La luz que hay en nosotros no brota de nuestro interior, sino de Jesucristo. Yo soy ?ha dicho Él- la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas (Juan 8, 12).
«Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no
seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis
perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida,
apretada, colmada, rebosante:
porque con la misma medida que midáis seréis
medidos.»
(Lucas 6, 36-38)
«Con La misma medida que midáis seréis
medidos.» Jesús, ¡qué norma de conducta tan práctica y esencial! Me he de
comportar con los demás como me gustaría ser tratado:
comprendiendo los fallos,
perdonando los errores, siendo generoso, servicial. Porque, entre otras cosas,
Tú me tratarás de la forma en que yo trate a los demás. En concreto, Tú me
tratarás según sea la grandeza de mi corazón: me darás todo el amor que tenga
capacidad de recibir; pero si no he sabido tratar a los demás con misericordia,
mi corazón será tan pequeño que no podrá recibir tampoco tu misericordia. Y no
por castigo tuyo, sino por mi propia incapacidad.
«Sed misericordiosos.»
¿Cómo me comporto ante las necesidades de los demás? ¿Me mueven a intentar
aportar lo que esté en mi mano, o me dejan indiferente pensando que, en el
fondo, es su problema? ¿Me doy cuenta de que mi trabajo o mi estudio bien hecho
es la forma habitual que tengo para colaborar con las necesidades de la sociedad
y de los que me rodean?
«No juzguéis; no condenéis. Perdona» Jesús, qué
fácil es criticar, murmurar, hablar mal de alguien, sin pensar en los motivos, o
las presiones, o la ignorancia, o la flaqueza, o el carácter, o muchos otros
elementos de juicio que no tengo y que sólo Tú conoces. Es muy fácil criticar,
pero es muy difícil evaluar los daños que podemos estar causando a una persona
con nuestras críticas. Y, a menudo, es imposible reparar a posteriori ese daño
que -tal vez injustamente- hemos causado. Sin caer en la ingenuidad de pensar
que «todo el mundo es bueno», he de tener como el prejuicio de disculpar, de
perdonar de corazón a los demás.
«No admitas un mal pensamiento
de nadie, aunque las palabras u obras del interesado den pie para juzgar así
razonablemente» (Camino.-442).
Jesús, Tú eres el que ha de juzgar a los
demás, no yo. Si pienso que alguien actúa mal y tengo la suficiente amistad con
él para que me escuche, puedo decirle a solas y con delicadeza aquello que me
parece un error. En caso de duda, puedo incluso consultar con discreción aquella
conducta con alguna persona de confianza, antes de hablar con el interesado.
Pero no debo permitir ni siquiera pensar mal de nadie, y mucho menos criticarle
o hablar mal de él delante de otros.
«Todo buen cristiano ha de ser más
pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede
salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y
si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola,
se salve» (San Ignacio de Loyola).
«Dad y se os dará.» Jesús, a veces soy
muy roñoso con mis cosas, con mi tiempo, con mis ambiciones. No sé dar, no sé
darme. Me doy cuenta de que esta actitud me empequeñece el corazón y, por eso,
me hace incapaz de recibir tus dones. En cambio, cuando soy generoso contigo y
con los demás, recibo más que lo poco que tenía para dar. «Echarán en vuestro
regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante.»
Jesús, Tú eres
más generoso que yo. Yo doy uno y Tú devuelves ciento. Que no quiera quedarme
con este uno: con mis planes, con mi futuro. Que sepa dejarlo todo en tus manos,
para lo que Tú quieras, para lo que haga falta.
Yo te quiero servir en medio de
mi vida corriente; quiero darte lo poco que tengo, por amor a Ti. No lo hago
para recibir, sino porque Tú me lo pides; pero sé muy bien que Tú siempre me
pagas con creces -ya en esta vida- todo lo que haga por Ti y por los demás.
La conciencia es la luz del alma, de lo más profundo del ser del hombre, y, si
se apaga, el hombre se queda a oscuras y puede cometer todos los atropellos
posibles contra sí mismo y contra los demás.
Jesús compara la función de
la conciencia a la del ojo en nuestra vida (Lucas 11, 34-35). Cuando el ojo está
sano se ven las cosas tal como son, sin deformaciones. Un ojo enfermo no ve o
deforma la realidad, engaña al propio sujeto, y la persona puede llegar a pensar
que los sucesos y las personas son como ella los ve con sus ojos enfermos.
La conciencia se puede deformar por no haber puesto los medios para
alcanzar la ciencia debida acerca de la fe, o bien por una mala voluntad
dominada por la soberbia, la sensualidad o la pereza. La Cuaresma es un tiempo
muy oportuno para pedirle al Señor que nos ayude a formarnos muy bien la
conciencia y para que examinemos si somos sinceros con nosotros mismos y en la
dirección espiritual.
La luz que hay en nosotros no brota de
nuestro interior, sino de Jesucristo. Yo soy ?ha dicho Él- la luz del mundo; el
que me sigue no anda en tinieblas (Juan 8, 12).
Su luz esclarece nuestras
conciencias: más aún, nos puede convertir en luz que ilumine la vida de los
demás: vosotros sois la luz del mundo (Mateo 5, 14). Lo haremos con nuestra
palabra y con nuestro comportamiento, para lo cual tenemos necesidad de
formarnos una conciencia recta y delicada, que entienda con facilidad la voz de
Dios en los asuntos de la vida cotidiana.
La ciencia moral debida y el
esfuerzo por vivir las virtudes cristianas (doctrina y vida) son los dos
aspectos esenciales para la formación de la conciencia. Nadie nos puede
sustituir ni podemos delegar esta grave responsabilidad.
Para
el caminante que verdaderamente desea llegar a su destino lo importante es tener
claro el camino. Agradece las señales claras, aunque alguna vez indiquen un
sendero un poco más estrecho y dificultoso, y huirá de los caminos que, aunque
sean anchos y cómodos de andar, no conducen a ninguna parte... o llevan a un
precipicio. Necesitamos luz y claridad para nosotros y para quienes están a
nuestro lado. Es muy grande nuestra responsabilidad.
El cristiano está
puesto por Dios como antorcha que ilumina a otros en su caminar hacia Dios.
Pidamos a Nuestra Señora que nos ayude a ser luz para los que nos rodean con
nuestra palabra y nuestro ejemplo.
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