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martes, 20 de marzo de 2012

Hay una sola enfermedad mortal, un solo error funesto: conformarse con la derrota,


No podemos nunca “conformarnos” con deficiencias y flaquezas que nos separan de Dios y de los demás, excusándonos en que forman parte de nuestra manera de ser, en que ya hemos intentado combatirlos otras veces sin resultados positivos. 

«Después de esto había una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina, llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos. En éstos yacía una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos. 

Había allí un hombre que padecía una enfermedad desde hacía treinta y ocho años. Jesús, al verlo tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dijo: ¿Quieres ser curado? El enfermo le contestó: Señor; no tengo un hombre que me introduzca en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy desciende otro antes que yo. Le dijo Jesús: Levántate, toma tu camilla y anda. Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar Aquel día era sábado. 

Entonces dijeron los judíos al que había sido curado: Es sábado y no te es lícito llevar la camilla. Él les respondió: El que me ha curado es el que me dijo: Toma tu camilla y anda. Le interrogaron: ¿Quién es el hombre que te dijo: Toma tu camilla y anda? El que había sido curado no sabía quién era, pues Jesús se había apanado de la turba allí reunida.» 

(Juan 5, 1-16) 


 Jesús, ves a este hombre que lleva tanto tiempo paralítico -¡treinta y ocho años!- y te compadeces de él. «¿Quieres ser curado?», le preguntas. Jesús, también a mí me haces esta pregunta: ¿Quieres ser curado? ¿Quieres que te ayude a vencer este o aquel defecto? ¿Quieres que te dé alas para volar en la vida interior, es decir, gracia para que puedas amarme más?

Parece mentira, pero a veces no me interesa. No me interesa enterarme más; no me interesa comprometerme más; no me interesa que me ayudes tanto, no sea que se me complique la vida más de lo que ya la tengo.

«Señor, no tengo un hombre que me introduzca en la piscina». Cuánta gente podría decir lo mismo: Jesús, no tengo a nadie que me eche una mano, que me ayude en mis necesidades materiales o espirituales: nadie que me oriente; nadie que me dé un buen consejo; nadie que me apoye cuando lo estoy pasando mal. ¿Puede quejarse así alguien de los que están a mi alrededor?

Jesús, si quiero parecerme a Ti, tengo que abrir bien los ojos, para que nadie de los que me rodean pueda quedarse sin mi cariño, sin mi ayuda, sin mi palabra de cristiano.


 «Hay una sola enfermedad mortal, un solo error funesto: conformarse con la derrota, no saber luchar con espíritu de hijos de Dios. Si falta ese esfuerzo personal, el alma se paraliza y yace sola, incapaz de dar frutos... -Con esa cobardía, obliga la criatura al Señor a pronunciar las palabras que Él oyó del paralítico, en la piscina probática: «hominem non habeo!»- ¡no tengo hombre! -¡Qué vergüenza si Jesús no encontrara en ti el hombre, la mujer; que espera!» (Forja.- 168).

Jesús, Tú también me necesitas para meterte en la vida de muchos. Has querido que sean tus apóstoles de cada tiempo los que siembren, con su ejemplo y con su palabra, la doctrina del Evangelio. Y para ello «necesitas» mi santidad. «La manera de enseñar algo con autoridad es practicarlo antes de enseñarlo, ya que la enseñanza pierde toda garantía cuando la conciencia contradice las palabras» (San Gregorio Magno).

No puedo quedarme parado, paralítico, con una vida interior raquítica, incapaz de dar fruto. No quiero que me digas: «No tengo a nadie que me ayude». Te tengo que ayudar. Y para eso, no puedo conformarme con la derrota, sino que he de saber luchar con espíritu de hijo de Dios, con esfuerzo personal.

Jesús, ayúdame una vez y siempre a levantarme de mis derrotas, a volver a luchar. Tú me necesitas vibrante, apostólico, lleno de fuerza espiritual. Es muy cómodo quedarse ahí tirado, sin querer moverse, ni levantarse, ni seguirte. Pero hoy, te acercas de nuevo aun y me vuelves a preguntar: «¿Quieres ser curado?» Que te diga -con obras, con esfuerzo personal- siempre que sí, de modo que me contestes, como al paralítico: «levántate, toma tu camilla y anda.»



No podemos nunca “conformarnos” con deficiencias y flaquezas que nos separan de Dios y de los demás, excusándonos en que forman parte de nuestra manera de ser, en que ya hemos intentado combatirlos otras veces sin resultados positivos.

La Cuaresma nos mueve precisamente a mejorar en nuestras disposiciones interiores mediante la conversión del corazón a Dios y las obras de penitencia que preparan nuestra alma para recibir las gracias que el Señor quiere darnos.

El Señor siempre está dispuesto a ayudarnos, sólo nos pide nuestra perseverancia para luchar y recomenzar cuantas veces sea necesario, sabiendo que en la lucha está el amor. Nuestro amor a Cristo se manifestará en el esfuerzo por arrancar el defecto dominante o alcanzar aquella virtud que se presenta difícil adquirir, y en la paciencia que hemos de tener en la lucha interior.


 Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que con nuestro interés agradamos a Dios. La adquisición de una virtud no se logra con esfuerzos esporádicos, sino con la continuidad en la lucha, la constancia de intentarlo cada día, cada semana, ayudados por la gracia.

El alma de la constancia es el amor; sólo por amor se puede ser paciente (SANTO TOMÁS, Suma Teológica) y luchar, sin aceptar los defectos y los fallos como algo inevitable.

En nuestro caminar hacia el Señor sufriremos derrotas; muchas de ellas no tendrán importancia; otras sí, pero el desagravio y la contrición nos acercarán todavía más a Dios. Este dolor es el pesar de no estar devolviendo tanto amor como el Señor se merece, el dolor de estar devolviendo mal por bien a quien tanto nos quiere.


Además de ser pacientes con nosotros mismos hemos de serlo con quienes tratamos con más frecuencia, sobre todo si tenemos obligación de ayudarles en su formación, o una enfermedad. Hemos de contar con los defectos de quienes nos rodean.

La comprensión y fortaleza nos ayudarán a tener calma, sin dejar de corregir cuando sea oportuno y en el momento indicado. La impaciencia hace difícil la convivencia, y también vuelve ineficaz la posible ayuda y la corrección. Debemos ser especialmente constantes y pacientes en el apostolado. Las personas necesitan tiempo y Dios tiene paciencia: en todo momento da su gracia, perdona y anima a seguir adelante. Con nosotros ha tenido esta paciencia sin límites.

Pidamos a Nuestra Madre paciencia para nosotros mismos y para los que nos rodean. 

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