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lunes, 31 de marzo de 2014

Usamos el Amor de Dios, como el Mana en el Desierto...

Confiar en Dios es colocar todo y a todos en Su Misericordia y Providencia con completa seguridad. 


Confiar en Dios es tener la seguridad de que nuestro Padre Amoroso velará por nosotros y por aquellos a quienes nosotros amamos.

El amor ha sido definido, analizado, explicado y justificado. 

Ha sido causa de guerras, contiendas, de heroísmo, martirio, pasión excesiva y amistades hermosas.

 El amor reúne a dos personas de temperamentos opuestos en el matrimonio y les permite vivir felizmente.

. Hace que los amigos se entiendan el uno al otro sin que haya necesidad de palabras. 

El amor es un sentimiento emocional a un nivel humano y una experiencia de fe a un nivel sobrenatural. 

Motiva nuestras voluntades y nos hace capaces de hacer lo imposible por el bien de su Reino.

El amor llena y vacía a la vez. Nos hace tender la mano a Dios, listos para ser “podados” por Él sin importar lo que eso cueste. El amor calma el corazón adolorido y luego le hace sentir sed nuevamente.

Cuando el deseo de Dios se ve aparentemente satisfecho por alguna alegría, aquella alegría aumenta nuestro deseo y deja que un sabor agridulce entre en nuestras almas.

 Deseamos su Presencia para llenar el vacío, pero lo percibimos más profundo cuando no lo sentimos cerca.

 Los que procuran vivir una vida espiritual, una vida interior, una vida con Dios en sus almas, realmente desean sólo una cosa y ésta es estar unidos al objeto de su amor: Dios.

 Las luchas de la vida diaria parecen estar dispuestas a ahogar esta vida interior y a arrebatárnosla de nuestro alcance.

Mientras más intentamos vivir una vida de unión amorosa con Él, más dificultades encontramos. Nos encontramos con que el carácter de aquellos con quienes vivimos y trabajamos resulta ser un obstáculo para nosotros, Dios parece tan lejos, encontramos nuestra determinación de ser santos efímera y vacilante.

 Y para sumar más a nuestra angustia, leemos pasajes y pasajes de la Escritura en donde se nos exige el más alto nivel de unión de nuestras mentes y corazones. 

¿No nos dice nuestra fe que Dios no puede pedir lo imposible y sin embargo no podemos n siquiera empezar a seguir el Mandamiento Nuevo? 

“Este es mi mandamiento:” nos dijo Jesús,

 “que os améis como yo os amo” 

“Como el Padre me ha amado, así los he amado yo” 
(Jn 15:12, 9)

¡Jesús nos pide amar a nuestro prójimo tal como el Padre ama al Hijo! 

¡Qué misión tan imponente, qué confianza la que Jesús nos tiene!

La palabra “como” significa “igual a”, de la misma manera, 
pero encontramos tal diferencia entre nuestro amor y el de Dios.

EL AMOR DE LA
CRIATURA
EL AMOR DE DIOS
Finito
Infinito
Egoísta
Desinteresado
Limitado
Ilimitado
Vacilante
Constante


Muchos de nosotros usamos el amor de Dios,
 como el maná en el desierto. 

Tomamos lo que necesitamos en algunas situaciones particulares y luego nos marchamos por nuestro camino, podemos manejar las demás situaciones nosotros mismos. 

El alma contempla a Dios y ve santidad, luego se ve a sí misma y observa pecado, debilidad y fragilidades. 

Observa a su vecino y ve, casi siempre, ocasiones para practicar la virtud. 

Buscamos a Dios con nuestras súplicas de ayuda y la conciencia de su santidad refleja nuestra propia indignidad. 


El conocimiento de uno mismo que viene de nuestro encuentro diario con nuestro prójimo nos hace rebelarnos o sentirnos inferiores. Vamos corriendo en un triángulo interminable en el que pedimos ayuda, recibimos la fuerza para seguir adelante y nos abrimos a las necesidades de nuestros hermanos.

Tememos el castigo de Dios y esperamos una recompensa por cualquier bien que logramos. En esta situación, es difícil ver el mensaje que Jesús nos dejó en el Evangelio. Aunque somos pecadores, esperamos que nuestro prójimo sea perfecto y que Dios sea misericordioso con nosotros.

Hay una continua lucha de parte del alma por mantenerse siempre en paz, serena. El amor, como lo encontramos en Dios, parece lejos de nuestro alcance y la capacidad de amar a nuestro hermano como Dios lo ama parece una tarea imposible. Practicamos la virtud en grados que varían según la fuerza de los sentimientos adversos que encontramos dentro de nosotros.

Se saca mucho provecho de esta etapa de la vida espiritual. Aunque parezca que corremos en una rueda de molino, rápido pero sin ir a ningún lugar, vamos ganando un conocimiento humano y sobrenatural de nosotros mismos. El conocimiento humano de nosotros mismos viene de la conciencia de nuestra debilidad.

 Por ejemplo, cuando sentimos impaciencia, esto se vuelve parte de nuestro estado físico. Reaccionamos según lo que sentimos. Sabemos que hemos ofendido a nuestro prójimo pero a menudo lo culpamos a él por haber hecho brotar nuestras debilidades. 

El énfasis en esta etapa está puesto en las debilidades de nuestro prójimo que nos hacen reaccionar de un modo defectuoso. Él se convierte en la causa y yo en aquél que sufre los efectos de aquella causa.

 Nuestras súplicas se elevan a Dios para que transformen a nuestro vecino y para que nos den la fuerza de soportarlo. El autoconocimiento en esta etapa tiende a depositar la mayor carga de culpa en el otro por nuestras propias acciones sobre los demás. 

Esto puede ser muy frustrante porque gastamos nuestro tiempo esperando que el otro mejore y tenemos la expectativa de que algún tipo de gracia nos haga indiferentes a todo lo que sucede a nuestro alrededor. 

Aunque corremos de un lado a otro en círculos, empezamos a tomar conciencia de lo inútil que es gastar tanto tiempo en circunstancias y disposiciones que salen de nuestro control.

Cuando comprendemos que no podemos cambiar a nuestro prójimo, salvo con el ejemplo, entonces buscamos caminos nuevos en la oración, nuevos secretos de la vida espiritual que nos permitan salir adelante. Aquí empieza el trabajo del autoconocimiento sobrenatural. 

Cuando, en medio de algún fracaso para responder a las demandas del momento presente, recibimos una luz que nos hace vernos, ver la mano purificadora de Dios, ver el porvenir en medio de la confusión presente, entonces experimentamos el conocimiento sobrenatural de nosotros mismos. 

El énfasis cambia del prójimo hacia mí. Esto no sucede para que nos sintamos culpables o inferiores.

 Este conocimiento de uno mismo es el conocimiento del Espíritu de Dios y nos brinda el reconocimiento de nuestra debilidad, arrepentimiento, compasión por mí y por mi prójimo, la determinación de hacer las cosas cada vez mejor y un amor más profundo a Dios cuya gracia nos da la luz para conocer la verdad sin estremecernos. 

No hay ningún resentimiento hacia nuestro prójimo. Comprendemos que sin importar cual sea la causa, nuestro temperamento o nuestras debilidades son la razón verdadera que origina nuestra reacción a la adversidad.


 Nuestro vecino puede demandar que ejercitemos alguna virtud, pero somos nosotros los que optamos como responder a aquella demanda.

 Esto se ve claramente en situaciones en donde los involucrados son tres o más personas. La respuesta de cada uno será totalmente diferente. Uno puede enfadarse, otro ser indiferente y otro permanecer en la oscuridad como si nada estuviera pasando en absoluto.

El conocimiento sobrenatural de uno mismo hace al alma capaz de sintonizar con las necesidades de los demás y al mismo tiempo la hace consciente de cual es la mejor respuesta para cada ocasión.

 Uno mira su alma como si fuera una tercera persona, evaluando honestamente sus debilidades, amando con el amor de Jesús y muriendo a sí misma para poder testimoniar el amor de Jesús por el otro.

No hay ningún tiempo gastado en ocultarse de uno mismo o de nuestra culpabilidad bajo el esfuerzo constante necesario para ser buenos. 

El autoconocimiento natural tiende a optar por la autocompasión y el desaliento pero la aceptación honesta de las debilidades de alguien viene del Espíritu y da los frutos del Espíritu.

 El Espíritu se vale de nuestras debilidades y del esfuerzo que ponemos para aumentar nuestro deseo de Dios, para vaciar nuestras almas de aquel amor propio excesivo y crear una soledad que sólo pueda ser satisfecha por Dios.

 Estos tres efectos de deseo, vacío y soledad desarrollan en nuestras almas una verdadera se de Dios. Así, la cuarta bienaventuranza hace morada en el alma. 

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciado”. (Mt 5, 6)


Tener sed de Dios es desear estar con él con todo nuestro corazón. El dolor de sentirnos sedientos de Dios es purificador y a la vez fructífero, porque incrementa nuestra “capacidad de Dios”, de amar y de acoger la gracia.

 El alma se pone a punto y empieza a buscar formas y medios para adquirir un mayor conocimiento de Dios


Lee las Escrituras, realiza diversos actos de bondad, frecuenta los Sacramentos, reza más fervientemente y busca ocasiones para ser virtuosa. La devoción a la Eucaristía y a Santa María crece mientras el deseo del alma de Dios se hace casi irresistible.

La humildad de corazón es una fuente continua de fuerza y el alma comienza a aumentar su confianza. En el pasado la vida de oración del alma era más una lucha contra nuestros pecados pasados y errores, contra las pruebas presentes, los sufrimientos y los acontecimientos del futuro. 

Pedir y reparar eran casi el único objetivo de la oración del alma hacia Dios. Sin darse cuenta, el alma va siendo cambiada poco a poco por el Espíritu y dirigida por caminos nuevos de oración y de unión. 

La Confianza, arraigada en la Esperanza, permite al alma ofrecerle su pasado, su presente y colocar su futuro en Dios.

 Confiar en Dios es colocar todo y a todos en Su Misericordia y Providencia con completa seguridad. Confiar en Dios es tener la seguridad de que nuestro Padre Amoroso velará por nosotros y por aquellos a quienes nosotros amamos.

La confianza y la Esperanza liberan al alma del miedo y dispersan las nubes que tan a menudo hacen que la Fe se vuelva difícil. 

La fe, que es sólo un asentimiento intelectual a la verdad, puede hacer que un alma se sienta satisfecha, complacida porque todo está bien y no hay ninguna necesidad de crecer en algo que uno ya posee.

 ¿Será esta la razón por la cual tantos que profesan su Fe no avanzan en la vida interior?

Una Fe Viva le da al alma la capacidad de ver a Dios en todo. Esto nos eleva por encima de nuestro nivel meramente sensible y nos permite “tocar” a Dios en nuestras vidas diarias. Las pruebas que aumentan la Esperanza nos hacen humildes y así purifican nuestra Fe.

 San Pablo nos asegura que la Fe “es la prueba de la existencia de las realidades que no se ven”. (Heb 11, 2) La capacidad de abstraer del momento presente 

la Presencia de un Padre Amoroso es una Fe viva. Cuando nuestras almas se hacen cada vez más conscientes de aquella Presencia crecemos en la Fe. Cuando la Fe se hace tan fuerte que ninguna adversidad puede apagar su crecimiento en el alma, entonces ésta se encuentra avanzada en el camino de amar con el amor de Dios.

La Fe desapega al alma de aquella necesidad de recibir pruebas constantes de la Providencia de Dios y de su cuidado, de respuestas concretas a nuestros ruegos, y de la necesidad de recibir consolaciones.

 La Fe nos asegura Su consuelo y destruye en nosotros el temor a la sequedad y la desolación. El hombre de Fe cree por la Palabra de Dios y aquella Palabra da frutos de amor.

Cuando la Esperanza ve el bien y la Fe ve a Dios en el momento presente, en uno y en el prójimo, el Amor es puro y desinteresado. Es un intercambio de amor entre el alma y Dios teniendo al prójimo como el receptáculo de la sobreabundancia de aquel amor. 

El intercambio de amor entre el Padre y el Hijo en la Trinidad es el Espíritu Santo. El Espíritu es poder: el Espíritu es el Amor. 


En el Bautismo comenzamos a participar en la Naturaleza de Dios. De una manera misteriosa la Trinidad pone su morada en nosotros.

 El Padre implanta la Esperanza en nuestra memoria y vive allí, el Hijo implanta la Fe en el Intelecto y vive allí y finalmente el Espíritu implanta el Amor en la voluntad y vive allí.

Es importante entender que si alimentamos la memoria por la gracia con la compasión y la piedad hacia mí y hacia mi prójimo, la imagen del alma reflejará a Jesús de un modo más perfecto.

 La humildad y la mansedumbre liberan al alma de un excesivo apego a sus propias opiniones y dejándola abierta para poder ver al Padre en todas las cosas. Le da al intelecto la capacidad de discernir el Plan del Padre y prepara el terreno para que uno pueda realizar las decisiones correctas.

Así como Jesús mantuvo sus ojos fijos en el Padre, así nuestra alma debería siempre buscar que es lo que Dios quiere de nosotros. Las Escrituras, la Iglesia, los Mandamientos y los Preceptos, todos iluminan al Intelecto para mover a la voluntad de modo que viva en el Espíritu, para que viva en el Amor.


 Jesús nos pidió conscientemente buscar el Plan del Padre, amar al Padre, amar a nuestro prójimo tal como el Padre lo ama, nos pidió hacer nuestra morada en Él así como Él hizo su morada en nosotros.

Deberíamos esforzarnos por ser conscientes del maravilloso trabajo que se viene realizando en nuestras almas. Dios Padre está amando a Dios Hijo y ese amor mutuo, el Espíritu Santo, vive en cada alma como en un templo. La Trinidad realmente habita en un alma llena de gracia.

Si nosotros fuéramos más conscientes de lo que pasa dentro de nosotros, si pudiéramos cerrar los ojos de nuestros sentidos lo suficiente como para alegrarnos al ver a Dios amando a Dios en nosotros, quizás comenzaríamos a absorber aquel amor y lo compartiríamos con nuestros hermanos.

¿Si el alma desarrollara el hábito de ser consciente de la presencia del Padre en ella, del Amoroso Jesús en cada ser humano que se encuentra, no daría acaso pasos gigantescos en su camino hacia la santidad? 

¿No miraría a los demás con ojos nuevos y con un amor nuevo? 

¿No trataría a cada uno como Jesús? 

¿No entendería de un modo nuevo que todo aquello que ella hace a sus hermanos se lo hace a Jesús? 

Entonces, empezaría a amar realmente como Dios ama, su vida interior y exterior estaría centrada en Jesús, en el temor de Dios y estaría llena de amor.

El alma que sigue de cerca la vida Trinitaria dentro de sí y modela su vida según ella, amará como Dios ama. Quizás una imagen pueda ayudar a comprender esta realidad.

“Padre, que sean uno en nosotros como Tú en mí y yo en Ti.” 
(Jn 17, 21)

Las tres facultades del alma en gracia: la Memoria, el Intelecto y la Voluntad, disfrutan de la Presencia Divina. Mientras se conforma cada vez más con cada persona de la Trinidad, va siendo suavemente transformada. 

Un alma que vive en Dios al mismo tiempo que Dios vive en ella, puede abarcar a toda la humanidad en su corazón. Ama con el amor de Dios porque se ha vuelto una sola persona con el Padre.


 “Entonces entenderán”, dijo Jesús, 
“que yo estoy en el Padre y ustedes en mí y yo en ustedes.” 
(Jn 14, 20).

Contemplemos con frecuencia las maravillas de un Padre y un Hijo que habitan en nosotros. 

Que nuestros corazones, rebosantes de amor, 
le den al Padre el gozo de poder amar a su Hijo en nuestros

hermanos a través de nuestros ojos, nuestro tacto, nuestra preocupación, nuestra compasión y nuestros corazones.

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EL CAMINO HACIA DIOS

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lunes, 24 de marzo de 2014

"24 horas para el Señor" Vaticano organiza...

...Vaticano organiza una jornada para el Sacramento de la Reconciliación.

Del 28 al 29 de marzo iglesias de todo el mundo permanecerán abiertas 24 horas para confesiones y adoración eucarística.

Iglesias de diversas diócesis del mundo abiertas durante 24 horas con la presencia de sacerdotes para que los fieles puedan confesarse. 

Esta es la propuesta "24 horas para el Señor" que ha lanzado el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, enviada a las diócesis.

 Según la carta, firmada por el presidente del Pontificio Consejo, el arzobispo Rino Fisichella ,"

 la propuesta se dirige a toda la Iglesia, con la intención de ser capaz de crear una tradición que se repita anualmente el cuarto domingo de cuaresma".

La idea es que, a partir de las 17.00 del 28 de marzo, durante 24 horas, al menos una iglesia en cada diócesis permanezca abierta para permitir a todos los que quieran, acercarse a la confesión y a la adoración eucarística.

"La Nueva Evangelización tiene entre sus tareas, que se vuelve cada vez más central, el sacramento de la reconciliación. 

Por esta razón, se propone hacer la mayor parte de la cuaresma como particularmente adaptado a vivir la experiencia de evangelización a la luz de la confesión", escribió monseñor Fisichella.

Y como no podía ser de otra manera, también en Roma se vivirá esta jornada. 

El viernes 28 de marzo a las 17.00, el Santo Padre presidirá la solemne liturgia penitencial en la Basílica de San Pedro, durante la cual él mismo confesará a algunas personas. 

Las iglesias de Santa María en Trastevere, Santa Inés y la de los Santísimos Estigmas estarán abiertas hasta altas horas de la noche para la adoración eucarística y para celebrar el sacramento de la reconciliación.

 Asimismo, el sábado 29 de marzo desde las 10.00 y hasta las 16.00, la Iglesia de Santa Inés estará abierta para la adoración eucarística y para las confesiones. Son tres iglesias que se encuentran en las zonas más frecuentadas por los jóvenes por la noches. Así, en estos tres puntos de la ciudad habrá algunos jóvenes pertenecientes a distintas realidades invitando a otros jóvenes a entrar en la iglesia.

 Finalmente, a las 17.00 tendrá lugar la celebración conclusiva de acción de gracias con las vísperas del IV domingo de cuaresma presididas por monseñor Rino Fisichella, presidente del Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización, en la iglesia de Santo Espíritu en Sassia.

La iniciativa nace, explica monseñor Fisichella en una entrevista realizada por Avvenire, porque "por un lado está la preciosa contribución del Sínodo sobre la nueva evangelización, durante el cual muchos padres sinodales han recordado la importancia de la reconciliación, sacramento "hermano" del bautismo.

 Por otro, "está el constante mensaje de misericordia que el papa Francisco casi cotidianamente dirige a la Iglesia". Por esto, señala, "hemos pensado que quizá es útil en el período de cuaresma ofrecer un momento para la reconciliación con Dios y consigo mismo".

viernes, 21 de marzo de 2014

«Que no nos seduzca el halago de la prosperidad, »...

....Porque es un caminante necio aquel que ve, durante su camino, prados deliciosos y se olvida de allá donde quería ir».

La presencia de Dios en el corazón nos ayudará a descubrir y realizar en este mundo los planes que la Providencia nos haya asignado. 

El Espíritu del Señor suscitará en nuestro corazón iniciativas para situarlas en la cúspide de todas las actividades humanas y hacer presente, así, a Cristo en lo alto de la tierra. 

«El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre ...enviará en mi nombre, 
os lo enseñará todo 
y os recordará todo lo que yo os he dicho»
(Jn 14,21-26):

Hoy, Jesús nos muestra su inmenso deseo de que participemos
 de su plenitud. Incorporados a Él, 
estamos en la fuente de vida divina que es la Santísima Trinidad. 

«Dios está contigo. 
En tu alma en gracia habita la Trinidad Beatísima. 
—Por eso, tú, a pesar de tus miserias, puedes y debes estar en continua conversación con el Señor» 

Jesús asegura que estará presente en nosotros 
por la inhabitación divina en el alma en gracia.

 Así, los cristianos ya no somos huérfanos. Ya que nos ama tanto, a pesar de que no nos necesita, no quiere prescindir de nosotros. 


«El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,21). 

Este pensamiento nos ayuda a tener presencia de Dios. Entonces, no tienen lugar otros deseos o pensamientos que, por lo menos, a veces, nos hacen perder el tiempo y nos impiden cumplir la voluntad divina. He aquí una recomendación de san Gregorio Magno:

«Que no nos seduzca el halago de la prosperidad, porque es un caminante necio aquel que ve, durante su camino, prados deliciosos y se olvida de allá donde quería ir».

La presencia de Dios en el corazón nos ayudará a descubrir y realizar en este mundo los planes que la Providencia nos haya asignado. 

El Espíritu del Señor suscitará en nuestro corazón iniciativas para situarlas en la cúspide de todas las actividades humanas y hacer presente, así, a Cristo en lo alto de la tierra. 

Si tenemos esta intimidad con Jesús llegaremos a ser buenos hijos de Dios y nos sentiremos amigos suyos en todo lugar y momento: en la calle, en medio del trabajo cotidiano, en la vida familiar.

Toda la luz y el fuego de la vida divina se 
volcarán sobre cada uno de los fieles que estén 
dispuestos a recibir el don de la inhabitación. 

La Madre de Dios intercederá 
—como madre nuestra que es— 
para que penetremos en este trato 
con la Santísima Trinidad.

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martes, 18 de marzo de 2014

Mi alma, y los planes de Dios...

....el Espíritu de la  verdad, 

os guiará hacia la verdad completa. 
y os comunicará las cosas venideras." 
(Jn. 16, 12-13).

... "Muchas cosas tengo aún que decirles, 
pero no podéis llevarlas ahora; 
pero cuando venga Aquél,

el Espíritu de verdad, 

os guiará hacia la verdad completa. 
y os comunicará las cosas venideras." 
(Jn. 16, 12-13).

Ahora leamos este otro pasaje evangélico de S.Juan

 "Si os he hablado de cosas de la tierra y no creéis, 
¿cómo creeríais si os hablase de cosas del cielo?" 
(Jn. 3, 12)

Esto nos muestra cómo Jesús, quería hablarnos de cosas celestiales que en ese tiempo no íbamos a comprender ni creer, pues el hombre empezaba apenas a entender quién era Jesús.

Pero nos dijo que el Espíritu Santo nos iba a guiar hacia la verdad completa y nos iba a comunicar las cosas que han de venir:
 El Reino de Dios.

Este crecimiento gradual de la Iglesia en el conocimiento de Dios lo podemos notar en lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica:

"La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo, Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada.

Corresponderá a la Fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos." 

Jesús, vino a darnos a conocer el Reino de Dios, el Reino de su Voluntad, donde Él reine completamente, donde se haga la Voluntad de Dios, "aquí en la tierra como en el cielo", es decir, de un modo perfecto, teniendo los mismos pensamientos de Cristo, la misma Voluntad de Dios operante en cada uno de nuestros actos.

Por eso nos mandó en el evangelio a ser perfectos. 

Si realmente queremos hacer la Voluntad de Dios aquí en la tierra como en el cielo, debemos conocerlo. 

Conocer todo lo que nos quiere dar para hacerlo sumamente feliz, conocer lo que nos ha dejado para llegar a vivir en el Reino de Dios, que bien se le podría llamar: 

el Reino de la Divina Voluntad. 

Debemos conocer cómo era la vida de Adán y Eva antes del pecado, pues a ese estado estamos llamados. 

Conocer cómo era la vida interior de María, la nueva Eva, que vivió perfectamente en la Voluntad de Dios, y es nuestra modelo; conocer lo que Jesús, nuevo Adán, hacía en su interior, para hacerlo también nosotros, unidos a Él. 

Dios tiene un inmenso deseo de que se viva en 
su Voluntad y si te la está dando a conocer es
 porque quiere que vivas en ella. 

Debemos corresponder a esa gracia que Él, 
nos está dando y pronunciemos nuestro 
"Fiat", 
"Hágase la Voluntad de Dios" 
Aquí en la tierra, como en el cieloaquí en mi tierra
en mi Alma, 
como se hace en el cielo.

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viernes, 14 de marzo de 2014

Ante los obstáculos...

....las almas dóciles al Paráclito, 
producen el fruto de la paciencia, .
que es en muchas ocasiones el soporte del amor; 
no pierden la paz ante la enfermedad, 
la contradicción, 
los defectos ajenos, las calumnias,
 y ante los propios fracasos espirituales.

 ...Que permanece por arriba del dolor y del fracaso.

 El amor y la alegría dejan en el alma la paz de Dios;

Cuando el alma es dócil al Espíritu Santo, se convierte en árbol bueno que se da a conocer por sus frutos. 


Aunque estos frutos son incontables, San Pablo nos señala doce frutos resultado de sus dones: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad (Gálatas 5, 22-23.) 

Tres de ellos son en especial, manifestación de la gloria de Dios: el amor, el gozo y la paz. 

La caridad es el más sabroso de los frutos porque es la primera manifestación de nuestra unión con Cristo, nos hace experimentar que Dios está cerca y tiene a aligerar la carga a los otros. 

Le sigue el gozo porque la alegría es consecuencia del amor; por eso el cristiano se distingue por su alegría, que permanece por arriba del dolor y del fracaso.

 El amor y la alegría dejan en el alma la paz de Dios; es ausencia de agitación y el descanso de la voluntad en la posesión estable del bien. 

Ante los obstáculos, las almas dóciles al Paráclito producen el fruto de la paciencia, que es en muchas ocasiones el soporte del amor; no pierden la paz ante la enfermedad, la contradicción, los defectos ajenos, las calumnias, y ante los propios fracasos espirituales. 

La paciencia, así como la longanimidad son muy importantes en el apostolado; ésta última es una disposición estable por la que esperamos todo el tiempo que Dios quiera las dilaciones queridas o permitidas por Él, antes de alcanzar las metas ascéticas o apostólicas que nos proponemos, y se propone metas altas, según el querer de Dios, aunque los resultados parezcan pequeños. Sabe que mis elegidos no trabajarán en vano (Isaías 45, 23.) 

Los demás frutos miran en primer lugar al prójimo, como San Pablo dice: revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, soportándoos y perdonándoos mutuamente (Colosenses 3, 12-13.) 

La bondad nos inclina a querer toda clase de bienes para otros sin distinción alguna. La benignidad traduce la caridad en hechos, nos inclina a hacer el bien a los demás (1 Corintios 13, 4.) y se manifiesta en obras de misericordia, en indulgencia y afabilidad. 

La mansedumbre es un acabamiento de la bondad y benignidad, y se opone a las estériles manifestaciones de ira. 

Nada hay comparable a un amigo fiel; su precio es incalculable
 ( Eclo 6, 1.) La fidelidad es una forma de vivir la justicia y la caridad. Por la modestia el hombre a sabe que sus talentos son regalo de Dios y los pone al servicio de los demás, refleja sencillez y orden.

 Por la continencia y castidad el alma está vigilante,
 para evitar lo que pueda dañar la pureza interior y exterior. 

Terminamos nuestra oración acercándonos 



a la Virgen, Madre el amor hermoso.

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miércoles, 12 de marzo de 2014

¿qué quieres Señor de mí?

....¿Cómo quieres que haga este trabajo o que enfoque aquel problema?

La parábola del Buen Samaritano

Es uno de los relatos más bellos y entrañables de los Evangelios. En ella, el Señor nos enseña quién es nuestro prójimo y cómo se ha de vivir la caridad con todos. 

Muchos Padres de la Iglesia y escritores antiguos identifican a Cristo con el Buen Samaritano. 

 Jesús, movido por la compasión y la misericordia, se acercó al hombre, a cada hombre, para curar sus llagas, haciéndolas suyas (Isaías 53, 4; Mateo 8, 17; 1 Pedro 2, 24; 1 Juan 3, 5).

 Toda su vida en la tierra fue un continuo acercarse al hombre para remediar sus males materiales o espirituales.

Esta misma compasión hemos de tener nosotros de tal manera que nunca pasemos de largo ante el sufrimiento ajeno. 


Aprendamos de Jesús a pararnos, sin prisas, ante quien, con las señales de su mal estado, está pidiendo socorro físico o espiritual. En la caridad atenta, los demás verán a Cristo mismo que se hace presente en sus discípulos.
Jesús nos enseña en esta parábola que nuestro prójimo es todo aquel que está cerca de nosotros, ?sin distinción de raza, de afinidades políticas, de edad... ?


y necesite nuestro socorro. 
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«Entonces un doctor de la ley se levantó y dijo para tentarle: «Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?».
 Él le contestó: 
«¿Qué está escrito en la Ley? 
¿Cómo lees?». 
Y éste le respondió:
 «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo». 
Y le dijo: «Has respondido bien: haz esto y vivirás».
 Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: 
«¿Y quién es mi prójimo?».


Entonces Jesús, tomando la palabra dijo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándole medio muerto.

Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote;
y viéndole pasó de largo. Asimismo, un levita, llegando cerca de aquel lugar, lo vio y pasó de largo.

 Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta él y al verlo se movió a compasión, y acercándose vendó sus heridas echando en ellas aceite y vino, lo hizo subir sobre su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó.



Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: "Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta"


¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo de aquel que cayó en manos de los salteadores?»

Él le dijo: «El que tuvo misericordia con él». 
Díjole entonces Jesús: 
«Vete y haz tú lo mismo».
 (Lucas 10, 25-37)

Jesús, tu respuesta al doctor de la ley es clara: he de amar a Dios con toda mi alma con todas mis fuerzas y con toda mi mente, y al prójimo como a mí mismo. 
«Haz estoy vivirás», me repites ahora. 


Pero ¿cómo puedo amar a Dios sobre todas las cosas? 
Y «¿quién es mi prójimo?»

 Porque, a veces, me quedo en la teoría o en el sentimiento, 
y no me esfuerzo en cumplir estos dos mandamientos de los cuales, 
como dices en otra ocasión, 
«penden toda la ley y los profetas» (Mateo 22,40). 

«Si nosotros pues deseamos agradar enteramente al corazón de Dios, procuremos no solamente conformarnos en todo a su santa voluntad, sino aún más, uniformarnos a ella, si se me permite hablar así. 


La palabra «conformar» quiere decir que nosotros unimos nuestra voluntad a la de Dios, pero «uniformar» significa más, que de dos voluntades hacemos una, de tal manera que solamente queremos lo que Dios quiere, que solamente permanece la voluntad de Dios y que ella es la nuestra» .

Jesús, amarte con toda mi alma, con todas mis fuerzas y con toda mi mente, no significa sentir una atracción sensible -como la que puede darse entre dos novios-, sino identificarme con tu voluntad hasta en los detalles más pequeños: querer siempre lo que Tú quieras. 



Por eso, he de preguntarte muchas veces:
¿qué quieres Señor de mí?
 ¿Cómo quieres que haga este trabajo o que enfoque aquel problema? 

«Cumples un plan de vida exigente: madrugas, haces oración, frecuentas los Sacramentos, trabajas o estudias mucho, eres sobrio, te mortificas..., 


¡pero notas que te falta algo! Lleva tu diálogo con Dios esta consideración: como la santidad -la lucha para alcanzarla- es la plenitud de la caridad, has de revisar tu amor a Dios y, por Él, a los demás.

Quizás descubrirás entonces, escondidos en tu alma, grandes defectos, contra los que ni siquiera luchabas: no eres buen hijo, buen hermano, buen compañero, buen amigo, buen colega; y, como amas desordenadamente «tu santidad», eres envidioso. 

Te «sacrificas» en muchos detalles «personales»: por eso estás apegado a tu yo, a tu persona y, en el fondo, no vives para Dios ni para los demás: sólo para ti» .

Jesús, si mi amor a Ti no tiene consecuencias reales y concretas en el servicio a los que me rodean, aunque haga oración y frecuente los sacramentos, aún me falta algo. Por un lado, no muy lejos de mi camino -de mis circunstancias familiares, sociales y profesionales-, hay gente que está necesitada: marginados, enfermos, gente mayor o sin trabajo. 


Y sobre todo, Jesús, si realmente te quiero, sabré descubrir en mi propio camino -entre los que me rodean- gente que necesita de mi ayuda: un consejo, un rato de compañía, una sonrisa, etc. 
Ayúdame, Jesús, 

a descubrir oportunidades para servir a los demás. 
Sólo así estaré avanzando en mi camino de santidad, que es la plenitud de la caridad.

La parábola del Buen Samaritano

Es uno de los relatos más bellos y entrañables de los Evangelios. En ella, el Señor nos enseña quién es nuestro prójimo y cómo se ha de vivir la caridad con todos. 

Muchos Padres de la Iglesia y escritores antiguos identifican a Cristo con el Buen Samaritano. 

 Jesús, movido por la compasión y la misericordia, se acercó al hombre, a cada hombre, para curar sus llagas, haciéndolas suyas (Isaías 53, 4; Mateo 8, 17; 1 Pedro 2, 24; 1 Juan 3, 5).

 Toda su vida en la tierra fue un continuo acercarse al hombre para remediar sus males materiales o espirituales.

Esta misma compasión hemos de tener nosotros de tal manera que nunca pasemos de largo ante el sufrimiento ajeno. 


Aprendamos de Jesús a pararnos, sin prisas, ante quien, con las señales de su mal estado, está pidiendo socorro físico o espiritual. En la caridad atenta, los demás verán a Cristo mismo que se hace presente en sus discípulos.
Jesús nos enseña en esta parábola que nuestro prójimo es todo aquel que está cerca de nosotros, ?sin distinción de raza, de afinidades políticas, de edad... ?


y necesite nuestro socorro. 

El Maestro nos ha dado ejemplo de lo que debemos hacer nosotros: una compasión efectiva y práctica, que pone el remedio oportuno, ante cualquier persona que encontremos lastimada por el camino de la vida.


 Estas heridas pueden ser muy diversas: lesiones producidas por la soledad, por la falta de cariño, por el abandono; necesidades del cuerpo: hambre, vestido, casa, trabajo... ; la herida profunda de la ignorancia; llagas producidas en el alma por el pecado, que la Iglesia cura con la Confesión. Debemos poner todos los medios para remediar esas situaciones como Cristo lo haría, con verdadero amor, poniendo en ello el corazón.

Buen samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre. Dios nos pone al prójimo con sus necesidades y carencias en el camino de la vida, y el amor hace lo que la hora y el momento exigen.


 A todos hemos de acercarnos en sus necesidades, pero, porque la caridad es ordenada, debemos dirigirnos de modo muy particular a quienes están más próximos porque Dios los ha puesto ?
familia, amigos, compañeros...- o porque ha querido a través de las circunstancias de la vida que pasemos a su lado para cuidarles. 
Después de aconsejar que no indaguemos porqué otros no lo han hecho, especialmente si son heridas del alma, 
San Juan Crisóstomo dice: 
"Has de saber que cuando encuentras a tu hermano herido, has encontrado algo más que un tesoro: 
el poder cuidarle" 

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