Jesús prometió junto al pozo a la mujer samaritana que aquéllos
que bebieran del agua que Él ofrece nunca volverían a tener sed.
Claro que Él no hablaba de la sed de Dios que tiene el alma; para ello hay que crecer en Su amor. La sed que habría de quedar saciada en la samaritana era la necesidad de conocerse a sí misma: admitir su culpa, admitir su responsabilidad personal y arrepentirse.
Cada nueva confesión es una repetición de la anterior.
Las pruebas de cada día sólo les traen más y más frustración.
Cada pena del corazón conduce a nuevas formas de amargura.
Dios nos creó para que fuéramos
santos. En nuestros esfuerzos diarios para lograr eso, descubrimos dentro de
nosotros varias actitudes y motivaciones que nos estorban en el camino a la
santidad.
Muchos cristianos se contentan
con una forma de bondad que está en la frontera entre el pecado y la tibieza.
No desobedecen los mandamientos, pero tampoco cambian sus vidas.
Muchos cristianos dirigen su
oración hacia Dios y no a Dios. El cristianismo se convierte así simplemente en
una religión y un vehículo para calmar sus conciencias o para pedir al Ser
Supremo que satisfaga sus necesidades básicas. Hay una enorme brecha -un
océano- entre ellos y Dios. Es casi como un abismo sobre el que uno grita para
pedir auxilio, esperando que un ser invisible nos esté escuchando al otro lado.
Somos muchos los que vivimos toda
la vida en una especie de utopía espiritual, un mundo soñado de metas
olvidadas, perfecciones imaginadas y flaquezas encubiertas.
Levantamos cortinas de humo frente a nuestros pecados y los racionalizamos a tal grado que pensamos que no tenemos porqué arrepentirnos ni ante Dios ni ante nosotros mismos.
Levantamos cortinas de humo frente a nuestros pecados y los racionalizamos a tal grado que pensamos que no tenemos porqué arrepentirnos ni ante Dios ni ante nosotros mismos.
La voluntad divina se obscurece
de tal modo que una densa niebla es como un día soleado comparado con lo que Él
quiere y lo que nosotros pensamos que Él quiere.
Es en este momento cuando suplicamos que la voluntad de Dios se muestre en nuestras vidas, pero nuestras ideas preconcebidas de Dios, de la bondad, la perfección y la santidad, se interponen entre nosotros y Dios, como el muro de un castillo medieval. Nos congelamos y titiritamos por el frío de la soledad frustrada, buscando la tibieza que emana del fuego de su amante voluntad.
Es en este momento cuando suplicamos que la voluntad de Dios se muestre en nuestras vidas, pero nuestras ideas preconcebidas de Dios, de la bondad, la perfección y la santidad, se interponen entre nosotros y Dios, como el muro de un castillo medieval. Nos congelamos y titiritamos por el frío de la soledad frustrada, buscando la tibieza que emana del fuego de su amante voluntad.
Desdichadamente nuestro
deficiente auto conocimiento actúa como un grillete que nos impide acercarnos
al fuego. Nuestro deseo de ser mejores nos protege de morir congelados, pero
nuestra falta de valor para vernos tal cuales somos sumerge nuestras raíces en
la tierra de las metas no realizadas.
Nos paralizamos, temerosos de lo que somos, desesperados por ser mejores, pero petrificados por la idea de los sacrificios requeridos para lograrlo. Los deseos nos empujan entonces, y los temores nos hacen retroceder. Sólo podemos gustar unas cuantas gotas del agua viva.
Nos paralizamos, temerosos de lo que somos, desesperados por ser mejores, pero petrificados por la idea de los sacrificios requeridos para lograrlo. Los deseos nos empujan entonces, y los temores nos hacen retroceder. Sólo podemos gustar unas cuantas gotas del agua viva.
Jesús prometió junto al pozo a la
mujer samaritana que aquéllos que bebieran del agua que Él ofrece nunca
volverían a tener sed.
Claro que Él no hablaba de la sed de Dios que tiene el alma; para ello hay que crecer en Su amor. La sed que habría de quedar saciada en la samaritana era la necesidad de conocerse a sí misma: admitir su culpa, admitir su responsabilidad personal y arrepentirse.
Claro que Él no hablaba de la sed de Dios que tiene el alma; para ello hay que crecer en Su amor. La sed que habría de quedar saciada en la samaritana era la necesidad de conocerse a sí misma: admitir su culpa, admitir su responsabilidad personal y arrepentirse.
Cuando Jesús le pidió que llamara
a su esposo, ella respondió con una verdad a medias. Admitió que no tenía
esposo, pero se abstuvo de mencionar que vivía con un hombre que no era su
esposo. Tampoco le confesó a Jesús que ella había estado casada cinco veces.
Jesús deseaba liberarla de la acuciante conciencia que le robaba la paz y del
sentimiento de culpa que la llevaba de un exceso a otro.
Pero una vez derramada su gracia
en el alma de la mujer, ella debió admitir su flaqueza al escuchar cómo Jesús
ponía al descubierto todos sus pecados. Quedó ella tan aliviada que se puso a
correr por todo el pueblo hablando a los pobladores acerca del hombre que le
había descubierto todo lo que ella había hecho; que le perdonó sus pecados,
dándole con ello tal alegría que sentía que debía compartirla con todos.
Había
encontrado a Dios; ya no padecería de sed del agua de la honestidad espiritual.
Pocos entre nosotros habrá que
hayan alcanzado ese nivel de integridad, de visión clara y de discernimiento
humilde que pueda satisfacer nuestras necesidades de arrepentimiento.
No poseemos tanto del Espíritu de
Jesús como para mantener constante la plenitud y el crecimiento de nuestra
capacidad de amor y santidad. Sabemos cuándo, cómo y qué hacemos mal, pero
pocas veces somos concientes de por qué lo hacemos. Damos por sentado que la
sociedad, el diablo y nuestro prójimo son los responsables de nuestras
acciones. Y nos damos prisa para tratar de cambiarlos a ellos en vez de a
nosotros mismos. El resultado es una mayor frustración, porque ignoramos la
verdadera causa de nuestras debilidades, pecados y frustraciones: nosotros
mismos.
Podemos montarnos en la ola de la
justicia social, pero mientras seamos injustos aunque sea en un solo aspecto,
estaremos dando palos al aire.
Podemos gritar que queremos hacer
la voluntad de Dios, pero si nos aferramos a nuestras ideas y opiniones, a lo
mucho nos estaremos engañando.
Podemos ver y aborrecer los
pecados de otros y predicarles la salvación, pero no vemos la viga en nuestro
propio ojo; simplemente reflejamos una imagen en un espejo sucio.
Nos enfurece la desobediencia,
pero a la vez nos burlamos y criticamos a la autoridad legítima.
Nos ofende la falta de
agradecimiento, y con toda arrogancia exigimos el tiempo y los talentos de los
otros como si fueran propiedad nuestra.
Nos quejamos de la falta de amor
entre los demás, pero jamás movemos un dedo para aliviar sus cargas.
Nos lamentamos de nuestros
complejos, neurosis y timideces, y luego pasamos horas meditando sobre cada
aspecto de nuestra vida interior y de las influencias exteriores.
Nos rebelamos contra la cruz y
enseguida procedemos a hacerla más pesada a base de medir continuamente su
longitud, su altura, su espesor y se peso.
Para muchos la vida es como un
sube y baja. Nos quedamos en el mismo sitio, pero siempre estamos bajando y
subiendo. No somos capaces de alejarnos y aventurarnos en la tierra ignota de
nuestro interior para explorar sus profundidades, escalar sus montañas, llenar
sus valles y superar los obstáculos.
Tenemos miedo a mirarnos porque
no ponemos a Jesús como nuestro modelo. No ponemos nuestros pies en sus
profundas huellas. Preferimos cabalgar a través de la selva en vez de caminar
el sendero estrecho que serpentea despacio pero seguro hacia el padre.
Saber que ofendemos a Dios y a
nuestro prójimo es el primer paso en el proceso de autoconocimiento, pero no
podemos detenernos ahí. Debemos ser capaces de discernir qué deficiencia de
nuestro carácter o de nuestra alma es la causa real de nuestras fallas.
Detectar los efectos equivale simplemente a tomar una aspirina para el dolor de
cabeza cuando la causa real del dolor es un tumor.
Debemos preguntarnos por qué
reaccionamos como lo hacemos a las diferentes situaciones en las que nos vemos
colocados. Los motivos son una parte importante de nuestras acciones y
frecuentemente constituyen la causa que las origina.
Confesar que somos propensos a la
ira es únicamente parte del problema, porque si la ira está justificada no es
una deficiencia. Todos poseemos una falla central de la que nacen muchas otras.
Cuando la encontremos y la dominemos podremos vencer las otras debilidades.
Entre más leemos los Evangelios,
mejor comprendemos a Jesús. Y con ese conocimiento llega la luz del discernimiento
-de sí mismo- que puede percatarse pronto del grado de contraste entre nuestra
alma y Jesús, su modelo.
Jesús no es solamente Señor y
salvador. Es nuestro modelo de santidad, de perfección, de acción. Su vida y
revelaciones nos dicen exactamente lo que Él espera de nosotros.
Nos daremos cuenta que Jesús está
más interesado en la vida interior del hombre que en la exterior. Cierto día,
de camino de un sitio a otro, Él preguntó a sus Apóstoles de qué hablaban.
A
regañadientes le respondieron que discutían acerca del primer lugar: quién era
el mayor entre ellos. Había sido un error, pues esa conversación había dado
origen a la envidia. Por medio de esa pregunta Jesús puso de manifiesto la
falla, y al darles ejemplo de cómo debían comportarse, puso de manifiesto sus
motivaciones, las razones de la falla. Utilizó un método positivo para dejar al
descubierto, y sanar los efectos negativos.
Les dijo que debían hacerse como
niños: humildes, dóciles, amables, amorosos, alegres y siempre dispuestos a
pensar primero en los demás que en sí mismos. Si deseaban ser los líderes,
debían comportarse como quien sirve. Este contraste les dio a los Apóstoles una
inolvidable lección de humildad y amor. Sabían qué habían hecho, ahora sabían
también porqué lo habían hecho y qué debían hacer al respecto.
Su conocimiento de sí mismos
tenía los tres ingredientes necesarios para ser útil. Nuestro examen de
conciencia también debe contener estos tres aspectos del conocimiento de uno
mismo. Si nos estancamos en uno solo de ellos nuestra vida espiritual
continuará zigzagueando.
Nuestra fe deberá ser
suficientemente fuerte como para decirnos qué es lo que ofende a Dios en
nuestras acciones, de modo que nuestra esperanza será suficientemente confiable
como para animarnos a encarar la razón que nos hizo ofender a Dios y, entonces, Nuestro amor nos dará una mayor
capacidad de saber cómo ser más parecidos a Jesús. El amor asemeja, el amor
transforma, el amor hace hermoso lo feo, el amor fortalece lo débil.
Un conocimiento de nosotros
mismos que constantemente alimente nuestra fe, esperanza y caridad siempre será
fecundo, alegre y humilde. Mas cuando el conocimiento de nosotros mismos
levanta dudas, nos desalienta y entibia, entonces ese conocimiento es uno que
actuará como flecha mortal, destruyendo y desgarrando lo que Dios ha creado
para ser completo y hermoso.
Jamás debemos desanimarnos o
perder el valor ante nuestras propias debilidades. Jesús nos ha dado su
Espíritu para ayudarnos a ser como Él. Nos ha dejado sus pastores para
conducirnos de regreso a casa. Nos concede la gracia que necesitamos para
arrepentirnos, cambiar y ser santos.
Sólo en el cielo seremos
inocentes y perfectos. Debemos aceptar nuestra condición de pecadores con
humildad y con la determinación de nunca ceder ante la debilidad inherente a
esa condición. Nosotros "damos fruto abundante" para gloria del
Padre. Cada uno de nosotros irradiará diferentes aspectos de los atributos del
Padre. Es importante conocer nuestras debilidades para poder revertirlas y
convertirlas en hermosas facetas de la vida de Jesús.
Nuestro examen de conciencia debe
ser honesto, valiente y humilde. Nos debe informar de lo que hicimos, porqué lo
hicimos y cómo cambiar. Pero eso únicamente sucederá si los ojos de nuestra
conciencia descansan en Jesús, porque con esa mirada llega la gracia y "su
gracia es mejor en nuestra debilidad".
Que el espíritu, que hizo de
nuestras almas su templo, nos enseñe a examinar nuestra conciencia, a cambiar y
a orar al Padre en cuya imagen fuimos creados.
Padre eterno, Tú me has dotado de
una memoria hecha a tu imagen. Como Tú, yo puedo traer el pasado al presente y
proyectar el futuro hacia ese mismo instante. Mas yo no siempre uso esa
facultad para tu mayor honor y gloria. No mantengo mi depósito de memorias
aseado y bien barrido de esas cosas inútiles que atiborran mi mente y perturban
mi alma.
El polvo del pasado duele y las
telarañas de frustraciones pretéritas convierten mi memoria en un cuartucho
olvidado dentro de una hermosa mansión, un cuarto de cachivaches dentro del
sótano, una covacha para objetos en desuso.
Mi memoria parece plagada de las
miserias y de las glorias del pasado. Mi imaginación ve al futuro y prevé lo
peor. Me paraliza y quedo cogida en los puños de un mañana helado.
Padre mío, deseo limpiar mi casa
hoy.
Quiero mirar dentro de mi alma y
entregarte lo único que es mío totalmente: mis debilidades y pecados. Sí, Padre
mío, eso es lo único realmente mío. Todo lo demás viene de tu amorosa
providencia. Cada virtud que puedo practicar es el fruto de tu presencia en mi
alma. Cada posesión material, cada talento, es un regalo tuyo para mí.
De verdad, Señor Dios, que estoy
aquí ante Ti como alguien que sólo tiene una cosa que ofrecer: mis pecados. Los
veré bajo la luz del Evangelio y te los presentaré para que Tú los conviertas
en virtudes, para que sanes las tremendas manchas de mi alma, para que derrames
el bálsamo de tu misericordia sobre mis hondas heridas, para que cierres las
lesiones de la amargura y laves la piel muerta de los viejos resentimientos.
"Quien no toma su cruz y me
sigue no puede ser mi discípulo"
(Lc 14.27).
Jesús mío, ¿qué es una cruz?. ¿Es
algo que me ponen sobre los hombros las manos amorosas del Padre?. ¿Es mi
prójimo o la sociedad?. ¿Son mi carácter y mi personalidad mi cruz?. ¿Son las
penas de mi vida, mis frustraciones?. No, Señor mío, esas cosas son solamente
los efectos; ellos no causan mi cruz, no miden su largura, no la hacen más
pesada.
Mi cruz, querido Dios, soy yo
misma. Cuando mi relación contigo se debilita y mi voluntad se rebela, mi
relación con mis prójimos y conmigo misma se hace hueca y tensa. Debe haber en
mi vida un deseo permanente y profundo de búsqueda, de extender las manos, de
conocerte, amarte y servirte. Únicamente cuando mis ojos estén fijos en tu
hermoso rostro podrán mis brazos extenderse para tocar al prójimo, confortarlo
en sus penas, sanar sus enfermedades, despejar su soledad y ser paciente ante
sus flaquezas.
Mi cruz se hace pesada o ligera
dependiendo del amor con que yo te busque para abrazarla y con el que yo busque
a mi prójimo. Cuando me rebelo y me voy en la dirección opuesta, mi cruz se
hace pesada e insoportable. Que mi alma llegue al cielo y se extienda hacia
toda la humanidad en un interminable acto de amor y servicio.
"Mi poder se pone de
manifiesto en la debilidad" (2 Cor 12, 9).
¡Qué cosas dices, querido Jesús!.
¿Quieres decir que cuando surge la oportunidad de practicar la virtud en
realidad es tu poder que actúa en mí lo que me hace paciente o amable?. Así
debe ser, pues Tú has dicho "Sin mi no pueden hacer nada" (Jn 15, 5).
Cuando alguien pone a prueba mi
paciencia, debo recordar que la fuerza para ser paciente llega con la ocasión.
Ahí está, para que yo la use si quiero. Es verdad que entre mayor sea mi
frustración en un momento dado, mayor será tu poder para transformarme. Entre
más débil soy, más grande es tu fuerza para ayudarme.
Cuando la mujer con hemorragias tocó tus ropas, sentiste que una fuerza salía de Ti. La necesidad de la mujer era enorme y atrajo tu fuerza hacia ella como un imán. ¡La persona más débil en la muchedumbre fue capaz de sacar tu poder!. Permite que tu fuerza more en mí, Jesús mío, pues también yo me encuentro en grande necesidad.
Cuando la mujer con hemorragias tocó tus ropas, sentiste que una fuerza salía de Ti. La necesidad de la mujer era enorme y atrajo tu fuerza hacia ella como un imán. ¡La persona más débil en la muchedumbre fue capaz de sacar tu poder!. Permite que tu fuerza more en mí, Jesús mío, pues también yo me encuentro en grande necesidad.
"He aquí que el Reino de
Dios esta dentro de ustedes, está entre ustedes".
(Lc 17,21)
Me cuesta trabajo reconocerte en
mí, Jesús mío. Estoy tan consciente de mi debilidad y hago tantos esfuerzos por
ser buena. A veces me es más fácil reconocerte en mi prójimo, pero cuando el
prójimo me ofende, no puede ver ni el más mínimo reflejo de Ti en él. ¿Quién
soy yo para juzgar? No puedo ver su lucha, ni puedo ver sus victorias. No puedo
ver ni su profundo arrepentimiento o contrición. ¿Será quizás, Jesús mío, que
lo único que veo es a mí misma y la forma como él me afecta?.
¿Es esa la viga en mi ojo y la astillita en el ojo de mi hermano?. Que raro que Tú señalaste tanto el contraste. Uno casi no puede ver una astillita, pero la viga es visible a todos. Mas Tú sabes que en ocasiones una astillita causa más dolor que una enorme viga. ¿Lo que tratabas de decirme es que yo tiendo a exagerar los defectos de los demás y justificar los propios?. Auxíliame para que pueda soportar tanto mis defectos como los del prójimo con gracia y alegría.
¿Es esa la viga en mi ojo y la astillita en el ojo de mi hermano?. Que raro que Tú señalaste tanto el contraste. Uno casi no puede ver una astillita, pero la viga es visible a todos. Mas Tú sabes que en ocasiones una astillita causa más dolor que una enorme viga. ¿Lo que tratabas de decirme es que yo tiendo a exagerar los defectos de los demás y justificar los propios?. Auxíliame para que pueda soportar tanto mis defectos como los del prójimo con gracia y alegría.
"Si llevas tu ofrenda al
altar y recuerdas que tu hermano tiene una queja contra ti, ve y reconcíliate
con él
primero y luego presenta tu ofrenda". (Mt 5, 23)
primero y luego presenta tu ofrenda". (Mt 5, 23)
"Cuando ores, si tienes algo
contra alguna persona, perdónalo, de modo que tu Padre que está en los cielos
perdone también tus ofensas". (Mc 11,25)
Padre y Señor, no he podido
buscar a quien me ofendió para ver qué fue lo que yo hice mal. Tampoco perdono,
antes de dirigirte alguna oración, las ofensas que me han hecho. Se me hace muy
difícil. Mis sentimientos heridos se rebelan y pienso que esta forma de actuar
rebaja mi dignidad. Dios mío, ¡me asombra mi orgullo!. ¿Cómo puede airarme de
tal modo ante las ofensas de otros cuando yo continuamente te ofendo a Ti?.
Cuando débilmente me arrepiento, espero tu perdón inmediato. Cambia mi corazón,
Señor y Padre mío, para que pueda perdonar primero, perdonar totalmente,
perdonar desde el fondo de mi corazón y perdonar con amor
"Si tu hermano hace algo
malo, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si hace algo malo siete
veces, y siete veces viene a ti y te dice "perdóname", debes
perdonarlo". (Lc 17,4)
"Pedro se le acercó y le
dijo: 'Señor, cuántas veces debo perdonar a mi hermano si me ofende' ".
¿Siete veces?. Jesús respondió: 'No siete sino setenta veces siete". (Mt
18,21)
Señor mío, tengo tendencia a
escatimar mi misericordia. Frecuentemente actúo como el hombre al que en la
parábola del Evangelio se le perdonó una deuda de nueve millones de dólares y
luego él procedió a encarcelar a un prójimo que le debía quince dólares. ¡Qué
diferencia de deuda!.
¿Porqué me es tan difícil perdonar la ofensa de un colega pecador, un pecador como yo, cuando yo ofendo al Dios maravilloso, puro, poderoso y santo, y ni siquiera me da vergüenza?.
Estoy tan preocupada por mi honor, pero tan desentendida del tuyo. Deseo ser objeto de tu divina misericordia y luego me la guardo egoístamente para mí sola, únicamente dándoles migajas a los demás raras veces.
¿Porqué me es tan difícil perdonar la ofensa de un colega pecador, un pecador como yo, cuando yo ofendo al Dios maravilloso, puro, poderoso y santo, y ni siquiera me da vergüenza?.
Estoy tan preocupada por mi honor, pero tan desentendida del tuyo. Deseo ser objeto de tu divina misericordia y luego me la guardo egoístamente para mí sola, únicamente dándoles migajas a los demás raras veces.
Padre, perdóname por mi falta de
misericordia y compasión. Dame un espíritu que sepa perdonar. Permite que sea
capaz de ver los defectos de los demás sin olvidar los míos propios. Permite
que sepa salir de mí con comprensión, amor y pronto perdón. Borra todo recuerdo
de ofensas pasadas y reemplázalo con una buena cantidad de conocimiento de mí
misma, para que pueda ser humilde de corazón, siempre recordando que sin tu
gracia yo sólo soy capaz de pecar.
"Sed compasivos como su
Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis
condenados". (L 6, 36-37).
Jesús mío, no soy todo lo
compasiva que debiera ser. Me rebelo cuando las necesidades espirituales,
físicas o materiales de los demás me roban mi tiempo. Tiendo a darles algún
consejo trivial, una ayuda condescendiente y asesoría a medias. No quiero compartir
sus cruces porque ellas hacen que la mía pese más. Cuando les aconsejo que
lleven su cruz por amor a Ti, amado Jesús, lo que en verdad les digo es
"Ya oí bastante. No los puedo ayudar, así que sobrelleven su cruz en
silencio".
Al no ser compasiva, me constituyo
en juez de los otros. Juzgo el grado de dolor que tienen, el peso de sus
cruces, los motivos que están detrás de sus quejas y su obediencia a tu
voluntad. Sólo es cuestión de tiempo el que yo los acabe tachando de cobardes o
quejumbrosos crónicos, neuróticos o simples gruñones. Hago lo mismo con sus
pecados.
Los coloco ordenadamente en categorías, condenados y juzgados como carentes de fuerza. Me escandalizo y luego procedo a echar de mi vida a pecado y pecador, como si pertenecieran a una categoría inferior y fueron indignos de mi amistad. Soy totalmente distinta de Ti, Jesús mío.
Los coloco ordenadamente en categorías, condenados y juzgados como carentes de fuerza. Me escandalizo y luego procedo a echar de mi vida a pecado y pecador, como si pertenecieran a una categoría inferior y fueron indignos de mi amistad. Soy totalmente distinta de Ti, Jesús mío.
Tú odias el pecado, pero
amas al pecador. Enséñame a ser comprensiva y compasiva, firme e imparcial
hacia el pecado y las ocasiones de pecado, pero amable y capaz de perdonar a
los que caen. Permíteme que los pueda levantar a mayores alturas de
arrepentimiento y mayor deseo de santidad.
"¿Porqué me llaman
"Señor, Señor"
y no hacen lo que les digo?" (Lc 6, 46)
y no hacen lo que les digo?" (Lc 6, 46)
Sí, Señor, yo soy culpable de esa
acusación. Tú me has dado la vida, un hogar cristiano, una vocación para ser
testigo ante el mundo y oportunidades para imitarte en mi vida diaria. A cada
momento tu Espíritu me concede una gracia nueva, pero yo no coopero. Paso por
la vida pensando en mí misma y en mis proyectos, frustrada por fracasos
anteriores y preocupada por el mañana. Vivo en un mundo que niega tu soberanía
pero yo no soy capaz de contrarrestar esa tendencia con una vida virtuosa.
En verdad hay una gran diferencia entre lo que creo y a forma como me conduzco. Las acciones hablan más fuerte que las palabras, por lo que te pido que me concedas valor para pelear por tus principios con el rugido de un león y no con el maullido de un gatito. Deseo que mi vida diaria, en mi estado particular, se convierta en testimonio, ante las personas con las que me encuentro, de que Tú, Señor Jesús, eres mi faro, mi estrella de la mañana, mi amigo más amado y el Maestro a quien sirvo.
En verdad hay una gran diferencia entre lo que creo y a forma como me conduzco. Las acciones hablan más fuerte que las palabras, por lo que te pido que me concedas valor para pelear por tus principios con el rugido de un león y no con el maullido de un gatito. Deseo que mi vida diaria, en mi estado particular, se convierta en testimonio, ante las personas con las que me encuentro, de que Tú, Señor Jesús, eres mi faro, mi estrella de la mañana, mi amigo más amado y el Maestro a quien sirvo.
"Quien no toma mi cruz y me
sigue no es digno de mí" (Mt 10, 39)
Tiemblo al leer esa frase, Jesús
mío. Mis debilidades parecen tan enormes, tan fuerte mi deseo de hacer mi
propia voluntad. Quizás lo que pasa es que yo intento que mi propio camino sea
perfecto. Para seguirte debo imitar tu ejemplo. No hace falta que me construya
un camino aparte del tuyo. No tengo porqué tomar esa carga sobre mis hombros.
Jesús mío,
¿quieres caminar a mi lado mientras yo débilmente hago camino sobre tus huellas?. ¿Tomarás mi mano en las tuyas y la sostendrás firme cuando trastabille y caiga?. ¿Me empujarás hacia delante cuando, como lo hago frecuentemente, me vuelva yo a mirar atrás?
¿quieres caminar a mi lado mientras yo débilmente hago camino sobre tus huellas?. ¿Tomarás mi mano en las tuyas y la sostendrás firme cuando trastabille y caiga?. ¿Me empujarás hacia delante cuando, como lo hago frecuentemente, me vuelva yo a mirar atrás?
Permíteme echar un vistazo al
final del camino para no desanimarme antes de llegar. Concédeme que mis pies
siempre sientan el calor de la sangre que gotea de tus heridas. Permite que tu
Sangre preciosa, que se me da tan generosamente en la Eucaristía, revitalice
todo mi ser y me conserve en el camino correcto, con la mirada siempre fija en
Ti.
"No piensen que he venido a
traer paz a la tierra.
No he venido a traer paz, sino la espada" (Mt 10, 35).
Tú no viniste a causar rupturas,
Jesús mío, pero el intento de pensar y actuar como Tú necesariamente implica
negarse a sí mismo, perder amigos y, a veces, hasta la familia y el hogar. El
mundo es como un imán que me hala aquí y allá. Cierto día Tú dijiste que sólo
los violentos podrían arrebatar el reino. La guerra personal que se libra en mi
alma únicamente puede ser ganada por la violencia del dominio de mí misma, por
la amabilidad, la templanza y la bondad. Ayúdame a hacerme la guerra para que
pueda llevar a otros la paz.
"No se preocupen por el
mañana; el mañana se cuidará a sí mismo.
A cada día le basta su propia
lucha" (Mt 6, 34).
Jesús mío, concédeme la gracia de
vivir siempre en el momento presente. Mi orgullo me impide confiar mi mañana a
tu amorosa providencia. Tan inútil es la preocupación, y sin embargo mi alma se
altera ante el frustrante ensayo de las penas y desencantos que constituirán mi
porción en el futuro. ¡Qué cobarde de mi parte pensar que el Creador del
universo no puede hacerse cargo de los problemas de mi vida!. Me falta
confianza porque me falta amor. Mi amor está basado en motivos egoístas, pero
yo, desgraciadamente, te atribuyo a Ti también ese tipo de amor. ¡Qué injusta
soy con un Dios que es todo santidad y justicia!.
Tu bondad rebasa cualquier concepto que yo tenga de generosidad, y sin embargo mi orgullo me hace crearme la ilusión de que la cotidianeidad de mi existencia está totalmente en mis manos. Perdona mi falta de esperanza, Jesús mío. Inspira en mi alma una confianza de niño en tu cuidado paternal y en tu guía. Pero sobre todo, hazme darme cuenta de tu amor por mí, para que pueda yo alegremente poner mi pasado en tus manos y no tenga que sentirme culpable de nuevo. Permite que coloque mi mañana bajo tu cuidado, para que entienda que nada me pasará que no sea un bien para mí.
Tu bondad rebasa cualquier concepto que yo tenga de generosidad, y sin embargo mi orgullo me hace crearme la ilusión de que la cotidianeidad de mi existencia está totalmente en mis manos. Perdona mi falta de esperanza, Jesús mío. Inspira en mi alma una confianza de niño en tu cuidado paternal y en tu guía. Pero sobre todo, hazme darme cuenta de tu amor por mí, para que pueda yo alegremente poner mi pasado en tus manos y no tenga que sentirme culpable de nuevo. Permite que coloque mi mañana bajo tu cuidado, para que entienda que nada me pasará que no sea un bien para mí.
¿Puede alguien comprar dos
golondrinas por un centavo?. Y sin embargo no cae un cabello de tu cabeza sin
que lo sepa tu Padre. Todos los cabellos de tu cabeza están contados. No hay
porqué tener miedo. Ustedes valen más que cien golondrinas" (Mt 10,
29-31).
Mi Jesús, mi cabeza es demasiado
pequeña para comprender tu amor por mí. En este pasaje me dices que yo valgo
algo, que soy verdaderamente preciosa a tus ojos, que valgo más que cien
golondrinas. Tu providencia es tan cuidadosa que cada cabello que me sacudo
inconscientemente del hombro está ante tus ojos, y Tú llevas cuenta de ello,
como si fuera un tesoro.
Si eso es verdad de una cosa pasajera como el cabello, cuánto más tendrás cuidado de mi alma, la parte de mí que Tú creaste a tu imagen y semejanza. Tú puedes contar cada pena, pesar cada cruz, acojinar cada caída, tapar mis descalabros y limpiar la vereda para mis pisadas.
Si eso es verdad de una cosa pasajera como el cabello, cuánto más tendrás cuidado de mi alma, la parte de mí que Tú creaste a tu imagen y semejanza. Tú puedes contar cada pena, pesar cada cruz, acojinar cada caída, tapar mis descalabros y limpiar la vereda para mis pisadas.
Tú eres mi
amado Señor: protector, misericordioso, atento, providente, gracioso y amable.
Concédeme que mi alma siempre tenga abiertas sus facultades para recibir la luz
de tu amor, el calor de tu bondad y la fuerza de tu gracia.
"Cualquiera que cumpla la
voluntad de Dios,
esa persona es mi hermana y mi madre" (Mc 3,35).
¡Todo parece tan simple, Señor
mío!. Me refiero a eso de hacer tu voluntad. Ciertamente, si se trata de la
recompensa de una relación familiar, comparada con la de una de servidumbre,
vale la pena el esfuerzo. Pero ni siquiera este enorme beneficio me mueve a cumplir
tu voluntad por sobre la mía. Siempre hallo alguna excusa, como si no conociera
tu voluntad, pero siempre están ahí los mandamientos, que echan por tierra
todos mis raciocinios.
Por más que la Iglesia proclame fuerte y claro sus enseñanzas, dogmas y preceptos, una y otra vez me digo que la vida moderna obscurece tu voluntad.
Por más que la Iglesia proclame fuerte y claro sus enseñanzas, dogmas y preceptos, una y otra vez me digo que la vida moderna obscurece tu voluntad.
En un póstrer intento por escabullirme me digo que no
conozco tu voluntad en las circunstancias de la vida cotidiana, aunque me has
dado una conciencia que me sacude y se rebela cuando nuestras dos voluntades
llegan a punto de ruptura. Debo confesar, mi Jesús, que no tengo excusa
legítima para no cumplir tu voluntad.
Mi orgullo me lleva a pensar que mi forma de ver las cosas es la mejor, que mi opinión es más razonable y mis planes más sabios. ¿Será mi necedad la razón por la que no me aniquilas por vivir en tal mentira?. Si mi momento presente es prueba clara de lo absurdo del orgullo, permite que mi futuro sea prueba de la veracidad de la humildad. Tu voluntad siempre es perfecta, siempre encaminada al bien, siempre abundante en su recompensa y siempre buena. Concédeme que mi alma descanse segura en esa santa voluntad.
Que se desarrolle en mí la paz de los hijos de Dios, la libertad de quienes respiran en la voluntad de su Padre y exhalan el dulce aroma de la santidad.
Mi orgullo me lleva a pensar que mi forma de ver las cosas es la mejor, que mi opinión es más razonable y mis planes más sabios. ¿Será mi necedad la razón por la que no me aniquilas por vivir en tal mentira?. Si mi momento presente es prueba clara de lo absurdo del orgullo, permite que mi futuro sea prueba de la veracidad de la humildad. Tu voluntad siempre es perfecta, siempre encaminada al bien, siempre abundante en su recompensa y siempre buena. Concédeme que mi alma descanse segura en esa santa voluntad.
Que se desarrolle en mí la paz de los hijos de Dios, la libertad de quienes respiran en la voluntad de su Padre y exhalan el dulce aroma de la santidad.
"Amen a sus enemigos, hagan
bien a los que os odian, bendigan a quienes os maldicen, oren por quienes os
tratan mal" (Lc 6, 27).
¿Cómo puedo amar a alguien que me
odia, Jesús?. ¿Cómo puedo amar sin ser amado?. ¿No está eso más allá de mi
naturaleza?. ¿No me estás pidiendo más de lo que puedo dar?. Únicamente Dios es
capaz de pedirme esas cosas, porque para amar a los que me ofenden necesito una
cualidad que yo no tengo. Dame esa cualidad, amado Jesús, esa actitud. Permíteme
ver la oportunidad de ser sobrenatural en situaciones en las que mi naturaleza
se rebela y sólo pienso en vengarme, por odio y resentimiento. Deja que tu
amabilidad me cubra como una túnica; tu paciencia rodee mi rebeldía como un
escudo; tu amor atraviese la amargura de mi corazón y endulce mi espíritu.
"Y le trajeron a un sordo
que no podía hablar y le pidieron que le impusiera las manos... Lo llevó
aparte... puso su dedo dentro del oído de aquel hombre... y elevando la vista
al cielo suspiró y dijo: 'éfeta', que quiere decir: 'ábrete' " (Mc 7,
31-35).
Jesús mío, yo tengo oídos, pero
frecuentemente están cerrados a tus palabras, a tu voluntad. Abre mis oídos
para escuchar el amor del Padre manifestado en todo lo que me rodea. Permite
que lo alabe al sentir la brisa silenciosa que mueve las hojas de los álamos
gigantes. Deja que oiga la enorme fuerza de su majestad en los relámpagos. Haz
que escuche la inocencia en la voz del niño y la sabiduría en la voz agrietada
del anciano. Mantén abiertos mis oídos a los buenos sonidos de la vida, y
ciérralos al espíritu ruidoso del mundo, a las tentaciones del enemigo y al
ruido de mi propia voz egoísta que exige cosas que no son parte de tu voluntad.
Dime, Jesús mío: "Ábrete a la Palabra de mi Padre, dadora de vida; ábrete
a las inspiraciones de mi Espíritu; ábrete al cambio, a la vida nueva".
"Cierto día, cuando Él
estaba orando solo en la presencia de sus discípulos, les preguntó:
¿Quién dice la gente que soy Yo?" (Lc 9, 18-19)
¿Quién dice la gente que soy Yo?" (Lc 9, 18-19)
Mi Jesús, no sé si yo hubiera
podido responder como Pedro: "Tú eres el Cristo". ¿Hubiera yo podido
distinguir la divinidad en tu humanidad?. Yo sí creo, Jesús mío, pero no
siempre mi vida da testimonio de esa fe. ¡Mi vida sería tan distinta si mi fe
fuera más fuerte!. Yo desearía más ser como Tú en mi vida cotidiana. Estaría
más decidido a cambiar esas cosas de mi personalidad que molestan al prójimo.
Estaría siempre atento al Reino y vería las cosas de este mundo en la luz
correcta.
Estaría lleno de un gozo tan hondo que no podrían destruirlo ni el
dolor ni las pruebas. Si mi fe habitara en mi corazón y en mi mente yo
disfrutaría de una paz interior que no disminuiría a pesar de los sobresaltos.
Dame fe de la que mueve las montañas de mi letargo, y celo para trabajar
incansable por la difusión de la Buena Noticia que Tú nos trajiste. Permite que
sea lo suficientemente valiente para decirle a todo el mundo: "Jesús es el
Señor, el Hijo de Dios, el Salvador de la humanidad".
"Pidan y se les dará;
busquen y encontrarán;
toquen y se les abrirá" (Mt. 7,7)
Mi Jesús, yo me desanimo mucho al
hacer oración. Parece que entre más oro por algo, más se aleja eso de mí. No sé
cómo pedir, tocar y buscar. No tengo perseverancia. No soy persistente. Mi fe
es débil y siento como si Tú no me escucharas o, algo peor aún, no te
importara. Estoy tan segura que lo que deseo es para mi bien que pierdo la
confianza en tu sabiduría y me quejo por las oraciones sin respuesta. Ayúdame a
darme cuenta que la oración perseverante y acompañada de un corazón amante y de
una mente llena de fe siempre me darán confianza en tu cuidado por mí.
Podré
estar segura, sin duda alguna en mi corazón, que toda oración es respondida por
Dios sapientísimo. Podré tener la certeza y la esperanza que estaré tranquila
tanto en una respuesta de "no" como en una de "sí", porque
tu amor me sigue y tu providencia me antecede. No importa qué me pueda pasar,
Tú estarás ahí antes que yo llegue, listo para ir en mi auxilio, para
consolarme y protegerme. Señor mío, ayúdame a orar sin cesar, a amar sin límite
y a confiar sin duda.
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