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lunes, 15 de octubre de 2012

Jesús prometió nunca volver a tener SED?



Jesús prometió junto al pozo a la mujer samaritana que aquéllos 
que bebieran del agua que Él ofrece nunca volverían a tener sed. 

Claro que Él no hablaba de la sed de Dios que tiene el alma; para ello hay que crecer en Su amor. La sed que habría de quedar saciada en la samaritana era la necesidad de conocerse a sí misma: admitir su culpa, admitir su responsabilidad personal y arrepentirse.


Cada nueva confesión es una repetición de la anterior. 
Las pruebas de cada día sólo les traen más y más frustración. 
Cada pena del corazón conduce a nuevas formas de amargura.

Dios nos creó para que fuéramos santos. En nuestros esfuerzos diarios para lograr eso, descubrimos dentro de nosotros varias actitudes y motivaciones que nos estorban en el camino a la santidad.

Muchos cristianos se contentan con una forma de bondad que está en la frontera entre el pecado y la tibieza. No desobedecen los mandamientos, pero tampoco cambian sus vidas. 


Muchos cristianos dirigen su oración hacia Dios y no a Dios. El cristianismo se convierte así simplemente en una religión y un vehículo para calmar sus conciencias o para pedir al Ser Supremo que satisfaga sus necesidades básicas. Hay una enorme brecha -un océano- entre ellos y Dios. Es casi como un abismo sobre el que uno grita para pedir auxilio, esperando que un ser invisible nos esté escuchando al otro lado.

Somos muchos los que vivimos toda la vida en una especie de utopía espiritual, un mundo soñado de metas olvidadas, perfecciones imaginadas y flaquezas encubiertas. 

Levantamos cortinas de humo frente a nuestros pecados y los racionalizamos a tal grado que pensamos que no tenemos porqué arrepentirnos ni ante Dios ni ante nosotros mismos.

La voluntad divina se obscurece de tal modo que una densa niebla es como un día soleado comparado con lo que Él quiere y lo que nosotros pensamos que Él quiere. 

Es en este momento cuando suplicamos que la voluntad de Dios se muestre en nuestras vidas, pero nuestras ideas preconcebidas de Dios, de la bondad, la perfección y la santidad, se interponen entre nosotros y Dios, como el muro de un castillo medieval. Nos congelamos y titiritamos por el frío de la soledad frustrada, buscando la tibieza que emana del fuego de su amante voluntad. 

Desdichadamente nuestro deficiente auto conocimiento actúa como un grillete que nos impide acercarnos al fuego. Nuestro deseo de ser mejores nos protege de morir congelados, pero nuestra falta de valor para vernos tal cuales somos sumerge nuestras raíces en la tierra de las metas no realizadas. 

Nos paralizamos, temerosos de lo que somos, desesperados por ser mejores, pero petrificados por la idea de los sacrificios requeridos para lograrlo. Los deseos nos empujan entonces, y los temores nos hacen retroceder. Sólo podemos gustar unas cuantas gotas del agua viva.

Jesús prometió junto al pozo a la mujer samaritana que aquéllos que bebieran del agua que Él ofrece nunca volverían a tener sed. 

Claro que Él no hablaba de la sed de Dios que tiene el alma; para ello hay que crecer en Su amor. La sed que habría de quedar saciada en la samaritana era la necesidad de conocerse a sí misma: admitir su culpa, admitir su responsabilidad personal y arrepentirse.

Cuando Jesús le pidió que llamara a su esposo, ella respondió con una verdad a medias. Admitió que no tenía esposo, pero se abstuvo de mencionar que vivía con un hombre que no era su esposo. Tampoco le confesó a Jesús que ella había estado casada cinco veces. Jesús deseaba liberarla de la acuciante conciencia que le robaba la paz y del sentimiento de culpa que la llevaba de un exceso a otro.

Pero una vez derramada su gracia en el alma de la mujer, ella debió admitir su flaqueza al escuchar cómo Jesús ponía al descubierto todos sus pecados. Quedó ella tan aliviada que se puso a correr por todo el pueblo hablando a los pobladores acerca del hombre que le había descubierto todo lo que ella había hecho; que le perdonó sus pecados, dándole con ello tal alegría que sentía que debía compartirla con todos. 

Había encontrado a Dios; ya no padecería de sed del agua de la honestidad espiritual.

Pocos entre nosotros habrá que hayan alcanzado ese nivel de integridad, de visión clara y de discernimiento humilde que pueda satisfacer nuestras necesidades de arrepentimiento.

No poseemos tanto del Espíritu de Jesús como para mantener constante la plenitud y el crecimiento de nuestra capacidad de amor y santidad. Sabemos cuándo, cómo y qué hacemos mal, pero pocas veces somos concientes de por qué lo hacemos. Damos por sentado que la sociedad, el diablo y nuestro prójimo son los responsables de nuestras acciones. Y nos damos prisa para tratar de cambiarlos a ellos en vez de a nosotros mismos. El resultado es una mayor frustración, porque ignoramos la verdadera causa de nuestras debilidades, pecados y frustraciones: nosotros mismos.

Podemos montarnos en la ola de la justicia social, pero mientras seamos injustos aunque sea en un solo aspecto, estaremos dando palos al aire.
Podemos gritar que queremos hacer la voluntad de Dios, pero si nos aferramos a nuestras ideas y opiniones, a lo mucho nos estaremos engañando.

Podemos ver y aborrecer los pecados de otros y predicarles la salvación, pero no vemos la viga en nuestro propio ojo; simplemente reflejamos una imagen en un espejo sucio.

Nos enfurece la desobediencia, pero a la vez nos burlamos y criticamos a la autoridad legítima.
Nos ofende la falta de agradecimiento, y con toda arrogancia exigimos el tiempo y los talentos de los otros como si fueran propiedad nuestra.
Nos quejamos de la falta de amor entre los demás, pero jamás movemos un dedo para aliviar sus cargas.

Nos lamentamos de nuestros complejos, neurosis y timideces, y luego pasamos horas meditando sobre cada aspecto de nuestra vida interior y de las influencias exteriores.

Nos rebelamos contra la cruz y enseguida procedemos a hacerla más pesada a base de medir continuamente su longitud, su altura, su espesor y se peso.
Para muchos la vida es como un sube y baja. Nos quedamos en el mismo sitio, pero siempre estamos bajando y subiendo. No somos capaces de alejarnos y aventurarnos en la tierra ignota de nuestro interior para explorar sus profundidades, escalar sus montañas, llenar sus valles y superar los obstáculos.

Tenemos miedo a mirarnos porque no ponemos a Jesús como nuestro modelo. No ponemos nuestros pies en sus profundas huellas. Preferimos cabalgar a través de la selva en vez de caminar el sendero estrecho que serpentea despacio pero seguro hacia el padre.

Saber que ofendemos a Dios y a nuestro prójimo es el primer paso en el proceso de autoconocimiento, pero no podemos detenernos ahí. Debemos ser capaces de discernir qué deficiencia de nuestro carácter o de nuestra alma es la causa real de nuestras fallas. Detectar los efectos equivale simplemente a tomar una aspirina para el dolor de cabeza cuando la causa real del dolor es un tumor.

Debemos preguntarnos por qué reaccionamos como lo hacemos a las diferentes situaciones en las que nos vemos colocados. Los motivos son una parte importante de nuestras acciones y frecuentemente constituyen la causa que las origina.

Confesar que somos propensos a la ira es únicamente parte del problema, porque si la ira está justificada no es una deficiencia. Todos poseemos una falla central de la que nacen muchas otras. Cuando la encontremos y la dominemos podremos vencer las otras debilidades.

Entre más leemos los Evangelios, mejor comprendemos a Jesús. Y con ese conocimiento llega la luz del discernimiento -de sí mismo- que puede percatarse pronto del grado de contraste entre nuestra alma y Jesús, su modelo.

Jesús no es solamente Señor y salvador. Es nuestro modelo de santidad, de perfección, de acción. Su vida y revelaciones nos dicen exactamente lo que Él espera de nosotros.
Nos daremos cuenta que Jesús está más interesado en la vida interior del hombre que en la exterior. Cierto día, de camino de un sitio a otro, Él preguntó a sus Apóstoles de qué hablaban. 

A regañadientes le respondieron que discutían acerca del primer lugar: quién era el mayor entre ellos. Había sido un error, pues esa conversación había dado origen a la envidia. Por medio de esa pregunta Jesús puso de manifiesto la falla, y al darles ejemplo de cómo debían comportarse, puso de manifiesto sus motivaciones, las razones de la falla. Utilizó un método positivo para dejar al descubierto, y sanar los efectos negativos.

Les dijo que debían hacerse como niños: humildes, dóciles, amables, amorosos, alegres y siempre dispuestos a pensar primero en los demás que en sí mismos. Si deseaban ser los líderes, debían comportarse como quien sirve. Este contraste les dio a los Apóstoles una inolvidable lección de humildad y amor. Sabían qué habían hecho, ahora sabían también porqué lo habían hecho y qué debían hacer al respecto.

Su conocimiento de sí mismos tenía los tres ingredientes necesarios para ser útil. Nuestro examen de conciencia también debe contener estos tres aspectos del conocimiento de uno mismo. Si nos estancamos en uno solo de ellos nuestra vida espiritual continuará zigzagueando.

Nuestra fe deberá ser suficientemente fuerte como para decirnos qué es lo que ofende a Dios en nuestras acciones, de modo que nuestra esperanza será suficientemente confiable como para animarnos a encarar la razón que nos hizo ofender a Dios y, entonces, Nuestro amor nos dará una mayor capacidad de saber cómo ser más parecidos a Jesús. El amor asemeja, el amor transforma, el amor hace hermoso lo feo, el amor fortalece lo débil.


Un conocimiento de nosotros mismos que constantemente alimente nuestra fe, esperanza y caridad siempre será fecundo, alegre y humilde. Mas cuando el conocimiento de nosotros mismos levanta dudas, nos desalienta y entibia, entonces ese conocimiento es uno que actuará como flecha mortal, destruyendo y desgarrando lo que Dios ha creado para ser completo y hermoso.

Jamás debemos desanimarnos o perder el valor ante nuestras propias debilidades. Jesús nos ha dado su Espíritu para ayudarnos a ser como Él. Nos ha dejado sus pastores para conducirnos de regreso a casa. Nos concede la gracia que necesitamos para arrepentirnos, cambiar y ser santos.

Sólo en el cielo seremos inocentes y perfectos. Debemos aceptar nuestra condición de pecadores con humildad y con la determinación de nunca ceder ante la debilidad inherente a esa condición. Nosotros "damos fruto abundante" para gloria del Padre. Cada uno de nosotros irradiará diferentes aspectos de los atributos del Padre. Es importante conocer nuestras debilidades para poder revertirlas y convertirlas en hermosas facetas de la vida de Jesús.

Nuestro examen de conciencia debe ser honesto, valiente y humilde. Nos debe informar de lo que hicimos, porqué lo hicimos y cómo cambiar. Pero eso únicamente sucederá si los ojos de nuestra conciencia descansan en Jesús, porque con esa mirada llega la gracia y "su gracia es mejor en nuestra debilidad".

Que el espíritu, que hizo de nuestras almas su templo, nos enseñe a examinar nuestra conciencia, a cambiar y a orar al Padre en cuya imagen fuimos creados.

Padre eterno, Tú me has dotado de una memoria hecha a tu imagen. Como Tú, yo puedo traer el pasado al presente y proyectar el futuro hacia ese mismo instante. Mas yo no siempre uso esa facultad para tu mayor honor y gloria. No mantengo mi depósito de memorias aseado y bien barrido de esas cosas inútiles que atiborran mi mente y perturban mi alma.

El polvo del pasado duele y las telarañas de frustraciones pretéritas convierten mi memoria en un cuartucho olvidado dentro de una hermosa mansión, un cuarto de cachivaches dentro del sótano, una covacha para objetos en desuso.

Mi memoria parece plagada de las miserias y de las glorias del pasado. Mi imaginación ve al futuro y prevé lo peor. Me paraliza y quedo cogida en los puños de un mañana helado.

Padre mío, deseo limpiar mi casa hoy.

Quiero mirar dentro de mi alma y entregarte lo único que es mío totalmente: mis debilidades y pecados. Sí, Padre mío, eso es lo único realmente mío. Todo lo demás viene de tu amorosa providencia. Cada virtud que puedo practicar es el fruto de tu presencia en mi alma. Cada posesión material, cada talento, es un regalo tuyo para mí.

De verdad, Señor Dios, que estoy aquí ante Ti como alguien que sólo tiene una cosa que ofrecer: mis pecados. Los veré bajo la luz del Evangelio y te los presentaré para que Tú los conviertas en virtudes, para que sanes las tremendas manchas de mi alma, para que derrames el bálsamo de tu misericordia sobre mis hondas heridas, para que cierres las lesiones de la amargura y laves la piel muerta de los viejos resentimientos.

"Quien no toma su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo" 
(Lc 14.27).

Jesús mío, ¿qué es una cruz?. ¿Es algo que me ponen sobre los hombros las manos amorosas del Padre?. ¿Es mi prójimo o la sociedad?. ¿Son mi carácter y mi personalidad mi cruz?. ¿Son las penas de mi vida, mis frustraciones?. No, Señor mío, esas cosas son solamente los efectos; ellos no causan mi cruz, no miden su largura, no la hacen más pesada.

Mi cruz, querido Dios, soy yo misma. Cuando mi relación contigo se debilita y mi voluntad se rebela, mi relación con mis prójimos y conmigo misma se hace hueca y tensa. Debe haber en mi vida un deseo permanente y profundo de búsqueda, de extender las manos, de conocerte, amarte y servirte. Únicamente cuando mis ojos estén fijos en tu hermoso rostro podrán mis brazos extenderse para tocar al prójimo, confortarlo en sus penas, sanar sus enfermedades, despejar su soledad y ser paciente ante sus flaquezas.

Mi cruz se hace pesada o ligera dependiendo del amor con que yo te busque para abrazarla y con el que yo busque a mi prójimo. Cuando me rebelo y me voy en la dirección opuesta, mi cruz se hace pesada e insoportable. Que mi alma llegue al cielo y se extienda hacia toda la humanidad en un interminable acto de amor y servicio.

"Mi poder se pone de manifiesto en la debilidad" (2 Cor 12, 9).

¡Qué cosas dices, querido Jesús!. ¿Quieres decir que cuando surge la oportunidad de practicar la virtud en realidad es tu poder que actúa en mí lo que me hace paciente o amable?. Así debe ser, pues Tú has dicho "Sin mi no pueden hacer nada" (Jn 15, 5).

Cuando alguien pone a prueba mi paciencia, debo recordar que la fuerza para ser paciente llega con la ocasión. Ahí está, para que yo la use si quiero. Es verdad que entre mayor sea mi frustración en un momento dado, mayor será tu poder para transformarme. Entre más débil soy, más grande es tu fuerza para ayudarme. 

Cuando la mujer con hemorragias tocó tus ropas, sentiste que una fuerza salía de Ti. La necesidad de la mujer era enorme y atrajo tu fuerza hacia ella como un imán. ¡La persona más débil en la muchedumbre fue capaz de sacar tu poder!. Permite que tu fuerza more en mí, Jesús mío, pues también yo me encuentro en grande necesidad.

"He aquí que el Reino de Dios esta dentro de ustedes, está entre ustedes". 
(Lc 17,21)

Me cuesta trabajo reconocerte en mí, Jesús mío. Estoy tan consciente de mi debilidad y hago tantos esfuerzos por ser buena. A veces me es más fácil reconocerte en mi prójimo, pero cuando el prójimo me ofende, no puede ver ni el más mínimo reflejo de Ti en él. ¿Quién soy yo para juzgar? No puedo ver su lucha, ni puedo ver sus victorias. No puedo ver ni su profundo arrepentimiento o contrición. ¿Será quizás, Jesús mío, que lo único que veo es a mí misma y la forma como él me afecta?. 

¿Es esa la viga en mi ojo y la astillita en el ojo de mi hermano?. Que raro que Tú señalaste tanto el contraste. Uno casi no puede ver una astillita, pero la viga es visible a todos. Mas Tú sabes que en ocasiones una astillita causa más dolor que una enorme viga. ¿Lo que tratabas de decirme es que yo tiendo a exagerar los defectos de los demás y justificar los propios?. Auxíliame para que pueda soportar tanto mis defectos como los del prójimo con gracia y alegría.

"Si llevas tu ofrenda al altar y recuerdas que tu hermano tiene una queja contra ti, ve y reconcíliate con él 
primero y luego presenta tu ofrenda". (Mt 5, 23)

"Cuando ores, si tienes algo contra alguna persona, perdónalo, de modo que tu Padre que está en los cielos perdone también tus ofensas". (Mc 11,25)

Padre y Señor, no he podido buscar a quien me ofendió para ver qué fue lo que yo hice mal. Tampoco perdono, antes de dirigirte alguna oración, las ofensas que me han hecho. Se me hace muy difícil. Mis sentimientos heridos se rebelan y pienso que esta forma de actuar rebaja mi dignidad. Dios mío, ¡me asombra mi orgullo!. ¿Cómo puede airarme de tal modo ante las ofensas de otros cuando yo continuamente te ofendo a Ti?. Cuando débilmente me arrepiento, espero tu perdón inmediato. Cambia mi corazón, Señor y Padre mío, para que pueda perdonar primero, perdonar totalmente, perdonar desde el fondo de mi corazón y perdonar con amor

"Si tu hermano hace algo malo, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si hace algo malo siete veces, y siete veces viene a ti y te dice "perdóname", debes perdonarlo". (Lc 17,4)

"Pedro se le acercó y le dijo: 'Señor, cuántas veces debo perdonar a mi hermano si me ofende' ". ¿Siete veces?. Jesús respondió: 'No siete sino setenta veces siete". (Mt 18,21)

Señor mío, tengo tendencia a escatimar mi misericordia. Frecuentemente actúo como el hombre al que en la parábola del Evangelio se le perdonó una deuda de nueve millones de dólares y luego él procedió a encarcelar a un prójimo que le debía quince dólares. ¡Qué diferencia de deuda!.

 ¿Porqué me es tan difícil perdonar la ofensa de un colega pecador, un pecador como yo, cuando yo ofendo al Dios maravilloso, puro, poderoso y santo, y ni siquiera me da vergüenza?. 


Estoy tan preocupada por mi honor, pero tan desentendida del tuyo. Deseo ser objeto de tu divina misericordia y luego me la guardo egoístamente para mí sola, únicamente dándoles migajas a los demás raras veces.

Padre, perdóname por mi falta de misericordia y compasión. Dame un espíritu que sepa perdonar. Permite que sea capaz de ver los defectos de los demás sin olvidar los míos propios. Permite que sepa salir de mí con comprensión, amor y pronto perdón. Borra todo recuerdo de ofensas pasadas y reemplázalo con una buena cantidad de conocimiento de mí misma, para que pueda ser humilde de corazón, siempre recordando que sin tu gracia yo sólo soy capaz de pecar.

"Sed compasivos como su Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados". (L 6, 36-37).

Jesús mío, no soy todo lo compasiva que debiera ser. Me rebelo cuando las necesidades espirituales, físicas o materiales de los demás me roban mi tiempo. Tiendo a darles algún consejo trivial, una ayuda condescendiente y asesoría a medias. No quiero compartir sus cruces porque ellas hacen que la mía pese más. Cuando les aconsejo que lleven su cruz por amor a Ti, amado Jesús, lo que en verdad les digo es "Ya oí bastante. No los puedo ayudar, así que sobrelleven su cruz en silencio".

Al no ser compasiva, me constituyo en juez de los otros. Juzgo el grado de dolor que tienen, el peso de sus cruces, los motivos que están detrás de sus quejas y su obediencia a tu voluntad. Sólo es cuestión de tiempo el que yo los acabe tachando de cobardes o quejumbrosos crónicos, neuróticos o simples gruñones. Hago lo mismo con sus pecados. 

Los coloco ordenadamente en categorías, condenados y juzgados como carentes de fuerza. Me escandalizo y luego procedo a echar de mi vida a pecado y pecador, como si pertenecieran a una categoría inferior y fueron indignos de mi amistad. Soy totalmente distinta de Ti, Jesús mío. 

Tú odias el pecado, pero amas al pecador. Enséñame a ser comprensiva y compasiva, firme e imparcial hacia el pecado y las ocasiones de pecado, pero amable y capaz de perdonar a los que caen. Permíteme que los pueda levantar a mayores alturas de arrepentimiento y mayor deseo de santidad.

"¿Porqué me llaman "Señor, Señor" 
y no hacen lo que les digo?" (Lc 6, 46)

Sí, Señor, yo soy culpable de esa acusación. Tú me has dado la vida, un hogar cristiano, una vocación para ser testigo ante el mundo y oportunidades para imitarte en mi vida diaria. A cada momento tu Espíritu me concede una gracia nueva, pero yo no coopero. Paso por la vida pensando en mí misma y en mis proyectos, frustrada por fracasos anteriores y preocupada por el mañana. Vivo en un mundo que niega tu soberanía pero yo no soy capaz de contrarrestar esa tendencia con una vida virtuosa. 

En verdad hay una gran diferencia entre lo que creo y a forma como me conduzco. Las acciones hablan más fuerte que las palabras, por lo que te pido que me concedas valor para pelear por tus principios con el rugido de un león y no con el maullido de un gatito. Deseo que mi vida diaria, en mi estado particular, se convierta en testimonio, ante las personas con las que me encuentro, de que Tú, Señor Jesús, eres mi faro, mi estrella de la mañana, mi amigo más amado y el Maestro a quien sirvo.

"Quien no toma mi cruz y me sigue no es digno de mí" (Mt 10, 39)
Tiemblo al leer esa frase, Jesús mío. Mis debilidades parecen tan enormes, tan fuerte mi deseo de hacer mi propia voluntad. Quizás lo que pasa es que yo intento que mi propio camino sea perfecto. Para seguirte debo imitar tu ejemplo. No hace falta que me construya un camino aparte del tuyo. No tengo porqué tomar esa carga sobre mis hombros. Jesús mío, 

¿quieres caminar a mi lado mientras yo débilmente hago camino sobre tus huellas?. ¿Tomarás mi mano en las tuyas y la sostendrás firme cuando trastabille y caiga?. ¿Me empujarás hacia delante cuando, como lo hago frecuentemente, me vuelva yo a mirar atrás?

Permíteme echar un vistazo al final del camino para no desanimarme antes de llegar. Concédeme que mis pies siempre sientan el calor de la sangre que gotea de tus heridas. Permite que tu Sangre preciosa, que se me da tan generosamente en la Eucaristía, revitalice todo mi ser y me conserve en el camino correcto, con la mirada siempre fija en Ti.

"No piensen que he venido a traer paz a la tierra. 
No he venido a traer paz, sino la espada" (Mt 10, 35).

Tú no viniste a causar rupturas, Jesús mío, pero el intento de pensar y actuar como Tú necesariamente implica negarse a sí mismo, perder amigos y, a veces, hasta la familia y el hogar. El mundo es como un imán que me hala aquí y allá. Cierto día Tú dijiste que sólo los violentos podrían arrebatar el reino. La guerra personal que se libra en mi alma únicamente puede ser ganada por la violencia del dominio de mí misma, por la amabilidad, la templanza y la bondad. Ayúdame a hacerme la guerra para que pueda llevar a otros la paz.

"No se preocupen por el mañana; el mañana se cuidará a sí mismo. 
A cada día le basta su propia lucha" (Mt 6, 34).

Jesús mío, concédeme la gracia de vivir siempre en el momento presente. Mi orgullo me impide confiar mi mañana a tu amorosa providencia. Tan inútil es la preocupación, y sin embargo mi alma se altera ante el frustrante ensayo de las penas y desencantos que constituirán mi porción en el futuro. ¡Qué cobarde de mi parte pensar que el Creador del universo no puede hacerse cargo de los problemas de mi vida!. Me falta confianza porque me falta amor. Mi amor está basado en motivos egoístas, pero yo, desgraciadamente, te atribuyo a Ti también ese tipo de amor. ¡Qué injusta soy con un Dios que es todo santidad y justicia!. 

Tu bondad rebasa cualquier concepto que yo tenga de generosidad, y sin embargo mi orgullo me hace crearme la ilusión de que la cotidianeidad de mi existencia está totalmente en mis manos. Perdona mi falta de esperanza, Jesús mío. Inspira en mi alma una confianza de niño en tu cuidado paternal y en tu guía. Pero sobre todo, hazme darme cuenta de tu amor por mí, para que pueda yo alegremente poner mi pasado en tus manos y no tenga que sentirme culpable de nuevo. Permite que coloque mi mañana bajo tu cuidado, para que entienda que nada me pasará que no sea un bien para mí.

¿Puede alguien comprar dos golondrinas por un centavo?. Y sin embargo no cae un cabello de tu cabeza sin que lo sepa tu Padre. Todos los cabellos de tu cabeza están contados. No hay porqué tener miedo. Ustedes valen más que cien golondrinas" (Mt 10, 29-31).

Mi Jesús, mi cabeza es demasiado pequeña para comprender tu amor por mí. En este pasaje me dices que yo valgo algo, que soy verdaderamente preciosa a tus ojos, que valgo más que cien golondrinas. Tu providencia es tan cuidadosa que cada cabello que me sacudo inconscientemente del hombro está ante tus ojos, y Tú llevas cuenta de ello, como si fuera un tesoro. 

Si eso es verdad de una cosa pasajera como el cabello, cuánto más tendrás cuidado de mi alma, la parte de mí que Tú creaste a tu imagen y semejanza. Tú puedes contar cada pena, pesar cada cruz, acojinar cada caída, tapar mis descalabros y limpiar la vereda para mis pisadas. 

Tú eres mi amado Señor: protector, misericordioso, atento, providente, gracioso y amable. Concédeme que mi alma siempre tenga abiertas sus facultades para recibir la luz de tu amor, el calor de tu bondad y la fuerza de tu gracia.

"Cualquiera que cumpla la voluntad de Dios, 
esa persona es mi hermana y mi madre" (Mc 3,35).

¡Todo parece tan simple, Señor mío!. Me refiero a eso de hacer tu voluntad. Ciertamente, si se trata de la recompensa de una relación familiar, comparada con la de una de servidumbre, vale la pena el esfuerzo. Pero ni siquiera este enorme beneficio me mueve a cumplir tu voluntad por sobre la mía. Siempre hallo alguna excusa, como si no conociera tu voluntad, pero siempre están ahí los mandamientos, que echan por tierra todos mis raciocinios. 

Por más que la Iglesia proclame fuerte y claro sus enseñanzas, dogmas y preceptos, una y otra vez me digo que la vida moderna obscurece tu voluntad. 

En un póstrer intento por escabullirme me digo que no conozco tu voluntad en las circunstancias de la vida cotidiana, aunque me has dado una conciencia que me sacude y se rebela cuando nuestras dos voluntades llegan a punto de ruptura. Debo confesar, mi Jesús, que no tengo excusa legítima para no cumplir tu voluntad. 

Mi orgullo me lleva a pensar que mi forma de ver las cosas es la mejor, que mi opinión es más razonable y mis planes más sabios. ¿Será mi necedad la razón por la que no me aniquilas por vivir en tal mentira?. Si mi momento presente es prueba clara de lo absurdo del orgullo, permite que mi futuro sea prueba de la veracidad de la humildad. Tu voluntad siempre es perfecta, siempre encaminada al bien, siempre abundante en su recompensa y siempre buena. Concédeme que mi alma descanse segura en esa santa voluntad. 


Que se desarrolle en mí la paz de los hijos de Dios, la libertad de quienes respiran en la voluntad de su Padre y exhalan el dulce aroma de la santidad.

"Amen a sus enemigos, hagan bien a los que os odian, bendigan a quienes os maldicen, oren por quienes os tratan mal" (Lc 6, 27).

¿Cómo puedo amar a alguien que me odia, Jesús?. ¿Cómo puedo amar sin ser amado?. ¿No está eso más allá de mi naturaleza?. ¿No me estás pidiendo más de lo que puedo dar?. Únicamente Dios es capaz de pedirme esas cosas, porque para amar a los que me ofenden necesito una cualidad que yo no tengo. Dame esa cualidad, amado Jesús, esa actitud. Permíteme ver la oportunidad de ser sobrenatural en situaciones en las que mi naturaleza se rebela y sólo pienso en vengarme, por odio y resentimiento. Deja que tu amabilidad me cubra como una túnica; tu paciencia rodee mi rebeldía como un escudo; tu amor atraviese la amargura de mi corazón y endulce mi espíritu.

"Y le trajeron a un sordo que no podía hablar y le pidieron que le impusiera las manos... Lo llevó aparte... puso su dedo dentro del oído de aquel hombre... y elevando la vista al cielo suspiró y dijo: 'éfeta', que quiere decir: 'ábrete' " (Mc 7, 31-35).

Jesús mío, yo tengo oídos, pero frecuentemente están cerrados a tus palabras, a tu voluntad. Abre mis oídos para escuchar el amor del Padre manifestado en todo lo que me rodea. Permite que lo alabe al sentir la brisa silenciosa que mueve las hojas de los álamos gigantes. Deja que oiga la enorme fuerza de su majestad en los relámpagos. Haz que escuche la inocencia en la voz del niño y la sabiduría en la voz agrietada del anciano. Mantén abiertos mis oídos a los buenos sonidos de la vida, y ciérralos al espíritu ruidoso del mundo, a las tentaciones del enemigo y al ruido de mi propia voz egoísta que exige cosas que no son parte de tu voluntad. Dime, Jesús mío: "Ábrete a la Palabra de mi Padre, dadora de vida; ábrete a las inspiraciones de mi Espíritu; ábrete al cambio, a la vida nueva".

"Cierto día, cuando Él estaba orando solo en la presencia de sus discípulos, les preguntó: 
¿Quién dice la gente que soy Yo?" (Lc 9, 18-19)

Mi Jesús, no sé si yo hubiera podido responder como Pedro: "Tú eres el Cristo". ¿Hubiera yo podido distinguir la divinidad en tu humanidad?. Yo sí creo, Jesús mío, pero no siempre mi vida da testimonio de esa fe. ¡Mi vida sería tan distinta si mi fe fuera más fuerte!. Yo desearía más ser como Tú en mi vida cotidiana. Estaría más decidido a cambiar esas cosas de mi personalidad que molestan al prójimo. Estaría siempre atento al Reino y vería las cosas de este mundo en la luz correcta.

 Estaría lleno de un gozo tan hondo que no podrían destruirlo ni el dolor ni las pruebas. Si mi fe habitara en mi corazón y en mi mente yo disfrutaría de una paz interior que no disminuiría a pesar de los sobresaltos. Dame fe de la que mueve las montañas de mi letargo, y celo para trabajar incansable por la difusión de la Buena Noticia que Tú nos trajiste. Permite que sea lo suficientemente valiente para decirle a todo el mundo: "Jesús es el Señor, el Hijo de Dios, el Salvador de la humanidad".

"Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; 
toquen y se les abrirá" (Mt. 7,7)
Mi Jesús, yo me desanimo mucho al hacer oración. Parece que entre más oro por algo, más se aleja eso de mí. No sé cómo pedir, tocar y buscar. No tengo perseverancia. No soy persistente. Mi fe es débil y siento como si Tú no me escucharas o, algo peor aún, no te importara. Estoy tan segura que lo que deseo es para mi bien que pierdo la confianza en tu sabiduría y me quejo por las oraciones sin respuesta. Ayúdame a darme cuenta que la oración perseverante y acompañada de un corazón amante y de una mente llena de fe siempre me darán confianza en tu cuidado por mí. 

Podré estar segura, sin duda alguna en mi corazón, que toda oración es respondida por Dios sapientísimo. Podré tener la certeza y la esperanza que estaré tranquila tanto en una respuesta de "no" como en una de "sí", porque tu amor me sigue y tu providencia me antecede. No importa qué me pueda pasar, Tú estarás ahí antes que yo llegue, listo para ir en mi auxilio, para consolarme y protegerme. Señor mío, ayúdame a orar sin cesar, a amar sin límite y a confiar sin duda.


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