En esta fase histórica de la victoria de Cristo se inscribe el anuncio y el inicio de la victoria final, la parusía, la segunda y definitiva venida de Cristo al final de la historia, venida hacia la cual está proyectada la vida del cristiano.
Nuestras catequesis sobre Dios, Creador de las cosas "visibles e invisibles", nos ha llevado a iluminar y vigorizar nuestra fe por lo que respecta a la verdad sobre el maligno o Satanás, no ciertamente querido por Dios, sumo Amor y Santidad, cuya Providencia sapiente y fuerte sabe conducir nuestra existencia a la victoria sobre el príncipe de las tinieblas.
Efectivamente, la fe de la Iglesia nos enseña que la potencia de Satanás no es infinita. El sólo es una criatura, potente en cuanto espíritu puro, pero siempre una criatura, con los límites de la criatura, subordinada al querer y al dominio de Dios.
Si Satanás obra en el mundo por su odio a Dios y su reino, ello es permitido por la Divina Providencia que con potencia y bondad ("fortiter et suaviter") dirige la historia del hombre y del mundo. Si la acción de Satanás ciertamente causa muchos daños -de naturaleza espiritual- e indirectamente de naturaleza también física a los individuos y a la sociedad, él no puede, sin embargo, anular la finalidad definitiva a la que tienden el hombre y toda la creación, el bien.
El no puede obstaculizar la edificación del reino de Dios en el cual se tendrá, al final, la plena actuación de la justicia y del amor del Padre hacia las criaturas eternamente "predestinadas" en el Hijo-Verbo, Jesucristo. Más aún, podemos decir con San Pablo que la obra del maligno concurre para el bien y sirve para edificar la gloria de los "elegidos" (Cfr. 2 Tim 2, 10).
Así toda la historia de la humanidad se puede considerar en función de la salvación total, en la cual está inscrita la victoria de Cristo sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11). "Al Señor tu Dios adorarás y a El sólo servirás" (Lc 4, 8), dice terminantemente Cristo a Satanás.
En un momento dramático de su ministerio, a quienes lo acusaban de manera descarada de expulsar los demonios porque estaba aliado de Belcebú, jefe de los demonios, Jesús responde aquellas palabras severas y confortantes a la vez :
"Todo reino en sí dividido será desolado y toda ciudad o casa en sí dividida no
subsistirá. Si Satanás arroja a Satanás, está dividido contra sí: ¿cómo, pues,
subsistirá su reino?. Mas si yo arrojo a los demonios con el poder del espíritu
de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios" (Mt 12, 25-26.
28). "Cuando un hombre fuerte bien armado guarda su palacio, seguros están sus
bienes; pero si llega uno más fuerte que él, le vencerá, le quitará las armas en
que confiaba y repartirá sus despojos"
(Lc 11, 21-22).
Esta es la gran certeza de la fe cristiana: "El príncipe de este
mundo ya está juzgado" (Jn 16, 11); "Y para esto apareció el Hijo de Dios, para
destruir las obras del diablo" (1 Jn 3, 8), como nos atestigua San Juan. Así,
pues, Cristo crucificado y resucitado se ha revelado como el "más fuerte" que ha
vencido "al hombre fuerte", el diablo, y lo ha destronado.
De la victoria de Cristo sobre el diablo participa la Iglesia: Cristo, en efecto, ha dado a sus discípulos el poder de arrojar los demonios (Cfr. Mt 10,1, y paral.; Mc 16, 17). La Iglesia ejercita tal poder victorioso mediante la fe en Cristo y la oración (Cfr. Mc 9, 29; Mt 17, 19 ss.), que en casos específicos puede asumir la forma de exorcismo.
También si es verdad que la historia terrena continúa desarrollándose bajo el influjo de "aquel espíritu que -como dice San Pablo- ahora actúa en los que son rebeldes" (Ef 2, 2), los creyentes saben que están llamados a luchar para el definitivo triunfo del bien: "No es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires" (Ef 6, 12).
La lucha, a medida que se avecina el final, se hace en cierto sentido siempre más violenta, como pone de relieve especialmente el Apocalipsis, el último libro del Nuevo Testamento (Cfr. Ap 12, 7-9). Pero precisamente este libro acentúa la certeza que nos es dada por toda la Revelación divina: es decir, que la lucha se concluirá con la definitiva victoria del bien. En aquella victoria, precontenida en el misterio pascual de Cristo, se cumplirá definitivamente el primer anuncio del Génesis, que con un término significativo es llamado proto-Evangelio, con el que Dios amonesta a la serpiente:
"Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer" (Gen 3, 15). En aquella fase definitiva, completando el misterio de su paterna Providencia, "liberará del poder de las tinieblas" a aquellos que eternamente ha "predestinado en Cristo" y les "transferirá al reino de su Hijo predilecto" (Cfr. Col 1, 13-14). Entonces el Hijo someterá al Padre también el universo, para que "sea Dios en todas las cosas" (1 Cor 15, 28).
Con ésta se concluyen las catequesis sobre Dios Creador de las "cosas visibles e invisibles", unidas en nuestro planteamiento con la verdad sobre la Divina Providencia. Aparece claro a los ojos del creyente que el misterio del comienzo del mundo y de la historia se une indisolublemente con el misterio del final, en el cual la finalidad de todo lo creado llega a su cumplimiento. El Credo, que une así orgánicamente tantas verdades, es verdaderamente la catedral armoniosa de la fe.
De manera progresiva y orgánica hemos podido admirar estupefactos el gran misterio de la inteligencia y del amor de Dios, en su acción creadora, hacia el cosmos, hacia el hombre, hacia el mundo de los espíritus puros. De tal acción hemos considerado la matriz trinitaria, su sapiente finalidad relacionada con la vida del hombre, verdadera "imagen de Dios", a su vez llamado a volver a encontrar plenamente su dignidad en la contemplación de la gloria de Dios.
Hemos
recibido luz sobre uno de los máximos problemas que inquietan al hombre e
invaden su búsqueda de la verdad: el problema del sufrimiento y del mal. En la
raíz no está una decisión errada o mala de Dios, sino su opción, y en cierto
modo su riesgo, de crearnos libres para tenernos como amigos. De la libertad ha
nacido también el mal. Pero Dios no se rinde, y con su sabiduría transcendente,
predestinándonos a ser sus hijos en Cristo, todo lo dirige con fortaleza y
suavidad, para que el bien no sea vencido por el mal.
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