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jueves, 8 de marzo de 2012

El desprendimiento nace del amor a Cristo.


El desprendimiento nace del amor a Cristo y, a la vez, hace posible que crezca y viva este amor. Dios no habita en un alma llena de baratijas. Por eso es necesaria una firme labor de vigilancia y limpieza interior. El desprendimiento necesario para  seguir de cerca al Señor incluye, además de los bienes materiales, el desprendimiento de nosotros mismos: de la salud, de lo que piensan los demás de nosotros, de las ambiciones nobles, de los triunfos y los éxitos profesionales. 

«Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y cada día celebraba espléndidos banquetes. Un pobre, en cambio, llamado Lázaro, yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros acercándose le lamían sus llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado. 

Estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo: Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en estas llamas. Contestó Abrahán: Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora, pues, aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros hay interpuesto un gran abismo, de modo que los que quieren atravesar de aquí a vosotros, no pueden; ni pueden pasar de ahí a nosotros.» 
(Lucas 16, 19-31) 

 Jesús, ¿por qué condenas al rico? «El rico fue condenado porque no ayudó al otro hombre. Porque ni siquiera cayó en la cuenta de Lázaro (...) En ningún sitio condena Cristo la mera posesión de bienes terrenos en cuanto tal. En cambio, pronuncia palabras muy duras contra los que utilizan los bienes egoístamente, sin fijarse en las necesidades de los demás» (Juan Pablo II). 

La pobreza cristiana no depende tanto de la cuantía de bienes que se tenga como de su utilización. Y esto por dos motivos fundamentales: por desprendimiento y por solidaridad. «No podéis servir a Dios y a las riquezas» (Mateo 6, 24). El avaro, es decir, el que pone su corazón en la riqueza como si fuera un fin, en lugar de tratarla como medio para vivir una vida más humana y más cristiana, pierde la sensibilidad para valorar los bienes espirituales. 

Jesús, me doy cuenta de que si mi corazón se llena de avaricia, se vacía en la misma proporción del fruto más precioso de la gracia: la caridad, es decir, el amor a Dios y a los demás. Por eso he de vivir el desprendimiento de los bienes materiales: saber prescindir de ellos, no crearme necesidades superfluas, no quejarme cuando me falta lo necesario, etc. 

Jesús, Tú condenas al rico no sólo por su avaricia, sino también por su falta de solidaridad con el que tenía necesidad. ¿Me fijo en las necesidades de los demás? La solidaridad, como toda virtud, tiene un orden: primero están las necesidades de los que me rodean, especialmente las de mi familia; pero además, he de preocuparme de mi vecindario, de mi ciudad, del mundo entero. 

 «Hace muchos años -más de veinticinco- iba yo por un comedor de caridad, para pordioseros que no tomaban al día más alimento que la comida que allí les daban. (...) Me llamó la atención uno: ¡era propietario de una cuchara de peltre! La sacaba cuidadosamente del bolsillo, con codicia, la miraba con fruición, y al terminar de saborear su ración, volvía a mirar la cuchara con unos ojos que gritaban: ¡es mía! (...) Efectivamente, ¡era suya! Un pobrecito miserable, que entre aquella gente, compañera de desventura, se consideraba rico.

Conocía yo por entonces a una señora, con título nobiliario, grande de España. (...) Residía en una casa de abolengo, pero no gastaba para si misma ni dos pesetas al día. En cambio, retribuía muy bien a su servicio, y el resto lo destinaba a ayudar a los menesterosos, pasando ella misma privaciones de todo género. A esta mujer no le faltaban muchos bienes que tantos ambicionan, pero ella era personalmente pobre, muy mortificada, desprendida por completo de todo. 

¿Me habéis entendido? Nos basta además escuchar las palabras del Señor: «bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Si tú deseas alcanzar ese espíritu, te aconsejo que contigo seas parco, y muy generoso con los demás; evita los gastos superfluos por lujo, por veleidad, por vanidad, por comodidad...; no te crees necesidades» (Amigos de Dios, 123). 



El Señor desea que nos ocupemos de las cosas de la tierra, y las amemos correctamente: Poseed y dominad la tierra (Génesis 1, 28). Pero una persona que ame "desordenadamente" las cosas de la tierra no deja lugar en su alma para el amor a Dios. Son incompatibles el "apegamiento" a los bienes y querer al Señor: No podéis servir a Dios y a las riquezas (Mateo 6, 24). Las cosas pueden convertirse en atadura que impida alcanzar a Cristo. Y si no llegamos hasta Él, ¿para qué sirve nuestra vida? Los bienes materiales son buenos porque son de Dios, pero solamente somos administradores de esos bienes durante un tiempo, por un plazo corto. Todo nos debe servir para amar a Dios –Creador y Padre- y a los demás.

Si nos apegamos a las cosas, si no hacemos actos de desprendimiento efectivo de los bienes, éstos se convierten en males. Un ídolo ocupa entonces el lugar que sólo Dios debe ocupar. 


 El egoísmo y aburguesamiento impiden ver las necesidades ajenas. Entonces, se trata a las personas como cosas... como cosas sin valor. Con el ejercicio que hagamos de los bienes, muchos o pocos, nos ganamos la vida eterna. Este es tiempo de merecer. Siendo generosos, tratando a los demás como a hijos de Dios, somos felices aquí en la tierra y más tarde en la otra vida. 

El desasimiento de los bienes ha de ser efectivo, que no se consigue sin sacrificio; natural, discreto y positivo; es también interno, que afecta a los deseos; actual, porque requiere examinarse con frecuencia; y finalmente alegre, porque tenemos los ojos puestos en Cristo, bien incomparable, y porque no es una mera privación, sino riqueza espiritual, dominio de las cosas y plenitud. 


 El desprendimiento nace del amor a Cristo y, a la vez, hace posible que crezca y viva este amor. Dios no habita en un alma llena de baratijas. Por eso es necesaria una firme labor de vigilancia y limpieza interior. El desprendimiento necesario para seguir de cerca al Señor incluye, además de los bienes materiales, el desprendimiento de nosotros mismos: de la salud, de lo que piensan los demás de nosotros, de las ambiciones nobles, de los triunfos y los éxitos profesionales. 

Los cristianos deben poseer las cosas como si nada poseyesen (1 Corintios 7, 30). Nuestro corazón también para Dios, porque para Él ha sido hecho, y sólo en Él colmará sus ansias de felicidad y de infinito. Todos los amores limpios y nobles se ordenan y se alimentan en este gran Amor: Jesucristo Señor Nuestro. ¡Corazón dulcísimo de María, guarda nuestro corazón y prepárale un camino seguro!

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