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viernes, 30 de septiembre de 2011

«Dice Jesús: «Quien a vosotros oye, a mi me oye». ¿Crees todavía que son tus palabras las que convencen a los hombres?... Además, no olvides que el Espíritu Santo puede valerse para sus planes del instrumento más inepto»



«¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que han sido hechos en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia sentados en saco y ceniza. Sin embargo, Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que vosotras en el juicio. Y tú, Cafarnaún, ¿acaso serás exaltada hasta el cielo? Hasta el infierno serás abatida. Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado». (Lucas 10, 13-16)

 I. Jesús, hoy me recuerdas una de las grandes verdades de la fe católica: «Quien a vosotros oye, a mí me oye». Tu misión no se acaba con los apóstoles, sino que has venido para salvar a los hombres de todos los tiempos: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28,20). Por eso cuando dices «vosotros» no sólo te refieres a esos pescadores de Galilea, sino también a todos sus sucesores, los obispos. Quien oye a los obispos -y en especial a Pedro, al Papa- cuando hablan sobre verdades de fe, no escuchan a unos predicadores más o menos inteligentes con los que se puede estar más o menos de acuerdo. Te escuchan a Ti.

Jesús, quieres dejarme esta idea bien clara, porque la tentación es peligrosa. Que fácil es pensar que yo sé más, que yo puedo interpretar la Biblia tan bien o mejor que el Magisterio de la Iglesia. Que difícil, en cambio, es obedecer. Hoy en día parece que el valor más importante es una libertad sin límites, y que -por tanto- nadie me puede imponer su autoridad. Y por entronizar una libertad mal entendida, muchos se alejan de la verdad, de Ti.

«Quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado.» Jesús, aunque el Papa y los Obispos sean hombres como yo -y, por tanto, puedan cometer errores-, en materia de fe tienen una especial asistencia del Espíritu Santo. Por eso se explica que durante dos mil años, a pesar de las debilidades humanas y de las difíciles circunstancias por las que ha pasado la Iglesia -persecuciones, divisiones, herejías, presiones de todo tipo-, las verdades de fe se han mantenido intactas.

«Para mantener a la Iglesia en la pureza de la fe transmitida por los apóstoles, Cristo, que es la Verdad, quiso conferir a su Iglesia una participación en su propia infalibilidad. Por medio del «sentido sobrenatural de la fe», el pueblo de Dios «se une indefectiblemente a la fe», bajo la guía del Magisterio vivo de la Iglesia» (C. I. C.-889).


II. «Dice Jesús: «Quien a vosotros oye, a mi me oye». ¿Crees todavía que son tus palabras las que convencen a los hombres?... Además, no olvides que el Espíritu Santo puede valerse para sus planes del instrumento más inepto» (Forja.- 671).

Jesús, indirectamente, también te refieres a todos los cristianos -puesto que todos somos discípulos tuyos- cuando dices: «Quien a vosotros oye, a mí me oye». Cuando hablo de Ti a algún amigo, lo importante no es tanto la lógica de mis argumentos, ni mi facilidad de palabra, sino mi unión personal contigo, mi vida interior. Sólo de esta manera seré un buen instrumento tuyo y mis palabras serán eco fiel de las tuyas.

Jesús, si no son mis palabras las que convencen a los hombres, sino la gracia del Espíritu Santo, se comprende que el primer apostolado sea la oración y la mortificación por las personas a las que quiero acercar a Ti. Por más inepto que sea el instrumento, y por más difíciles que sean mis amigos, si rezo con fe y ofrezco pequeños sacrificios por ellos, Tú les darás la gracia necesaria para que mejoren y te amen. «¡Ay de ti, Corozaín!...»

Jesús, quieres recordarme que a quien más se le da, más se le va a pedir. Yo he tenido una educación y unos ejemplos que me han facilitado mucho el camino de la fe. Otros, en cambio, han recibido menos. Que tenga el sentido de responsabilidad de hacer fructificar esos talentos que me has dado.




Jesús pasó muchas veces por diversas ciudades derramando innumerables bendiciones sobre sus habitantes, pero éstos no se convirtieron; no hicieron penitencia, y sin esa conversión del corazón, acompañada de la mortificación, la fe se obscurece y no se sabe descubrir a Cristo que nos visita. Cristo sigue pasando por nuestras ciudades y continúa derramando sus bendiciones sobre nosotros. Saber escucharle y cumplir su voluntad hoy y ahora es de capital importancia para nuestra vida.

La Sagrada Escritura llama dureza de corazón cuando existen malas disposiciones y resistencia a la gracia (Éxodo 4, 21; Romanos 9, 18). A veces alegamos dificultades de algún tipo, pero en realidad se trata de resistencia a abandonar un mal hábito o a luchar decididamente contra algún defecto que impide una mayor correspondencia a lo que el Señor pide. Hemos de quemar con la mortificación, las malas hierbas que tienden a crecer en nuestra alma, para convertir nuestro corazón en tierra buena que espera la semilla para dar fruto.


II. La mortificación no es algo negativo; por el contrario, rejuvenece el alma, la dispone para entender y recibir los bienes divinos, y nos sirve para reparar por nuestros pecados pasados. Por eso pedimos frecuentemente al Señor enmendationem vitae, spatium verae paenitentiae: Un tiempo para hacer penitencia y enmendar la vida (MISAL ROMANO, Formula intentionis misae). Encontramos tres campos para la mortificación: la aceptación amorosa y serena de los contratiempos que cada día nos llegan: cosas que nos son contrarias, aquellas que no son como nosotros quisiéramos, o que llegan de modo inesperado y que nos exigen cambiar de planes.

El Señor que permite el mal, sabe sacar bienes en beneficio de nuestra alma (J. URTEAGA, Los defectos de los santos). No dejemos nosotros de convertirlo en motivo de amor, de crecimiento interior.


III. El segundo campo de nuestras diarias mortificaciones es el cumplimiento del deber, con el que nos hemos de santificar. Ahí encontraremos cada día la voluntad de Dios para nosotros; y hacerlo con perfección, con puntualidad y con amor, requiere sacrificio. El tercer campo de mortificaciones está en aquellas que buscamos voluntariamente con deseo de agradar al Señor, y de disponernos mejor para la oración, para vencer las tentaciones, y para ayudar a nuestros amigos a acercarse al Señor: "Una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia" (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja)

Nuestro Ángel Custodio nos ayudará a vencer los estados de ánimo y el cansancio... será muy grato al Señor y una gran ayuda a quienes están con nosotros.



Disminuir efectivamente la pobreza y de aliviar los sufrimientos de los más desprotegidos”.



La Santa Sede alienta al G8 a cumplir sus compromisos con el desarrollo

A través de una intervención de monseñor Mamberti en la Asamblea General de la ONU
NUEVA YORK, jueves 29 de septiembre de 2011 ,La Santa Sede alentó al grupo de  ocho países de gran peso político, económico y militar conocido como G8 a cumplir los compromisos que han tomado en los últimos años de ayuda al desarrollo.

Lo hizo a través del discurso que monseñor Dominique Mamberti, secretario de la Santa Sede para las Relaciones con los Estados, pronunció este martes en la 66ª sesión de la Asamblea General de la ONU

“La Santa Sede alienta en este sentido el refuerzo de la ayuda pública al desarrollo, en conformidad con los compromisos asumidos en Gleneagles”, afirmó el arzobispo.

En esta ciudad escocesa, los países del G8 se comprometieron en 2005 a aumentar su ayuda a África en 25.000 millones de dólares, pero esa promesa no se ha cumplido.

“Mi delegación tiene la esperanza de que las discusiones sobre este tema, con motivo del próximo diálogo de alto nivel sobre la “Financiación del desarrollo”, traigan los resultados esperados”, afirmó monseñor Mamberti.

El representante de la Santa Sede indicó que las actividades económicas y comerciales orientadas hacia el desarrollo,

“deberían ser capaces de hacer disminuir efectivamente la pobreza y de aliviar los sufrimientos de los más desprotegidos”.

También reiteró en nombre de la Santa Sede “la importancia de una nueva y profunda reflexión sobre el sentido de la economía y sus objetivos, así como una revisión clarividente de la arquitectura financiera y comercial global para corregir los problemas de funcionamiento y las distorsiones”.
“Esta revisión de las reglas económicas internacionales debe integrarse en el marco de la elaboración de un nuevo modelo global de desarrollo”, afirmó.
“En realidad, lo exige el estado de salud ecológico del planeta, y lo requiere sobre todo la crisis cultural y moral del hombre, cuyos síntomas son evidentes por doquier desde hace tiempo”, añadió.
El representante de la Santa Sede auspició que esa reflexión inspire también las sesiones de trabajo de la Conferencia de la ONU sobre el desarrollo sostenible (Río+20), del mes de junio próximo.

“Familia de naciones”

En su intervención, monseñor Mamberti señaló la importancia de que el ser humano sea el centro de las preocupaciones por el desarrollo sostenible, que además se oriente por la conciencia de ser una “familia de naciones”.
Comparó la comunidad internacional a una familia, que “evoca inmediatamente algo más que relaciones simplemente funcionales o simples convergencias de intereses”.
“Una familia es por su misma naturaleza una comunidad fundada en la interdependencia, en la confianza y ayuda mutua, en el respeto sincero”, dijo.

“Su pleno desarrollo no se basa en la supremacía del más fuerte, sino en la atención al más débil y marginado, y su responsabilidad se amplía a las generaciones futuras”, declaró.

Ante la prolongación de la crisis

Ante la prolongación de la crisis económica y financiera mundial, monseñor Mamberti destacó el “déficit ético en las estructuras económicas” como “elemento fundamental de la crisis actual”.

“La dimensión ética es fundamental para afrontar los problemas económicos”, reiteró. Sin ella, advirtió, economía y política se convierten en “una ilusión ingenua o cínica, siempre fatal”.

El prelado destacó que “cada decisión económica tiene una consecuencia moral” y señaló la necesidad de “una ética centrada en la persona y capaz de ofrecer perspectivas a las nuevas generaciones”.

Comercio de armas

Monseñor Mamberti se refirió también a la Conferencia de la ONU para analizar el Tratado sobre el Comercio de Armas (TCA), prevista para el año 2012.
En este sentido, destacó que “un comercio de armas que no esté regulado ni sea transparente tiene importantes repercusiones negativas”.

Y afirmó que “la comunidad internacional debe preocuparse por alcanzar un Tratado para el Comercio de Armas que sea efectivo y aplicable, consciente del gran número de personas que están afectadas por el comercio ilegal de armas y municiones, así como de sus sufrimientos”.

Respeto a la persona

Dirigiéndose al presidente de la Asamblea, le recordó que “su contribución a la edificación de un mundo más respetuoso de la dignidad humana demostrará la capacidad efectiva de la ONU para cumplir con su misión”.

Monseñor Mamberti también expresó la preocupación de la Santa Sede por “los acontecimientos que tienen lugar en algunos países de África del Norte y de Oriente Medio”.

En este sentido, afirmó: “Quisiera renovar aquí el llamamiento del Santo Padre Benedicto XVI para que todos los ciudadanos, en particular los jóvenes, hagan todo lo posible para promover el bien común y para edificar sociedades en las que se venza la pobreza y en las que toda opción política se inspire en el respeto de la persona humana”. 

En su discurso, monseñor Mamberti también abordó otras cuestiones de importancia, como la necesidad de decisiones valientes para superar el conflicto palestino, la importancia de defender la libertad religiosa y el verdadero sentido de una intervención militar.

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Los logros y los desafíos actuales de la ONU según la Santa Sede

 
La Santa Sede considera que “el diálogo entre los representantes de las naciones, que se renueva cada año en todas las sesiones de la Asamblea general y que permanece abierto y vivo en los demás órganos y en las agencias de la 'familia de la ONU' ha sido el instrumento fundamental” para cumplir su objetivo.
  • La Gaceta de la Iglesia/ Zenit. 1 de octubre. Lo afirmó el secretario para las Relaciones de la Santa Sede con los Estados, monseñor Dominique Mamberti, al intervenir este miércoles en la 65ª sesión de la asamblea general de la ONU en Nueva York.


  • “Los resultados positivos que la comunidad internacional ha obtenido durante la sesión precedente de la Asamblea general, así como el innegable bien que la Organización de Naciones Unidas representa para toda la humanidad, no podrían haberse esperado sin el diálogo entre los gobiernos, al que se añaden con fuerza y eficacia cada vez mayores los interlocutores de la sociedad civil”, reconoció.
    “Sin embargo -explicó-, para ser sincero y plenamente eficaz, este diálogo debe ser realmente dia-logos –intercambio de sabiduría y sabiduría compartida”.


  • El representante de la Santa Sede indicó que “dialogar no significa sólo escuchar las aspiraciones y los intereses de las demás partes e intentar encontrar compromisos”, sino que “debe pasar rápidamente del intercambio de palabras y de la búsqueda del equilibrio entre intereses opuestos a un verdadero compartir la sabiduría por el bien común”.


  • El arzobispo reconoció que en la ONU “a veces, este diálogo ha sido, más que nada, una confrontación entre ideologías opuestas y posturas irreconciliables”.


  • “Sin embargo -aseguró-, las Naciones Unidas se han convertido en un elemento insustituible en la vida de las poblaciones y en la búsqueda de un futuro mejor para todos los habitantes de la Tierra”.


  • “Por eso la ONU es objeto de una gran atención por parte de la Santa Sede y de la Iglesia católica, como han demostrado las visitas de los Papas Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI”, añadió.


  • La Santa Sede considera que “los sesenta y cinco años de vida de la ONU son ya en sí un acontecimiento histórico único, especialmente si se los compara con la pérdida de las esperanzas puestas en las Conferencias de Paz, a principios del siglo XX, y después en la Sociedad de Naciones”.


  • “A pesar de las imperfecciones de sus estructuras y de su funcionamiento, la ONU ha tratado de aportar soluciones a los problemas internacionales de carácter económico, social, cultural y humanitario”, dijo el prelado.

    Logros

    En la perspectiva del diálogo internacional fecundo logrado en los debates generales anuales de la asamblea general, monseñor Mamberti destacó diversos signos de progreso en la elaboración normativa del desarme y de la no proliferación de armas, verificados durante la anterior sesión de la asamblea general.


  • “En primer lugar, la Santa Sede acoge con satisfacción la entrada en vigor, el pasado 1 de agosto del Tratado sobre la prohibición de las armas de racimo”, señaló.


  • A continuación apuntó “otro resultado importante del diálogo internacional”: la conclusión positiva, el pasado mes de mayo, de la octava Conferencia de Examen del Tratado de no proliferación nuclear.
    Y junto a ella, la publicación de un documento consensuado que prevé diferentes acciones relacionadas con los tres puntos fundamentales del Tratado: el desarme nuclear, la no proliferación de armas nucleares y la utilización pacífica de la energía nuclear.


  • En este sentido, la Santa Sede considera un “signo importante de esperanza la decisión de convocar antes de 2012 una Conferencia para un Oriente Medio libre de armas nucleares y de las demás armas de destrucción masiva”.


  • Por otra parte, monseñor Mamberti recordó en su intervención la celebración, el pasado mes de julio, de la primera sesión del comité Preparatorio de la Conferencia sobre el Tratado sobre el comercio de armas, prevista para 2012.


  • “Esta Conferencia deberá elaborar un instrumento jurídicamente vinculante “que establecerá las normas internacionales más estrictas posibles” sobre la transferencia de armas convencionales”, dijo.
    “Hay que aplaudir también la firma del Tratado New START, entre los Estados Unidos y la Federación Rusa, sobre la reducción ulterior y la limitación de armas estratégicas ofensivas”, añadió.

  • El prelado dijo que “esta firma constituye un paso adelante en las relaciones entre las potencias nucleares y la Santa Sede espera que abra otras perspectivas y conduzca a reducciones sustanciales en el futuro”.
    En este sentido, destacó que “durante la presente sesión de la Asamblea General, se ha celebrado un encuentro de Alto Nivel sobre el Desarme, que ha sido muy útil para discutir formas de aportar una nueva vía a la Conferencia sobre el Desarme y para continuar construyendo un consenso sobre los grandes desafíos del desarme”.


  • En particular, se refirió al Tratado de total prohibición de ensayos nucleares y al Tratado sobre la prohibición de la producción de materias fisionables.


  • “Hay que continuar haciendo todo lo posible para llegar a un mundo liberado de armas nucleares -dijo-. Es un objetivo al que no se puede renunciar, aunque sea complejo y difícil de alcanzar, y la Santa Sede apoya todo esfuerzo en este sentido”.


  • Por otra parte, recordó la “contribución sin precedentes” de la ONU a la paz y a la cooperación internacional en Haití, donde durante el terremoto del pasado mes de enero fallecieron el Jefe de la Misión de las Naciones Unidas, el embajador Hédi Annabi, su adjunto, el Doctor Luiz Carlos da Costa, y otros ochenta y dos funcionarios civiles y miembros de las fuerzas de paz.


  • Monseñor Mamberti aprovechó su intervención de ayer para reiterar, en nombre del Papa, el “pésame al Secretario General y a las autoridades nacionales de las personas fallecidas, así como a sus compañeros y a sus familiares”.


  • “Su sacrificio debe convertirse en un estímulo renovado para un compromiso global a favor del mantenimiento de la paz”, afirmó.


  • El arzobispo destacó también el aprecio de la Santa Sede por la acción realizada por las fuerzas de paz y por las misiones cumplidas durante la sesión anterior de la asamblea general.
    En este sentido, dijo que “el aumento importante de solicitudes de intervención de estos últimos años, manifiesta, por una parte, la confianza creciente en la acción de la ONU en cooperación con las organizaciones regionales, pero, por otra, destaca la importancia de una función cada vez mayor de la ONU y de organizaciones regionales en la diplomacia preventiva”.


  • Desafíos


  • Sin embargo, el secretario para las relaciones de la Santa Sede con los Estados reconoció que “no faltan motivos de preocupación por todos los desafíos referentes a la seguridad global y la paz”.
    Entre ellos, se refirió a los gastos militares mundiales, que “continúan siendo excesivamente onerosos e incluso aumentan”.


  • También habló del “problema del ejercicio del derecho legítimo de los Estados a un desarrollo pacífico de la energía nuclear, compatible con un control internacional efectivo de la no proliferación”.
    En este sentido, dijo que “la Santa Sede anima a todas las partes implicadas en la regulación de diversas controversias en curso, especialmente las concernientes a la Península coreana y al Golfo Pérsico, así como las zonas adyacentes, a profundizar en un diálogo sincero que sepa conciliar armónicamente los derechos de todas las naciones interesadas”.


  • Refiriéndose a problemas de otras zonas concretas del planeta, monseñor Mamberti lamentó “las recientes y terribles calamidades naturales en Pakistán”, que “se añaden a las dificultades causadas por los conflictos que afligen a esta región”.


  • Sobre éstas, dijo que “a la respuesta humanitaria, que debe ser generosa, y a otras medidas coyunturales, hay que asociar un esfuerzo de comprensión recíproca y de profundización en las causas de las hostilidades”.
    También habló de Oriente Medio, y afirmó que “el diálogo sincero, la confianza y la generosidad de saber renunciar a intereses circunstanciales o a corto plazo, es el camino para una solución duradera del conflicto entre el Estado de Israel y los palestinos”.


  • “El diálogo y la comprensión entre las distintas partes implicadas es también la única vía para la reconciliación en Irak y en Myanmar por ejemplo, así como para la solución de las dificultades étnicas y culturales en Asia Central, en las regiones del Cáucaso y para calmar las tensiones recurrentes en África, entre otras en Sudán, en vísperas de plazos decisivos”.
    El representante de la Santa Sede quiso destacar que “en la mayor parte de estos conflictos, entra en juego un elemento económico importante”.


  • En este sentido, aseguró que “una mejora sustancial de las condiciones de vida de la población palestina y de los demás pueblos que viven situaciones de guerra civil o regional, aportará ciertamente una contribución esencial para que la oposición violenta se transforme en diálogo sereno y paciente”.

    Objetivos del Milenio

    La intervención del arzobispo continuó con una referencia al evento de alto nivel sobre los Objetivos del Milenio que se celebró en la misma sede de la ONU de Nueva York hace unos días.
    Destacó que la Santa Sede acoge con alegría la voluntad reiterada de todos los Estados de la ONU de “desarraigar la pobreza” y su deseo de que se lleve a cabo con determinación.
    Sin embargo, advirtió que no se alcanzarán estos objetivos sin la realización de dos grandes imperativos morales.
    En primer lugar, señaló la necesidad de que los países ricos y emergentes cumplan sus compromisos de ayuda al desarrollo y establezcan un marco financiero y comercial netamente favorable a los países más débiles.
    Y por otra parte, dijo que todos los países, pobres y ricos, “deben garantizar un viraje ético de la política y de la economía, que garantice un buen gobierno y erradique todas las formas de corrupción”.
    “Si no -declaró-, se corre el riesgo de llegar a 2015 habiendo obtenido resultados insuficientes, excepto quizás, pero sería triste y paradójico, en los ámbitos del control demográfico y de la promoción de estilos de vida minoritarios, introducidos en algunos párrafos del documento de la reciente Cumbre”.
    “En este caso, los objetivos del Mileno se convertirían en un verdadero fraude al desarrollo humano integral de las poblaciones”, alertó.


  • Monseñor Mamberti se refirió también al punto 7º de los Objetivos del Milenio que hace referencia al medio ambiente y declaró que “la cuestión no implica sólo aspectos científicos y medioambientales, sino también socio-económicos y éticos”.


  • Sobre este punto, explicó que “la Santa Sede espera que en la próxima sesión de la Conferencia de los Estados-miembros se tome una decisión política que haga más concretas las negociaciones sobre un acuerdo jurídicamente vinculante”.


  • Y advirtió que “no se trata sólo de desembocar en un mundo menos dependiente de combustibles fósiles y más comprometido con la eficiencia energética y a las energías alternativas, sino también de modificar comportamientos de consumo desenfrenado e irresponsable”.


  • La delegación de la Santa Sede en la ONU ha reiterado en diversas ocasiones respecto a los Objetivos del Milenio, que son estos comportamientos y no el crecimiento de la población ni la mejora de las condiciones de vida de los países menos desarrollados, los que ejercen una mayor e insostenible presión en los recursos y en el medio ambiente.

    Objetivo: Derechos Humanos

    En su intervención, monseñor Mamberti también señaló que “el interés nacional fundamental de todos los gobiernos debe ser la creación y el mantenimiento de las condiciones necesarias para desarrollar plenamente el bien integral -material y espiritual- de cada uno de los habitantes de su nación”.
    “Por eso -dijo-, el respeto y la promoción de los derechos humanos son el objetivo final del diálogo y de los asuntos internacionales y son al mismo tiempo, la condición indispensable para un diálogo sincero y fecundo entre las naciones”.


  • En este sentido, constató que “la misma historia del desarrollo de los derechos humanos demuestra que el respeto a la libertad religiosa, que incluye el derecho a expresar públicamente la propia fe y a difundirla, es la piedra fundamental de todo el edificio de los derechos humanos”.
    Advirtió que “si falta la libertad religiosa, todos los derechos humanos corren el riesgo de convertirse en concesiones del gobierno o, como máximo, en el resultado de un equilibrio de fuerzas sociales, variable por naturaleza”.


  • Sobre esta cuestión, citó el discurso que Benedicto XVI pronunció en esa misma sala el 18 de abril de 2008, en el cual el Papa advirtió que cuando se abandona la referencia al sentido de la trascendencia y de la razón natural, se violan gravemente la libertad y la dignidad del hombre y los fundamentos objetivos de los valores que inspiran y gobiernan el orden internacional se ven amenazados.
    Monseñor Mamberti afirmó que “la mayor garantía de que la ONU continúe cumpliendo su misión histórica de mantener unidos y de coordinar a todos los Estados para unos objetivos comunes de paz, seguridad y desarrollo humano integral para todos, será dada por una referencia constante a la dignidad de todos los hombres y mujeres y por su respeto efectivo, empezando por el derecho a la vida -incluso de los más débiles como los enfermos en fase terminal y los niños por nacer- y a la libertad religiosa”.

  • jueves, 29 de septiembre de 2011

    Mas sobre la Fiesta de Hoy de Los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

    Con la reforma litúrgica de 1969, se unificaron las festividades de los tres Arcángeles: San Gabriel, que se celebraba el 24 de marzo; San Rafael, el 24 de octubre, y San Miguel. Se escogió la fiesta de éste último para la futura celebración común.

     


    Desde el siglo VI se honra a SAN MIGUEL en Roma el 29 de septiembre, por la dedicación de una Basílica en su honor en la Vía Salaria, que hoy en día ya no existe. Tanto en Europa como en el Oriente, hay muchísimos templos en honor de San Miguel, porque él es el defensor del Pueblo de Dios contra las asechanzas del Demonio, como lo indica su nombre, que significa: "¿Quién como Dios?"

    En la Biblia, SAN MIGUEL es mencionado en el libro de Daniel (Cap. 10 y 12) como el ayudante del pueblo de Dios, durante sus duros años de cautiverio en Babilonia. En la carta de San Judas (v.9), se encuentra una misteriosa alusión a que Miguel peleó con el demonio por el cuerpo de Moisés. Y en el Apocalipsis (Cap. 12) se describe cómo los ángeles rebeldes, encabezados por Lucifer, son derrotados por San Miguel, el jefe de las milicias celestiales, fieles al servicio de Dios.

    Esta acción hizo a San Miguel popular entre los cristianos, quienes le invocaban en contra del Demonio. La Iglesia etíope celebraba mensualmente una misa en honor suyo, la Iglesia romana le rezaba todos los días en su liturgia. Se le dedicaron santuarios en todos los países. Es el Prototipo del siervo leal y poderoso que ha de sostenernos con su Fuerza.



    RAFAEL, cuyo nombre significa "DIOS SALVA", es un ángel bondadoso que tiene remedio para todo. No sólo es el ángel de la guarda del joven Tobías, sino que él mismo se presenta como uno de los siete "ángeles especiales que llevan las oraciones de los justos al trono de Dios y se mueven en la presencia de la gloria del Santísimo" (Tob. 12,15). Es el buen acompañante del hijo de Tobías, a quien conduce, sabio, cariñoso y firme, por entre las asechanzas del mal, hasta un feliz matrimonio y la curación del propio Tobías de su ceguera. Es el Arcángel de los novios y casados, cómplice del Amor, que es una chispa del gran incendio divino que busca Abrasarnos a todos en caridad.

    Este es el mensaje del la Palabra de Dios sobre la intervención de este Arcángel: "EL SALVA", pero la cooperación libre de todo ser humano es indispensable. La fiesta de San Rafael en la Iglesia es relativamente reciente. El Papa Benedicto XV la introdujo como obligatoria para la Iglesia universal en l921. Después de la segunda guerra mundial, en l945, millones de refugiados fueron puestos bajo su patrocinio. Asimismo se aconseja a los VIAJEROS encomendarse a la protección de este amigo celestial.



    SAN GABRIEL: su nombre hebreo significa "CAMPEÓN DE DIOS". De GABRIEL se puede decir que nunca ha habido ni habrá jamás otro embajador investido de más hermosa misión. Fue él quien tuvo el encargo de anunciar el cumplimiento del más feliz acontecimiento en la historia del mundo, cuando llegó a anunciar a la Virgen María que iba a ser Madre del Salvador.

    Para la historia de la salvación son de especial importancia las apariciones del embajador divino al sacerdote Zacarías, con el anuncio del nacimiento de Juan el Bautista y la Anunciación a María Santísima, que encontramos en el Evangelio de San Lucas. El ángel se acerca a María para pronunciar las palabras sagradas, que diariamente repetimos al principio del "Ave María".

    Esas palabras manifiestan que María, gracias al poder de Dios, está LLENA DE GRACIA y será la MADRE DEL "EMMANUEL", es decir: "DIOS CON NOSOTROS".

    EFECTOS DEL EXORCISMO


    Cuando la persona tenía negatividades, incluso cuando éstas
    manifestaran signos particulares durante el exorcismo, el sujeto a menudo ha obtenido provecho de éste. Generalmente no se tiene en cuenta el día en que se ha practicado el exorcismo: puede provocar bienestar o malestar, atontamiento o somnolencia, aparición de hematomas o desaparición de dolores; estas cosas carecen de importancia.

    En cambio, es importante evaluar las consecuencias a partir del día siguiente. En algunos casos uno
    se encuentra mal durante un día o dos y luego está mejor durante un
    determinado período; en general, siente de inmediato una mejora que puede
    durar pocos o muchos días, según la gravedad del mal. Si uno no ha
    manifestado ningún signo de negatividad durante la bendición y si no siente
    ningún efecto después, la mayoría de las veces quiere decir que no tiene
    ninguna negatividad; sus trastornos obedecen a otras causas. Pero el
    exorcista puede sugerir que se practique otra bendición si tiene motivos
    para sospechar que el demonio puede estar escondido.


    Además, es interesante prestar atención a qué ocurre en las  bendiciones siguientes, ya sea como comportamiento durante el exorcismo, ya sea las consecuencias de éste. Puede suceder que desde la primera vez la influencia maléfica haya mostrado toda su fuerza, sea ésta poca o mucha.

    Entonces se nota cómo progresivamente se atenúan los fenómenos. Otras veces, en cambio, es como si el trastorno maléfico tratara de ocultarse y sólo poco a poco emergiera en toda su extensión; después empieza la fase regresiva. Recuerdo, por ejemplo, a un joven que durante el primer exorcismo había presentado sólo algunos pequeños signos de negatividad; en el segundo exorcismo comenzó a aullar y a agitarse. Aunque el caso se presentaba más grave que muchos otros, bastaron pocos meses de
    exorcismos para llegar a la liberación.


    Para el buen éxito es fundamental la colaboración del paciente.
    Suelo decir que el efecto de los exorcismos influye en un diez por ciento
    sobre el mal; el otro noventa por ciento debe ponerlo el interesado.
    ¿De qué
    manera? Con mucha oración, con la frecuencia en los sacramentos, con una

    vida conforme a las leyes del Evangelio, con el uso de los sacramentales
    (hablaremos aparte del agua, el aceite y las sales exorcizados),
    haciendo
    rezar a otros (es muy eficaz la oración de toda la familia, o de comunidades
    parroquiales o religiosas, de grupos de oración...), haciendo celebrar misas.
    Son muy útiles las peregrinaciones y las obras de caridad. Pero sobre todo
    se necesita mucha oración personal, mucha unión con Dios, de modo que la
    oración se vuelva habitual. A menudo tengo que vérmelas con personas
    más bien alejadas de las prácticas religiosas; he encontrado utilísima la
    integración activa en una parroquia o en los grupos de oración, parti-
    cularmente en los de la Renovación.




    Para demostrar la necesidad de la colaboración suelo hacer una
    comparación con la droga; es algo muy distinto, pero con lo que todos
    están familiarizados. Todo el mundo sabe que un drogadicto puede curarse,
    pero con dos condiciones: debe ser ayudado (integrándose en una
    comunidad terapéutica o de otro modo), pues por sí solo no puede conse-
    guirlo. Y debe colaborar activamente con su esfuerzo personal, de lo
    contrario, toda ayuda es inútil. En nuestro caso la ayuda personal viene
    dada por los medios que hemos indicado. Y si bien el fruto directo de los
    exorcismos, la liberación, es bastante lento, en compensación he
    presenciado rápidas conversiones: familias enteras comprometidas en una
    práctica cristiana intensamente vivida, con plegaria común (muy a menudo
    el rosario). He visto cómo se superaban obstáculos para la curación con
    decidida generosidad: a veces el obstáculo era una situación matrimonial
    irregular; otras, el impedimento tenía su origen en no lograr perdonar las
    afrentas recibidas o no reconciliarse con personas, en general parientes
    cercanos, con las que se había roto toda relación.


    Hay que mencionar de modo especial, por su eficacia, uno de los más
    duros preceptos evangélicos: el perdón dado a los enemigos. En nuestro
    caso, los enemigos están representados la mayoría de veces por las
    personas que han hecho el maleficio y que, a veces, siguen haciéndolo. Un
    sincero perdón, la oración por ellas, la celebración de misas en su favor,
    son los medios que han desbloqueado una situación y acelerado la
    curación.


    Entre los efectos del exorcismo debemos también incluir la curación
    de males y enfermedades que en ocasiones se presentaban como incurables.
    Puede tratarse de dolores inexplicables en distintas partes del cuerpo (sobre
    todo, repetimos, en la cabeza y el estómago) o de enfermedades concretas,
    exactamente diagnosticadas clínicamente pero no curadas por los médicos,
    o consideradas incurables. El demonio tiene el poder de provocar
    enfermedades. El Evangelio nos habla de una mujer a la que el demonio
    mantenía encorvada desde hacía dieciocho años (¿deformación de la espina
    dorsal?); Jesús la curó expulsando al demonio; también fue curado del
    mismo modo un sordomudo que lo era por causa maléfica. Otras veces


    Jesús curó a sordos y mudos cuyas enfermedades no eran el resultado de
    presencias maléficas. El Evangelio es muy preciso al distinguir a los
    enfermos de los endemoniados, aunque pueda haber algunas consecuencias
    idénticas
    .

    ¿Cuáles son los enfermos más graves?
    ¿Los más difíciles de curar?

    Según mi experiencia, son los que han recibido hechizos de particular
    gravedad. Recuerdo, por ejemplo, algunas personas que habían recibido
    hechizos en Brasil (los llaman «macumbas»); he bendecido a otras
    personas que habían recibido hechizos de brujos africanos. Todos ellos eran
    casos dificilísimos. Añado los hechizos sobre familias enteras, con el fin de
    destruirlas; a veces uno se encuentra en situaciones tan complejas, que no
    sabe por dónde empezar. También son de curación lentísima aquellos casos
    en que las personas se ven periódicamente afectadas por nuevos hechizos:
    el exorcismo es más fuerte que el hechizo, por lo que la curación no puede
    ser bloqueada, pero puede ser retrasada, incluso durante mucho tiempo.

    ¿Quiénes resultan más afectados?

    No dudo en decirlo: los jóvenes.

    Basta con reflexionar sobre las causas de culpabilidad que hemos indicado
    como ocasiones ofrecidas al demonio para actuar contra una persona y
    vemos cómo hoy, debido a la falta de fe y de ideales, los jóvenes son los
    más expuestos a «experiencias» desastrosas. También los niños están muy
    expuestos, no por culpa personal, sino por su debilidad. Muchas veces, al
    exorcizar a personas incluso de edad madura, descubrimos que la presencia
    demoníaca se remontaba a la primera infancia, o al momento del
    nacimiento o, antes aún, durante la gestación
    .


    Con frecuencia me han hecho notar que bendigo a más mujeres que
    hombres. Y esto ocurre en todos los exorcismos. No es un error pensar que
    la mujer se ve más fácilmente expuesta a las acometidas del maligno.
    Hombres y mujeres no están expuestos del mismo modo. También es
    verdad que son mucho más numerosas las mujeres dispuestas a recurrir al
    exorcista para hacerse bendecir. Muchos hombres, aunque saben con
    seguridad que están afectados, no quieren ni oír hablar de acercarse a un
    sacerdote. Y he tenido más casos de hombres que de mujeres a quienes he
    pedido que cambiaran de vida y se han negado. Naturalmente, no han
    vuelto a verme, aunque eran conscientes de su mal. El mayor obstáculo era
    pasar de un práctico ateísmo a una vida de fe vivida, o de una vida de
    pecado a una vida de gracia.


    No oculto que la curación de este mal exige verdaderamente mucho,
    en cuanto a intensidad de vida cristiana. Pero creo que éste es
    precisamente uno de los motivos por los que Dios lo permite. Muchas
    veces me lo han dicho las mismas personas afectadas: su fe era muy
    lánguida y la vida de oración casi extinta. Si se han acercado a Dios,
    muchas veces incluso con un intenso apostolado, han reconocido que lo
    debían al mal que las había afectado. Estamos apegados a la tierra y a esta


    vida mucho más de lo que suponemos; el Señor, en cambio, mira más allá,
    mira a nuestro eterno bien
    .

    El exorcista, por su parte, a medida que avanza en las bendiciones,
    no se conformará con instar al paciente a la oración y a todos los demás
    medios a los que hemos aludido, sino que buscará todos los medios
    posibles para irritar, debilitar y destrozar al demonio. Ya el Ritual dice que
    hay que insistir en aquellas expresiones ante las que el demonio reacciona
    más: cambian de una persona a otra y de una ocasión a otra. Pero es bueno
    recurrir a otras ayudas. Para algunos es insoportable sentir cómo le rocían
    con agua bendita; a otros les exaspera el soplido, que es un medio usado
    desde la época patrística, como refiere Tertuliano; otros no soportan el olor
    del incienso, por lo que es útil usarlo; para otros es doloroso el sonido del
    órgano, de la música sacra y del canto gregoriano. Son medios auxiliares
    cuya eficacia hemos experimentado.


    Y el demonio ¿cómo se comporta a medida que se
    en los exorcismos?

     Añadiré algo más a cuanto ya queda dicho al respecto. El demonio sufre y hace sufrir. El sufrimiento que siente durante los exorcismos es algo inimaginable. Un día el padre Candido le preguntó a un
    demonio si en el infierno había fuego y si era un fuego que quemaba mucho. El demonio le respondió: «Si supieras qué fuego eres tú para mí, no me harías esta pregunta.» Desde luego, no se trata del fuego terrenal,
    provocado por la combustión de material inflamable. Vemos cómo el demonio arde en contacto con cosas sagradas como crucifijos, reliquias y agua bendita.


    También a mí me ha ocurrido varias veces que el demonio me dijera que sufría más durante las bendiciones que en el infierno. Y cuando le pregunto: «Entonces ¿por qué no te vas al infierno?», responde:
     «Porque a mí lo único que me importa es hacer sufrir a esta persona.» Aquí se percibe
    la verdadera perfidia diabólica: el demonio sabe que no obtiene ningún provecho, es más, que por cada sufrimiento que causa aumenta su castigo en pena eterna. Sin embargo, incluso a costa de salir maltrecho, no renuncia a hacer el mal por el mero placer de hacerlo.


    Los nombres mismos de los demonios,
    como ocurre con los ángeles,
    indican su función
    .

     Los demonios más importantes tienen nombres bíblicos o dados por la tradición: Satanás o Belcebú, Lucifer, Asmodeo, Meridiano, Zabulón... Otros nombres indican más directamente el objetivo que se
    proponen: Destrucción, Perdición, Ruina... O bien indican males concretos:
    Insomnio, Terror, Discordia, Envidia, Celos, Lujuria...


    Cuando salen de un alma, la mayoría de veces los demonios están
    destinados al infierno, a veces quedan atados en el desierto (véase en el libro de Tobías la suerte de Asmodeo, encadenado en el desierto por el arcángel Rafael). Yo siempre les obligo a ir a los pies de la cruz, para recibir su destino de mano de Jesucristo, único juez.

    Una Iglesia “libre de las cargas materiales y políticas para ser más transparente ante Dios”

     
    Durante la audiencia general de ayer miércoles, el Papa recordó los principales momentos de su reciente a Alemania. La audiencia se celebró en la plaza San Pietro y asistieron en torno a 10.000 personas.Para leer el texto completo de la audiencia: cfr. Benedicto XVI: Dios da a nuestra vida un sentido profundo. Y  un buen resumen se encuentra aquí: El Papa reitera que la Iglesia se libere de las cargas materiales y políticas para ser más transparente ante Dios. A continuación te copio dos párrafos de la intervención:
    «Recordé asimismo que su precioso servicio será siempre fecundo, cuando derive de una fe auténtica y viva, en unión con los Obispos y el Papa, en unión con la Iglesia. Finalmente, antes de mi regreso, hablé a un millar de católicos comprometidos en la Chiesa y en la sociedad, sugiriendo algunas reflexiones sobre la acción de la Iglesia en una sociedad secularizada, invitando a que sea libre de las cargas materiales y políticas para ser más transparente ante Dios».
    Queridos hermanos y hermanas, este Viaje Apostólico a Alemania me ha dado la ocasión propicia para encontrarme con los fieles de mi patria alemana, para confirmarlos en la fe, en la esperanza y en el amor, y compartir con ellos la alegría de ser católicos. Pero mi mensaje estaba dirigido a todo el pueblo alemán, para invitarlos a mirar con confianza al futuro. Es verdad “Donde está Dios, allí hay futuro”. Agradezco de nuevo a los que han hecho posible esta Visita y a cuantos me han acompañado con la oración. El Señor bendiga al pueblo de Dios en Alemania y os bendiga a todos vosotros. Gracias.
    y
    Otras noticias de Roma:

    miércoles, 28 de septiembre de 2011

    En la Fiesta de los Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

     

     Celebraremos a tres Arcángeles: san Miguel, san Gabriel y san Rafael,  


    En la Biblia la palabra “gloria” implica la idea de peso. El peso de un ser en la existencia define su importancia, el respeto que inspira, su gloria. La gloria no designa en la Biblia tanto la fama cuanto el valor real, estimado conforme a su peso. La expresión “la gloria de Dios” designa a Dios mismo, en cuanto se revela en su majestad, su poder, el resplandor de su santidad, el dinamismo de su ser. Por eso la Gloria es de Dios y solo a él le corresponde de modo propio y verdadero.
    Quizás sea esto lo que lleva a algunos a querer evitar a toda costa cualquier mediación entre Dios y los hombres. Piensan que si dan honor y gloria a los ángeles o a los santos, se le estaría quitando algo que solo  corresponde a Dios. Y es muy posible que si ellos fueran Dios actuarían así, pero afortunadamente nuestro Dios no es así. Él disfruta compartiendo su Gloria con sus criaturas, y recibe gozosísimo la gloria que sus criaturas le devuelven tras brillar en ellas Su resplandor.

    El nombre de los ángeles no es un nombre de naturaleza, sino de función ( en hebr. mal’ak, gr. angelos, significa “mensajero”). Los ángeles son “espíritus destinados a servir, enviados para asistir a los que han de heredar la salvaciónHeb 1,14.

    Jesús mismo tuvo trato profundo con los ángeles Mt 4,11 Lc 22,43; los menciona como seres reales y activos. Sin dejar de velar por los hombres, ven el rostro del Padre Mt 18,10 p. Su vida está exenta de las sujeciones de la carne Mt 22,30 p. Aun cuando ignoran la fecha del juicio final, que es un secreto exclusivo del Padre Mt 24,36 p, serán sus ejecutores Mt 13,39.49 24,31. Participan en el gozo de Dios cuando los pecadores se convierten Lc 15,10. Los ángeles le acompañarán el día de su parusía Mt 25.31; ascenderán y descenderán sobre él Jn 1,51, como en otro tiempo por la escalera de Jacob Gen 28,10..; él los enviará para reunir a los elegidos Mt 24,31 p y descartar del reino a los condenados Mt 13,41s. En el tiempo de la pasión están a su servicio y él podría requerir su intervención Mt 26,53.

    En el Evangelio vemos que cuando una comunicación sobrenatural llega del cielo a la tierra, son los ángeles sus misteriosos mensajeros: Gabriel transmite la doble anunciación Lc 1,19.26; un ejército celeste interviene la noche de Navidad Lc 2,9-14; los ángeles anuncian también la resurrección Mt 28,5ss p y dan a conocer a los apóstoles el sentido de la ascensión Act 1,10s. Auxiliares de Cristo en la obra de la salvación Heb 1,14, se encargan de la custodia de los hombres Mt 18,10 Act 12,15, presentan a Dios las oraciones de los santos Ap 5,8 8,3, conducen el alma de los justos al paraíso Lc 16,22. Para proteger a la Iglesia llevan adelante en torno a Miguel el combate contra satán (siempre le pongo con minúsculas; se que le fastidia), que dura desde los orígenes Ap 12,1-9, etc…

    Y así, quienes quisiéramos vencer al pecado para agradar siempre a Dios, nos sentimos seguros invocando a San Miguel en momentos de tentación e incertidumbre. Y a Rafael, “medicina de Dios“, le vemos acompañando a Tobías en el viaje que emprendió para cobrar una deuda de un familiar. Pero además de obtenerle la medicina que curo la ceguera de su padre, le encontró una novia, guapa, buena y rica, con la que se casó felizmente. Rafael es una prueba de que a Dios no le gusta que caminemos solos. Invocamos a Rafael al emprender viaje, pero también debieran hacerlo quienes andan buscando su media naranja. Ya lo hemos mencionado antes: Gabriel, el mensajero de Dios, tuvo el privilegio de declarar a la Virgen María la locura de Amor de todo un Dios por ella. No dudó la Virgen de la procedencia de aquella voz: “Hágase en mí según tu Palabra”.

    En los ángeles descubrimos a un Dios que habla, que se comunica, que se entrega enamorado y se manifiesta a los hombres. Por eso nuestro ángel custodio, y a la Santísima Virgen, Reina de los ángeles, les pediremos unos oídos y un corazón siempre alerta a la Palabra de Dios.

    EL TESTIMONIO DE UN AFECTADO POR EL MALIGNO


    Este capítulo no es mío, pero es un testimonio escrito con rara
    claridad. Incluso al exorcista más experto, le es siempre difícil
    identificarse con los poseídos y entender lo que sienten. Y hasta
    la que puede parecer una infestación de mediana gravedad
    esconde sufrimientos que al mismo paciente le cuesta describir.
    Éste fue el principal esfuerzo de G. G. M.: tratar de expresar lo
    inexpresable, confiando en ser entendido sobre todo por quienes
    están afligidos por un mal análogo.


    Todo comenzó a partir de los dieciséis años. Antes yo era un
    muchacho feliz, avispado y bastante alegre, aunque siempre tenía una
    sensación de angustia y en todas partes me parecía que alguien me decía:
    «Nosotros hacemos esto, ¿y tú?» «Nosotros vamos allí, ¿y tú?» No
    entendía el porqué, pero entonces esto no suponía un problema para mí.
    Vivía en una pequeña ciudad marítima; el mar, el alba y los campos me
    ayudaban bastante a mantenerme alejado de la melancolía. A los dieciséis
    años me trasladé a Roma, dejé de acudir a la iglesia y comencé a frecuentar
    todo aquello que en una gran ciudad atrae a un forastero, es decir, todas
    aquellas situaciones extremas que en un pueblo ni siquiera se conocen.
    Muy pronto conocí a drogadictos, marginados, ladrones, muchachas fáciles
    y así sucesivamente. Tenía una cierta prisa por aprender todo este «ruido»
    que me apartaba enormemente de la paz que tenía antes. Comencé a vivir
    esta nueva dimensión artificiosa, desbordante y nauseabunda.

    Mi padre era muy represivo: controlaba cada uno de mis
    movimientos y siempre se mostraba descontento de mí. La suma de estos
    disgustos y de todas las humillaciones de que me hacía objeto mi padre me
    impulsó como un muelle a la calle. Me fui de casa y conocí el hambre, el
    frío, el sueño y la maldad. Frecuenté a mujeres ligeras y amigos pesados.
    Pronto surgió en mí una pregunta sin respuesta: «¿Por qué vivo? ¿Por qué
    me encuentro en la calle? ¿Por qué soy así y los demás, en cambio, tienen
    fuerza necesaria para trabajar y sonreír?»

    En aquel tiempo tuve relación con una muchacha que creía que el
    mal era más fuerte que el bien; hablaba de brujas y magos, y escribía cosas
    que daban vértigo. Yo creía que era muy inteligente porque estaba fuera del
    alcance de un ser humano escribir todas aquellas lucubraciones sobre el
    mundo y la vida. Leí todos sus cuadernos y luego le impuse que los
    quemara delante de mí porque sólo hablaban del mal y me daba un poco de
    miedo tener aquellos folios dando vueltas por la casa. Ella empezó a
    odiarme sin que yo pudiera entender el motivo; traté de ayudarla a salir de
    aquel pozo negro, pero no lo conseguí; se mofaba de mí y del bien que le
    proponía.


    Volví a casa con los míos, me uní a otra muchacha peor que la
    anterior y durante algunos años me sentí triste, desdichado y perseguido
    por cada persona que conocía; me rodeaba una especie de oscuridad, la
    sonrisa ya no asomaba a mis labios y las lágrimas estaban siempre listas
    para correr por mis mejillas. Estaba desesperado y una vez más me
    pregunté: «¿Por qué vivo? ¿Quién soy? ¿Qué hace el hombre en la tierra?»
    Como es natural, en mi ambienté nada de esto interesaba a nadie y en un
    momento de desesperación muy fuerte, en mi fuero interno exclamé con un
    hilo de voz: «¡Dios mío, estoy acabado! Heme aquí delante de ti...
    ayúdame.» Parece que fui escuchado; al cabo de unos días, la muchacha
    con la que andaba entró en una iglesia, comulgó y se convirtió en un
    tiempo récord.


    Yo, para no ser menos, hice lo mismo y fui a parar a una iglesia en la
    que sacaban en procesión a la Virgen de Lourdes; me llamaron para ayudar
    a llevar la imagen y, aunque me daba vergüenza, lo hice y luego estuve
    orgulloso de haberlo hecho. Comulgué y me quedé asombrado por la
    actitud del confesor, que se mostró bondadoso y comprensivo.
    Salí de allí diciendo: «Lo he conseguido; he vuelto al bien.» Aun
    cuando no sabía qué era el bien, sentía que era así. Después de algunas
    semanas oí hablar de Medjugorje, donde la Virgen se aparecía desde 1981.
    Emprendí inmediatamente viaje con aquella muchacha, también impulsado
    por un prodigio que no sé describir. Volvimos al seno de la Iglesia de
    forma plena, cambiamos de vida, amamos a Dios más que a nosotros
    mismos, tanto que ella se hizo monja y yo pensé en el sacerdocio. Ya no
    podía contener la alegría de tener un motivo para vivir y que la vida no
    acabara ahí.


    Pero era sólo el principio: había «alguien» que no estaba contento
    con todo esto. Después de algunos años volví a Medjugorje y de vuelta a
    Roma comencé a sentir otra vez el eco de aquella oscuridad en que mi alma
    vivía antes de descubrir a Dios. En el curso de pocas semanas, esa
    sensación que yo atribuía al autoritarismo de mi padre, a la situación
    menesterosa en que, por distintos motivos, yo había vivido y a un tormento
    que creía común sin entender que para los demás no era así, esa sensación,


    digo, se convirtió en realidad. Comencé a sufrir como nunca me había
    sucedido; sudaba, tenía fiebre y la fuerza me había abandonado, al punto
    que ni siquiera podía comer si no me metían la comida en la boca. Tenía la
    percepción de que sufría con algo distinto del cuerpo: era como ajeno a
    esos hechos. Sentía una desesperación fortísima y veía, no sé con qué ojos,
    una oscuridad que entenebrecía no la habitación donde estaba ni la cama en
    la que yacía desde hacía meses, sino el futuro, las posibilidades de vida, la
    espera del mañana. Estaba como muerto por un cuchillo invisible y sentía
    que quien hundía aquel cuchillo me odiaba y quería algo más que mi
    muerte. Es muy difícil de explicar con palabras, pero era tal como he dicho.
    Después de varios meses estaba enloquecido y ya no razonaba;
    querían llevarme a un manicomio; no entendía ni lo que decía, porque
    ahora vivía en otra dimensión: la de mi sufrimiento. La realidad estaba
    como desprendida de mí. Era como si estuviese en el tiempo sólo con el
    cuerpo, pero que el alma se encontrase en otra parte, en un sitio horrible,
    donde no penetra la luz ni existen esperanzas.


    Permanecí muchos meses en este estado, entre la vida y la muerte, y
    ya no sabía qué pensar. Perdí amigos, conocidos y la comprensión de mis
    parientes. Vivía fuera del mundo y ya no me entendían, ni yo podía
    pretender que lo hicieran, sabiendo lo que guardaba dentro y que nunca
    conseguiría describir. Casi me olvidé de Dios y aunque me dirigía a él con
    llantos y lamentos interminables, lo sentía lejano, una lejanía que no se
    mide en kilómetros, sino en negaciones: o sea que algo decía «no» a Dios,
    al bien, a la vida, a mí mismo. Pensé en dirigirme a un hospital porque
    suponía que la fiebre que tenía desde hacía meses debía por fuerza
    depender de una causa física y, si eliminaba ésta, me sentiría mejor; en
    cualquier caso, algo tenía que hacer.


    En Roma, ningún hospital me quería ingresar por tener fiebre, y tuve
    que irme a trescientos kilómetros de allí, donde permanecí durante veinte
    días sometido a exámenes y análisis de toda clase. Salí con un «no tiene
    nada» y una cartilla clínica que habría llenado de envidia a un atleta: estaba
    sano como una roca, pero una apostilla decía que nadie se explicaba la
    fiebre y mi cara hinchada y cadavérica.


    Estaba blanco como las hojas de un cuaderno. Apenas salí del
    hospital, donde todos mis males se habían atenuado un poco, entré en una
    crisis fortísima, vomité varias veces, sufrí todo lo que un hombre puede
    sufrir y me encontré en un punto desconocido de la ciudad; no sé cómo
    había llegado hasta allí. Mis piernas caminaban solas, los brazos eran
    independientes de la voluntad y así el resto del cuerpo. Fue una sensación
    horrible; daba órdenes a las articulaciones, que ya no me obedecían; no se
    lo deseo a nadie. Por si fuese poco, volvió la oscuridad, que, esta vez, se
    extendió desde el alma hasta el cuerpo. Lo veía todo como si fuese de
    noche aun estando en pleno día. El sufrimiento había llegado a las estrellas;


    comencé a gritar, a retorcerme en el suelo como si tuviera un fuego dentro
    de mí e invoqué a la Virgen gritando: «Madre, madre, ten piedad... ¡Madre,
    te lo suplico! Madre mía, concédeme tu gracia, que me muero.» Los
    dolores no se atenuaron y el sufrimiento se había exasperado tanto que
    perdí también el sentido de la orientación y pegado a las paredes, caminé
    hasta una cabina telefónica; logré marcar el número al tiempo que golpeaba
    la cabeza contra los cristales y el teléfono; me respondió la única persona
    que conocía y que vino para llevarme de vuelta a Roma. Antes de que mi
    amigo llegara, me di cuenta, como por una indicación exterior, de que
    había estado viendo el infierno; no tocándolo o viviendo en él, sino sólo
    viéndolo de lejos. Aquella experiencia cambió mi vida mucho más que la
    conversión de Medjugorje.


    No obstante, seguía sin pensar en realidades ultraterrenales, sino que
    lo explicaba todo con motivos psicológicos: inadaptación, padre
    dominante, traumas infantiles, shocks emotivos y varias otras cosas que,
    como un hermoso dibujo, explicaban muy bien el porqué de lo acaecido.
    Había estudiado psicología durante cinco años como autodidacta y así
    había conseguido formular un esquema según el cual era obvio que
    sufriera. El día de la Virgen del Buen Consejo, y por eso lo creí al haberla
    invocado, un fraile me aconsejó que telefoneara a un carismático que
    actuaba bajo la estrecha tutela de un obispo y tenía el don del
    conocimiento. Éste me dijo: «Te han formulado un hechizo de muerte para
    afectarte la mente y el corazón, y hace ocho meses comiste un fruto
    embrujado.» Me eché a reír, sin creer ni una palabra de aquello; pero luego,
    reflexionando, sentía que dentro de mí volvía a encenderse la esperanza.
    Había olvidado esta sensación y pensé en el fruto descrito y en los ocho
    meses anteriores. «Es verdad —dije—, he comido ese fruto», y recordé
    también que no quería comerlo por una instintiva repulsión hacia la persona
    que me lo ofrecía. Todo coincidía y entonces escuché también el consejo
    acerca del remedio que me sugirieron: las bendiciones.


    Busqué un exorcista y después de las diversas risotadas de los curas
    o de los obispos y las humillaciones que me infligieron, por las cuales
    descubría un aspecto de la Iglesia afeado por sus mismos pastores, llegué al
    padre Amorth. Recuerdo muy bien aquel día; aún no sabía qué era una
    bendición particular: pensaba en una señal de la cruz, como hace el cura
    después de la misa. Me senté, él me puso la estola en torno a los hombros y
    una mano en la cabeza; empezó a rezar en latín y yo no entendía nada. Al
    poco rato, algo así como un rocío fresco, es más, helado, me bajó de la
    cabeza al resto del cuerpo. Por primera vez, después de casi un año, la
    fiebre me abandonaba. No dije nada; él continuó y poco a poco la
    esperanza volvía a vivir en mí, la luz del día volvía a ser luz, el canto de los
    pájaros ya no se parecía al graznar de los cuervos, y los ruidos exteriores ya
    no eran obsesivos, sino que se habían vuelto simples ruidos; de hecho,


    llevaba siempre tapones en los oídos porque hasta el menor ruido me hacía
    saltar.


    El padre Amorth me dijo que volviera y, apenas salí, tuve grandes
    deseos de sonreír, de cantar, de disfrutar: «Qué bien —dije—, se acabó.»
    Era verdad, era verdad todo aquello que había sentido: era la rabia de
    «alguien» que me odiaba y no una locura mía lo que me hacía todo aquel
    daño. «Es verdad —repetía mientras iba solo dentro del coche—, todo es
    verdad.» Hoy han pasado tres años y, poco a poco, después de una
    bendición tras otra, he vuelto a la normalidad y he descubierto que la
    felicidad viene de Dios y no de nuestras conquistas o de nuestros afanes.
    El mal, la llamada desdicha, la tristeza, la angustia, el brinco
    continuo de las piernas, la rigidez de los nervios, el agotamiento nervioso,
    el insomnio, el temor a la esquizofrenia o a la epilepsia (había tenido
    realmente algunas caídas) y tantas otras enfermedades de las que era
    víctima, desaparecían al sonido de una simple bendición. Hace tres años
    que tengo una prueba tras otra que demuestran, sólo a mí naturalmente, que
    el demonio existe y actúa mucho más de lo que creemos y que hace lo
    imposible para no dejarse descubrir hasta convencernos de que estamos
    enfermos de esto o aquello, cuando él es el autor de todo mal y tiembla ante
    un sacerdote con el aspersorio en la mano.


    He querido relatar mi experiencia para invitar a cuantos la lean a
    someter a examen este aspecto de nuestra vida que yo, por desgracia, he
    experimentado plenamente. En conclusión, me siento feliz de que Dios
    haya permitido que se me haga esta enorme prueba, porque ahora comienzo
    a gozar de los frutos de tanto sufrimiento. Tengo el ánimo más puro y veo
    lo que antes no veía. Sobre todo soy menos escéptico y más atento a la
    realidad que me rodea.


    Creía que Dios me había dejado y, en cambio, era precisamente entonces cuando me estaba probando, a fin de prepararmepara encontrarlo.

    Con este escrito también quiero estimular a quienes están enfermos
    como lo estuve yo a que no se desanimen ya que, aunque parezca evidente,
    no hay que creer ni siquiera en la evidencia, o sea que Dios nos abandone.
    No es así y al final se tiene la prueba de ello. Hay que perseverar, incluso
    durante años. Además, debo hacer una precisión: que las bendiciones
    tienen un efecto tanto más intenso cuanto más lo quiere Dios y no
    dependen de la voluntad del exorcista o del exorcizado; y que según mi
    experiencia, esta intensidad depende mucho más de la voluntad de
    conversión del sujeto que de las prácticas exorcistas. La confesión y la
    comunión valen como un gran exorcismo.
    Especialmente en las confesiones, si están bien hechas, he sentido la inmediata desaparición de
    los tormentos antes mencionados; y en las comuniones, una dulzura nueva
    que no pensaba que pudiera existir.


    También hace años, antes de todos aquellos sufrimientos, me
    confesaba y comulgaba; pero como no sufría, no podía darme cuenta, si
    puede decirse así, respecto de qué me había vuelto inmune. Ahora lo sé e
    invito sobre todo a los tibios a creer que Dios está realmente presente en la
    puerta del confesonario y en la hostia, que a menudo tomamos con gran
    indiferencia.


    Además, invito a los escépticos a creer, antes de que «alguien» les
    ayude a la fuerza como me ha ocurrido a mí. Para terminar, me dirijo con
    una invitación a los pobres, porque nadie lo es más que ellos, a los
    poseídos, a los odiados por Satanás, que se sirve de sus mismos conocidos
    para matarlos u oprimirlos. No perdáis la fe, no rechacéis la esperanza, no
    sometáis la voluntad a las insinuaciones violentas y a los fantasmas que el
    maligno os presenta.


    Éste es su verdadero objetivo y no el de causar sufrimientos o procurar el mal. Él no busca nuestro dolor, sino algo más: quiere que nuestra alma derrotada diga: «Basta, estoy vencido, soy un juguete en
    manos del mal; Dios no es capaz de liberarme; Dios se olvida de sus hijos
    si permite tales sufrimientos; Dios no me ama, el mal es superior a Él.»
    Ésta es la verdadera victoria del mal a la cual debemos responder, aunque
    hayamos perdido la fe, ofuscada por el dolor. «Nosotros queremos querer la
    fe»; queremos querer; el demonio no puede tocar esta voluntad, es nuestra
    voluntad; no es ni de Dios ni del diablo, sino sólo nuestra, porque Dios nos
    la dio cuando nos creó; por lo tanto, debemos decir siempre que no a quien
    nos la quiere echar por tierra y debemos creer (con san Pablo) que, al oír el
    nombre de Jesús, caen de rodillas «todos los que están en los cielos, en la
    tierra y debajo de la tierra».


    Ésta es nuestra salvación. Si no creemos con firmeza, el mal que nos
    ha sido impuesto, ya sea con maleficios o con hechizos, puede durar años,
    sin que experimentemos mejora
    .

    Además, para aquellos que creen haberenloquecido ya y no ven remedio, yo puedo testimoniar que después de muchas bendiciones este mal pasa como si nunca hubiese existido; por eso
    no debemos temerlo, sino alabar a Dios por la cruz que nos da. Porque después de la cruz está siempre la resurrección, como después de la noche viene el día; así han sido creadas todas las cosas. Dios no miente y nos ha elegido para acompañar a Jesús en Getsemani, haciéndole compañía en su dolor, para resucitar con él.


    Ofrezco a María Inmaculada este testimonio para que lo haga fructificar por el bien de mis hermanos de dolor. Respondo con el amor, el perdón, la sonrisa y la bendición a aquellos que han sido instrumentos del diablo para darme el martirio que he padecido.

     Ruego que mi sufrimientoles haga entrever la luz que también yo he recibido gratuitamente de
    nuestro Dios maravilloso.

    La renuncia a la comodidad, el desprendimiento de las cosas, una disponibilidad completa al querer divino

    «Mientras iban de camino, uno le dijo: «Te seguiré a donde quiera que vayas». Jesús le dijo: «Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza». A otro le dijo: «Sígueme». Pero éste contestó: «Señor permíteme primero ir a enterrar a mi padre». Y Jesús le dijo: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios». Y otro le dijo: «Te seguiré, Señor, pero primero permíteme despedirme de los de mi casa». Jesús le dijo: «Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios». (Lucas 9, 57-62)



    * La virtud de la Pobreza la debemos vivir todos los cristianos. Revisa hoy tus posesiones para que vayas descartando lo que esté de sobra y así puedas favorecer más a los necesitados.



    I. En el Evangelio de la Misa de hoy, Jesús expone en breves palabras el panorama para los que quieren seguirlo:



    la renuncia a la comodidad, el desprendimiento de las cosas, una disponibilidad completa al querer divino. Las raposas tienen sus madrigueras y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza, (Lucas 9, 57-62) dice el Señor. Pide a sus discípulos un desasimiento habitual: la costumbre firme de estar por encima de las cosas que necesariamente hemos de usar, sin que nos sintamos atados por ellas.

    Para los que hemos sido llamados a permanecer en el mundo, requerimos una atención constante para estar desprendido de las cosas. Una de las manifestaciones de la pobreza evangélica es utilizar los bienes como medios para conseguir un bien superior, no como fines en sí mismos. Tanto si tenemos muchos bienes, como si no tenemos ninguno, lo que el Señor nos pide, es estar desprendido de ellos, y poner nuestra seguridad y nuestra confianza en Él.


    II. Nuestro corazón ha de estar como el del Señor: libre de ataduras. La verdadera pobreza cristiana es incompatible, no sólo con la ambición de bienes superfluos, sino con la inquieta solicitud por los necesarios. Uno de los aspectos de la pobreza cristiana se refiere al uso del dinero. Hay cosas que son objetivamente lujosas, y desdicen de un discípulo de Cristo, y no deberían entrar en sus gastos ni en su uso. El prescindir de esos lujos o caprichos chocará quizá con el ambiente y puede ser en no pocas ocasiones que muchas personas se sientan movidas a salir de su aburguesamiento.

    Los gastos motivados por el capricho son lo más opuesto a la mortificación aun si los pagara el Estado, la empresa o un amigo, y el corazón seguiría a ras de tierra, incapaz de levantar el vuelo hasta los bienes sobrenaturales. Pobres, por amor a Cristo, en la abundancia y en la escasez.


    III. Un aspecto de la pobreza que el Señor nos pide es el de cuidar, para que duren, los objetos que usamos: la ropa, los instrumentos de trabajo..., no tener nada superfluo, no crearse necesidades. No quejarnos cuando algo nos falte, al mismo tiempo que luchamos para salir de la difícil situación, con la alegría profunda de quien se sabe en manos de Dios.
    La Virgen nos ayudará a no poner el corazón en nada caduco y a imitar a Cristo que se hizo pobre por nosotros.

    I. Jesús, el Evangelio de hoy me cuenta el caso de tres personas que se enfrentan ante la vocación. Los dos que llamas a seguirte dejándolo todo reaccionan con condiciones; y al que no llamas, ése quiere seguirte a «donde quiera que vayas». Esta misma situación se sigue dando en la historia: a algunos que no tienen vocación, pero tienen buena voluntad, hay que frenarlos un poco; mientras que otros, sí tienen vocación, pero buscan excusas para no entregarse.

    Jesús, Tú me has enseñado que hay una vocación universal -la llamada a la santidad, a la perfección cristiana- que se concreta en distintas vocaciones específicas. Desde el camino de los religiosos -con las muchas variantes que hay- hasta el camino del matrimonio, verdadera vocación cristiana de apóstol. Lo que esperas de mí, Jesús, es que no me tape los oídos a tu llamada, que busque sinceramente tu voluntad, que sea un alma de oración. Y que no ponga condiciones a lo que me pidas. Que no me engañe diciendo: de acuerdo, «pero primero permíteme» que acabe la carrera, o que encuentre trabajo, o que me case, o que disfrute de la vida un poco, o que...

    «Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios». «El Señor, cuando prepara a los hombres para el Evangelio, no quiere que interpongan ninguna excusa de piedad temporal o terrena, y por eso dice: Sígueme y deja a los muertos que entierren a sus muertos» (San Agustín).


    II. «Después del entusiasmo inicial, han comenzado las vacilaciones, los titubeos, los temores. -Te preocupan los estudios, la familia, la cuestión económica y, sobre todo, el pensamiento de que no puedes, de que quizá no sirves, de que te falta experiencia de la vida. Te daré un medio seguro para superar esos temores -¡tentaciones del diablo o de tu falta de generosidad!-: «desprécialos», quita de tu memoria esos recuerdos. Ya lo predicó de modo tajante el Maestro hace veinte siglos: «¡no vuelvas la cara atrás!»( Surco.-133).

    Jesús, al principio seguirte era sencillo. Rezar un poco más, ofrecer el estudio o el trabajo, ser más servicial... Pero, después del entusiasmo inicial, todo me parece más difícil: parece que no avanzo, las cosas cuestan más de lo previsto, y el mundo a mi alrededor sigue tan indiferente hacia Ti como al principio. Entonces, si me descuido, viene la tentación de que no puedo... o de que quizás no sirvo para ser apóstol tuyo.

    Jesús, cuando aquel discípulo que te venia siguiendo en tus viajes por ciudades y aldeas, quiere volver con su familia, le respondes -tal vez con dolor, por la falta de generosidad de aquella persona: «¡no vuelvas la cara atrás!» No es que la familia no sea importante; es que aún más importante es servir a Dios. Y si Tú me pides abandonarlo todo y seguirte, nada -los estudios, la familia, o la cuestión económica- debe hacerme cambiar de parecer.

    Jesús, Tú eres el primero que te ocupas de mi familia, y de que salga adelante en mi vida profesional. Por eso, cuando me pides algo, me das también las gracias necesarias para cumplir mis deberes familiares y profesionales, aunque a veces cueste y requiera un poco más de paciencia y sacrificio. En esos momentos, he de saber actuar con fe y esperanza. Ayúdame a serte fiel en lo que me vas pidiendo cada día. Te pido que nunca te abandone por miedo, cansancio o falta de generosidad.

    martes, 27 de septiembre de 2011

    Homenaje a San Vicente de Paul.

    Te agradecemos, Señor, el don que nos regalas todos los días al poder servirte en los más necesitados y hacer fructificar nuestros talentos cuando con Fe, Esperanza y Caridad los ponemos a tu disposición.
    • Queremos seguir siendo testigos de la Fe, muy especialmente entre nuestros hermanos los pobres, siendo también nosotros pobres y sencillos, siguiendo a san Vicente que nos dice hoy, también, lo que les decía a las Hijas de la Caridad de su tiempo: “La fe es una gran posesión para los pobres, ya que una fe viva obtiene de Dios todo cuanto razonablemente queremos. Si sois verdaderamente pobres, sois también verdaderamente ricos, ya que Dios es vuestro todo. Fiaos de él, mis queridos Hijos. Dios es fiel en sus promesas, y es muy bueno confiar en él, y esa confianza es toda vuestra riqueza y seguridad”. (IX, 99-100).
    • Tenemos Esperanza en tu Palabra, que hemos compartido en esta Eucaristía, y en tus promesas, y sabemos que hoy, también, nos envías a anunciar las buenas noticias a los más pobres, con la seguridad de que tú los has escogido para crear el futuro y seguir construyendo el Reino del Padre, actuando con los mismos sentimientos que los que san Vicente, también hoy, nos exhorta, con las mismas palabras que lo hacía en su tiempo: “Nosotros no debemos estimar a los pobres por su apariencia externa o su modo de vestir, ni tampoco por sus cualidades personales. Por el contrario, si consideráis a los pobres a la luz de la fe, os daréis cuenta de que representan el papel del Hijo de Dios, ya que él quiso también ser pobre. También nosotros debemos estar imbuidos de estos sentimientos e imitar lo que Cristo hizo, cuidando de los pobres, consolándolos, ayudándolos y apoyándolos”. (S. V. XII, carta 2546)
    • Nos comprometemos a que la Caridad sea la norma de nuestra vida: el amor al quien lo más necesita, pues en él estas Tú. Renovamos nuestro compromiso de trabajar unidos, de formar familia vicenciana para servirte mejor, de compartir nuestros carismas en la obra de la salvación. Y renovamos nuestra intención de que nuestra caridad sea efectiva, y no sólo de palabra, pues así nos lo enseña el mismo san Vicente: “No es suficiente tener caridad en el corazón y en las palabras, debe manifestarse en las acciones. Solamente en la medida que engendra el amor en los corazones con los cuales se ejercita, es perfecta y llega a ser fecunda, entonces gana a todas las personas” (S. V. XII, 274)
    Gracias Señor, por la Fe, Esperanza y Caridad que has puesto en nuestros corazones, que son nuestra luz y faro. Que tu celo nos queme y nos lance a construir tu Reino. Que la familia de los seguidores de Vicente sea levadura en la masa, luz en las tinieblas, alegría en la desesperanza. Que Tú seas siempre, en los pobres, el motor de nuestras vidas.

    Gracias Señor, por el don que le diste a tu Iglesia en San Vicente de Paul

    Un año decisivo

    Que Vicente de Paúl experimentara en la época que estamos historiando un proceso de conversión, es hoy una opinión generalizada entre los biógrafos del santo. Entendamos por conversión, primeramente, el descubrimiento vital de la dimensión religiosa de la existencia: “Una potencia nueva penetra en la vida, y ésta es experimentada como enteramente otra, recibe un fundamento renovado y comienza a ser de nuevo”. La conversión es vivida por su protagonista como la irrupción avasalladora de Dios en lo más íntimo de la propia personalidad. Conversión y vocación son realidades correlativas, como las dos caras de una moneda. Como consecuencia de la irrupción divina, se produce una ruptura con la existencia anterior y una renovación completa del modo de entender el mundo y la propia vida. La conversión provoca una llamada. Surge un nuevo y definitivo proyecto vital.
    No siempre es la conversión un fenómeno repentino. En la mayoría de los casos es fruto de un lento proceso de maduración, aunque al final del mismo cristalice en torno a un acontecimiento más o menos extraordinario, tomando así las apariencias de subitaneidad. La caída en el camino de Damasco, el “tolle, lege” agustiniano, son ejemplos típicos de esa manera de producirse los acontecimientos.
    En cuanto descubrimiento de la presencia soberana de Dios y de sus radicales exigencias, la conversión no supone necesariamente el total desconocimiento previo de ese mismo Dios ni una vida pecadora. En muchos casos, la conversión se produce simplemente desde una existencia que en su orientación fundamental no contaba de veras con Dios.
    En el actual estado de nuestros conocimientos hay que conjeturar que ése es el caso de Vicente de Paúl. Cualesquiera que fuesen las exageraciones de su humildad posterior, Vicente no fue nunca un malvado ni a sus propios ojos ni a los de los demás. En 1608 está seguro de que su obispo no tendrá inconveniente en certificar que ha sido tenido siempre por hombre de bien. Su conversión a una vida de plena y absoluta entrega a la voluntad divina se produce desde una existencia trivial, de aspiraciones meramente terrenas, de escasa profundidad religiosa, de muy mediocres preocupaciones sobrenaturales. Eso significan sus pecadillos infantiles – la vergüenza de su padre cojo y mal vestido -, su ligereza en cuestiones de dinero, deudas, venta del caballo de alquiler, su constante búsqueda de sustanciosos beneficios eclesiásticos.
    Enfrentémonos ya con el proceso de su conversión. El año 1610, cuando Vicente informaba a su madre de sus desengaños y de sus desesperanzas, iba a ser un año decisivo en la vida del todavía joven sacerdote. Lo iba a ser también, y no menos, en la historia de Francia. De nuevo nos sale al paso el insistente paralelismo entre la trayectoria del hombre y los rumbos de su nación, ahora más riguroso y con mayores implicaciones mutuas.
    El 14 de mayo de ese año, casi a la misma hora y en lugares muy próximos entre sí, se producían dos acontecimientos de distinto signo, pero coincidentes en señalar el comienzo de una nueva etapa – importante etapa – en la vida de sus respectivos protagonistas: Vicente de Paúl y el reino de Francia.
    En la tarde de ese día, en un edificio de la calle de Coutellerie, de la parroquia de San Merigó, Vicente firmaba el contrato por el que recibía del arzobispo de Aix, Mons. Pablo Hurault de I’Hôpital, la abadía de San Leonardo de Chaumes, en la diócesis de Saintes, con todos sus títulos, rentas y obligaciones. Vicente creía alcanzar con ella la meta de sus largos y penosos esfuerzos: al fin era propietario de un importante beneficio eclesiástico.
    Poco más o menos a la misma hora, entre las cuatro y las cinco de la tarde, y a sólo unas manzanas de distancia, en la calle de la Ferronerie, mientras se dirigía desde el Louvre a la casa de su primer ministro Sully, el rey Enrique IV recibía en su misma carroza, de un fanático medio loco llamado Francisco Ravaillac, las dos puñaladas que ponían fin a su vida y a su reinado. La muerte del rey galante cerraba un capítulo de la historia de Francia; dejaba en suspenso una campaña bélica que le habría enfrentado inevitablemente con España y el Imperio daba paso a un inestable período de luchas por el poder iniciado con la minoría del nuevo rey, Luis XIII, y la regencia de su madre, María de Médicis.
    No sólo por su proximidad física al lugar de los sucesos, Vicente hubo de sentirse vivamente afectado por el regicidio. La abadía de San Leonardo no era el primer empleo que conseguía. Desde unas pocas semanas antes, y aunque en uno de sus círculos más periféricos, su existencia giraba en torno al poderoso núcleo de atracción que era la casa real: entre el 28 de febrero y el 14 de mayo había conseguido también el nombramiento de capellán de la ex reina Margarita de Valois. Con ese título se le nombra en el contrato de arriendo de la abadía.

    La reina Margot

    No sabemos con exactitud cuáles eran las funciones de Vicente como capellán de Margarita. La primera esposa de Enrique IV, última descendiente directa de los Valois, cuyo matrimonio con el rey había sido declarado nulo -¡y con razón!.- en 1599, habitaba un suntuoso palacio en la orilla izquierda del Sena. En torno a la antigua soberana bullía, con pretensiones de corte, una variopinta turba de poetas, comediógrafos, teólogos, nobles, religiosos y charlatanes. Margarita, sin renunciar del todo a sus devaneos galantes, combinaba su afición a las ciencias y a las artes con el gusto por la devoción: mantenía a su costa una comunidad de agustinos, que cantaba día y noche el oficio divino en su capilla, y oía diariamente tres misas celebradas por sus capellanes, que eran, al menos, seis. Uno de ellos era Vicentede Paúl, quien debía su nombramiento a los buenos oficios del Sr. Le Clerc de la Forêt. A fin de vivir en la proximidad del palacio, Vicente instaló su domicilio en la calle del Sena, en una casa distinguida por ostentar en su fachada la insignia de San Nicolás. Como capellán-limosnero (aumonier, en el francés del siglo XVII, no había perdido aún su primitivo significado), además de celebrar la misa según su turno, Vicente se ocupaba de distribuir las abundantes limosnas de la extravagante dama. Muchas de ellas tenían como destino el vecino hospital de la Caridad, regentado por los Hermanos de San Juan de Dios, los Fate ben Fratelli, en cuyo convento romano había ingresado el ex renegado tunecino. Pronto lo vamos a ver en acción allí. Vicente continuaba aprendiendo, y su aprendizaje le iba entrenando cada vez con mayor precisión para las grandes empresas de su vida. Andando el tiempo, sería, sin títulos, pero muy realmente, el gran limosnero del reino. Sería también director de conciencia de la verdadera reina de Francia. Algo muy profundo estaba empezando a cambiar en el corazón de Vicente de Paúl en este año de 1610, al traspasar esa divisoria entre juventud y madurez que son los treinta años.
    La abadía de San Leonardo de Chaumes no resultó tan buen negocio como se había prometido Vicente. En el contrato de adquisición ya se hacía constar que la iglesia se encontraba en ruinas, que no había en ellas monjes y que era preciso poner en explotación las tierras abandonadas. Por si fuera poco, resultó un avispero de pleitos. Vicente no conseguía hacerle producir las 3.500 libras que anualmente tenía que pagar al concesionario, Hurault de I’Hôpital. A los seis años de tan ruinosa adquisición, se desprendería de ella, por donación entre vivos irrevocable y firme, en favor del prior de San Esteban d’Ars, Francisco de Lanson.

    “Una vida verdaderamente eclesiástica”

    Volvamos, una vez más, a 1610. Aparte de ocuparse en afianzar lo más sólidamente posible su situación económica, Vicente vivió durante aquellos meses otros problemas y preocupaciones de índole muy diversa. Una serie de indicios nos permiten vislumbrar el cambio que empezaba a producirse en su espíritu. A pesar del anuncio hecho a su madre a principios de año, ni la capellanía de la reina Margarita ni la abadía de San Leonardo, que en cierto sentido era el “honesto retiro” por tanto tiempo buscado, le llevaron a regresar a su pueblo para consagrarse, como proyectaba, al cuidado de los intereses familiares. Había cambiado, como sabemos, de domicilio. La desagradable experiencia derivada de su hospedaje en casa del juez de Sore le había abierto los ojos a los peligros de la vida en el mundo. Ya antes de la falsa acusación de robo había trabado conocimiento con una de las figuras más relevantes de la Iglesia francesa en aquellos momentos: Pedro de Bérulle (1575-1629). Vicente de Paúl se puso bajo su dirección, pequeño gesto que implicaba un profundo cambio de actitud. Vicente empezaba a proponerse metas más altas que el mero ascenso social: empezaba a buscar una orientación y unos objetivos espirituales. “Dios le había inspirado – comenta Abelly – el deseo de llevar una vida verdaderamente eclesiástica”.
    Con Bérulle, Vicente entraba en contacto con las corrientes más fervorosas y activas de la Iglesia francesa, las que desde hacía medio siglo se esforzaban por implantar en Francia la reforma preconizada por el concilio de Trento. Por aquellos años alcanzaba su apogeo la campaña en favor de la aceptación por Francia de los decretos tridentinos. Derrotada en los Estados Generales de 1614, acabaría imponiéndose, a pesar de las resistencias galicanas, en la Asamblea General del Clero de 1615.

    “Uno de los hombres más santos que he conocido”, el cardenal Bérulle

    Miembro por nacimiento de la pequeña nobleza francesa, Pedro de Bérulle había recibido una esmerada educación humanística y eclesiástica en los colegios jesuíticos. Muy joven, se había distinguido por su fervor y su inocencia de vida. Lazos familiares e inquietudes religiosas le colocaron en el centro de las corrientes reformadoras. Ya antes de su ordenación sacerdotal, en la última década del siglo XVI, había formado parte del grupo que en torno a la Sra. Acarie (1566-1618), y bajo la dirección de un cartujo francés, dom Ricardo Beaucousin, y de un capuchino inglés convertido del anglicanismo, Benito de Canfield (1562-1610), introducía en los círculos devotos de Francia las corrientes espirituales de la mística renano-flamenca y el Carmelo español. Al mismo grupo pertenecían hombres como Miguel de Marillac, futuro guardasellos de Francia; Andrés Duval (1564-1638), doctor de la Sorbona, y Francisco Leclerc de Temblay (1577-1638), barón de Maffliers, el futuro y famoso P. José, la eminencia gris del cardenal Richelieu. Con todos ellos trabaría conocimiento Vicente en una u otra época de su vida. Este grupo – Bérulle y Duval en particular – pondría en ejecución la iniciativa de introducir en Francia a las carmelitas españolas, debida en sus orígenes a Juan de Quintadueñas, el hispano-francés señor de Brétigny, que dedicó su vida y su fortuna a la propagación de las hijas de Santa Teresa, cediendo a otros el primer plano de la escena, especialmente a Bérulle, por lo que se refiere a la introducción del Carmelo en Francia 16. En efecto, en 1604 es Bérulle quien se trasladará a España y regresará a París con el primer grupo de carmelitas españolas. El propio Bérulle, Duval y Gallemant serían, conjuntamente, sus primeros superiores.
    Otras muchas empresas, religiosas y políticas, aguardaban todavía a Bérulle. Sus numerosas publicaciones pondrían en marcha lo que se ha llamado la “escuela francesa” de espiritualidad. Su actividad política, secundada y continuada por los Marillac, supondría – ya tendremos ocasión de verlo – la única alternativa válida a la política de Richelieu. Pero, sobre todo, la reforma interior del clero francés encontraría en él su guía y su mentor espiritual. Inspirándose en la obra de San Felipe Neri, fundaría el Oratorio, asociación de sacerdotes seculares, cuya mística era la visión del estado sacerdotal como ideal de santidad cristiana, frente a la postura, tan frecuente como superficial y hasta materialista, que reducía el sacerdocio a la búsqueda de prebendas y beneficios. Justamente lo que necesitaba Vicente de Paúl.
    Este era el hombre, “uno de los más santos que he conocido”, como diría años más tarde, con quien en 1610 entraba en contacto Vicente de Paúl. Por mediación suya se incorporaba al pequeño e influyente círculo de los restauradores; leía la Regla de perfección, de Benito de Canfield, publicada el año anterior; trababa amistad con Duval, conocía a los Marillac. Naturalmente, para tomar parte en la reforma de la Iglesia tenía que empezar por reformarse a sí mismo. El nuevo grupo de sus amistades y una providencial intervención divina lograrían el cambio.
    Pedro de Bérulle es, cronológicamente, el primero de los tres grandes maestros de espíritu de Vicente de Paúl. Él es quien le despierta de sus sueños de dorada mediocridad y le asiste en la crisis decisiva de su vida. Pero la influencia de Bérulle sobre Vicente no fue total ni perdurable.
    En la época en que Vicente se colocaba bajo su dirección estaba madurando el eminente eclesiástico las líneas fundamentales de la fundación del Oratorio, que cuajaría un año más tarde, el 11 de noviembre de 1611, en la constitución de la primera comunidad. Vicente convivió por algún tiempo con el primer grupito de futuros oratorianos. “Pero no – indica Abelly con fina matización – para ser agregado a su santa compañía, pues él mismo declaró más tarde que nunca había tenido esa intención, sino para ponerse un tanto al abrigo de los compromisos mundanos y conocer mejor los designios de Dios sobre él y disponerse a seguirlos”. Cualquiera que fuese la admiración de Vicente hacia el fundador del Oratorio, no fue tan fuerte como para arrastrarle a su seguimiento.
    La influencia directa de Bérulle sobre Vicente se prolongó, que sepamos, durante siete u ocho años. De ella retendría Vicente no pocas fórmulas espirituales y una sincera veneración hacia su primer maestro. Pero Vicente descubriría en un momento dado su propio camino y su propia espiritualidad, que, a pesar de los esfuerzos de Brémond, no puede considerarse como simplemente beruliana.
    Es curioso constatar cómo las citas explícitas de Bérulle en los catorce volúmenes de los escritos vicencianos no pasan de la docena. Varias de ellas, aunque envueltas en elogios más bien tópicos, refieren pensamientos berulianos bastante triviales, como el de la malignidad que el cargo de superior suele dejar en quienes lo ejercen. La armonía entre maestro y discípulo terminó en una grave ruptura. No estamos muy enterados de los detalles por la extrema discreción de Vicente en estas materias. Probablemente, la ruptura se produjo en 1618. Poco antes de esa fecha había estallado una grave crisis en el círculo beruliano. El futuro cardenal se había empeñado en imponer a las carmelitas, como cuarto voto comunitario, el voto de esclavitud a Jesús. Tal propósito encontró la apasionada resistencia de muchas religiosas y la decidida oposición de otro de los superiores, el Dr. Duval, quien no dudó en denunciar el caso al cardenal Belarmino. En enero de 1618, Bérulle sostuvo con la Sra. Acarie para entonces M. María de la Encarnación, un violento altercado, que se saldó con una ruptura irremediable.
    La Sra. Acarie murió en abril de aquel mismo año sin haber hecho las paces con Bérulle. Varias de las carmelitas tomaron la grave decisión de abandonar su convento de París y refugiarse en los Países Bajos españoles. No parece que Vicente interviniera en el fondo de esta malhadada controversia, pero sí podemos suponer, con bastante certeza, el partido que tomó: el del Dr. Duval. Sin un conflicto de gravedad, no se explica el encono con que, en 1628, Bérulle se opondría a la aprobación por la Santa Sede de la Congregación fundada por su antiguo discípulo.
    “El buen Sr. Duval”
    De la tutela de Bérulle pasó Vicente a la del Dr. Andrés Duval. Es muy probable que durante algún tiempo simultaneara ambas influencias, más atento a la de Bérulle en el plano profesional de ocupaciones y empleos, más sumiso a Duval, su confesor, en asuntos de conciencia. Duval, menos brillante que Bérulle, no era menos sabio que él y, seguramente, más desinteresado y más santo. Vicente dirá de él que, “siendo un gran doctor de la Sorbona, era más grande todavía por la santidad de su vida”. “El buen Sr. Duval” – otra de las expresiones favoritas de Vicente para referirse a él – se distinguía por su fervorosa adhesión a la Santa Sede. Era, en el sentido francés de la palabra, un ultramontano. A instancias del cardenal Barberini, el futuro Urbano VIII, con quien le unía una estrecha amistad desde los tiempos en que éste había sido nuncio en París, compuso un tratado sobre la autoridad del romano pontífice para combatir el antirromanismo propagado por Richer. En un orden más práctico, trabajó, sin excesivo éxito, por convertir a la Sorbona en un foco de irradiación espiritual, y, en la misma línea, tradujo el Flos sanctorum del P. Rivadeneira, completándola con la vida de los santos franceses, y escribió la biografía de la Venerable Madre María de la Encarnación, la famosa Sra. Acarie. Hasta su muerte en 1638 sería el consejero indispensable de Vicente. Este, sin duda, encontraba más de su gusto la doctrina de Duval, de que las personas más sencillas disputan a los sabios la puerta del cielo y se la ganan 25, que la de Bérulle, según la cual los pastores de Belén carecían de categoría para honrar dignamente al Verbo encarnado: “El honor que le hacían era muy pequeño, de suerte que puede decirse que vinieron más a ver al Hijo de Dios que a rendirle homenaje”. ¿No estaría ahí la raíz profunda que acabó distanciando de Bérulle al futuro apóstol de la pobre gente del campo?

    “Como vivía en la ociosidad, se vio asaltado de una fuerte tentación contra la fe”

    Pero hemos anticipado demasiado el curso de los acontecimientos. En 1610, las relaciones entre Bérulle y Vicente de Paúl acaban de comenzar y son armoniosas. Tanto que puede decirse que Bérulle es, para Vicente, mucho más que un protector y un consejero: es su maestro de novicios. Después del primer y serio sobresalto interior que ha sido para Vicente la acusación de robo, el encuentro con Bérulle es el segundo gran acontecimiento que le va a orientar decididamente por el camino de la santidad. El tercero y más importante no iba a tardar en producirse. Entre 1611 y 1616, sin que podamos entrar en mayores precisiones cronológicas, sufre Vicente una terrible crisis espiritual, su travesía por el desierto o, si se prefiere el vocabulario carmelitano, su noche oscura del espíritu.
    Los hechos, según Abelly, se desarrollaron de la siguiente manera: de la comitiva palaciega de la reina Margarita formaba parte un famoso doctor que en otro tiempo, siendo magistral de su diócesis, se había distinguido por su actividad y elocuencia en la controversia antiprotestante. La ociosidad a que le condenaba su nuevo oficio hizo que se viera asaltado por graves tentaciones contra la fe. Tan violentas llegaron a ser, que el pobre hombre experimentaba impulsos violentos de blasfemar de Jesucristo, desesperaba de su salvación y hasta sentía deseos de quitarse la vida tirándose por las ventanas. El mero intento de rezar el padrenuestro despertaba en él horribles imaginaciones. Hubo que dispensarle del rezo del oficio y de la celebración de la Misa. El mismo confió sus angustias a Vicente de Paúl, quien le aconsejó que en el ardor de la tentación se limitara a apuntar con un dedo hacia Roma o hacia la iglesia más cercana, indicando de esta manera que creía todo lo que cree la Iglesia romana. En tal estado de ánimo, cayó gravemente enfermo. Vicente, temiendo que acabase por sucumbir a la fuerza de las tentaciones, pidió a Dios que, si lo tenía a bien, traspasase a su propia alma las tribulaciones del doctor. Dios le tomó la palabra. El doctor sintió disiparse de golpe las tinieblas de su espíritu, empezó a ver bañadas en radiante claridad todas las verdades de la fe y murió en medio de una consoladora y maravillosa paz espiritual.
    Entonces empezó la prueba para Vicente. La oscuridad envolvió su alma. Le resultaba imposible hacer actos de fe. Sentía desmoronarse en torno suyo el mundo de creencias y certezas que le había envuelto desde la infancia. Sólo conservaba, en medio de las tinieblas, la convicción de que todo era una prueba de Dios y de que éste acabaría por compadecerse de él. Redobló la oración y la penitencia y puso en práctica los medios que creyó más apropiados. El primero fue escribir en un papel el símbolo de la fe y ponerlo sobre su corazón. Convino con Dios en que cada vez que se llevase la mano al pecho renunciaba a la tentación, aunque no pronunciase una sola palabra. “De esta manera – comenta Abelly con fino instinto psicológico – confundía al diablo sin hablarle ni mirarle”. El segundo remedio consistió en vivir con los hechos las ideas que la confusión de la mente no le permitía contemplar con claridad. Se entregó a la práctica de la caridad, visitando y consolando a los enfermos del hospital de San Juan de Dios. La tentación duró tres o cuatro años. Se vio libre de ella cuando, bajo la inspiración de la gracia, tomó la firme e irrevocable resolución de consagrar toda su vida, por amor de Jesucristo, al servicio de los pobres. “Apenas había formulado este propósito, cuando las sugestiones del maligno se desvanecieron; su corazón, oprimido tanto tiempo, se encontró sumergido en una dulce libertad y su alma se llenó de una luz esplendorosa que le permitió contemplar con plena claridad las verdades todas de la fe”.
    Quisiéramos conocer más a fondo el caminar interior de Vicente durante esos tres o cuatro años. Es inútil. Vicente no nos ha dejado nada parecido a la narración de sus experiencias místicas, que otros santos han descrito con minuciosidad. Pero todo indica que nos encontramos aquí ante la coyuntura decisiva de su vida. Bajo el peso de la prueba, su espíritu se fue acrisolando lentamente. Salió de ella purificado y transformado. Todavía habría de vivir otras experiencias y recibir otras luces. Pero el cambio radical ya se había producido. Había encontrado a Dios y se había encontrado a sí mismo, aunque su vocación no se había concretado aún en una determinada forma de vida ni en una actividad específica. Por eso va a seguir durante unos años tanteando un poco a ciegas todavía. La conversión radical vivida por Vicente pasaría por un largo proceso de maduración, hasta convertirse en un árbol cargado de frutos. Un episodio de 1611 podría hacernos pensar que Vicente era ya otro en esa temprana fecha. El 20 de octubre de ese año, mediante acta notarial, Vicente hacía donación voluntaria y libre al hospital de la Caridad de una suma de 15.000 libras que él había recibido el día anterior del Sr. Juan de La Thane. ¿Puro y desinteresado rasgo de caridad o mera transmisión de una limosna recibida con ese preciso destino? En todo caso, el que se escogiera a Vicente como ejecutor del acto de caridad es un indicio de que nos encontramos ya muy lejos del despreocupado deudor de Toulouse. La acusación del robo, todavía no completamente esclarecida, no había disminuido la confianza depositada en él por sus amigos parisienses. Si no por un santo, se le tenía por un hombre honrado.

    Por primera vez, cura de aldea

    Otra prueba de confianza la recibía Vicente de su director el P. Bérulle. Uno de los primeros compañeros de éste en la fundación del Oratorio iba a ser Francisco Burgoing. Pero Burgoing era párroco del pueblecito de Clichy-la-Garonne, vecino a París. Necesitaba renunciar a su parroquia para incorporarse a la naciente comunidad. En busca de un sustituto, Bérulle puso los ojos en Vicente de Paúl. Burgoing firmó su renuncia el 13 de octubre de 1611. La Santa Sede la aceptó el 12 de noviembre. Vicente no era ya el inexperto aspirante a la parroquia de Tilh; sabía que era necesario atar bien todos los cabos. El 2 de mayo de 1612, cuando todo estuvo legalmente asegurado, tomó posesión de su cargo con todas las formalidades de rigor: entró y salió por la puerta de la iglesia y de la casa presbiteral, hizo la aspersión con agua bendita, oró de rodillas ante el crucifijo y ante el altar mayor, besó el misal, puso la mano sobre el sagrario y las fuentes bautismales, tocó las campanas, se sentó en la sede del párroco… Al cabo de doce años, por primera vez en su vida sacerdotal asumía la responsabilidad de la cura de almas. La conservaría durante más de catorce años. Pero sólo en los dos primeros haría de ella su principal ocupación. Luego le reclamarían otros cargos y otras obligaciones, forzándole a descargar el cuidado directo de la parroquia en un vicario. Clichy quedaría, hasta que la vida de Vicente haya encontrado al fin su rumbo definitivo, como apoyo seguro y último, mantenido en reserva, puesto que los usos del tiempo y los sagrados cánones le autorizaban a ello, durante una larga excedencia.
    Clichy, en 1612, era una parroquia bastante extensa, con territorios anexionados hoy en gran parte a los distritos VIII, IX, XVII y XVIII de París, pero poco poblada: unas 600 almas, de las que sólo 300 estaban en edad de comulgar. A pesar de su cercanía a la capital, los habitantes eran campesinos humildes y gentes sencillas como los que Vicente había conocido en su Pouy natal. El nuevo párroco se entregó al trabajo con el ardoroso celo del neófito. Seguía atravesando la dolorosa prueba que acabamos de relatar, pero ello no hacía sino redoblar su fervor, convencido como estaba de que era la ociosidad la causa de sus turbaciones y de que sólo la práctica de los actos contrarios acabaría por concederle la victoria sobre la insidiosa tentación.
    Su actividad se extendió a todos los ámbitos. La iglesia se encontraba en muy mal estado. Vicente emprendió su reconstrucción, la dotó de ornamentos y muebles, hizo poner un nuevo púlpito y una nueva pila bautismal. Sus amistades parisienses le proporcionaban los recursos necesarios. Vicente poseía ya el don, que tan importante papel desempeñaría en su vida, de saber despertar la generosidad de los poderosos en favor de los necesitados. Él mismo no dudaba en endeudarse para tan nobles fines. A los seis meses de su entrada en Clichy le vemos reconocer ante notario una deuda de 320 libras.

    “Más feliz que el papa”

    Con ardor todavía mayor se entregó a la atención espiritual de sus feligreses; predicaba con entusiasmo y, lo que es más importante, con capacidad de persuasión; visitaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, socorría a los pobres, reprendía a los extraviados, animaba a los pusilánimes. Fue, para él, una época feliz que en su ancianidad recordaría con nostalgia:
       “Yo he sido párroco de una aldea (¡pobre párroco!). Tenía un pueblo tan bueno y tan obediente para hacer todo lo que les mandaba, que, cuando les dije que vinieran a confesarse los primeros domingos de mes, no dejaron de hacerlo. ‘Venían, se confesaban, y cada día iba viendo los progresos que realizaban sus almas’. Esto me daba tanto consuelo y me sentía tan contento, que me decía a mí mismo: ‘Dios mío, ¡qué feliz soy por poder tener este pueblo!’ Y añadía: ‘Creo que el papa no es tan feliz como un párroco en medio de un pueblo que tiene el corazón tan bueno’. Y un día, el señor cardenal de Retz me preguntó: ‘¿Qué tal, señor? ¿Cómo está usted?’ Le dije: ‘Monseñor, estoy tan contento, que no soy capaz de explicarlo’. ‘¿Por qué?’ ‘Es que tengo un pueblo tan bueno, tan obediente a cuanto le digo, que me parece que ni el Santo Padre ni Su Eminencia son tan felices como yo’”.
    No sólo eran buenos, sino artistas:
    “Diré, para confusión mía, que, cuando yo me vi en una parroquia, no sabía lo que hacer: oía a aquellos campesinos entonar los salmos sin fallar en una sola nota. Y entonces me decía: ‘Tú que eres su padre espiritual, ignoras todo esto’ y me llenaba de aflicción”.
    La acción de Vicente en Clichy irradió a las parroquias vecinas, cuyos pastores vieron en él un estímulo y un ejemplo. Una pequeña ausencia suya provocó una carta de su coadjutor pidiéndole que volviera cuanto antes, pues todos los párrocos de los alrededores, así como los burgueses y demás habitantes de la villa, deseaban ardientemente su regreso. Un religioso, doctor de la Sorbona, a quien Vicente invitaba con frecuencia a predicar y confesar en la parroquia, declaraba que los feligreses del futuro fundador de la Misión le parecían ángeles. Intentar instruirlos con su palabra se le antojaba empeño tan vano como llevar luz al sol.
    Otra iniciativa tuvo Vicente durante su estancia en Clichy. Reunió en torno suyo a un pequeño grupo juvenil compuesto por diez o doce muchachos aspirantes al sacerdocio 38. Uno de ellos se llamaba Antonio Portail y tenía entonces veinte años. Es el primer discípulo de Vicente cuyo nombre conocemos. Estaba llamado a ser el más permanente de sus colaboradores: pasaría toda su vida junto a Vicente y ambos morirían el mismo año, con sólo siete meses de intervalo. Portail fue la ocasión involuntaria de que Vicente ejercitara otra virtud: la del perdón de las injurias. Un día el bueno de Portail fue atacado, sin que se sepa por qué, por un grupo de vecinos del cercano pueblo de Clignancourt, que la emprendieron con él a golpes y pedradas. Los habitantes de Clichy salieron en defensa del atribulado mozo y consiguieron apoderarse de uno de los agresores, que fue puesto en prisión. Vicente intervino ante la justicia del lugar e hizo libertar al prisionero.
    Clichy es, en cierto sentido, el primer esbozo de la obra total de Vicente. En pequeña escala, en su labor parroquial están ya presentes todos los grandes temas que desarrollará su futura acción misionera: la preocupación evangelizadora de la gente del campo, la movilización de los poderosos en favor de los humildes, la caridad, la formación del clero. Todo ello no es todavía sino un vislumbre de líneas borrosas y poco definidas, pero en ellas late ya el presentimiento de la obra futura. Para descubrir y realizar ésta, Vicente necesitaba otros horizontes, un marco más amplio, llamadas aún más precisas. Sin darse cuenta de ello, Bérulle iba a ser de nuevo el instrumento de la Providencia. A finales de 1613 le invitaba a dejar Clichy e ingresar como preceptor en una de las más ilustres familias de Francia: los Gondi.
    Se comprende el dolor con que los vecinos de Clichy vieron a Vicente alejarse de su pueblo. No les dejaba por completo, puesto que hasta 1626 retendría la titularidad de la parroquia, y de vez en cuando regresaría a ella ya para administrar algún bautismo 40, ya para recibir, al frente de su feligresía, la visita pastoral del señor obispo, como ocurrió en 1624, en que Mons. Juan Francisco Gondi encontraría todo en orden: el oficio dignamente celebrado, enseñado el catecismo, los libros parroquiales al día, armonía y buen entendimiento entre el párroco y su vicario, entre los sacerdotes y el pueblo.

    El Señor Vicente

    El buen pueblo de Clichy guardó siempre un grato recuerdo del mejor de sus párrocos, Vicente de Paúl o, como ellos le llamaban familiarmente, “Monsieur Vincent”, el Señor Vicente. Había sido él mismo quien había querido que se le llamase así, como quien dice el Señor Pedro o el Señor Antonio, según explica Abelly. Ocultaba de esa manera el “de Paúl”, un poco enfático, de su apellido. El resto de su vida seguiría siendo sólo eso, Monsieur Vincent, el Señor Vicente. Así le llamarían la reina, el cardenal Mazarino, los misioneros, las Hijas de la Caridad, los pobres de Chatillon, los cardenales y los obispos. Por el mismo nombre, acaso hoy privado por el uso de su primitivo y espontáneo frescor, le seguimos conociendo nosotros: Monsieur Vincent, el Sr. Vicente