Cuando una persona es sincera consigo misma y con Dios, no es difícil que se reconozca como aquel siervo que no tenía con qué pagar. No solamente porque todo lo que es y tiene se lo debe a Dios, sino también porque han sido muchas las ofensas perdonadas. Sólo nos queda una salida:
acudir a la misericordia de Dios, para que haga con nosotros lo que hizo con aquel criado: compadecido de aquel siervo, le dejó libre y le perdonó la deuda.
«Entonces, acercándose Pedro, le preguntó: Señor ¿cuántas veces he de perdonar a
mi hermano, cuando pegue contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le respondió: No te digo
que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por eso el Reino de los
Cielos viene a ser semejante a un rey que quiso arreglar cuentas con sus
siervos. Puesto a hacer cuentas, le presentaron una que le debía diez mil
talentos. Como no podía pagar el señor mandó que fuese vendido él con su mujer y
sus hijos y todo lo que tenía, y así pagase. Entonces el servidor echándose a
sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré todo. El señor
compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda.
Al
salir aquel siervo, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios
y, agarrándole, lo ahogaba y le decía: págame lo que me debes. Su compañero,
echándose a sus pies, le suplicaba: Ten paciencia conmigo y te pagaré. Pero no
quiso, sino que fue y lo hizo meter en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Al
ver sus compañeros lo ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su
señor lo que había pasado.
Entonces su señor lo mandó llamar y le dijo:
Siervo malvado, yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No
debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la he tenido de ti? Y
su señor irritado, lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda.
Del mismo modo hará con vosotros mi Padre Celestial, si cada uno no perdona de
corazón a su hermano.»
(Mateo 18, 21-35)
. «Jesús, ¿cuántas veces
he de perdonar a mi hermano? ¿Tiene cupo la capacidad de perdonar? Sí, tiene
cupo: el mismo que la capacidad de amar. Si amo poco, tendré poca capacidad de
perdonar; si amo mucho, tendré mucha. Por eso, esta misma pregunta te la podría
haber hecho así: ¿cuánto he de amar a mi hermano? Tu respuesta es clara: «Amaos
los unos a los otros como Yo os he amado» (Juan 13,34), es decir, sin medida,
que simbólicamente expresas con la frase: «hasta setenta veces siete.»
En la parábola hay algo que no cuadra: el siervo que debía diez mil
talentos pide paciencia hasta que pueda devolver todo el dinero. Pero «el señor,
compadecido de aquel siervo, lo mandó soltar y le perdonó la deuda.» El siervo
pedía paciencia, pero Tú le perdonas todo lo que debía. Así te comportas conmigo
cuando me perdonas mis pecados sin más mérito por mi parte que confesarme y
cumplir una pequeña penitencia, en nada proporcional a lo que debería pagar por
mis culpas.
Si Tú, Jesús, te comportas así conmigo, ¿cómo voy a ser yo
capaz de pedir cuentas a nadie? Que tenga siempre presente tu reproche: «¿No
deblas tú también tener compasión de ti compañero, como yo la he tenido de ti?»
. «Te quejas de que no es comprensivo... -Yo tengo la certeza de
que hace lo posible por entenderte. Pero tú, ¿cuándo te esforzarás un poquito
por comprenderle?». (Surco.-759).
A veces siento que alguien no me
comprende: mis padres, un amigo o un compañero de trabajo. Y entonces respondo
con la indiferencia, o con detalles irritantes y palabras cortantes. Y no me
paro a pensar si la otra persona se estará esforzando por acercarse a mí, y tal
vez soy yo el que estoy cerrado.
Jesús, hoy me pides que sepa comprender
y disculpar al prójimo, pues es también una exigencia del amor. Además, cuanto
más intente comprender a los demás -poniéndome en su lugar-, más me comprenderán
ellos a mí.
«El Salvador crucificado, no pudiendo absolutamente excusar el
pecado de los que le habían puesto en la cruz, trata sin embargo de aminorar la
malicia, alegando su ignorancia.
Cuando no podamos nosotros excusar el pecado,
juzguémosle a lo menos digno de compasión, atribuyéndolo a la causa más
tolerante que pueda aplicársele, como lo es la ignorancia o la flaqueza» (San
Francisco de Sales).
Ayúdame, Jesús, a saber perdonar de corazón, es
decir, sin amargura; comprendiendo la situación del que me ha ofendido o creo
que me ha ofendido y, a lo mejor, sólo intentaba ayudarme.
Es muy posible, que en la convivencia de todos los días, alguien nos ofenda, que
se porte con nosotros de manera poco noble, que nos perjudique. Y esto, quizá de
manera habitual. Hasta siete veces he de perdonar? Es decir, ¿he de perdonar
siempre? Conocemos la respuesta del Señor a Pedro, y a nosotros: No te digo
hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Es decir, siempre.
Pide el Señor a quienes le siguen, a ti y a mí, una postura de perdón y
de disculpa ilimitados. A los suyos, el Señor les exige un corazón grande.
Quiere que le imitemos. Nuestro perdón ha de ser sincero, de corazón, como Dios
nos perdona a nosotros. Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos
a nuestros deudores. Perdón rápido, sin dejar que el rencor o la separación
corroan el corazón ni por un momento. Sin humillar a la otra parte, sin adoptar
gestos teatrales.
La mayoría de las veces bastará con sonreír, devolver
la conversación. Seguir al Señor de cerca es encontrar, en el perdonar con
prontitud, un camino de santidad.
El algún caso, nos puede
costar el perdón. En lo grande o en lo pequeño. El Señor lo sabe y nos anima a
recurrir a Él, que nos explicará cómo este perdón sin límite, compatible con la
defensa justa cuando sea necesaria, tiene su origen en la humildad.
Cuando una
persona es sincera consigo misma y con Dios, no es difícil que se reconozca como
aquel siervo que no tenía con qué pagar. No solamente porque todo lo que es y
tiene se lo debe a Dios, sino también porque han sido muchas las ofensas
perdonadas. Sólo nos queda una salida: acudir a la misericordia de Dios, para
que haga con nosotros lo que hizo con aquel criado: compadecido de aquel siervo,
le dejó libre y le perdonó la deuda.
La humildad de reconocer nuestras
muchas deudas para con Dios nos ayudará a perdonar y a disculpar a los demás,
que es muy poco en comparación con lo que nos ha perdonado el Señor.
La caridad ensancha el corazón para que quepan en él todos los
hombres, incluso a aquellos que no nos comprenden o no corresponden a nuestro
amor. Junto al Señor no nos sentiremos enemigos de nadie.
Junto a Él
aprenderemos a no juzgar las intenciones íntimas de las personas. Cometemos
muchos errores porque nos dejamos llevar por juicios o sospechas temerarias
porque la soberbia es como esos espejos curvos que deforman la verdadera
realidad de las cosas. Sólo quien es humilde es objetivo y capaz de comprender
las faltas de los demás y a perdonar.
La Virgen nos enseñará a perdonar
y a luchar por adquirir las virtudes que, en ocasiones, nos pueden parecer que
faltan a los demás.
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