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miércoles, 12 de marzo de 2014

¿qué quieres Señor de mí?

....¿Cómo quieres que haga este trabajo o que enfoque aquel problema?

La parábola del Buen Samaritano

Es uno de los relatos más bellos y entrañables de los Evangelios. En ella, el Señor nos enseña quién es nuestro prójimo y cómo se ha de vivir la caridad con todos. 

Muchos Padres de la Iglesia y escritores antiguos identifican a Cristo con el Buen Samaritano. 

 Jesús, movido por la compasión y la misericordia, se acercó al hombre, a cada hombre, para curar sus llagas, haciéndolas suyas (Isaías 53, 4; Mateo 8, 17; 1 Pedro 2, 24; 1 Juan 3, 5).

 Toda su vida en la tierra fue un continuo acercarse al hombre para remediar sus males materiales o espirituales.

Esta misma compasión hemos de tener nosotros de tal manera que nunca pasemos de largo ante el sufrimiento ajeno. 


Aprendamos de Jesús a pararnos, sin prisas, ante quien, con las señales de su mal estado, está pidiendo socorro físico o espiritual. En la caridad atenta, los demás verán a Cristo mismo que se hace presente en sus discípulos.
Jesús nos enseña en esta parábola que nuestro prójimo es todo aquel que está cerca de nosotros, ?sin distinción de raza, de afinidades políticas, de edad... ?


y necesite nuestro socorro. 
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«Entonces un doctor de la ley se levantó y dijo para tentarle: «Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?».
 Él le contestó: 
«¿Qué está escrito en la Ley? 
¿Cómo lees?». 
Y éste le respondió:
 «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo». 
Y le dijo: «Has respondido bien: haz esto y vivirás».
 Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: 
«¿Y quién es mi prójimo?».


Entonces Jesús, tomando la palabra dijo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándole medio muerto.

Bajaba casualmente por el mismo camino un sacerdote;
y viéndole pasó de largo. Asimismo, un levita, llegando cerca de aquel lugar, lo vio y pasó de largo.

 Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta él y al verlo se movió a compasión, y acercándose vendó sus heridas echando en ellas aceite y vino, lo hizo subir sobre su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó.



Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: "Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta"


¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo de aquel que cayó en manos de los salteadores?»

Él le dijo: «El que tuvo misericordia con él». 
Díjole entonces Jesús: 
«Vete y haz tú lo mismo».
 (Lucas 10, 25-37)

Jesús, tu respuesta al doctor de la ley es clara: he de amar a Dios con toda mi alma con todas mis fuerzas y con toda mi mente, y al prójimo como a mí mismo. 
«Haz estoy vivirás», me repites ahora. 


Pero ¿cómo puedo amar a Dios sobre todas las cosas? 
Y «¿quién es mi prójimo?»

 Porque, a veces, me quedo en la teoría o en el sentimiento, 
y no me esfuerzo en cumplir estos dos mandamientos de los cuales, 
como dices en otra ocasión, 
«penden toda la ley y los profetas» (Mateo 22,40). 

«Si nosotros pues deseamos agradar enteramente al corazón de Dios, procuremos no solamente conformarnos en todo a su santa voluntad, sino aún más, uniformarnos a ella, si se me permite hablar así. 


La palabra «conformar» quiere decir que nosotros unimos nuestra voluntad a la de Dios, pero «uniformar» significa más, que de dos voluntades hacemos una, de tal manera que solamente queremos lo que Dios quiere, que solamente permanece la voluntad de Dios y que ella es la nuestra» .

Jesús, amarte con toda mi alma, con todas mis fuerzas y con toda mi mente, no significa sentir una atracción sensible -como la que puede darse entre dos novios-, sino identificarme con tu voluntad hasta en los detalles más pequeños: querer siempre lo que Tú quieras. 



Por eso, he de preguntarte muchas veces:
¿qué quieres Señor de mí?
 ¿Cómo quieres que haga este trabajo o que enfoque aquel problema? 

«Cumples un plan de vida exigente: madrugas, haces oración, frecuentas los Sacramentos, trabajas o estudias mucho, eres sobrio, te mortificas..., 


¡pero notas que te falta algo! Lleva tu diálogo con Dios esta consideración: como la santidad -la lucha para alcanzarla- es la plenitud de la caridad, has de revisar tu amor a Dios y, por Él, a los demás.

Quizás descubrirás entonces, escondidos en tu alma, grandes defectos, contra los que ni siquiera luchabas: no eres buen hijo, buen hermano, buen compañero, buen amigo, buen colega; y, como amas desordenadamente «tu santidad», eres envidioso. 

Te «sacrificas» en muchos detalles «personales»: por eso estás apegado a tu yo, a tu persona y, en el fondo, no vives para Dios ni para los demás: sólo para ti» .

Jesús, si mi amor a Ti no tiene consecuencias reales y concretas en el servicio a los que me rodean, aunque haga oración y frecuente los sacramentos, aún me falta algo. Por un lado, no muy lejos de mi camino -de mis circunstancias familiares, sociales y profesionales-, hay gente que está necesitada: marginados, enfermos, gente mayor o sin trabajo. 


Y sobre todo, Jesús, si realmente te quiero, sabré descubrir en mi propio camino -entre los que me rodean- gente que necesita de mi ayuda: un consejo, un rato de compañía, una sonrisa, etc. 
Ayúdame, Jesús, 

a descubrir oportunidades para servir a los demás. 
Sólo así estaré avanzando en mi camino de santidad, que es la plenitud de la caridad.

La parábola del Buen Samaritano

Es uno de los relatos más bellos y entrañables de los Evangelios. En ella, el Señor nos enseña quién es nuestro prójimo y cómo se ha de vivir la caridad con todos. 

Muchos Padres de la Iglesia y escritores antiguos identifican a Cristo con el Buen Samaritano. 

 Jesús, movido por la compasión y la misericordia, se acercó al hombre, a cada hombre, para curar sus llagas, haciéndolas suyas (Isaías 53, 4; Mateo 8, 17; 1 Pedro 2, 24; 1 Juan 3, 5).

 Toda su vida en la tierra fue un continuo acercarse al hombre para remediar sus males materiales o espirituales.

Esta misma compasión hemos de tener nosotros de tal manera que nunca pasemos de largo ante el sufrimiento ajeno. 


Aprendamos de Jesús a pararnos, sin prisas, ante quien, con las señales de su mal estado, está pidiendo socorro físico o espiritual. En la caridad atenta, los demás verán a Cristo mismo que se hace presente en sus discípulos.
Jesús nos enseña en esta parábola que nuestro prójimo es todo aquel que está cerca de nosotros, ?sin distinción de raza, de afinidades políticas, de edad... ?


y necesite nuestro socorro. 

El Maestro nos ha dado ejemplo de lo que debemos hacer nosotros: una compasión efectiva y práctica, que pone el remedio oportuno, ante cualquier persona que encontremos lastimada por el camino de la vida.


 Estas heridas pueden ser muy diversas: lesiones producidas por la soledad, por la falta de cariño, por el abandono; necesidades del cuerpo: hambre, vestido, casa, trabajo... ; la herida profunda de la ignorancia; llagas producidas en el alma por el pecado, que la Iglesia cura con la Confesión. Debemos poner todos los medios para remediar esas situaciones como Cristo lo haría, con verdadero amor, poniendo en ello el corazón.

Buen samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de otro hombre. Dios nos pone al prójimo con sus necesidades y carencias en el camino de la vida, y el amor hace lo que la hora y el momento exigen.


 A todos hemos de acercarnos en sus necesidades, pero, porque la caridad es ordenada, debemos dirigirnos de modo muy particular a quienes están más próximos porque Dios los ha puesto ?
familia, amigos, compañeros...- o porque ha querido a través de las circunstancias de la vida que pasemos a su lado para cuidarles. 
Después de aconsejar que no indaguemos porqué otros no lo han hecho, especialmente si son heridas del alma, 
San Juan Crisóstomo dice: 
"Has de saber que cuando encuentras a tu hermano herido, has encontrado algo más que un tesoro: 
el poder cuidarle" 

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www.iterindeo.blogspot.com
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