El desprendimiento nace del amor a Cristo y, a la vez, hace posible que crezca y viva este amor. Dios no habita en un alma llena de baratijas. Por eso es necesaria una firme labor de vigilancia y limpieza interior. El desprendimiento necesario para seguir de cerca al Señor incluye, además de los bienes materiales, el desprendimiento de nosotros mismos: de la salud, de lo que piensan los demás de nosotros, de las ambiciones nobles, de los triunfos y los éxitos profesionales.
«Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y cada día
celebraba espléndidos banquetes. Un pobre, en cambio, llamado Lázaro, yacía
sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la
mesa del rico. Y hasta los perros acercándose le lamían sus llagas. Sucedió,
pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió
también el rico y fue sepultado.
Estando en el infierno, en medio de los
tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y
gritando, dijo: Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje
la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en
estas llamas. Contestó Abrahán: Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes
durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora, pues, aquí él es consolado y
tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros hay interpuesto
un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí a vosotros, no
pueden; ni pueden pasar de ahí a nosotros.»
(Lucas 16, 19-31)
Jesús, ¿por qué condenas al rico? «El rico fue condenado porque no ayudó al otro
hombre. Porque ni siquiera cayó en la cuenta de Lázaro (...) En ningún sitio
condena Cristo la mera posesión de bienes terrenos en cuanto tal. En cambio,
pronuncia palabras muy duras contra los que utilizan los bienes egoístamente,
sin fijarse en las necesidades de los demás» (Juan Pablo II).
La pobreza
cristiana no depende tanto de la cuantía de bienes que se tenga como de su
utilización. Y esto por dos motivos fundamentales: por desprendimiento y por
solidaridad. «No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mateo 6, 24). El avaro,
es decir, el que pone su corazón en la riqueza como si fuera un fin, en lugar de
tratarla como medio para vivir una vida más humana y más cristiana, pierde la
sensibilidad para valorar los bienes espirituales.
Jesús, me doy cuenta
de que si mi corazón se llena de avaricia, se vacía en la misma proporción del
fruto más precioso de la gracia: la caridad, es decir, el amor a Dios y a los
demás. Por eso he de vivir el desprendimiento de los bienes materiales: saber
prescindir de ellos, no crearme necesidades superfluas, no quejarme cuando me
falta lo necesario, etc.
Jesús, Tú condenas al rico no sólo por su
avaricia, sino también por su falta de solidaridad con el que tenía necesidad.
¿Me fijo en las necesidades de los demás? La solidaridad, como toda virtud,
tiene un orden: primero están las necesidades de los que me rodean,
especialmente las de mi familia; pero además, he de preocuparme de mi
vecindario, de mi ciudad, del mundo entero.
«Hace muchos años
-más de veinticinco- iba yo por un comedor de caridad, para pordioseros que no
tomaban al día más alimento que la comida que allí les daban. (...) Me llamó la
atención uno: ¡era propietario de una cuchara de peltre! La sacaba
cuidadosamente del bolsillo, con codicia, la miraba con fruición, y al terminar
de saborear su ración, volvía a mirar la cuchara con unos ojos que gritaban: ¡es
mía! (...) Efectivamente, ¡era suya! Un pobrecito miserable, que entre aquella
gente, compañera de desventura, se consideraba rico.
Conocía yo por
entonces a una señora, con título nobiliario, grande de España. (...) Residía en
una casa de abolengo, pero no gastaba para si misma ni dos pesetas al día. En
cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los
menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo género. A esta mujer no le
faltaban muchos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre,
muy mortificada, desprendida por completo de todo.
¿Me habéis entendido?
Nos basta además escuchar las palabras del Señor: «bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Si tú deseas alcanzar ese
espíritu, te aconsejo que contigo seas parco, y muy generoso con los demás;
evita los gastos superfluos por lujo, por veleidad, por vanidad, por
comodidad...; no te crees necesidades» (Amigos de Dios, 123).
El Señor desea que nos ocupemos de las cosas de la tierra, y las amemos
correctamente: Poseed y dominad la tierra (Génesis 1, 28). Pero una persona que
ame "desordenadamente" las cosas de la tierra no deja lugar en su alma para el
amor a Dios. Son incompatibles el "apegamiento" a los bienes y querer al Señor:
No podéis servir a Dios y a las riquezas (Mateo 6, 24). Las cosas pueden
convertirse en atadura que impida alcanzar a Cristo. Y si no llegamos hasta Él,
¿para qué sirve nuestra vida? Los bienes materiales son buenos porque son de
Dios, pero solamente somos administradores de esos bienes durante un tiempo, por
un plazo corto. Todo nos debe servir para amar a Dios –Creador y Padre- y a los
demás.
Si nos apegamos a las cosas, si no hacemos actos de
desprendimiento efectivo de los bienes, éstos se convierten en males. Un ídolo
ocupa entonces el lugar que sólo Dios debe ocupar.
El egoísmo y
aburguesamiento impiden ver las necesidades ajenas. Entonces, se trata a las
personas como cosas... como cosas sin valor. Con el ejercicio que hagamos de los
bienes, muchos o pocos, nos ganamos la vida eterna. Este es tiempo de merecer.
Siendo generosos, tratando a los demás como a hijos de Dios, somos felices aquí
en la tierra y más tarde en la otra vida.
El desasimiento de los bienes
ha de ser efectivo, que no se consigue sin sacrificio; natural, discreto y
positivo; es también interno, que afecta a los deseos; actual, porque requiere
examinarse con frecuencia; y finalmente alegre, porque tenemos los ojos puestos
en Cristo, bien incomparable, y porque no es una mera privación, sino riqueza
espiritual, dominio de las cosas y plenitud.
El desprendimiento
nace del amor a Cristo y, a la vez, hace posible que crezca y viva este amor.
Dios no habita en un alma llena de baratijas. Por eso es necesaria una firme
labor de vigilancia y limpieza interior. El desprendimiento necesario para
seguir de cerca al Señor incluye, además de los bienes materiales, el
desprendimiento de nosotros mismos: de la salud, de lo que piensan los demás de
nosotros, de las ambiciones nobles, de los triunfos y los éxitos profesionales.
Los cristianos deben poseer las cosas como si nada poseyesen (1
Corintios 7, 30). Nuestro corazón también para Dios, porque para Él ha sido
hecho, y sólo en Él colmará sus ansias de felicidad y de infinito. Todos los
amores limpios y nobles se ordenan y se alimentan en este gran Amor: Jesucristo
Señor Nuestro. ¡Corazón dulcísimo de María, guarda nuestro corazón y prepárale
un camino seguro!
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