Pero es muy fácil responder que de nada sirve la
pureza del cuerpo si falta la integridad del alma.
Por lo que toca a la pureza del
cuerpo, puede suceder que una persona muy honorable venga a pedirnos que
mintamos para evitar, con nuestra mentira, que sea violada, en cuyo caso, sin
duda alguna, habría que mentir.
Pero es muy fácil responder que de nada sirve la pureza del
cuerpo si falta la integridad del alma. Pues si ésta cae, se arruina,
inevitablemente, la primera, aunque parezca que está intacta. La pureza no se
puede contar entre las cosas temporales como si se nos pudiera quitar a la
fuerza. Pues si el alma no se corrompe, con la mentira, para salvar la pureza
del cuerpo, éste seguirá inviolado si el alma se conserva incorruptible. Pues
si se le hace violencia al cuerpo, sin que preceda un apetito lascivo, no debe
llamarse violación, sino vejación.
Y aunque toda vejación es una
violación, no toda violación es deshonesta, sino la que ha sido procurada o
consentida por apetito lascivo. Pues cuanto es más excelente el alma que el cuerpo, tanto es
más criminal su corrupción. Y, por tanto, siempre se puede guardar la pureza
donde no puede haber ninguna corrupción que no sea voluntaria. Ciertamente, si
el seductor os invade el cuerpo, de modo que con ninguna fuerza contraria ni
con ninguna razón ni mentira se pudiese evitar, es necesario confesar que
ninguna libidinosidad ajena puede violar la pureza.
Por lo cual, como nadie duda que
el alma es mejor que el cuerpo, siempre se ha de preferir la integridad del
alma, que puede conservarse eternamente, a la integridad del cuerpo. ¿Y quién osaría decir que es íntegra
el alma del mentiroso? Pues, con razón, se define la libido como el apetito del
alma por el que preferimos los bienes temporales a los eternos.
Así pues, nadie
puede convencer que se puede mentir alguna vez, a no ser que pueda mostrar que,
con la mentira, se puede conseguir algún bien eterno. Pero como uno tanto se
aleja de la eternidad cuanto se aleja de la verdad, es un absurdo decir que,
alejándose de allí, puede llegar a algún bien.
Y, si hay algún bien eterno que
no abrace la verdad, no será ya verdadero, y tampoco será bueno, pues será
falsificado. Pues como
se ha de anteponer el alma al cuerpo, así también hay que poner delante la
verdad al alma, de modo que ésta no solo prefiera la verdad al cuerpo, sino
también más que a sí misma. Y así se hará más íntegra y casta cuanto más se
goce en la inmutabilidad de la verdad que en su mutabilidad.
Si,
pues, Lot, siendo tan justo, que incluso mereció tener por huéspedes a los
ángeles, ofreció sus hijas a la violación de los sodomitas, prefiriendo que se
violaran los cuerpos de las mujeres antes que los de los hombres , ¿con
cuánta mayor diligencia y constancia se ha de guardar la pureza del alma en la
verdad, pues con mayor razón se ha de preferir el alma al cuerpo, que el cuerpo
del varón al cuerpo de la mujer?
No se puede mentir para salvar a
otros, Tal vez alguien piense que se
puede mentir, en favor de otro, para conservarle la vida o para que no tropiece
en aquellas cosas que ama demasiado de manera que pueda llegar a comprender la
verdad eterna. En primer
lugar, no se entiende que no habría infamia que no tuviéramos que aceptar, en
las mismas condiciones, como ya hemos demostrado anteriormente, pero, además,
la autoridad de la misma doctrina se bloquearía y quedaría prácticamente muerta
si, con nuestra mentira, persuadimos a aquellos que intentamos atraer hacia
ella, que, a veces, se puede mentir.
Pues, como la doctrina de la salvación
consta de verdades que en parte se deben creer y en parte comprender, pero no
se puede llegar a las segundas si no se creen las primeras. ¿Cómo se puede
creer al que piensa que, a veces, se puede mentir, no vaya a suceder que
mienta, precisamente, cuando nos manda creer? ¿Cómo se puede saber si entonces
tendrá también alguna razón, como él piensa, para una mentira complaciente,
pues juzga que, aterrorizado con una falsa narración, se puede apartar a un
hombre de una acción libidinosa, y de este modo atraerle, mintiendo, a las
cosas espirituales?
Admitido y aprobado ese género de mentiras, toda la
doctrina de la fe cae por tierra, y, una vez arruinada, ni siquiera se puede
alcanzar la inteligencia con la cual se nutren los niños en la fe. Así, se
destruye toda la doctrina de la verdad si se cede desenfrenadamente a la
falsedad, cuando se abre un boquete para que entre la mentira, aunque sea la de
oficio.
Todo el que miente antepone los
intereses temporales, propios o ajenos, a la verdad. ¿Qué se puede hacer más perverso?
Pues, si con la ayuda de la mentira quiere hacer a alguien apto para entender
la verdad, le cierra su única entrada, pues queriendo convertirse en seguro,
cuando miente, se hace inseguro hasta cuando dice la verdad. Por consiguiente,
o no podemos creer a los buenos, o se debe creer a aquellos que dicen que, a
veces, se debe mentir, o no debemos creer que los buenos mientan nunca. De
estas tres cosas, lo primero es pernicioso, lo segundo sería necio, y, por
tanto, solo queda que los buenos nunca mientan.
Permitir un mal no es consentirlo
ni aprobarlo, aunque este problema ya está
considerado y tratado, desde estos dos puntos de vista, no es fácil dejarlo
sentenciado. Todavía
debemos escuchar a los que dicen que no hay ninguna acción tan mala que no se
deba cometer para evitar otra peor. Y a estas acciones humanas pertenecen no
solo las que se hacen, sino también las que se padecen con propio
consentimiento. Por tanto, si existe un motivo por el que el cristiano optase
por ofrecer incienso a los ídolos para evitar la violación con la que el tirano
le amenaza si no lo ofrece, parece que también es muy justo preguntar por qué
no se puede mentir para evitar tan gran vileza.
Pues el mismo consentimiento,
por el que se prefiere sufrir una vileza a ofrecer incienso a los ídolos, no se
puede entender como fruto de una pasión, sino como un mero hecho que para que
no ocurriera opta por ofrecer incienso a los ídolos. ¡Con cuánta mayor
facilidad elegiría la mentira si con ella pudiera alejar de su santo cuerpo
infamia tan inhumana!
En esas afirmaciones, con razón,
se pueden preguntar estas cuestiones: ¿este consentimiento ha de tomarse como
un hecho, o se trata de un consentimiento sin aprobación alguna? O estamos ante una aprobación al
decir: Conviene padecer esto antes que hacer aquello, y si es más correcto
ofrecer incienso que padecer una violación, y si sería mejor mentir que ofrecer
incienso a los ídolos si esa fuera la situación.
Si ese consentimiento se hubiera de dar por hecho, entonces
también serían homicidas los que prefirieron morir antes que dar falso
testimonio, y con el homicidio más grave que es el suicidio. Pues ¿por qué no
se dice que se suicidaron cuando optaron por sufrir la muerte para no hacer
aquello a lo que se les apremiaba? Pero, si se piensa que es más grave matar a
otro que suicidarse, ¿qué decir del mártir al que se propone, ante sus propios
ojos, si no quiere renegar de Cristo ni sacrificar a los demonios, no a cualquier
hombre, sino a su propio padre rogándole al hijo que no permita, con su
perseverancia, que le maten?¿Acaso no es manifiesto que si él permanece
fidelísimo en el testimonio de su fe, los únicos homicidas serían los que
matasen a su padre, pues nadie podría llamarle parricida?
Así pues, como éste
no sería partícipe de este crimen tan enorme, al preferir la muerte y aun la
impiedad de su padre, cuya alma padecería las penas eternas, que violar su fe
con un falso testimonio, del mismo, este su consentimiento no le haría
partícipe de tan gran crimen si él no quería hacer nada malo, aunque lo
hicieron los otros, precisamente, porque él no lo había hecho.
Pues ¿qué es lo que dicen esos perseguidores sino esto: Haz
el mal para que no lo hagamos nosotros? Pero aunque fuere verdad que si lo
hiciéramos nosotros, no lo harían ellos entonces, ni siquiera así deberíamos
apoyarles con nuestro crimen. Pero, cuando ya hacen, lo que tampoco nos dicen,
¿por qué vamos a ser cómplices y no dejarlos solos con sus torpezas y crímenes?
No se ha de llamar a eso consentimiento porque no aprobamos lo que hacen, pues
siempre deseamos, y, en cuanto nos es posible, les prohibimos que lo hagan, y
cuando lo han hecho no solo no lo aprobamos, sino que lo condenamos con la más
fuerte repulsa de que somos capaces.
Pero ¿cómo no va a llamarse
cómplice, dices, cuando ellos no harían esa acción si él mismo la hubiese
hecho? Por esta regla de
tres, también rompemos la puerta con los salteadores, ya que, si no la
cerráramos, ellos no la partirían. Y, así, también matamos a los hombres, con
los ladrones, cuando ocurre que sabemos lo que ellos van a hacer, porque si nos
adelantásemos y los matásemos, no matarían ellos a otros.
Y también cometemos
parricidio cuando alguien nos confiesa que va a cometerlo, si, aunque podamos,
no los matamos, antes de que él lo haga, cuando no podemos contenerle e impedir
el crimen de otro modo. Siempre se puede argumentar con las mismas palabras:
con él lo realizaste, porque él no hubiera hecho esto si tú hubieras hecho lo
otro.
Yo no quise hacer ningún mal, pero solo pude evitar lo que estaba en mi
poder.
Pero el otro mal ajeno que yo no
pude evitar con mi demanda no debí impedirlo con mi mala acción. No aprueba, pues, al que peca quien
no peca en su lugar, ni aprueba una cosa u otra quien no desea aceptar ninguna,
pues en lo que a él se refiere, lo que está en su poder no lo realiza, y lo que
se refiere al otro lo condena con toda su voluntad.
Y por eso, a los que
proponían aquella disyuntiva y decían: Si no ofrecéis incienso sufriréis esto,
si se les respondiese: Yo no acepto ni una cosa ni otra, puesto que detesto las
dos y ninguna os consiento. En estas palabras y otras semejantes, que,
ciertamente, si son sinceras, no habrá consentimiento ni aprobación alguna, y por
tanto a todo lo que uno sufriera de ellos se le consideraría como padecer
afrentas, y a ellos comisión de crímenes.
Y dirá alguno: ¿estará obligado alguno a exponerse a la
violación antes que ofrecer incienso? Si preguntas por lo que debe, no debe una
cosa ni otra. Pues, si digo que debe hacer una de estas cosas, aprobaría una de
ellas cuando repruebo las dos.
Pero si me preguntas cuál de las dos debería evitar, pues no
es posible evitar ambas, sino una de la dos, te respondería: debe evitar su
pecado siempre antes que el ajeno, e incluso su pecado leve antes que el ajeno
grave.
Así pues, mientras no lo estudie con más detalle, te concedo que es más
grave la violación que el ofrecer incienso, pero esta es una acción propia,
mientras la otra es ajena, aunque él mismo la padezca, y del que es la acción,
de ése es también el pecado. Pues, aunque sea más grave el homicidio que el
hurto, es peor hacer un robo que padecer un homicidio. Así, si se le propone a
uno que si no quiere hacer un robo se le matará, esto es, se cometerá con él un
homicidio, dado que no puede evitar las dos cosas, ha de evitar, más bien, su
pecado antes que el pecado ajeno. Y no por eso se le va a imputar lo que en él
se ha cometido porque lo pudiese evitar si quisiera cometer el suyo.
Todo el enredo de esta cuestión
lleva a esto: se pregunta si el pecado ajeno, aunque sea cometido en ti, se te
puede imputar a ti, que lo pudiste evitar con un pecado tuyo más leve y no lo
hiciste; y si se puede exceptuar la inmundicia corporal. Pues nadie dice que un hombre se hace
inmundo si le matan o le meten en la cárcel o le encadenan, o le flagelan, le
maltratan con diversos tormentos y torturas o le proscriben o le colman de
gravísimos daños hasta la suma pobreza, o le despojan de todos los honores o
sufre toda clase de ultrajes con todo tipo de afrentas.
Pues no hay nadie tan
loco que se atreva a llamarle inmundo a alguien cuando ha sufrido injustamente
todas estas cosas.
Pero, si se le baña en estiércol,
o si se le vierten o introducen cosas sucias por la boca o consiente acciones
afeminadas, todos le aborrecerán, y le llamarán corrompido e inmundo. Así pues, debemos concluir que nadie
debe evitar los pecados ajenos, cualesquiera que éstos sean, por medio de
pecados propios, exceptuados aquellos que hacen inmundo a aquel en quien se
cometen, y, ya se trate de sí mismo o más bien de otro cualquiera, ha de
sufrirlos y soportarlos con fortaleza.
Y si no los debe evitar con
ningún pecado suyo, tampoco deberá hacerlo por medio de la mentira. Pero aquellas cosas que cuando se
hacen en el hombre, le hacen a él inmundo, deberíamos evitarlas aun con
nuestros pecados, que por eso mismo no pueden llamase pecados, pues se hacen
precisamente para evitar la inmundicia.
Pues lo que así se hace de modo
que, si no se hiciese, se le reprocharía justamente, no es ningún acto
culpable. Por lo que
hemos de concluir que tampoco se puede llamar inmundicia a una acción que de
ninguna manera la podemos evitar. Entonces el que la sufre tiene también un
modo de obrar rectamente: que soporte pacientemente lo que no puede evitar.
Pues nadie que actúe rectamente se puede hacer inmundo por contagio corporal.
Porque ante Dios es inmundo todo
aquel que es inicuo, y todo limpio el que es justo, y aunque no lo sea ante los
hombres, lo es, ciertamente, ante Dios, que le juzga con verdad. Por tanto, ni al sufrir esas cosas,
cuando tiene la posibilidad de evitarlas, se hace inmundo por contagio, sino
por el pecado cometido porque no quiso evitarlas cuando pudo.
Pues nada de cuanto hiciera para
evitarlas sería pecado.
Por
tanto, el que hubiere mentido para evitar esas cosas, no peca.
¿Habrá que exceptuar todavía
alguna otra clase de mentiras por las que sea preferible padecer esas cosas
inmundas que cometer aquéllas? Si esto es así, ¿acaso lo que se haga para evitar esa inmundicia no es
pecado? A veces hay ciertas mentiras que es más grave el admitirlas que sufrir
esa opresión.
Pues si alguien fuese buscado
para cometer un estupro, y se pudiere ocultar con una mentira, ¿quién se
atrevería a decir que ni entonces se ha de mentir? Pero si con tal mentira pudiera
ocultarse pero de modo que dañase la fama de otro, por el mismo falso crimen de
inmundicia por el que se busca al primero, por ejemplo, si al que busca a tal
sujeto le nombramos a otro hombre casto y ajeno a toda especie de torpezas,
como si le dijéramos: Vete a éste, y él te procurará todo de modo que puedas
gozar más licenciosamente, pues ese conoce muy bien esas cosas y las ama. Así,
éste puede ser alejado de aquel que buscaba.
Pero no se puede violar la fama
del otro con una mentira, para que no sea violado el cuerpo del otro por la
libídine ajena. Y en
absoluto se puede mentir a favor de uno, con una mentira que dañe a otro, y
esto aunque el daño fuera más leve que el que había de padecer aquel a quien
podíamos salvar con nuestra mentira. Porque no se ha de quitar el pan a uno,
aunque esté más sano, para alimentar al más débil, sin su consentimiento, ni se
puede castigar con varas al inocente para que otro no sea asesinado.
Perfectamente puede hacerse si
así lo desean porque no se
les ofende cuando ellos lo quieren.
No se puede admitir la mentira en
materia religiosa, Todavía hay una gran cuestión, que es: si, con su
consentimiento, se puede manchar la fama del prójimo, con un falso crimen de
estupro, para evitar el estupro en el cuerpo ajeno. Y no veo que se encuentren
fácilmente razones de que sea más justo permitir que se manche la fama de otro
con un falso crimen de estupro, cuando el interesado lo consiente, que permitir
que sea violado el cuerpo de quien es forzado contra su consentimiento.
Pero si al que prefirió ofrecer
incienso a los ídolos a padecer prácticas afeminadas se le propusiese violar la
fama de Cristo con una mentira, para evitar esas cosas, sería muy poco cuerdo
si optara por hacer esto. Pero aún digo más: que sería un loco si para evitar sufrir la libido
ajena, para que no se hiciese en él lo que en nada consiente su propia
concupiscencia, falsificara el Evangelio de Cristo con alabanzas falsas, prefiriendo
evitar la corrupción ajena en su cuerpo que la corrupción doctrinal de la
santificación de las almas y los cuerpos.
Por tanto, se han de dejar por completo toda
clase de mentiras cuando se trata de la doctrina de la religión y de todos sus
enunciados, ya se enseñe, ya se aprenda. Y no se puede creer que se pueda encontrar causa alguna para
que en tales materias se pueda mentir, cuando ni siquiera para conseguir más
fácilmente la verdad es lícita la mentira.
Pues, rota o disminuida la
autoridad de la verdad, todo será un mar de dudas, pues si no se tiene fe en la
verdad no puede haber certeza alguna.
Y, aunque le sea lícito al que disputa o expone o predica las
cosas eternas, o al que narra o pregona las cosas temporales que pertenecen a
la edificación de la religión o atañen a la piedad, ocultar por un tiempo lo
que juzga que debe ocultar, nunca le es lícito mentir ni ocultar algo
mintiendo.
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