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domingo, 23 de octubre de 2011

Acudamos a la misericordia del Señor para que nos conceda ese don vivir de fe, para andar por la tierra con los ojos puestos en el Cielo, en Él, en Jesús.


«Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga. Habia una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar. Al verla. Jesús la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad». Le impuso las manos, y en seguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios.

Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, dijo a la gente: «Seis días tenéis para trabajar; venid esos días a que os curen, y no los sábados». Pero el Señor, dirigiéndose a él, dijo: «Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata del pesebre al buey o al burro y lo lleva a abrevar, aunque sea sábado?» Y a ésta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no había que soltarla en sábado?» A estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba de los milagros que hacía.» (Lucas 13,10-17)

Jesús, hay algo en esta curación que la hace distinta a las demás. Normalmente, el que quiere ser curado viene a ti y te pide el milagro. Entonces Tú pruebas a aquella persona para ver si tiene fe. Una vez probada su fe, le curas diciendo: «tu fe te ha salvado». En este caso no, Tú tomas la iniciativa: ves a aquella pobre mujer que «estaba encorvada sin poder enderezarse de ningún modo,» te apiadas de ella y la curas.


 Algo parecido ocurre con otro paralítico que llevaba treinta y ocho años esperando ser curado en la piscina de los cinco pórticos, pero que no tenía nadie que le ayudara: «no tengo hombre que me introduzca en la piscina» (Juan 5,7). Tú te acercas a él, sabiendo que llevaba ya mucho tiempo y le dices: «¿Quieres ser curado?»
 (Juan 5,6).

Estos dos casos me enseñan una lección importante: cuando una persona no tiene los medios necesarios para conocerte, cuando no puede «enderezarse de ningún modo» o no tiene a nadie que la introduzca a los Sacramentos y la vida de gracia, Tú aún puedes salvarlos, si encuentras un corazón recto y bien dispuesto.


No tienen fe, pero la habrían tenido si alguien les hubiera ayudado, si hubieran conocido el Evangelio. «Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (CEC.-847).
II. «Esfuérzate para que las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajas y te mueves con pleno derecho de ciudadano, se conformen con los principios que rigen una concepción cristiana de la vida. Así, no lo dudes, aseguras a los hombres los medios para vivir de acuerdo con su dignidad, y facilitarás a muchas almas que, con la gracia de Dios, puedan responder personalmente a la vocación cristiana» (Forja.-718).

Jesús, no te quedas callado ante la acusación del jefe de la sinagoga, por muy «indignado» que estuviera. Y le respondes con energía «-¡Hipócritas!» desvelando la falta de lógica contra la dignidad de la persona que estaba aplicando: esa mujer vale más que cualquier buey o asno, porque es «hija de Abraham,» hija de Dios. Del mismo modo he de esforzarme y mover a otros para que en mi lugar de trabajo y en la sociedad en que vivo, se respeten los principios que rigen una concepción cristiana de la vida. En esta concepción, la persona alcanza su mayor dignidad, puesto que es un hijo o hija de Dios.

Jesús, por ser cristiano, no me puedo callar ante las injusticias sociales, ante un ambiente pervertido o un gobierno totalitario. Las instituciones y estructuras humanas pueden facilitar que mucha gente responda personalmente a la vocación cristiana o pueden ahogar cualquier intento de vivir la fe en la práctica. Que me sienta responsable y que anime a muchos a trabajar por la paz, la libertad, y la justicia en mi entorno familiar, profesional y social.


En el Evangelio de la Misa, San Lucas (13, 10-17) nos relata cómo Jesús entró a enseñar un sábado en la sinagoga, según era su costumbre, y curó a una mujer que había estado encorvada por dieciocho años, sin poder enderezarse de ningún modo. El jefe de la sinagoga se indignó porque Jesús curaba en sábado: no sabe ver la alegría de Dios al contemplar a esta hija suya sana del alma y de cuerpo, y con su alma pequeña no comprende la grandeza de la misericordia divina que libera a esta mujer postrada por largo tiempo. La mujer quedó libre del mal espíritu que la tenía encadenada y de la enfermedad del cuerpo. Ya podía mirar a Cristo, y al Cielo, y a las gentes, y al mundo.

Nosotros también estamos muy necesitados de la misericordia del Señor, y la consideración de estas escenas del Evangelio nos llevará a confiar más en Él y a imitarle en su misericordia en el trato con los que nos rodean y nunca pasaremos indiferentes ante su dolor o su desgracia.


II. "Así encontró el Señor a esta mujer que había estado encorvada durante dieciocho años: no se podía erguir (Lucas 13, 11). Como ella ?comenta San Agustín- son los que tienen su corazón en la tierra" (Comentario al Salmo 37).

Muchos pasan la vida entera mirando a la tierra, atados por la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (1 Juan 2, 16). La concupiscencia de la carne impide ver a Dios, pues sólo lo verán los limpios de corazón (Mateo 5, 8). La concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, nos lleva a no valorar sino lo que se puede tocar: los ojos se quedan pegados a las cosas terrenas, y por lo tanto, no pueden descubrir las realidades sobrenaturales y llevan a juzgar todas las circunstancias sólo con visión humana. Ninguno de estos enemigos podrá con nosotros si continuamente suplicamos al Señor que siempre nos ayude a levantar nuestra mirada hacia Él.


III. Cuando, mediante la fe, tenemos la capacidad de mirar a Dios, comprendemos la verdad de la existencia: el sentido de los acontecimientos, la razón de la cruz, el valor sobrenatural de nuestro trabajo, y cualquier circunstancia que, en Dios y por Dios, recibe una eficacia sobrenatural. El cristiano adquiere una particular grandeza de alma cuando tiene el hábito de referir a Dios las realidades humanas y los sucesos, grandes o pequeños, de su vida corriente.


Acudamos a la misericordia del Señor para que nos conceda ese don vivir de fe, para andar por la tierra con los ojos puestos en el Cielo, en Él, en Jesús.

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