblemente obedecida.

El apetito sensual es en verdad un súbdito rebelde, sedicioso e inquieto; es menester reconocer que no es posible destruirlo de manera que no se levante, acometa y asalte la razón; pero tiene la voluntad tanto poder sobre él, que, si quiere, puede abatirle, desbaratar sus planes y rechazarle, pues hará to lo rechaza el que no consiente en sus sugestiones. No podemos impedir que la concupiscencia conciba, pero sí que de a luz el pecado.

 Esta concupiscencia o apetito sensual tiene doce movimientos, por los cuales, como por otros tantos capitanes amotinados, promueve la sedición en el hombre; y, como quiera que, por lo regular, turban el alma y agitan el cuerpo, en cuanto turban el alma, se llaman perturbaciones, y, en cuanto inquietan el cuerpo, se llaman pasiones, según explica San Agustín. Todos miran el bien o el mal; aquél para obtenerlo, éste para evitarlo.

 Si el bien es considerado en sí mismo, según su bondad natural, excita el amor, la primera y la principal de las pasiones; si es considerado como ausente, provoca el deseo; si, una vez deseado, parece que es posible obtenerlo, nace la esperanza; si parece imposible, surge la desesperación; pero, cuando es poseído como presente, produce el gozo.

Al contrario, en cuanto conocemos el mal, lo aborrecemos; si se trata de un mal ausente, huimos de él; si nos parece inevitable, lo tememos; si creemos que lo podemos evitar, nos animamos y cobramos aliento; si lo sentimos como presente, nos entristecemos; y entonces la cólera y el furor acuden enseguida para rechazar y alejar el mal, o, a lo menos, para vengarlo; mas, si esto no es posible, queda, entonces, la tristeza; si se logra rechazarlo o vengarlo, se siente una satisfacción y como una hartura, que no es más que el placer del triunfo, porque así como la posesión del bien alegra el corazón, la victoria sobre el mal satisface el ánimo.

Y, sobre toda esta turba de pasiones sensuales, ejerce la voluntad su imperio, rechazando sus sugestiones, resistiendo sus ataques, estorbando sus efectos, o, a lo menos, negándoles su consentimiento, sin el cual no pueden causarle daño; al contrario, merced a esta negativa, quedan vencidas, y, a la larga, postradas, disminuidas, enflaquecidas y, si no del todo muertas, a lo menos amortiguadas o mortificadas.

Y, precisamente para ejercitar nuestras voluntades en la virtud y en la valentía espiritual, quedó en nuestras almas esta multitud de pasiones; de manera que los estoicos, que negaron la existencia de las mismas en el hombre sabio, se equivocaron en gran manera, tanto más cuanto que lo que negaban de palabra lo practicaban de obra.

Gran locura es pretender ser sabio con una sabiduría imposible. La Iglesia ha condenado el desvarío de esta sabiduría, que algunos anacoretas presuntuosos quisieron introducir.

Contra ellos, toda la Escritura, pero de un modo particular el gran Apóstol, nos dice que tenemos en nuestro cuerpo una ley que repugna a la ley de nuestro espíritu. 

Los cristianos, «los ciudadanos de la sagrada ciudad de Dios, que viven según Dios, peregrinando por este mundo, temen, desean, se duelen y se regocijan». 

El mismo rey y soberano de esta ciudad, temió, deseó, se dolió y se alegró, hasta llorar, palidecer, temblar y sudar sangre, aunque en Él estos movimientos no fueron pasiones iguales a las nuestras, por cuanto no sentía ni padecía de parte de las mismas sino lo que quería y le parecía bien, y las gobernaba y manejaba a su arbitrio; cosa que no podemos hacer nosotros, los pecadores, que sentimos y padecemos estos movimientos de una manera desordenada, contra nuestra voluntad, con gran perjuicio del bienestar y gobierno de nuestras almas.

Siendo el amor el primer movimiento de complacencia en el bien, como pronto diremos, pre-cede ciertamente al deseo, pues, de hecho ¿qué deseamos, sino lo que amamos? Precede también a la delectación, porque ¿cómo es posible gozar de una cosa si no se la ama? Precede a la esperanza, pues nadie espera sino el bien que ama, y precede al odio, porque no odiamos el mal sino por el amor que tenemos al bien; así, el mal no es mal, sino en cuanto se opone al bien, y lo mismo se diga, Teótimo, de todas las demás pasiones y afectos, porque todos nacen del amor como de su fuente y raíz.

Por esta causa, las demás pasiones y afectos son buenos o malos, viciosos o virtuosos, según que sea bueno o malo el amor del cual proceden, pues de tal manera derrama sus cualidades sobre todas ellas, que no parecen ser otra cosa sino el mismo amor. San Agustín, reduciendo todas las pasiones y todos los afectos a cuatro, dice: «El amor, por su tendencia a poseer lo que ama, se llama concupiscencia o deseo; una vez lo tiene y lo posee, se llama gozo; cuando huye de lo que le es contrario, se llama temor; si esto le acontece y lo siente, se llama tristeza; por consiguiente estas pasiones son malas, si el amor es malo, y son buenas, si el amor es bueno»

Los ciudadanos de la ciudad de Dios, temen, desean, se duelen, se regocijan, y, porque su amor es recto, lo son también todos sus afectos. La doctrina cristiana sujeta el espíritu a Dios, para que lo guíe y asista; y sujeta al espíritu todas las pasiones, para que las refrene y modere, de suerte que queden todas ellas reducidas al servicio de la justicia y de la virtud. «La voluntad recta es el amor bueno; la voluntad mala es el amor malo», es decir, para expresarlo en pocas palabras, el amor de tal manera domina la voluntad que la vuelve según es él. La voluntad no se mueve sino por sus afectos, entre los cuales, el amor, como el primer móvil y el primer sentimiento, pone en marcha todos los demás y produce todos los restantes movimientos del alma.

Mas, a pesar de todo, no sigue de lo dicho que la voluntad no continúe siendo la reguladora de su amor, pues la voluntad no ama sino lo que quiere amar, y, entre muchos amores que se le ofrecen, puede elegir el que le parece bien; de lo contrario, no podría haber, en manera alguna amores manda-dos ni amores prohibidos.

 La voluntad, que puede elegir el amor a su arbitrio, en cuanto se ha abrazado con uno, queda subordinada a él; mientras un amor viva en la voluntad, reina en ella, y ella queda sometida a los movimientos de aquél; mas, si este amor muere, podrá la voluntad tomar enseguida otro amor.

Hay, empero, en la voluntad, la libertad de poder desechar su amor cuando quiera, aplican-do el entendimiento a los motivos que pueden causarle enfado y tomando la resolución de cambiar de objeto. De esta manera, para que viva y reine en nosotros el amor de Dios, podemos amortiguar el amor propio; si no podemos aniquilarlo del todo, a lo menos lograremos debilitarlo, de suerte que, aunque viva en nosotros, no llegue a reinar.

Los afectos de la voluntad
No hay menos movimientos en el apetito intelectual o racional, llamado voluntad, que en el apetito sensual o sensitivo; pero a aquéllos se les llama, ordinariamente, afectos, y a éstos se les llama pasiones.

¡Cuántas veces sentimos pasiones en el apetito sensual o en la concupiscencia, contrarios a los afectos que, al mismo tiempo, sentimos en el apetito racional o en la voluntad! ¡Cuántas veces temblamos de miedo entre los peligros a los cuales nuestra voluntad nos conduce y en los que nos obliga a permanecer! 

¡Cuántas veces aborrecemos los gustos en los cuales nuestro apetito sensual se complace, y amamos los bienes espirituales, que tanto le desagradan! En esto consiste precisamente la guerra que sentimos todos los días entre el espíritu y la carne, entre nuestro hombre exterior, que depende de los sentidos, y el hombre interior que depende de la razón.

Estos afectos son más o menos nobles y espirituales, según que sean más o menos elevados sus objetos, y según que se hallen en un plano más o menos encumbrado de nuestro espíritu; porque hay afectos que proceden del razonamiento fundado en los datos que nos procura la experiencia de los sentidos;los hay que se originan del estudio de las ciencias humanas; otros estriban en motivos de Fe; otros, finalmente, nacen del simple sentimiento y conformidad del alma con la verdad y la voluntad divina. 


Los primeros se llaman afectos naturales, porque, ¿quién hay que no desee naturalmente la salud, lo necesario para comer y vestir, las dulces y agradables conversaciones?

Los segundos se llaman afectos racionales, porque se apoyan en el conocimiento espiritual de la razón, por la cual nuestra voluntad es movida a buscar la tranquilidad del corazón, las virtudes morales, el verdadero honor, la contemplación filosófica de las verdades eternas

Los afectos pertenecientes a la tercera categoría se llaman cristianos, porque nacen de la meditación de la doctrina de Nuestro Señor, que nos hace amar la pobreza voluntaria, la castidad perfecta, la gloria del paraíso.

Pero los afectos del supremo grado se llaman divinos y sobrenaturales, porque es el mismo Dios quien los infunde en nuestras almas, y se refieren y tienden a Dios sin la intervención de discurso alguno ni de luz alguna natural, como se puede fácilmente concebir por lo que pronto diremos acerca de los afectos que se sienten en el santuario del alma. 

Estos afectos sobrenaturales se reducen principalmente a tres: el amor del espíritu a las bellezas de los misterios de la fe; el amor a la utilidad de los bienes, que se nos han prometido en la otra vida, y el amor a la soberana bondad de la santísima y eterna Divinidad.

Cómo el amor de Dios domina sobre los demás amores? 
La voluntad gobierna todas las demás facultades del espíritu humano; pero ella es gobernada por su amor, que la hace tal cual es. Ahora bien, entre todos los amores, el de Dios es el que tiene el cetro, y de tal manera la autoridad y el mando están inseparablemente unidos a su naturaleza, que, si no es el dueño, deja al instante de ser, y perece.

Y, aunque hay otros afectos sobrenaturales en el alma, como el temor, la piedad, la fuerza, la esperanza, sin embargo el amor divino es el dueño, el heredero y el superior, ya que en su favor ha sido el cielo prometido al hombre. La salvación se muestra a la fe, es preparada por la esperanza, pero sólo se da a la caridad. 

La Fe muestra el camino hacia la tierra prometida, 
como una columna formada de fuego y nubes, es decir, clara y obscura; La esperanza nos alimenta con la suavidad del maná; pero la caridad nos introduce en ella, como arca de la alianza, que nos abre el paso del Jordán, es decir, del juicio, y que permanecerá en medio del pueblo, en la tierra celestial prometida a los verdaderos israelitas, donde la columna de la fe ya no sirve de guía, ni de alimento al maná de la esperanza.

El santo amor establece su morada en la más alta y encumbrada región del espíritu, donde hace sus sacrificios y sus holocaustos a la divinidad, tal como Abraham hizo el suyo, y de la misma manera que Nuestro Señor se inmoló sobre el Calvario, para que, desde un lugar tan elevado sea visto y oído por su pueblo, es decir, por todas las facultades y afectos del alma, que él gobierna con una dulzura sin igual; porque el amor no tiene forzados ni esclavos, sino que reduce todas las cosas a su obediencia con una fuerza tan deliciosa que, así como nada es tan fuerte como el amor, nada es tan amable como su fuerza.

Las virtudes están en el alma para moderar sus movimientos, y la caridad, como la primera entre todas las virtudes, las rige y las templa todas, no sólo porque el primer ser, en cada una de las especies, es la regla y la medida de todos los demás, sino también porque, habiendo Dios creado el hombre a su imagen y semejanza, quiere que, como en él, todo esté ordenado por el amor y para el amor.

La voluntad, al darse cuenta del bien y al sentirlo, por medio del entendimiento, que se lo presenta, experimenta en seguida una complacencia y un deleite en este hallazgo, que la mueve y la inclina, suave, pero fuertemente, hacia este objeto amable, para unirse con él; y, para llegar a esta unión, la impele a buscar todos los medios que son más a propósito.

Luego la voluntad tiene una conveniencia estrechísima con el bien; esta conveniencia produce la complacencia, que la voluntad siente cuando advierte la presencia del bien; esta complacencia mueve e impele a la voluntad al bien; este movimiento tiende a la unión, y, finalmente, la voluntad movida e inclinada a la unión, busca todos los medios que se requieren para llegar a ella.

Es cierto que, hablando en general, el amor abarca, a la vez, todo lo que acabamos de decir, como un frondoso árbol, que tiene por raíz la conveniencia de la voluntad con respeto al bien; por pie la complacencia; por tallo el movimiento; por ramas las indagaciones, las pesquisas, pero cuyo fruto es el gozo y la unión.

 El amor, pues, parece que está compuesto de estas cinco partes principales, bajo las cuales se contienen otras muchas más pequeñas, según iremos viendo en el de curso de este tratado.

La complacencia y el movimiento o vuelo de la voluntad hacia la cosa amable, es, propiamente hablando, el amor; de suerte, que la complacencia no es más que el comienzo del amor, y el movimiento o vuelo del corazón, que de ella se sigue, es el verdadero amor esencial. 

Pueden ambos recibir de verdad el nombre de amor, pero de una manera diversa; porque, así como el alba del día puede llamarse día, también esta primera complacencia del corazón, en la cosa amada, puede llamarse amor; porque es el primer amago del amor. Mas así como el verdadero día se pone el sol, de la misma mane- ra, la verdadera esencia del amor consiste en el movimiento y el vuelo del corazón, que sigue inmediatamente a la complacencia y termina en la unión.

La complacencia es la primera sacudida o la primera emoción que el bien produce en la voluntad, y esta emoción anda seguida del movimiento, por el cual la voluntad camina y se acerca al objeto amado, en lo cual consiste propiamente el verdadero amor. En otras palabras, la complacencia es el despertar del corazón; el amor es la acción.

Por esta causa, este movimiento nacido de la complacencia subsiste hasta llegar a la unión y al gozo. Por lo que, cuando mira al bien presente, no hace más que impeler el corazón, apremiarle, unir-lo y aplicarlo a la cosa amada, de la cual llega a gozar por este medio; y entonces se llama amor de complacencia, porque, luego que ha nacido de la primera complacencia, se termina en la segunda, que siente cuando se une con el objeto presente.

Mas, cuando el bien hacia el cual el corazón se inclina es un bien ausente o futuro, o cuando la unión no puede realizarse con la perfección deseada, entonces el movimiento del amor, por el cual el corazón tiende, se dirige y aspira a este objeto ausente, se llama propiamente deseo; porque el deseo no es más que el apetito, la codicia, la avidez de las cosas que no tenemos y que, a pesar de todo, de-seamos tener.

Existen, además de éstos, otros movimientos amorosos, por los cuales deseamos cosas que no esperamos ni pretendemos, los cuales, según me parece, pueden propiamente llamarse aspiraciones; y, de hecho, tales afectos no se expresan como los verdaderos deseos, porque, cuando manifestamos nuestros deseos, decimos: quiero; más cuando manifestamos nuestros deseos imperfectos, decimos: desearía o quisiera.

Estos anhelos o veleidades no son sino como una miniatura del amor, que puede llamarse amor de aprobación, porque, sin ninguna pretensión, el alma se complace en el bien que conoce, y, no pudiéndolo desear de hecho, protesta que de buen grado lo desearía, y reconoce que es verdaderamente apetecible.

Hay deseos y aspiraciones que todavía son más imperfectos que los que acabamos de mencionar, porque su movimiento no se detiene entre la imposibilidad o extrema dificultad de conseguir el objeto, sino ante la sola incompatibilidad del deseo con otros deseos o quereres más poderosos.

Y estas aspiraciones que son contenidas no por la imposibilidad, sino por su incompatibilidad con otros más poderosos deseos, son quereres y deseos, pero vanos, ahogados e inútiles. Cuando apetecemos cosas imposibles, decimos: quiero, pero no puedo; cuando apetecemos cosas posibles, decimos: apetezco, pero no quiero.


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Jesús. Por que no quitas el Sufrimiento del Mundo?


Debemos tener en cuenta que sólo la gracia de Dios puede mover nuestra voluntad para asentir a las verdades de la Fe
La humanidad, a pesar de los progresos, sigue padeciendo la gran falta de la doctrina de Cristo,
Las muchedumbres andan hoy tan necesitadas como entonces.También ahora las vemos como ovejas sin pastor, desorientadas, sin saber a dónde dirigir su vida.


«Jesús con sus discípulos se alejó hacia el mar; y le siguió una gran muchedumbre de Galilea v de Judea; también de Jerusalén, de ldumea, de más allá del Jordán, y de los alrededores de Tiro y de Sidón, vino hacia él una gran multitud al oír las cosas que hacia. Y dijo a sus discípulos que le tuviesen dispuesta una pequeña barca, por causa de la muchedumbre, para que no le oprimiesen; porque sanaba a tantos, que se le echaban encima para tocarle todos los que tenían enfermedades. Los espíritus inmundos, cuando lo veian, se echaban a sus pies y gritaban diciendo: Tú eres el Hijo de Dios. Y les ordenaba con energía que no le descubriesen.» (Marcos 3, 7-12) 

Jesús, se te echan encima para tocarte, pues tan sólo con tocarte quedaban sanos. Pero ¿por qué es necesario que te toquen? ¿No te resultaría igual de fácil hacer el milagro «a distancia»? 

El problema no es de distancia, sino de fe. 
No sueles hacer milagros donde no hay fe. Por ejemplo, los Evangelios cuentan cómo en Nazaret no hiciste «muchos milagros a causa de su incredulidad» (Mateo 13,58). 

Por eso a esta gente les pides un gesto de fe: 
que se acerquen a Ti confiando en que les vas a curar. 


Jesús, ¿por qué no curas a tanta gente enferma 
que existe a mí alrededor? 

¿Por qué no quitas el sufrimiento del mundo? 
No nos quitas el dolor ni la muerte; 
de hecho has querido que la Cruz sea la señal del cristiano. Tal vez es que el sufrimiento físico no es el verdadero mal, sino que lo que te interesa es, sobre todo, el bien de las almas: que crean en Ti y que te amen de tal modo que hasta el sufrimiento tenga sentido.

«Jesús no curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y, la muerte por su Pascua


En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el pecado del mundo, del que la enfermedad no es sino una consecuencia. 

 Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a la pasión redentora»  


Jesús, haces milagros para mostrar que eres Dios; pero luego, ordenas que no te descubran. ¿Por qué? Porque te has de ir mostrando poco a poco, de modo que puedan entender quién eres. Yo también te voy conociendo poco a poco, te voy entendiendo poco a poco. Ayúdame a entenderte mejor para que pueda quererte más. Ayúdame a ser constante en la oración, a no dejarte; entonces, te conoceré mejor y me enamoraré más de Ti. «Comulga. No es falta de respeto. -Comulga hoy precisamente, cuando acabas de salir de aquel lazo. -Olvidas que dijo Jesús: no es necesario el médico a los sanos, sino a los enfermos?» 

Jesús, aquellas gentes buscaban tocarte para poder curarse. Yo también estoy un poco enfermo del alma. Pero Tú no quieres curarme «a distancia»; quieres que yo me acerque y te toque realmente. Y ¿qué mejor modo de «tocarte» que la comunión? 


Jesús, en la comunión te recibo físicamente: con tu Cuerpo, con tu Alma, con tu Sangre y con tu Divinidad. Además, sé que sólo puedo recibirte si no tengo pecados graves, por lo que el propósito de recibirte en la comunión, me lleva a confesarme primero, si me hace falta. Y luego, cuando te tengo dentro de mí, puedo pedirte perdón por las veces que te he fallado, y darte gracias porque te has quedado en la Eucaristía para que pueda recibirte y tratarte y amarte.
«Y dijo a sus discípulos que le tuviesen dispuesta una pequeña barca». Jesús, me pides que disponga lo mejor posible 
mi pequeña barca, mi pobre corazón, para que puedas meterte dentro y dirigirlo a donde quieras. 


Quiero tener un corazón muy limpio, muy lleno de amor, que esté dispuesto para recibirte como mereces en la comunión. Y si no lo está, Jesús, lo limpiaré para poder comulgar con piedad. Así te demuestro mi fe; esa fe que necesitas para seguir realizando en mí tantos milagros. 

Vemos en el Evangelio de la Misa a tanta gente necesitada que acude a Cristo (Lucas 6, 19; 8, 45).  les atiende, porque tiene un corazón compasivo y misericordioso. 

Las muchedumbres andan hoy tan necesitadas como entonces.También ahora las vemos como ovejas sin pastor, desorientadas, sin saber a dónde dirigir su vida.

La humanidad, a pesar de los progresos, sigue padeciendo la gran falta de la doctrina de Cristo, custodiada sin error por el Magisterio de la Iglesia. 


Las palabras del Señor siguen siendo palabras de vida eterna que  enseñan a huir del pecadoa santificar la vida ordinaria, las alegrías, las derrotas y la enfermedad..., 

y abren el camino de la salvación. En nuestras manos está ese tesoro de doctrina para darla a tiempo y a destiempo (2 Timoteo, 4, 2). Ésta es la tarea verdaderamente apremiante que tenemos los cristianos.

 Para dar la doctrina de Jesucristo es necesario tenerla en el entendimiento y en el corazón: meditarla y amarla. Necesitamos conocer bien el Catecismo, esos libros "fieles a los contenidos esenciales de la Revelación y puestos al día en lo que se refiere al método, capaces de educar en una fe robusta a las generaciones cristianas de los tiempos nuevos"

Os entrego lo que recibí (1 Corintios, 11, 23), decía San Pablo. Id y enseñad..., nos dice a todos el mismo Cristo. Se trata de una difusión espontánea de la doctrina, de modo a veces informal, pero extraordinariamente eficaz, que realizaron los primeros cristianos como podemos hacerlo ahora: de familia a familia, entre los compañeros de trabajo, en la calle, en la Universidad: estos medios se convierten en el cauce de una catequesis discreta y amable, que penetra hasta lo más hondo de las costumbres de la sociedad y de la vida de los hombres.

Al advertir la extensión de esta tarea ?difundir la doctrina de Jesucristo- hemos de empezar por pedirle al Señor que nos aumente la fe

Debemos tener en cuenta que sólo la gracia de Dios puede mover a voluntad para asentir a las verdades de la fe

Por eso, cuando queremos atraer a alguno a la verdad cristiana, debemos acompañar ese apostolado con una oración humilde y constante; y junto a la oración, la penitencia, quizá en detalles pequeños, pero sobrenatural y concreta.
Señor, ¡enséñanos a darte a conocer! Santa María, ¡ayúdanos para que sepamos ilusionar a otros muchos en esta noble tarea de difundir la Verdad!

domingo, 28 de octubre de 2012

Amamos la vida y huimos de la muerte.?


Ignorantes estamos de  esto. 
Dios, dueño absoluto de la vida y de la muerte,
 se ha reservado el día y la hora;



Tarde o temprano hemos de morir. 
Mas, ¿cuándo será y en qué condiciones? 


¿Cuándo se acabará, Señor, este destierro? 

¿Cuándo vendréis por mi? ¿Cuándo iré yo, Señor, a Vos? 

¿Cuándo me veré, Señor, con Vos? ¡Cómo se tarda ya esta hora! 

¡Qué contento y alegría será para mí,

cuando me digan que llega ya!


 A nadie, por regla general, Dios le comunica sus secretos, y muchos, aun entre los grandes santos, no lo han conocido, 
o no lo conocieron sino tarde. 

Así se explica cómo San Alfonso, treinta o cuarenta años antes de morir hablaba ya de su muerte próxima. Feliz ignorancia que nos advierte que estemos siempre dispuestos, y que estimula sin cesar nuestra actividad espiritual. Hemos de aceptar esta incertidumbre con sumisión y hasta con reconocimiento. 

Mas, ¿se ha de desear que la muerte venga en breve plazo o que nos deje aún largo tiempo?

Numerosos motivos nos autorizan a llamarla con nuestros deseos.
 Los males de la vida presente. Apenas nacido el hombre, comienza la muerte en él su trabajo, y tiene que luchar sin tregua para librarse de sus asaltos, y a pesar del alimento, del sueño y de los remedios, camina a pasos agigantados hacia la tumba; su vida no es sino una muerte lenta y continua.

 El trabajo y la fatiga, la intemperie y las estaciones, los achaques y las enfermedades, las penas del corazón y del espíritu, los cuidados y las preocupaciones, todo lleva a hacer de la tierra un valle de lágrimas. A nuestras propias penas, vienen a unirse las de los nuestros, y como si estos tantos males no bastasen, la malicia humana esfuérzase en agravarlos sin medida: los hombres levántanse contra los hombres;

 las familias, contra las familias; las naciones, contra las naciones; no se sabe ya qué enredos inventar para hacer sufrir, ni qué máquinas de guerra para mejor destrozarse. 

Suframos la prueba todo el tiempo que Dios quiera, mas, 
¿No es natural suspirar por la muerte, cuya bienhechora mano enjugará nuestras lágrimas y nos abrirá la encantadora morada, en donde no habrá ya gemidos de ningún género, sino calma eterna, paz y reposo sin fin?

 Los peligros y las faltas de la vida presente La tierra es un campo de batalla, en que nos es preciso luchar día y noche contra un enemigo invisible que no duerme, que no conoce ni la fatiga ni la compasión; enseñado por experiencia sesenta veces secular, conoce demasiado cuál es nuestro Lado flaco, y halla las más desconcertantes complicidades en la plaza sitiada; y nosotros, que somos la debilidad misma y la inconstancia, a pesar del poderoso auxilio de Dios, siempre hemos de temer un desfallecimiento por nuestra parte. 

En este momento estamos en amistad con Dios, y ¿lo estaremos más tarde? La perseverancia final es un don de Dios, y quien hoy camina por los senderos de la santidad, mañana quizá ande ya por los de la relajación y resbale sobre la pendiente que 
conduce a los abismos. 

Aun suponiendo que nos libremos de este supremo infortunio, es cierto al menos que nos quedaremos muy por detrás de nuestros deseos, que caeremos en multitud de faltas ligeras, y que sentiremos bullir en el fondo de nuestro corazón todo un mundo de pasiones y de inclinaciones que nos causan miedo. 

Hoy, que juzgamos estar preparados, ¿no es natural desear que la muerte venga pronto a poner término a nuestras incesantes faltas y a nuestras continuas alarmas, confirmándonos en la gracia?

Por otra parte, hemos de vivir en medio de un siglo perverso en que se multiplican los pecados, y crímenes, en que el vicio triunfa, la virtud es perseguida, la Iglesia, tratada como enemiga, Dios, arrojado de todas partes. 

Y, ¿cómo no suspirar por la compañía de los santos, en donde reina el Dios de la paz, en donde todo regocijará nuestros ojos y nuestros corazones?

 El deseo del cielo y del amor de Dios. Hace mucho tiempo que hemos comprendido el vacío, la ineficacia y la nada de la tierra con todos sus falsos bienes, y abandonado el mundo, hemos corrido en busca de sólo Dios. 

A medida que nuestra alma se despoja y purifica, hácese más vivo el deseo del cielo, el amor divino más ardiente, casi impaciente: es Dios lo que necesitamos, Dios visto, amado, poseído sin tardanza, sufrimos por vivir sin El. Cierto que el Dios de nuestro corazón está allí, muy cerca de nosotros, en la Santa Eucaristía pero le querríamos sin velo. 

Déjase a veces encontrar en la oración, mas no basta una unión fugitiva e incompleta, necesitamos su eterna y perfecta posesión. Nuestro cuerpo se levanta como los muros de una prisión entre el alma y su Amado; que caiga de una vez, que deje de ocultarnos el único objeto de todos nuestros afectos.

 ¿Cuándo se acabará, Señor, este destierro? 

¿Cuándo vendréis por mi? ¿Cuándo iré yo, Señor, a Vos? 

¿Cuándo me veré, Señor, con Vos? ¡Cómo se tarda ya esta hora! 

¡Qué contento y alegría será para mí,

cuando me digan que llega ya!

Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: ¡ir domum Domini ibimus: stantes erant pedes nostri in atriis tuis, Jerusalem. «Me he alegrado desde que se me ha dicho: Iremos a la casa del Señor y pronto nos hallaremos, oh Jerusalén, en el recinto de tus murallas».

A semejanza de la Esposa de los Cantares, el gran Apóstol languidecía de amor y suspiraba por la disolución del cuerpo para estar con Cristo. Estaba enfermo de amor, y en su impaciente ansia de gozar de su Amado, la menor tardanza hacíasele una eternidad y llenaba su corazón de tristeza. 

Tales eran los sentimientos de Santa Teresa del Niño Jesús en su lecho de muerte. «¿Estáis resignada a morir? ¡Oh, padre mío!, respondía ella, para vivir es para lo que se necesita resignación; muriendo no experimento más que alegría»

Hay, por tanto, sólidas razones que nos hacen desear la muerte; las hay también igualmente para desear la prolongación de nuestros días, y son casi las mismas.

 Los males de la vida presente. Mediante la paciencia y el espíritu de fe, se convierten en ocasión de mayores bienes; despegan de la tierra y hacen suspirar por un mundo mejor; es un excelente purgatorio, una mina de virtudes inagotable. Cuanto más abunden estos males, más rica será la cosecha para el cielo. 

Si la malicia de los hombres viene a mezclarse en ellos, ¿qué nos importa? Nosotros queremos ver tras el instrumento no otra cosa que la Providencia, y como resultado de todas nuestras pruebas, como adelantamiento espiritual, Dios glorificado, muchas almas salvadas, el purgatorio rociado con sangre de Nuestro Señor. 

En el cielo no habrá ya sufrimientos, es verdad; mas por lo mismo no será posible dar, como aquí abajo, al divino Maestro el testimonio de la prueba amorosamente aceptada.

Los peligros y las faltas de la vida presente. Reconocemos sin dificultad que el sentimiento del peligro mueve a desear vivamente el cielo; mas el combate no carece de encantos para un alma valiente, ávida de conquistar la vida eterna, y demostrar su amor y abnegación a su Rey amado. 

El es quien nos llama a las armas, y ¿no estará con nosotros? El claustro es la más segura trinchera, y gracias a la oración y a la vigilancia, esperamos librar un buen combate y no quedar heridos de muerte.

 Hasta el momento, nuestra victoria está muy lejos de ser completa; sin el auxilio del tiempo, ¿cómo reparar nuestras derrotas, expiar nuestras faltas, rescatar nuestra inutilidad, conquistar un rico botín? Y ahora que Dios se encuentra atacado por todas partes, el puesto de sus amados servidores, 

¿No ha de ser combatir a su lado y luchar por su causa? Así lo entendió aquella alma que decía: «Tengo, bien lo sabéis, deseos de ver a Dios, pero en estos tiempos de persecución le tengo mayor de padecer por El; 

Morir cuando las Esposas del Cordero están convocadas para la cumbre del Calvario, no, no es éste mi ideal.»

El deseo del cielo y el amor de Dios. Morir cuanto antes, es quizá lo más seguro, y más pronto nos hallaríamos con nuestro Amado. Con todo, si Dios prolonga nuestra vida, con tal de que nos lleve al puerto, le bendeciremos eternamente por ello; por tanto, a cada paso podemos crecer en gracia y por lo mismo obtener nuevos grados de gloria. 

En algunos años podemos ganar cientos de miles, millones quizá; es decir: añadir por cientos de miles y de millones nuevas energías a nuestro poder de ver a Dios, de amarle y de poseerle.

 ¡ Qué magnífico aumento de gloria para El, y de felicidad para nosotros durante toda la eternidad! 

¿Tenemos ya caudal suficiente? 
¿No sería de desear que aún se acrecentase? 

Si nuestro cielo se hace esperar, puede embellecerse indefinidamente, y sería quizá con gran perjuicio nuestro el que escuchara Dios nuestros apremiantes deseos.

 Si acontece que uno y otro se considera muy necesario a los que le rodean, es señal inequívoca de divina voluntad, y por ende un motivo de moderar sus deseos. San Martín de Tours, en su lecho de muerte, hállase en una situación de este género; no teme morir, no rehúsa vivir, se abandona a la misma Providencia. 

La misma perplejidad había experimentado el gran Apóstol: «Para mí, la muerte es una ganancia, escribe a los filipenses; pero si se prolonga mi vida, he de sacar fruto de mi trabajo. Por dos partes me veo estrechado: deseo yerme desatado del cuerpo y estar con Cristo, y eso sería mucho mejor; mas mi permanencia en esta vida os es necesaria. No sé qué escoger»

San Alfonso ensalza indudablemente la perfecta conformidad con la voluntad divina, y con todo, presenta sus argumentos en forma que lleva más a desear la muerte que la vida. Idénticos matices ofrece el P. Rodríguez.

 A Santa Teresa le parecía que sufrir era la única rezón de la existencia: Señor, o morir o padecer. No puede soportar por más tiempo el suplicio de verse sin Dios; sin embargo, aceptaría con ánimo varonil todos los trabajos de este destierro hasta el fin del mundo, por recibir en el cielo un grado mayor de gloria. 

Su amiga María Díaz, llegada a la edad de ochenta años, rogaba a Dios prolongase su vida. Santa Teresa le manifestó un día el ardor con que deseaba el cielo: 

«Yo, respondió aquélla, lo deseo, pero lo más tarde posible; en este lugar de destierro puedo dar algo a Dios, trabajando, sufriendo por su gloria, pero en el cielo nada podré ofrecerle.» Según el venerable P. la Puente «estos dos deseos tan diferentes descansan sobre sólidos fundamentos, mas el de María Díaz era mucho más preferible, porque daba más a la gracia, única que puede inspirar el amor de la cruz». 

San Francisco de Sales, en su última enfermedad, permanece fiel a su máxima: nada desear, nada pedir, nada rehusar. Instábasele a que rezase la oración de San Martín moribundo: 

«Señor, si aún soy necesario a tu pueblo, no rehúso el trabajo», y con humildad profunda responde: «nada de esto haré; no soy necesario, ni útil, que soy del todo inútil». San Felipe de Neri dijo lo mismo en parecida circunstancia. Notemos, por último, estas acertadas palabras del Obispo de Ginebra:

 «Tomo a mi cuidado el cuidado de vivir bien, y el de mi muerte lo dejo a Dios». En una palabra, todos los santos han practicado el perfecto abandono, pero unos han deseado la muerte a la vida, otros prefirieron no tener ningún deseo.

Por dicha nuestra, no estamos obligados a hacer una elección y a formar peticiones en consecuencia, puesto que se trata de asuntos cuya decisión se ha reservado Dios. 

De igual modo, en cuanto al tiempo, el lugar y demás condiciones de nuestra muerte, tenemos el derecho de exponer filialmente a Dios nuestros deseos, o de dejarle el cuidado de ordenarlo todo según su beneplácito, en conformidad con sus intereses, que son también los nuestros.

Mas hemos de pedir con instancia la gracia de recibir los Sacramentos en pleno conocimiento, y de tener en nuestros últimos momentos las oraciones de la Comunidad; pues entonces, a la vez de deberes que cumplir, hay preciosas ayudas que utilizar. Sin embargo, si nosotros nos hallamos realmente dispuestos, esta petición, por justa que sea, ha de quedar subordinada al beneplácito divino. 

Nuestro Padre San Bernardo, ausente a causa del servicio de la Iglesia, escribía a sus religiosos: «¿Será, pues, necesario, oh buen Jesús, que mi vida entera transcurra en el dolor y mis años en los gemidos? Valdría más morir, pero morir en medio de mis hermanos, de mis hijos, de mis amados. 

La muerte en estas condiciones es más dulce y más segura. Y hasta va en ello vuestra bondad, Señor; concededme este consuelo antes que abandone para siempre este mundo. No soy digno de llevar el nombre de Padre, mas dignaos permitir a los hijos cerrar los ojos de su padre, de ver su fin y alegrar su tránsito; de acompañar con sus plegarias a su alma al reposo de los bienaventurados, si Vos la juzgáis digna de él, y de enterrar sus restos mortales junto a los de aquellos con quienes compartió la pobreza. 

Esto, Señor, si he hallado gracia en vuestros ojos, deseo de todo corazón alcanzar por las oraciones y méritos de mis hermanos. Sin embargo, hágase vuestra voluntad y no la mía, pues no quiero vivir ni morir para mí.»

 Santa Gertrudis, cuando caminaba por una pendiente abrupta, resbaló y fue rodando hasta el valle. Sus compañeras la preguntaron si no había temido morir sin Sacramentos, y la santa respondió: «Mucho deseo no estar privada de los auxilios de la Religión en mi última hora, pero aún deseo mucho más lo que Dios quiere, persuadida como estoy de que la mejor disposición que se puede tener para morir bien es someterse a la voluntad de Dios.»

Finalmente, lo esencial es una santa muerte preparada por una vida santa, ya que de esto depende la eternidad. He aquí lo que hemos de desear sobre todo y solicitar de manera absoluta. 

Esperando el día señalado por la Providencia, sea nuestro cuidado de cada instante hacer plenamente fructuoso para la eternidad el tiempo que Ella nos deja; y cuando nuestro fin parezca próximo, sea nuestra única preocupación conformar y aun uniformar nuestra voluntad con la de Dios, ya en la muerte, ya en todas las circunstancias, hasta las más humillantes, pues nada es más capaz de hacerla santa y apacible.

viernes, 26 de octubre de 2012

Sufrir con Paciencia. ?


  

Lo que no puede un hombre enmendar en sí ni en los otros, 
debelo sufrir con paciencia, hasta que Dios
 lo ordene de otro modo.


Piensa que por ventura te está así mejor para tu probación y

Paciencia, sin la cual no son de mucha estimación 
nuestros merecimientos.


Mas debes rogar a Dios por estos estorbos, porque tenga por bien de
 socorrerte para que buenamente los toleres.


Si alguno, amonestado una vez o dos, no se enmendare, no porfíes con él, sino recomiéndalo todo a Dios, para que se haga su voluntad y Él sea honrado en todos sus siervos, que sabe sacar de los males bienes.

Estudia y aprende a sufrir con paciencia cualesquiera defectos y flaquezas ajenos, pues tú también tienes mucho en que te sufran los otros.
Si no puedes hacerte a ti cual deseas, ¿cómo quieres tener a otro a la medida de tu deseo? De buena gana queremos a los otros perfectos, y no  enmendamos los propios defectos.

Queremos que los otros sean castigados con rigor, y  nosotros no queremos ser corregidos. Parécenos mal si a 1os otros se les da larga licencia, y nosotros no queremos  que cosa que pedimos se nos niegue.

Queremos que los demás estén sujetos a las ordenanzas, pero nosotros no sufrimos que nos sea prohibida cosa alguna. Así parece claro cuán pocas veces amamos al prójimo como a nosotros mismos.

Si todos fuesen perfectos, ¿qué teníamos que sufrir por Dios de nuestros hermanos?
Pero así lo ordenó Dios para que aprendamos a Llevar recíprocamente nuestras cargas (Gal, 6, 2}; porque ninguno hay sin ellas, ninguno sin defecto, ninguno es suficiente ni cumplidamente Sabio para sí; antes importa llevarnos, consolarnos y juntamente ayudarnos unos a otros, instruirnos y amonestarnos.

De cuánta virtud sea cada uno, mejor se descubre en la ocasión de la adversidad. Porque las ocasiones no hacen al hombre flaco, pero declaran lo que es.

SE DEBEN EVITAR LOS JUICIOS TEMERARIOS

Pon los ojos. en ti mismo y guárdate de juzgar las obras ajenas. En juzgar a otros se ocupa uno en vano, yerra muchas veces y peca fácilmente; mas juzgando y examinándose a sí mismo se emplea siempre con fruto.

Muchas veces juzgamos según nuestro gusta de las cosas, pues fácilmente perdemos el verdadero juicio de ellas por el amor propio. Si fuese Dios siempre el fin puramente de nuestro deseo, no nos turbaría tan presto la contradicción de nuestra sensualidad. Pero muchas veces tenemos algo adentro escondido, o de fuera se ofrece; cuya afición nos lleva tras sí.

Muchos buscan secretamente su propia comodidad en las obras que' hacen; y no se dan cuenta. También les parece estar en buena paz cuando se hacen las cosas a su voluntad y gusto; mas si de otra manera suceden, presto se alteran y entristecen.
Por la diversidad de los pareceres y opiniones, muchas veces se levantan discordias entre los amigos y vecinos, entre los religiosos y devotos.
La costumbre antigua con dificultad se quita, y ninguno deja de buena gana su propio parecer. Si en tu razón e industria estribas mas que en la virtud de la sujeción de Jesucristo, pocas veces y tarde serás ilustrado, porque quiere Dios que nos sujetemos a Él perfectamente, y que nos levantemos sobre toda razón, inflamados de su amor.

OBRAS HECHAS POR CARIDAD

Por ninguna cosa del mundo ni por amor de alguno se debe hacer lo que es malo; mas por el provecho de quien lo hubiere menester, alguna vez se puede dejar la buena  obra, o trocarse por otra mejor.

De esta suerte no se deja la buena obra, sino que se muda en mejor.
La obra exterior sin caridad no aprovecha; pero lo que se hace con caridad, por poco y Despreciable que sea, se hace todo fructuoso. Pues, ciertamente, más mira Dios al corazón que a la obra que se hace.

Mucho hace el que mucho ama. Mucho hace el que todo lo hace bien. Bien hace el que sirve más al bien común que a su voluntad propia.

Muchas veces parece caridad lo que es amor propio; porque la inclinación de la naturaleza, la propia voluntad, la esperanza de la recompensa, el gusto de la comodidad, rara vez nos bandonan.

El que tiene verdadera y perfecta caridad, en ninguna cosa se busca a si mismo, sino solamente desea que Dios sea glorificado en todas.

De nadie tiene envidia, porque no ama gusto alguno particular, ni se quiere gozar en sí; mas desea, sobre todas las cosas, gozar de Dios.
A nadie atribuye ningún bien; mas refiérelo todo a Dios, del cual, como de fuente, manan todas las cosas, en el que, finalmente, todos los Santos descansan con perfecto gozo.

¡Oh, quién tuviese una centella de verdadera caridad! Por cierto que sentiría estar todas las cosas llenas de vanidad.

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miércoles, 24 de octubre de 2012

Como tener Paz Profunda?



La Verdadera resignación unida a una profunda humildad 
es el camino más corto para ir a Dios. 

¿De dónde procedéis? dijo ún teólogo. 
 Vengo de Dios. - 
¿En dónde lo hallasteis? 
 Le hallé donde dejé a todas las criaturas. 
 ¿En dónde tiene El su morada? 
 En los corazones puros y en los hombres de buena voluntad. 
 ¿Y quién sois vos?  
Yo soy rey. 
 ¿En dónde está vuestro reino? 
 Está en mi alma, porque he aprendido a gobernar mis sentidos interiores y exteriores, de suerte que todos los afectos
 y todas las potencias de mi alma  estén sujetos; y este reino vale, sin que nadie pueda dudarlo, más que todos los de la tierra.

 ¿De qué modo habéis llegado a esta sublime perfección? 
 Con el silencio, profundas meditaciones, y la unión con Dios. Yo no he podido hallar reposo en nada que no sea El; y al presente he hallado a mi Dios, y en El disfruto de un perfecto reposo y de una paz inalterable.»
 «Tal fue la conversación  con el mendigo, quien por la entera conformidad de su voluntad con la de Dios, era más rico en su pobreza que los monarcas, y más dichoso en sus sufrimientos que aquellos para cuya felicidad aportan su concurso 
los elementos y la naturaleza entera.»


La paz profunda y la alegría interior, que constituyen
aquí abajo la verdadera felicidad.

« la perfecta conformidad con la de Dios es como se adquiere el más cumplido reposo que es posible disfrutar en el tiempo; es el medio de hacer sobre la tierra un paraíso.

 Preguntóse a Alfonso el Grande, rey de Aragón y Nápoles, príncipe muy sabio y prudente, cuál era la persona a quien juzgaba más feliz en este mundo; aquélla, respondió este príncipe, que se abandona enteramente a la voluntad de Dios y que recibe todos los acontecimientos prósperos o adversos, como venidos de su mano.»
 Monseñor Gay añade: «Sométete a Dios, dice Elías a Job, y tendrás paz, pero una paz que la Escritura llama en otra parte inagotable, una paz que es semejante a un río caudaloso. 

Los pacíficos, es decir, los que poseen tal tesoro de paz que la esparcen en derredor suyo son los hijos de Dios; y los hijos de Dios por excelencia son las almas que se abandonan a El. Este pueblo de mis fieles hijos, este pueblo de mis pequeñuelos, de niños, de abandonados en mis brazos, "se sentará en la hermosura de la paz bajo las tiendas de la confianza, y en un magnífico reposo que tendrá cuanto pudiera desear". David moraba bajo esas tiendas cuando cantaba ese dulce cántico que pudiera bien llamarse el himno del abandono:

"El Señor me conduce, nada me faltará; me ha establecido en un lugar de los más abundantes pastos, al borde de un arroyo por el que corre el agua que vivifica. El atrajo mi alma toda hacia si. A causa de su nombre", que es su Unigénito Hijo Jesús, "ha dirigido mis pasos por el sendero de la justicia". Y ahora, Maestro mío, mi guía, mi madre Providencia, "aun cuando debiera atravesar las sombras de la muerte, no temería mal alguno, porque tú estás conmigo. Tu vara -que me indica el camino-, y aun tu báculo -que me hiere para volverme hacia él cuando me consuela . Sí, el abandono produce la paz, una paz profunda, perfecta, y -por decirlo así-, imperturbable.»

«A la verdad - las almas que siguen este camino -del Santo Abandono-, disfrutan de una paz inalterable y pasan su vida en una paz que sólo ellas pueden comprender y que no seria posible hallar en otro lugar de la tierra

Refiere Santa Catalina de Sena que Nuestro Señor la enseñaba a construir un retiro en su corazón con la piedra durísima de la Providencia divina y a permanecer allí constantemente encerrada, porque de esta manera tenía la seguridad de ser feliz, de encontrar el verdadero reposo del alma y de estar al abrigo de todas las tribulaciones y de todas las tempestades.

 Y, en efecto, ¿puede concebirse un estado más feliz que aquel en que el alma es llevada, reposa y se duerme como un niño en brazos de la amorosa y todopoderosa Providencia divina?» 

¿Queréis otra imagen bien clara de la felicidad de esta alma? Considerad a Noé durante el diluvio: 
«Permanecía en paz en el arca con los leones, los tigres y los osos, porque Dios le conducía, mientras que todos los demás, en la más espantosa confusión de cuerpo y de espíritu, eran sumergidos sin piedad en las olas. 

Así, el alma que se abandona a la Providencia, que le deja el timón de su barca, goza de una paz perfecta en medio de todas las perturbaciones, boga con tranquilidad por el océano de esta vida, en tanto que las "almas indisciplinadas", esclavas, fugitivas y rebeldes a la Providencia, están en agitación continua, y no contando con más piloto que su voluntad ciega e inconstante, después de haber sido por largo tiempo juguete de los vientos y de la tempestad, terminan con un lamentable naufragio.»

En efecto, dice Monseñor Gay, «¿qué cosa os turba?» No hablo de la turbación que agita la superficie; pues por poco sensible que uno sea no podrá verse libre de ella; hablo de la turbación que llega al fondo del alma y en ella conmueve las virtudes. 

¿A quién atribuir la causa de ello? ¿Son por ventura las órdenes que se os dan o los accidentes que os sobrevienen? No, porque esta cruz que a vosotros os quita la paz, se la deja completa a vuestra hermana. ¿De dónde procede esto? 

Es que la voluntad de vuestra hermana se ha abandonado, la vuestra se guarda y hace resistencia. La turbación viene, pues, únicamente de la voluntad propia y de la oposición que ella hace a Dios. Ella es causa de tales agitaciones e inquietudes, pues el abandono las hace imposibles.

Así es, en efecto, pues las almas abandonadas han conseguido fundir su voluntad con la de Dios; y por consiguiente, nada las sobreviene contra sus deseos, nada hiere sus sentimientos, porque nada les acontece que ellas no lo quieran así. «A mi juicio -dice Salviano nadie en el mundo es más feliz que estas almas. Son humilladas, despreciadas, pero es a su gusto, y ellas lo quieren; son pobres, mas se complacen en su pobreza: por esto siempre están contentas.» 

«Sea lo que fuere lo que acontezca al justo dice el Sabio nada podrá contristarle», ni alterar la paz y serenidad de su espíritu, porque ha puesto su confianza en Dios y de antemano acepta todo cuanto plazca al buen Maestro.

Sin duda, no es esta la paz del cielo, sino la de aquí abajo, pues Dios no quiere sobre la tierra ni paz perfecta, ni felicidad durable; no podemos evitar la tribulación, y la cruz nos seguirá por todas partes.

  El Santo Abandono nos enseña la importante ciencia de la vida y el arte de ser Felices en este mundo, 

Consiste en saber sufrir: ¡saber sufrir!, 
es decir, sufrir como conviene sufrir todo lo que Dios quiere, mientras El lo quiere y como El lo quiere, con espíritu de fe,
 con amor y confianza. 
El nos enseña a reposar en los brazos de la cruz, 
por consiguiente, en los brazos de Jesús
 y sobre el corazón de Jesús. 
Allí se encuentra más que la paz, allí se saborea la alegría.

«No es del todo extraño que esta alegría sea sensible, aunque otras veces, y lo más frecuentemente es que sea tan sólo espiritual.» En todo caso, el santo abandono produce la alegría del alma.

«Bastaría para esto que él asegurara la libertad y que proporcionara la paz; porque, ¿de qué proviene el regocijo sino de ser uno libre y estar tranquilo en la libertad? Por el contrario, sin la libertad y la paz, ¿qué alegría se puede gustar ni aun concebir?» ¿Queréis saber un secreto para estar constantemente alegres? Digo un secreto, porque todos desean la alegría, ¡cuán pocos la encuentran! Ahora bien: el mejor secreto para conseguirla y conservarla, un secreto verdaderamente infalible es el Santo Abandono.

 ¿Cómo así? Las almas que no son devotas del Santo Abandono tienen todavía muy poca fe, confianza y amor, para gustar la alegría en la tribulación; aquéllas empero que han llegado a la perfecta conformidad tienen una fe viva, una esperanza firme, una caridad generosa. Han aprendido a ver en los menores acontecimientos a su Padre Celestial, al Salvador, al Amigo, al Esposo, al Amado, enteramente ocupado en santificarías. Le han dado sin reserva su confianza y su amor. 

¿No es El dueño soberano de los acontecimientos? Al combinarlos, ¿podrá olvidar su carácter de Padre y Salvador? Todo será, pues, para bien de su alma, con tal que ellas le permanezcan filialmente sumisas. ¿Cómo no han de estar alegres? En los seis días de la creación, Dios contempla las obras de sus manos; las encuentra perfectas y hasta excelentes, y por eso las mira con una alegre satisfacción.

 «De igual manera resulta en el alma que a Dios se abandona, no sé qué efusión de esta alegría divina, porque el fondo de su abandono es precisamente la aprobación amorosa que ella da de todo lo que hace y quiere, y la complacencia que ella experimenta en todo cuanto Dios dispone.»

«Esta es la causa de aquella paz y alegría perpetua  con que leemos andaban siempre aquellos antiguos santos: un San Antonio, un Santo Domingo, un San Francisco y otros semejantes. Y lo mismo leemos de nuestro bienaventurado Padre Ignacio, y lo vemos ordinariamente en los siervos de Dios. ¿Por ventura carecían de trabajos aquellos santos? ¿No tenían tentaciones y enfermedades como nosotros? ¿No pasaban por ellos varios y diversos sucesos? Si, por cierto, y más dificultosos que por nosotros; porque a los más santos les suele Dios probar y ejercitar mas.

Pues, ¿cómo estaban siempre en un mismo ser, con un mismo semblante, con una serenidad y alegría interior y exterior que siempre parece que era pascua para ellos? La causa de esto era lo que vamos diciendo, porque habían llegado a tener una conformidad entera con la voluntad de Dios y puesto todo su gozo en el cumplimiento de ella: 
y así todo se les convertía en contento. El trabajo, la tentación y la mortificación, todo se les convertía en gozo, porque entendían que aquella era la voluntad de Dios, la cual era todo su contento.» Eran ingeniosos en hallar mil santas razones para justificar a Dios hasta en sus rigores, y para animarse a una confiada y alegre sumisión.

Escuchemos al santo Cura de Ars: «La cruz es quien ha dado la paz al mundo, es ella quien ha de traerla a nuestros corazones. Todas nuestras miserias vienen de que no la amamos. El temor de las cruces es quien las aumenta. Una cruz llevada sencillamente no es ya un sufrimiento. 

Nada nos hace tan parecidos a Nuestro Señor como llevar su cruz, y todas las penas son dulces cuando se sufren en unión con El. ¡Yo no comprendo cómo un cristiano puede odiar la cruz, y sacudirla de sus hombros! ¿No es esto lo mismo que huir de Aquel que ha querido ser clavado en ella y en ella morir por nosotros? Las contradicciones nos ponen al pie de la cruz, y la cruz, a la puerta del cielo. Para llegar, es preciso que seamos pisoteados, vilipendiados, despreciados, triturados. ¡Sufrir! ¿Qué importa? Es cuestión de un momento.

 Si nos fuere dado poder pasar ocho días en el cielo, comprenderíamos, sin duda, el precio de este minuto de sufrimiento, no hallaríamos cruz bastante pesada, ni prueba suficientemente amarga. La cruz es el don que Dios hace a sus amigos. Es necesario pedir el amor de las cruces y entonces éstas se nos tomarán dulces. 

He hecho la experiencia durante cuatro o cinco años. He sido calumniado, contradecido, atropellado. ¡Vaya si tenía cruces! ¡Casi eran más de las que podía llevar! Púseme a pedir el amor de las cruces, me sentí feliz y me dije: ¡Verdaderamente aquí está la dicha! Jamás se ha de mirar de dónde vienen las cruces, pues vienen de Dios y es siempre Dios quien nos da este medio de probarle nuestro amor. ¡Cuán felices nos consideraremos en el día del juicio por nuestras desdichas, cuán santamente orgullosos estaremos de nuestras humillaciones y qué ricos seremos por nuestros sacrificios! »

Para Gemma Galgani, un día sin sufrimiento era un día perdido. «Días ha habido, decía lamentándose, en que nada he tenido que ofrecer por la tarde a Jesús. ¡Cuán desgraciada era! » En el curso de una prolongada tribulación que aún duraba, como le preguntase Nuestro Señor si había sufrido con resignación: « ¡Es tan dulce, le respondió ella, sufrir con Vos!»

«Acabo de recitar el Rosario, escribía una religiosa a su director, para dar gracias a Dios por haberme arrojado en el crisol de los sufrimientos. Esta mañana, después de la Comunión, he entonado el Magnificat. Yo no tengo otro consuelo que sufrir con Jesús y por Jesús, si El se digna aceptar mis sufrimientos. Sufrir, sufrir siempre, sufrir más, ésta es mi continua oración.»

Minada por la enfermedad, atormentada por la fiebre, Sor Isabel de la Trinidad escribía en sus últimos días: «Se ha abierto para mí el camino del Calvario, y me considero sumamente feliz al andar por él, como esposa al lado del divino Crucificado.

¡ Si supieras qué días tan divinos estoy disfrutando! Yo me debilito y presiento que el divino Maestro no tardará mucho en venir a buscarme. Gusto y experimento desconocidas alegrías. ¡Cuán suaves y dulces son las alegrías del dolor! Sola, en esta pequeña celdita, con Dios sólo y llevando mi cruz con mi amado Maestro, me creo en cierto modo en el cielo; mi dicha crece en proporción de mi sufrimiento. ¡Si supieras el sabor que se encuentra en el fondo del cáliz preparado por el Padre celestial!»

«Desde que no me busco a mí misma -decía Santa Teresa del Niño Jesús- llevo la vida más feliz que se puede imaginar.»

Y de hecho, el sufrimiento había llegado a ser su cielo sobre la tierra; ella le sonreía como nosotros sonreímos a la dicha. «Cuando sufro mucho -decía- cuando me acontecen cosas penosas, en vez de entristecerme, respondo con una sonrisa. Al principio no siempre lo conseguía, mas ahora he llegado a no poder sufrir, porque todo sufrimiento me es dulce.» 
«¿Cómo es que estáis tan contenta esta mañana? - Porque he tenido dos pequeñas penas, y nada es capaz de proporcionarme pequeñas alegrías como las pequeñas pruebas.» - «¿Habéis tenido hoy muchas pruebas? - Sí, pero ¡cómo las amo! Yo amo todo lo que Dios me da. Mi corazón está lleno de la voluntad de Jesús.»

Veamos ahora un Diálogo de un  Teólogo y Un mendigo. 
El le Suplicó a Dios durante ocho años le hiciera conocer un hombre que le mostrase el camino de la verdad. 

Cierto día en que ardía en este deseo con mayores ansias que nunca, oyó una voz del cielo que le dijo: Sal fuera y dirígete hacia la iglesia, y encontrarás al hombre que te enseñará 
el camino de la verdad. 
Sale, pues, y halla a un mendigo con los pies lastimados, desnudos y cubiertos de lodo, llevando sobre sí tan pobres vestidos que no valían tres óbolos. Saludóle diciendo:

 Dios os conceda un buen día. Respondióle el mendigo:
 no recuerdo haber tenido un día malo. - Dios os haga dichoso, continuó el Maestro. - Nunca he sido desgraciado, continuó el pobre-Dios os bendiga, repuso el teólogo: mas explicaos, porque no entiendo lo que decís .-Con mucho gusto lo haré, dijo el pobre. 

Me habéis deseado un buen día, y os he respondido que no recuerdo haber tenido jamás uno malo. En efecto, cuando el hambre me atormenta, alabo a Dios; si sufro frío, si graniza, si nieva o llueve, lo mismo en buen que en mal tiempo alabo a Dios; cuando padezco necesidad, en los reveses y los desprecios, alabo también a Dios; de donde resulta que no hay día malo para mi.

 Me habéis deseado además una vida feliz y dichosa, yo os he respondido que nunca he sido desgraciado, y esto es verdad, porque he aprendido a vivir con Dios y estoy persuadido de que todo cuando El hace no puede ser sino muy bueno. 

De ahí que todo cuanto de Dios recibo, y permite me venga de otra parte, prosperidad o adversidad, dulzura o amargura, lo miro como una verdadera fortuna, y lo acepto de su mano con alegría. Por lo demás, estoy del todo decidido a no aficionarme sino a la voluntad de Dios y tan fundida tengo mi voluntad en la suya, que todo cuanto El quiere, lo quiero yo también. En consecuencia, jamás he sido desgraciado. 

 Mas, decidme, ¿qué haríais si Dios os quisiere arrojar al fondo del abismo? - ¿Arrojarme al fondo del abismo? Si Dios llegare a ese extremo, tengo dos brazos para abrazarme a El fuertemente: con el izquierdo, que es la verdadera humildad, tomaría su santísima Humanidad y a ella me abrazaría; con el derecho que es el amor, me asiría a su Divinidad y la tendría estrechamente apretada, de suerte que si El me quisiera precipitar en el infierno, sería preciso que El viniese conmigo, y por mx parte, más querría estar en el infierno con El que en el cielo sin El.

Con esto entendió el teólogo que la verdadera resignación unida a una profunda humildad es el camino más corto para ir a Dios. -¿De dónde procedéis? dijo aún el teólogo. - Vengo de Dios. - ¿En dónde lo hallasteis? - Le hallé donde dejé a todas las criaturas. - ¿En dónde tiene El su morada? - En los corazones puros y en los hombres de buena voluntad. - ¿Y quién sois vos? - Yo soy rey. - ¿En dónde está vuestro reino? - Está en mi alma, porque he aprendido a gobernar mis sentidos interiores y exteriores, de suerte que todos los afectos y todas las potencias de mi alma estén sujetos; y este reino vale, sin que nadie pueda dudarlo, más que todos los de la tierra.

 ¿De qué modo habéis llegado a esta sublime perfección? - Con el silencio, profundas meditaciones, y la unión con Dios. Yo no he podido hallar reposo en nada que no sea El; y al presente he hallado a mi Dios, y en El disfruto de un perfecto reposo y de una paz inalterable.» «Tal fue la conversación de Taulero con el mendigo, quien por la entera conformidad de su voluntad con la de Dios, era más rico en su pobreza que los monarcas, y más dichoso en sus sufrimientos que aquellos para cuya felicidad aportan su concurso los elementos y la naturaleza entera.»