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lunes, 31 de octubre de 2011

Un documento vaticano sobre la demonología




Para instrucción de los teólogos modernos, reproducimos el pensamiento
de uno de los teólogos más antiguos, san Ireneo. Lo transcribimos de la
revista Il segno del soprannaturale, septiembre de 1989, firmado con las
siglas ALPE, que encubren a un gran estudioso.

Ireneo, nacido en torno al año 140 en Asia Menor, obispo de Lyon,
fue el fundador de la Iglesia en la Galia (Francia); murió en torno al 202,
quizá mártir. Su obra fundamental es su libro Adversus haereses (Contra
los herejes), en el que rechaza en bloque las tesis de los herejes gnósticos,
que describían el mundo como generado por un creador malvado. El
verdadero creador es el Logos, es decir, el Verbo del Dios bueno. Los
ángeles son parte del cosmos creado por Dios; y el diablo, como los demás
ángeles, es también un ángel creado bueno, criatura inherente y
eternamente inferior y subordinada a Dios; pero «cometió apostasia» y, por
tanto, fue arrojado del cielo. Por eso Satanás es el apóstata por
antonomasia, y también el engañador del universo, que «quiere engañar
nuestras mentes, ofuscar nuestros corazones y tratar de persuadirnos de
adorarlo a él en vez de al verdadero Dios».

Pero sus poderes sobre nosotros son limitados porque no es más que
un usurpador de la autoridad, que legítima y fundamentalmente pertenece
a Dios; y «no puede obligar a pecar».

Ireneo afirma que Satanás perdió la gracia angélica porque sintió
envidia de Dios, deseando «ser adorado como Él»; y sintió también envidia
del hombre, como imagen creada a semejanza de Dios. Nosotros somos el
objeto de su envidia. Por eso entró en el edén con el corazón corrompido
por el deseo de llevar a la ruina a nuestros progenitores. Ireneo es el primer
teólogo cristiano que elabora y desarrolla consiguientemente una teología
del pecado original: Dios creó a Adán y Eva y los puso en el paraíso para
que vivieran felices, en estrecha relación con él. Pero Satanás, conociendo
su debilidad, entró en el jardín y, asumiendo el aspecto de una serpiente,
los tentó.

La maldad de Satanás habría podido quedar sin efecto si Dios no
hubiese concedido a la humanidad la libertad de elegir entre el bien y el
mal. Satanás «no obligó» al primer hombre y a la primera mujer a pecar;
«lo eligieron libremente ellos, porque Dios los creó precisamente
concediéndoles el máximo don, el libre albedrío. Satanás es el único, pero
también el verdadero y tenaz tentador porque envidia el estado original de
los progenitores».

Por eso todos los seres humanos participamos del pecado de Adán y
Eva. En aquel momento nos convertimos en esclavos del demonio y, peor
aún, impotentes para liberarnos de él, desprovistos de nuestra libre elección.
Sujetos a Satanás, hemos distorsionado la imagen y semejanza divina,
condenándonos así a muerte. Se infringió la felicidad del edén. Dado que
dimos la espalda a Dios por nuestra libre voluntad, nos pusimos en manos
de Satanás; por lo tanto, es justo que Satanás nos haya tenido en su poder
hasta que fuimos redimidos. «Desde el punto de vista de la justicia, en
sentido estricto, Dios habría podido dejarnos en manos de Satanás para
siempre; pero su misericordia le hizo enviarnos a su Hijo para salvarnos.»
La obra salvadora de Cristo comienza con las tentaciones de Satanás contra
el segundo Adán por parte del diablo, a modo de «recapitulación» de la
tentación del primer Adán. Pero esta vez el diablo fracasa y resulta
irreparablemente derrotado por Cristo. La tradición cristiana ofrece tres
interpretaciones principales sobre la obra salvadora de la pasión de Cristo.
a) La primera interpretación quiere que la naturaleza humana haya
sido santificada, ennoblecida, transformada y salvada por Cristo al hacerse
hombre.

b) La segunda: Cristo fue un sacrificio ofrecido a Dios para
reconciliarlo con el hombre.

c) La tercera, la teoría de la redención, de la que Ireneo fue el primer
y decidido partidario, se funda en las siguientes bases: «Puesto que Satanás
tenía legítimamente aprisionada a la raza humana, Dios se ofreció para
rescatar consigo mismo nuestra libertad; el precio sólo podía pagarlo él;
sólo Dios podía someterse libremente; a nadie más le habría sido posible
una elección libre, porque el pecado original nos había privado a todos de
nuestra libertad. Dios Padre nos entregó a su hijo Jesús para liberarnos a
nosotros, rehenes del demonio. Los sufrimientos de Cristo detuvieron al
diablo, liberándonos de la muerte y la condenación.»

La teoría del sacrificio, la principal teoría alternativa de los tiempos
de Ireneo, sostenía que Cristo, hombre y Dios a la vez, había asumido en sí
mismo todos los pecados de la humanidad y, entregándose a la muerte por
su libre voluntad, había ofrecido a Dios una recompensa adecuada. La
teoría del rescate, por más que sea expresada a veces de un modo rústico,
reflejaba el énfasis que los padres apostólicos ponían en la batalla cósmica
entre Cristo y Satanás, y en conjunto respondía bastante bien a los

moderados supuestos dualistas del cristianismo de los orígenes. Ireneo
concibe a Cristo como el segundo Adán, que rompió las cadenas de la
muerte que nos había impuesto la debilidad del primer Adán. El concepto
de recapitulación (Cristo, el segundo Hombre, anula el daño hecho por el
primer hombre) estaba en el centro de la cristologia de Ireneo.
«Satanás, aunque derrotado por Cristo, no deja de obstaculizar la
salvación con todas sus energías. Alienta el paganismo, la idolatría, la
brujería, la impiedad y especialmente la herejía y la apostasia. Los herejes
y los cismáticos, que no siguen a la verdadera Iglesia de Cristo, son
miembros del ejército de Satanás, son sus agentes en la guerra cósmica
contra Cristo.»

Ireneo sostiene que Cristo es la defensa de los cristianos contra el
diablo. El diablo huye cuando se rezan las oraciones cristianas y se
pronuncia el nombre de Cristo. Sin embargo, la batalla no ha concluido en
absoluto, porque los demonios seguirán poniendo a prueba a los
bautizados, con el permiso del Creador, «ya sea para castigarles por sus
pecados, ya sea para mejor purificarles, ya sea para adiestrarles en la
caridad fraterna» de mutuo sustento en las necesidades espirituales, con el
recíproco consuelo y tolerancia; pero sobre todo para mantenerles siempre
«vigilantes y fuertes en la fe».

Un documento vaticano sobre la demonología

No se crea que soy el único que se ha dado cuenta de las tonterías
formuladas por ciertos teólogos. Parece que muchos de ellos han asumido
como a un nuevo padre de la Iglesia a Rudolf Bultmann, que, entre otras
cosas, ha escrito: «No es posible servirse de la luz eléctrica y de la radio, o
recurrir en caso de enfermedad a los modernos descubrimientos médicos y
clínicos, y al mismo tiempo creer en el mundo de los espíritus y los
milagros que nos propone el Nuevo Testamento» (Nuovo Testamento e Mitologia,
Queriniana, 1969, p. 110). Asumir el progreso técnico como
prueba indiscutible de que la palabra de Dios queda sustituida, no es más
que un disparate. Pero muchos teólogos y biblistas creen que no están «al
día» si no siguen esas directrices. En el citado libro de Lehmann aparece
una interesante estadística sobre los teólogos católicos: dos tercios de ellos
aceptan en teoría los datos tradicionales sobre el demonio, pero los
rechazan cuando son aplicados en la práctica pastoral; es decir, no quieren
oponerse frontalmente a la Iglesia, pero en la práctica no aceptan sus
enseñanzas (p. 115). También resulta interesante otra observación
estadística: los teólogos católicos demuestran un conocimiento demasiado
superficial de la posesión diabólica y los exorcismos (p. 27). Es lo que yo
he dicho.

Plenamente consciente de esta situación, la Congregación para la
Doctrina de la Fe encargó a un experto estudiar el asunto y promulgó un
documento que fue publicado en L'Osservatore Romano el 26 de junio de
1975 con el título «Fe cristiana y demonología»; ese estudio fue luego
incluido entre los documentos oficiales de la Santa Sede (Enchiridion
Vaticanum, vol. V, núm. 38). Reproducimos algunos pasajes del mismo. Su
principal objetivo es instruir a los fieles y particularmente a los teólogos
estrambóticos que soslayan la existencia de Satanás en sus estudios y
enseñanzas, mientras que Cristo «bajó del cielo y se encarnó para destruir
la obra del demonio» (1 Jn. 3, 5). Eliminando la existencia del demonio,
anulamos la redención; quien no cree en el demonio, no cree en el
Evangelio.

«En el correr de los siglos la Iglesia siempre ha reprobado las
diversas formas de superstición, la preocupación obsesiva por Satanás y los
demonios, así como los diferentes tipos de culto y de morboso apego a
estos espíritus. Por eso sería injusto afirmar que el cristianismo, olvidado
del señorío universal de Cristo, haya hecho de Satanás el tema preferido de
su predicación, transformando la buena nueva del Señor resucitado en un
mensaje de terror [...] Pero, en realidad, sería un error funesto comportarse
como si, considerando la historia ya resuelta, la redención hubiera surtido
todos sus efectos, de modo que ya no sea necesario comprometerse en la
lucha de la que hablan el Nuevo Testamento y los maestros de la vida
espiritual [...].

»Pero más a menudo esta existencia [de Satanás] es abiertamente
puesta en duda. Algunos críticos, estimando que pueden identificar la
posición propia de Jesús, pretenden que ninguna palabra suya garantizaría
la realidad del mundo demoníaco, mientras que la afirmación de su
existencia reflejaría más bien, allí donde se formula, las ideas de escritos
judaicos, o bien dependería de tradiciones neotestamentarias y no de Cristo;
puesto que tal afirmación no formaría parte del mensaje evangélico central,
hoy ya no comprometería nuestra fe y seríamos libres de abandonarla.
»Otros, más objetivos y más radicales, aceptan las aseveraciones de
las Sagradas Escrituras sobre los demonios en su sentido obvio; pero
inmediatamente añaden que, en el mundo de hoy, no serían aceptables ni
siquiera para los cristianos. También ellos, por lo tanto, las eliminan. Para
algunos, finalmente, la idea de Satanás, cualquiera que sea su origen, ya no
tendría importancia y, al demorarse en justificarla, nuestra enseñanza
perdería crédito y haría sombra al razonamiento sobre Dios, que es el único
que merece nuestro interés.

»Para unos y otros, para terminar, los nombres de Satanás y del
diablo no serían más que personificaciones míticas y funcionales, cuyo
significado sería solamente el de subrayar dramáticamente el influjo del
mal y el pecado sobre la humanidad. Puro lenguaje, por tanto, que nuestra

época debería descifrar para encontrar un modo distinto de inculcar a los
cristianos el deber de luchar contra todas las fuerzas del mal en el mundo.
»Estas tomas de posición, reiteradas, en las que se hace alarde de
erudición y son difundidas por revistas y por ciertos diccionarios
teológicos, no pueden dejar de turbar los espíritus: los fieles, habituados a
tomar en serio las advertencias de Cristo y de los escritos apostólicos,
tienen la impresión de que razonamientos de esa clase pretenden imprimir,
en este campo, una inflexión sobre la opinión pública, y aquellos que
poseen algún conocimiento de las ciencias bíblicas y religiosas se preguntan
adónde llevará el proceso de desmitificación emprendido en nombre
de una cierta hermenéutica [...].

»También las principales curaciones de poseídos fueron realizadas
por Cristo en momentos que resultaban decisivos en los episodios de su
ministerio. Sus exorcismos planteaban y orientaban el problema de su
misión y su persona, como lo demuestran de manera suficiente las
reacciones que suscitaron. Sin poner nunca a Satanás en el centro de su
Evangelio, Jesús habló de él, si bien sólo en momentos evidentemente
cruciales y con declaraciones importantes.
»Ante todo dio comienzo a su ministerio público aceptando que
había sido tentado por el diablo en el desierto: el relato de Marcos es tan
decisivo precisamente por su sobriedad, como el de Mateo y Lucas. Él nos
puso en guardia contra ese adversario en el sermón de la montaña y en la
plegaria que enseñó a los suyos, el Padrenuestro, como admiten hoy
muchos exégetas, apoyándose en el testimonio de numerosas liturgias. El
Apocalipsis es sobre todo el grandioso fresco en que resplandece la
potencia de Cristo resucitado en los testimonios de su Evangelio: el
Apocalipsis proclama el triunfo del Cordero sacrificado, pero nos
engañaríamos por completo sobre la naturaleza de dicha victoria si no se
viera en ella el término de una larga lucha en la que intervienen, mediante
las potencias humanas que disputan, Jesús, Satanás y sus ángeles, distintos
los unos de los otros, pero también agentes históricos suyos. En efecto, es
el Apocalipsis el que, subrayando el enigma de los distintos nombres y
símbolos de Satanás contenidos en las Sagradas Escrituras, desenmascara
definitivamente su identidad. Su acción se desarrolla a lo largo de todos los
siglos de la historia humana, bajo los ojos de Dios. Evidentemente la
mayoría de los santos padres, que abandonaron con Orígenes la idea de un
pecado carnal de los ángeles caídos, vieron en su orgullo —es decir, en el
deseo de elevarse por encima de su condición, de afirmar su independencia,
de querer creerse Dios— el detonante de su caída; pero, junto con este
orgullo, muchos subrayaron también su maldad en relación con el hombre.
Según san Ireneo, la apostasia del diablo comenzó cuando sintió celos de la
creación del hombre y trató de que se rebelara contra su autor. Según
Tertuliano, Satanás, para oponerse al plan del Señor, plagió en los misterios

paganos los sacramentos instituidos por Cristo. En la enseñanza patrística
resonaron, pues, de manera esencialmente fiel, la doctrina y las
orientaciones del Nuevo Testamento.»

UNA PASTORAL POR RECONSTRUIR

«Y estas señales acompañarán a los que creen: en mi nombre
expulsarán demonios»: esta simple afirmación de Cristo, que leemos al
final del Evangelio de Marcos, bastó para una completa pastoral de
liberación en los primeros siglos cristianos. Cada cristiano era exorcista, o
sea que tenía este poder, basado en la fe y en la fuerza del nombre de Jesús.
Nos han dejado testimonio de ello Justino, Tertuliano y Orígenes. Después
comenzaron a multiplicarse las fórmulas de exorcismo y las recopilaciones
de tales fórmulas. Entretanto las autoridades eclesiásticas comenzaron
también a regular el exorcistado (orden de exorcista que era la tercera de
las menores), reservando las formas más graves a personas cualificadas, y
multiplicando los sacramentales, a disposición de todos, para las formas
menos graves.

Pero hasta el siglo XVII, incluso cuando el exorcismo más grave
estaba reservado a los obispos o a los sacerdotes delegados por ellos (como
la disciplina actual), cada diócesis disponía de un número adecuado de
exorcistas; no se daba la actual crisis de incredulidad, al menos práctica,
sobre la existencia del demonio, motivo por el cual hoy ni los obispos
afrontan este problema pastoral (que debería formar parte de la pastoral
ordinaria de cada diócesis), ni los sacerdotes están dispuestos o preparados
para asumir la tarea. El Derecho canónico compromete particularmente a
los párrocos para que estén cerca de las familias y los individuos,
especialmente en sus sufrimientos; para que asistan a los pobres, a los
enfermos, a los afligidos, a aquellos que se encuentran en dificultades
particulares (can. 529). No hay ninguna duda de que entre estos casos de
dolor y necesidades particulares deben contarse los afectados por el
maligno. ¿Pero quién cree que lo están?

Se multiplica entonces el recurso a los magos, cartománticos y
hechiceros. Son pocos los casos de personas que se dirigen a un exorcista
antes de haber recibido las perniciosas curas de las personas antes
mencionadas. Se produce literalmente cuanto la Escritura nos dice del rey
Ocozías. Encontrándose éste gravemente enfermo, mandó mensajeros para

consultar a Belcebú (¡el príncipe de los demonios!), dios de Ecrón, para
conocer su futuro. El profeta Elias fue al encuentro de aquellos mensajeros
y les dijo: «¿No hay un Dios en Israel para que vayáis a consultar a
Belcebú?» (2 Re. 1, 1-6). Hoy 1 Iglesia católica ha abdicado de esta
específica misión suya y la gente ya no se dirige a Dios sino a Satanás.
«¿Cuáles son hoy las mayores necesidades de la Iglesia? No os
asombre como simplista o incluso como supersticiosa e irreal nuestra
respuesta: una de las mayores necesidades es la defensa contra ese mal que
llamamos demonio» (Pablo VI, 15 de noviembre de 1972). Ciertamente las
palabras del papa tienen un alcance mucho más vasto que el restringido
campo de los exorcismos; pero es igualmente cierto que también este
campo está incluido en ellas.

La comisión que está trabajando en la revisión del Ritual se
encuentra ante todo un complejo de deberes. No se trata sólo de revisar las
normas iniciales y las oraciones de exorcismo. También hay que aclarar
toda la pastoral sobre esta materia.

Actualmente el Ritual considera de forma directa sólo el caso de
posesión diabólica, esto es, el caso más grave y raro. Nosotros, los
exorcistas, en la práctica, nos ocupamos de todos los casos en que
detectamos la intervención satánica: los casos de vejación diabólica (mucho
más numerosos que los casos de posesión), los casos de obsesión, los casos
de infestación de las casas y también otros casos en los que hemos visto la
eficacia de nuestras oraciones. Diría que también en este campo vale el
principio «natura non facit saltus» (la naturaleza no da saltos, sino que
avanza mediante lentas evoluciones). Por ejemplo, no está claro el límite
entre poseídos y vejados. Del mismo modo no está claro el límite entre las
vejaciones y otros males: males físicos que pueden ser causados por el
maligno; males morales (estados habituales de pecado, especialmente en
las formas más graves) en los que ciertamente el maligno ha tenido su
papel. Por ejemplo, he podido ver cómo a veces se conseguía una mejora al
hacer un breve exorcismo, además de la oración por los enfermos, sobre
personas de las que tenía razones para sospechar acerca del origen de su
mal. Como también he obtenido buenos resultados con el uso de breves
exorcismos, sumados al sacramento de la confesión, con personas
recalcitrantes en ciertos pecados, como los homosexuales. San Alfonso, el
doctor de la Iglesia para la teología moral, dirigiéndose a los confesores,
dice que ante todo el sacerdote debe exorcizar particularmente cuando se
encuentra ante algo que cree que puede ser una infestación demoníaca.
Pero obsérvese que, según las normas vigentes, al exorcista sólo le
competen en rigor los casos de posesión diabólica. El resto de casos pueden
ser resueltos de otro modo: oración, sacramentos, uso de los sacramentales,
plegarias de liberación en grupos, etc. Pero es un campo demasiado vasto
para dejarlo a la libre iniciativa, sin ninguna disposición precisa. En el

apéndice reproducimos la carta que la Congregación para la Doctrina de la
Fe envió a los obispos el 29 de septiembre de 1985. En síntesis, en ella se
recuerdan las disposiciones vigentes, sin resolver el complejo problema que
corresponde a la comisión especial. No sé si durante estos años los obispos
se han apresurado a hacer llegar a esa comisión las oportunas sugerencias.
Lo dudo mucho, teniendo en cuenta la negligencia general en este sector.
Me limito a algunos apuntes.

Uno de los prelados más sensibles a este tema es, sin duda, el
cardenal Suenens, que lo vive continuamente a través de las plegarias de
liberación que se hacen en los grupos de la Renovación. En un breve
capítulo de su libro ya citado afirma: «La práctica de la liberación de los
demonios, ejercida sin mandato, mediante exorcismos directos, plantea
problemas de frontera que hay que determinar y aclarar. A primera vista la
línea de demarcación parece clara: los exorcismos están reservados
exclusivamente al obispo o a su delegado, en caso de presunta posesión
diabólica; los casos que están fuera de la posesión propiamente dicha son
un campo libre, no reglamentado y, por consiguiente, accesible a todos.»
Pero el cardenal sabe perfectamente que los casos de verdadera
posesión son pocos y, además, requieren un estudio específico y
competente para poder ser detectados. Por eso añade: «Todo lo que está
fuera de la posesión propiamente dicha es como un campo de confines mal
delimitados, en el que reinan la confusión y la ambigüedad. La misma
complejidad de la nomenclatura no ayuda a simplificar las cosas; no existe
una terminología común, y bajo la misma etiqueta se encuentran contenidos
diferentes» (ob. cit., p. 95).

Más adelante, para ofrecer sugerencias prácticas, el cardenal escribe:
«Para hacer una puesta a punto útil es preciso, aparte todo lo demás, fijar la
terminología y establecer con claridad la distinción entre plegaria de
liberación y exorcismo de liberación, con invectivas dirigidas al demonio.
El exorcismo de liberación queda reservado al discernimiento exclusivo del
obispo en los casos de posesión; pero falta una línea de demarcación entre
las formas de exorcismo que se sitúan fuera de la posesión» (ob. cit., pp.
119-120). A decir verdad, yo esta línea de demarcación la veo clara, al
menos en cuanto a los términos, teniendo en cuenta que el exorcismo propiamente
dicho, reservado al obispo o a un delegado suyo, es un
sacramental y compromete la intercesión de la Iglesia; todas las demás
formas son plegarias privadas, aunque hechas por grupos. No sé por qué el
cardenal Suenens no ha hablado nunca del exorcismo como de un
sacramental y como el único al que debe reservarse el nombre de
exorcismo; es cierto que dedica un breve capítulo a los sacramentales, cita
algunos, pero no cita como tal el exorcismo. En mi opinión, sería ya un
punto claro. El cardenal me perdonará esta reconvención.

Pasando a las propuestas prácticas, el cardenal Suenens sugiere: «Yo
propongo reservar para el obispo no sólo los casos de posesión diabólica,
según el antiguo derecho, sino toda la zona en que se pueda sospechar una
influencia específicamente demoníaca. Señalaré también que si bien el
exorcistado ha desaparecido como orden menor, nada impide que una
conferencia episcopal pida a Roma que lo restablezca» (ob. cit., pp. 121-
122). Y el cardenal propone que, para los casos menos graves, el
exorcistado pueda ser conferido también a laicos cualificados.

Encuentro otras propuestas en el óptimo libro varias veces citado del
padre La Grua. Después de recordar las realizadas por el cardenal Suenens,
se plantean algunas que podrían tener una aplicación inmediata, a la espera
de las decisiones de los superiores. Son propuestas prácticas, factibles y
cuya ejecución podría proporcionar también elementos de decisión a la
comisión que está revisando esta parte del Ritual. «En toda diócesis el
obispo debería poner junto al exorcista un grupo de discernimiento,
compuesto por tres o cuatro personas, entre ellas un médico y un psicólogo.
Todos los casos sospechosos deberían ser llevados a este grupo que, previo
el correspondiente examen, dirigiera el paciente al médico, al exorcista o al
grupo orante. El grupo orante o los grupos orantes, si los casos fuesen
muchos, deberían estar constituidos por personas expertas y preparadas, y
deberían intervenir en los llamados casos menores, dejando al exorcista el
tratamiento de los casos más importantes. En el grupo orante no debería
faltar nunca la presencia del sacerdote.
»La liberación volvería así a entrar en el plano normal de la pastoral
de los enfermos. Una terapia bien planteada debería articularse según los
siguientes puntos: evangelización, práctica guiada de los sacramentos de la
penitencia y la eucaristía, ejercicios ascéticos, frecuentación de grupos de
oración. Es ocioso decir que, en los casos menores, no se pueden hacer
conjuros sobre las personas, sino sólo oraciones, a menos que el sacerdote
tenga autorización» (ob. cit., pp. 113-114).

Como se ve, el problema no se limita a aumentar el número de
exorcistas y darles ocasión de prepararse para cumplir correctamente este
ministerio. Hay también otras temáticas abiertas que es preciso resolver, de
modo que este sector deje de ser un campo cerrado, con la inscripción de
«Trabajos en curso». El demonio no cesa nunca su actividad, mientras que
los siervos del Señor duermen, como nos dice la parábola del buen trigo y
la cizaña. Pero el primer paso, el paso fundamental, es que los obispos y los
sacerdotes recuperen la sensibilidad en relación a este problema, sobre la
base de la sana doctrina que las Escrituras, la tradición y el magisterio nos
han transmitido siempre, también a través del Concilio Vaticano II, la
enseñanza de los últimos pontífices y últimamente el Catecismo de la
Iglesia católica,
 

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