“Las aves tienen nido y los zorros una guarida –le dijo a sus discípulos– pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58).
El comprender que el amor de Jesús compartió y sigue compartiendo nuestras penas y dolores, nos llena de una alegría “que ningún hombre puede quitarnos”. Nuestra alegría pascual constante está misteriosamente tejida y entretejida por la Cruz.
Usualmente, miramos a Jesús con
una actitud estereotipada.
Aceptamos fríamente con dureza de corazón sus
sufrimientos y su dolor.
De alguna manera pensamos, al menos inconscientemente,
que Él tenía que hacer lo que hizo y nos quitamos el peso de encima encogiendo
los hombros, sin la más mínima idea de lo asombroso que es el hecho de un Dios
sufriente.
No podemos comprender un amor que quiere experimentar nuestra
miseria. El único amor que entendemos es ese que da calor a nuestros corazones
y toca nuestras emociones. Preferimos sentir compasión o simpatía a sentir el
dolor concreto de aquél a quien amamos.
Podemos ver a alguien que sufre
de cáncer, pero nunca desearíamos sentir realmente cada uno de sus agudos y
crudos dolores. Solemos decir que preferiríamos sufrir antes que ver sufrir a
los que amamos, pero esto es generalmente una simple expresión de simpatía.
Nuestra meditación acerca de Sus
sufrimientos es superficial y distante. Simples expresiones de piedad si
tenemos algo de devoción o la mera aceptación del hecho histórico de que Él
vino, sufrió y murió.
Nos cuesta trabajo recordar esta
realidad durante la Cuaresma y rápidamente la olvidamos en Pascua. Con qué
alegría ponemos a un lado sus sufrimientos y sacamos los vestidos pascuales
como si nos estuviéramos sacando algo desagradable de encima y empezáramos algo
nuevo. Sí, la alegría de la Resurrección debe habitar siempre en nuestros
corazones y darnos aquella esperanza que no conoce tristeza.
Pero ¿acaso nos olvidamos de cuál
es el signo pascual que asegura aquella esperanza con una fuente inagotable de
alegría? “Mira mis manos y mis pies” fue lo que le dijo Jesús a Tomás. Su
cuerpo resucitado y glorioso aún portaba las heridas.
Pero estas heridas nos ofrecen un
gran consuelo, la mayor alegría y confirman nuestra esperanza. Estas heridas
nos abren el secreto de Su amor y nos otorgan una firme confianza en Su
misericordia. Nunca más podremos dudar de su amor por nosotros, ni reclamarle
por permitir que suframos injusticias en nuestras vidas, cuando Él nunca sufrió
este doloroso aguijón.
Antes de la Redención podríamos
haberle preguntado ¿Oh Dios, cómo sabes Tú lo que significa sufrir? ¿Estuviste
alguna vez hambriento o sediento? ¿Has tenido acaso noches llenas de miedos o
días de largas horas que soportar dolorosamente? ¿Alguna vez te has sentido
solo o rechazado? ¿Alguna vez te han tratado injustamente o has llorado acaso?
¿Acaso alguna vez el poderoso viento ha atravesado tus huesos y te ha hecho
temblar de frío? ¿Has necesitado alguna vez de un amigo, y al verlo llegar,
observar como te da la espalda?
Su respuesta a todas estas
preguntas hubiera sido “No”. Pero ahora ya no podemos fantasear mas porque su
amor ha respondido a preguntas nunca antes pronunciadas. Ha querido sentir lo
que nuestra naturaleza siente, soportar la debilidad y las limitaciones de
nuestra condición pecadora, cargar con nuestro yugo y temblar con el viento
frío.
“Las aves tienen nido y los
zorros una guarida –le dijo a sus discípulos– pero el Hijo del Hombre no tiene
donde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58). El comprender que el amor de Jesús
compartió y sigue compartiendo nuestras penas y dolores, nos llena de una
alegría “que ningún hombre puede quitarnos”. Nuestra alegría pascual constante
está misteriosamente tejida y entretejida por la Cruz.
El cristiano experimenta y vive
una paradoja. Siente alegría en el dolor, plenitud en el exilio, luz en la
oscuridad, paz en la turbación, consuelo en la sequedad, contento en el
sufrimiento y esperanza en la desolación.
El cristiano comprometido tiene la
habilidad de asumir el momento presente, mirarlo con la cabeza en alto,
encarnar el espíritu de Jesús en las mismas circunstancias y actuar conforme a
Él.
Es difícil pero Él nos dijo que lo sería, porque la felicidad que nos ha
prometido está más allá de esta vida. Se nos ha dado la oportunidad de ajustar
nuestras vidas a vivir para siempre con la Santidad misma. Veamos como se
asemejan nuestras vidas con la de Jesús, quizás sea más fácil cambiar nuestras
vidas según la suya.
En el Evangelio de San Mateo
vemos que Jesús había curado a dos endemoniados. Estos dos hombres habían sido
poseídos por unos demonios que le imploraban a Jesús que los deje entrar en una
piara de cerdos antes de enviarlos al infierno, su hogar eterno, y Jesús se lo
permitió.
Los dueños del ganado estaban tan asombrados que corrieron a la
ciudad a quejarse por la pérdida de sus cerdos, y entonces vemos una extraña
reacción en la gente, una reacción desconcertante que le causa a Jesús mucho
dolor. La Escritura nos dice que estos dos hombres que fueron sanados, eran
fieros y violentos y significaban una constante fuente de temor para el pueblo.
La reacción del pueblo ante tal curación debió haber sido de gratitud y de
amor.
Sin embargo leemos luego que “el pueblo entero se reunió para encontrarse
con Jesús y tan pronto lo vieron le pidieron que abandonara su región” (Mt 8,
34) Prefirieron unos chanchos que a Jesús, prefirieron mantener las cosas como
estaban a cambiarlas si ello les había de costar algo. Temían ver al Poder Divino
en acción. Eso hubiera significado renunciar a sus propias maneras y
prefirieron que Dios los dejara solos.
Hay muchas ocasiones en la vida
de un cristiano en las que sus actos de amor y sacrificio no son valorados,
como cuando uno trata de hacerle ver a un anciano que está en camino y cuando
aquellos que amamos nos hacen sentir no queridos. Cuando surgen estas ocasiones
el alma debería recordar el profundo dolor que debió haber sentido el Corazón
de Jesús al escuchar que lo echaban, se sintió tal como nosotros –dolido y
golpeado– pero quiere que unamos nuestro dolor al suyo y se lo ofrezcamos al
Padre por la salvación de las almas.
Los prisioneros también pueden
ser relacionados con este incidente en la vida de Jesús de un modo muy
especial. Estos dos hombres habían sido liberados de muchos demonios y estaban
listos para reincorporarse a la sociedad una vez más, habían pagado lo
suficiente por su indulgencia: habían sufrido humillaciones a su dignidad,
faltas de respeto y una total desesperación, sin embargo la alegría que
esperaban ver en la multitud no aparecía.
Nadie se impresionó por su
conversión, solo se quejaban por lo que había costado; los dos hombres
liberados por Jesús habían sido liberados de la violencia, de demonios llenos
de odio, y ¿no sucedía más bien que aquellos pobladores se encontraban bajo la
influencia de los silenciosos demonios de la avaricia, la ambición, la
auto-justificación y la autosuficiencia? No podemos imaginar el estado de cada
una de aquellas almas que le pidió a Jesús que dejara su ciudad. Es irónico ver
como aquellos que estaban tan visiblemente poseídos fueron liberados por el
poder de Jesús y aceptaron su amor, mientras que aquellos respetables
ciudadanos le rogaron al Dios de la Misericordia que los dejara solos.
¿Será que todos estamos en una
especie de prisión? ¿Será posible que aquellos que están en la cárcel hoy en
día, públicamente castigados por su violencia y sus crímenes, tengan la
oportunidad de cambiar y de volver a Jesús, de aceptar su amor y terminar siendo
más libres de corazón y alma que aquellos que están fuera de los muros de la
prisión?
El arrepentimiento puede hacer
que los rechazados sean agradables a Dios, mientras que el orgullo hace de los
que son aceptados por el mundo y sus patrones, rechazados por Dios.
Cuando
construimos muros de prejuicios, odio, orgullo, y autocompasión a nuestro
alrededor, nos encontramos ciertamente más encarcelados que cualquier
prisionero detrás de unas paredes de cemento y unas barras de acero. Hay muchos
prisioneros así, de por vida, que nunca han experimentado la libertad de los
hijos de Dios, solo el confort y la falsa protección de la oscuridad. El dolor
del cambio los asusta tanto que prefieren la autosuficiencia y la
autocomplacencia a la Palabra de Dios o al Poder Sanador de su Cruz.
Uno de los sufrimientos más
frustrantes que Jesús debió haber padecido fue el de la incomprensión,
incomprensión de aquellos que lo amaban y falta de aceptación por parte de las
autoridades. Un salvador sufriente no era aceptable para ninguno de ellos. Un
líder espiritual que gastara tiempo cambiando almas en vez de gobiernos no
tenía lugar en sus regímenes.
Él sabía lo que verdaderamente necesitaban para
entrar en el Reino de su Padre, pero ellos estaban interesados en el Reino de este
mundo –ellos lo llamaban una realidad viva– y él lo llamaba muerte. Ellos
creían que esta vida era la única, y Él les decía que era solo un exilio
mientras esperaban algo mayor. Él hablaba de los pobres como benditos, y les
decía que era mejor ganar la virtud a ganar el mundo entero, pero para ellos la
gloria mundana era demasiado como para dejarla por alguna realidad invisible.
Sus apóstoles eran lentos para
entender las más sencillas parábolas y generalmente le pedían que se las
explicase después que la multitud se había marchado. Él trataba tanto de traer
el Misterio del Amor del Padre al lenguaje de los niños, pero incluso éste
estaba fuera del alcance de sus discípulos, hombres destinados a predicar la
Buena Nueva a todo el mundo. Muchas veces los miraría asombrado para
preguntarles
“¿Aún no entienden?” (Mc 7, 18) Incluso sus milagros fueron
incomprendidos, su autoridad cuestionada y sus parientes lo vieron como un
hombre insano. Su discernimiento era cuestionado porque le permitía a una
pecadora tocarlo y su reputación puesta bajo sospecha porque comía con
pecadores. Cuando curaba en sábado, era un quebrantador de la ley y cuando
proclamaba al Amor como el mandamiento más importante, era considerado un
heterodoxo.
No debe existir ser humano que no
haya experimentado el dolor de la incomprensión en su vida, de alguna u otra
forma. Nuestras intenciones son rápidamente juzgadas y nuestra virtud llamada
hipocresía. Nuestras ideas son muy audaces y nuestra precaución es llamada
timidez. Los hijos acusan a sus padres de interferir en sus vidas cuando la
amorosa corrección los advierte del peligro.
Somos fanáticos extremistas si
Jesús es parte de nuestra vida diaria, pero cuando alguna tragedia nos golpea,
los amigos de Job nos enfrentan con nuestra falta de piedad y con la venganza
de Dios que nos debe haber alcanzado por algún resentimiento escondido que debe
estar oculto en nuestros corazones. Cuando somos compasivos con los pecadores
se nos llama imprudentes y cuando por un instante la ira nos envuelve se nos
acusa de no ser caritativos. La lista de incongruencias puede ser multiplicada
por cien y mientras mas tratamos de arreglarlas, más enredados quedamos, pero
siempre podemos mirar a Jesús y saber que Él entiende. Como Él, podemos hacer
la voluntad del Padre con la luz que tenemos y estar en paz. Sus sufrimientos
forman parte de nuestra redención, los nuestros forman parte de nuestra
santificación.
“En esto, se levantó una fuerte borrasca y las
olas irrumpían en la barca. Él estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal.” (Mc
4 37-38)
¡El Dios todopoderoso de cuyas
manos planetas y galaxias cayeron se hizo hombre y estaba cansado! Había
alcanzado un nivel de fatiga física tal que ni la lluvia, ni el viento, ni los
gritos de una tripulación que gritaba sujetándose asustada podían superar.
Estaba desecho, cada músculo, cada hueso, cada nervio habían alcanzado el
máximo de sus capacidades y solo dormir le devolvería aquellas energías tan
necesarias para que el cuerpo humano funcione bien.
Todos nos hemos sentido cansados,
cansados por el trabajo y muchas veces cansados del trabajo. Todos hemos
alcanzado un punto en el que hemos tenido que parar y descansar, y es en ese
momento en el que podemos relacionarnos con Jesús de una forma muy consciente.
Él y nosotros sabemos lo que significa estar exhaustos, podemos unir nuestras
fatigas con las suyas y ofrecérselas al Padre como un holocausto de amor y
obediencia. Nuestro trabajo, nuestra misión, y nuestro estado de vida,
realizados de acuerdo a Su Voluntad, hacen de nuestro cansancio cotidiano un
canal de gracia y fuerza. Se convierten en algo más que la consecuencia natural
del esfuerzo, se convierte en sacrificio de alabanza, en acto penitencial, en
holocausto personal de amor.
“Pasada como una hora, otro aseguraba: «Cierto
que éste también estaba con él, pues además es galileo». Le dijo Pedro: «
¡Hombre, no sé de qué hablas!» Y en aquél momento, estando aún hablando cantó
un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro…” (Lc 22, 59-61) Tenemos la
tendencia a prestarle atención a la negación de Pedro en este pasaje de la
Escritura, pero ¿nos hemos puesto a pensar en Jesús? Jesús había escuchado como
Pedro llamaba “amigo” a un perfecto desconocido y luego negaba a aquél que era
el único verdadero amigo que poseía: Jesús. El Corazón de Jesús estaba
indudablemente golpeado. Aquellos que lo arrestaron lo odiaban y aunque su
Corazón debió haber estado profundamente dolido, imaginen el amargo impacto de
dolor que sufrió cuando escuchaba con sus propios oídos el rechazo de un amigo.
Pedro era el hombre a quien Jesús
había amado mucho, dado mucho y de quien se había valido para llevar su mensaje
de amor al mundo. Y He aquí que lo oye negar a Aquél a quien habría de
representar en la tierra. ¿Puede alguno imaginar la profunda decepción y el
hondo dolor que se daba en el alma de Jesús? Quizás podemos, quizás todos los
seres humanos, en alguna o en otra ocasión.
Los padres son heridos por los
hijos quienes insolentemente rechazan su cariño, consejo, amor y protección.
También los hijos, cuyos corazones claman por amor, ven muchas veces a sus
padres ir tras cosas que perecen sin tener un poco de preocupación por aquellas
almas que Dios les ha confiado para que cuiden como padres. La amistad también
puede sufrir un golpe mortal cuando una de las partes consiente sospechas,
desconfianzas, celos o incomprensión. Sí, todos podemos de alguna forma
acercarnos al dolor del Corazón de Jesús mientras escuchaba a su amigo y
compañero negarlo conociéndolo. Unamos nuestro dolor al suyo y entreguémoslo al
Padre para la salvación de las almas, cuando experimentemos el rechazo de algún
ser amado.
“Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen:
«Demonio tiene». Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: «Ahí tienes
un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores.»” (Mt 11, 18-19) No
importa lo que Jesús hiciera. Las autoridades nunca estaban satisfechas. Envió
a su profeta Juan, un hombre de gran austeridad, frugal, ascético y exigente.
Su espíritu penitente azuzó sus conciencias y por eso lo condenaron. Jesús vino
con un espíritu que era bueno, gentil, compasivo y lo empezaron a etiquetar con
nombres de tal modo que apareciera pequeño y sin importancia.
Juan apeló a las noventa y nueve
y las llamó a la conversión, Jesús fue en busca de la oveja perdida. Ambos, de
cualquier modo, eran inaceptables. Algunos hombres desean el conocimiento para
poder especular, pero no palabras llenas de espíritu que atraviesen el corazón
y lo impulsen a cambiar.
No importaba lo que hiciera
Jesús, alguna falta podía encontrársele.
Cuando su ira se desató con los
vendedores en el templo, cuestionaron su autoridad para resolver tales asuntos
con sus propias manos, cuando su compasión se hizo misericordia con la
adultera, cuestionaron su valentía. De todos modos, él ya le había advertido a
sus apóstoles que la opinión de los hombres no le importaba (Jn 5, 41) Esto
vale también para nosotros porque hay momentos en los que nuestros mejores
actos y nuestras mejores intenciones son puestos en cuestión. Hay ocasiones en
las que nos inclinamos para agradar pero no obtenemos nada a cambio.
Cuando
esto sucede debemos mirar a Jesús y hacer lo que Él hizo: Él cumplió la
voluntad del Padre en cada momento sin importarle la reacción pública, Él
camino su senda en paz. Él había venido a salvar a los hombres, no a dirigir la
opinión pública, para Él era importante hacer lo que el Padre hizo y decir lo
que había escuchado del Padre. Era la imagen perfecta del Padre y esta imagen
le llevó tener a algunos en su contra y a ganarse otros a su causa. La elección
era suya, su voluntad era libre.
Les ofreció amor porque Él mismo era Amor,
pero su paz no dependía de su aceptación. Su amor era lo suficientemente
profundo como para continuar amándolos y poderoso para permanecer en paz cuando
se preferían a sí mismos y no a Él. Su amor cubría a todos, eran ellos los que
se apartaban del radio de su amor.
Vemos esto en el joven rico. Las
Escrituras nos dicen que éste corrió hacia Jesús y “se arrodillo delante de
Él”. Quería heredar la vida eterna y le preguntó a Jesús como hacerlo. Jesús le
respondió que guardara todos los mandamientos, pero el joven encontró aquello
sumamente fácil, ya se había hecho el hábito de guardar la ley, quería algo
más, su alma sabía de alguna forma que había algo mejor.
Entonces Jesús
“fijando en él su mirada, le amó” y el pasaje continúa pero luego llega la
decepción. El gran reto había sido lanzado: “Anda, cuanto tienes véndelo y
dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo, luego ven y sígueme.” (Mc
10, 17-22) Inmediatamente la grandeza del reto sacudió al joven como un trueno,
no esperaba una respuesta así para su pregunta, no estaba listo para el
sacrificio.
Jesús sabía lo que el joven rico
debía dejar pero también conocía la gloria y el premio que perdería por toda la
eternidad al dejar pasar la oportunidad de seguirlo. El joven pensó que tenía
mucho que dejar, no pensó que dejaba más de lo que poseía al no seguir a Jesús.
Sucede lo mismo con nosotros. Sabemos lo que causan las personas en sus almas
inmortales cuando insisten en buscar cosas pasajeras, cuando las vidas
disolutas están a la orden del día, cuando aparentemente no pueden romper con
una vida de pecado. Su excusa es que no pueden vencer sus debilidades, y así,
no entienden realmente lo que están dejando. ¡La paradoja está en que no pueden
dejar la miseria, pero son capaces de renunciar a la alegría eterna!
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