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jueves, 20 de octubre de 2011

LA CENICIENTA DEL RITUAL




Han pasado muchos años desde el final del Concilio Vaticano II; las diversas partes del Ritual han sido revisadas según las directrices conciliares; la única parte que aún está sellada con la inscripción «Trabajos en curso» es la que afecta a los exorcismos.

Verdad es que tenemos toda la doctrina de las Sagradas Escrituras, de la teología y del magisterio de la Iglesia; en otra parte hemos reproducido algunos textos del Vaticano II; no es éste el lugar para transcribir los tres discursos de Pablo VI y los dieciocho de Juan Pablo II. Cito al menos una frase de Pablo VI, tomada del discurso del 15 de noviembre de 1972: «Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocerla como existente [la realidad demoníaca]; o bien quien la convierte en un principio aparte que no tiene, como cualquier otra criatura, origen en Dios; o bien la explica como una seudorealidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras calamidades». Y más adelante añade: «Éste sería - a propósito del demonio y el influjo que puede ejercer sobre personas aisladas, así como sobre comunidades, sociedades enteras o acontecimientos - un capítulo muy importante de la doctrina católica que convendría volver a estudiar, cosa que hoy apenas si se hace».

En la práctica, para muchos eclesiásticos de hoy, todo son palabras arrojadas al viento: las de la Biblia, las de la tradición y las del magisterio.

Con razón escribe monseñor Balducci: «¡Es bueno que el público sepa qué crisis, por lo menos doctrinal, está atravesando hoy la Iglesia (Piemme, p. 163). Me han dicho que en muchos artículos me he mostrado polémico respecto de ciertos teólogos, obispos y exorcistas. No se trata de polémica; se trata de echar luz sobre la verdad. Porque la crisis no es sólo doctrinal, sino sobre todo pastoral, o sea que implica a los obispos, que no nombran exorcistas, y a los sacerdotes que ya no creen en el exorcismo. No pretendo generalizar, pero hoy el demonio se muestra activísimo en dar tormento a las personas; y cuando éstas buscan un exorcista se encuentran ante el habitual cartel: «Trabajos en curso».

Il diavolo.
Empiezo por los teólogos. Cito a Luigi Sartori, uno de los más conocidos y cotizados. Escribe: «Es probable que algunas curaciones realizadas por Jesús se refieran más a víctimas de enfermedades nerviosas que a verdaderos endemoniados». Esta insinuación es pésima y falsa. El Evangelio distingue siempre claramente entre curaciones de enfermedades y liberaciones del demonio, entre el poder que Jesús concede para expulsar a los demonios y el poder que concede para curar a los enfermos. Los evangelistas podrán no definir las enfermedades con el nombre técnico moderno pero saben distinguir muy bien entre enfermedad y posesión diabólica. Quien no sabe hacer esta distinción es Luigi Sartori, no los evangelistas. Y ya hemos visto qué importancia fundamental tiene en la obra de Cristo la expulsión de los demonios. Cuando los setenta y dos discípulos quisieron resumir los resultados de su ministerio, para el que Jesús les había mandado a predicar de dos en dos, dijeron una sola cosa, llenos de alegría: «Señor, hasta los demonios nos obedecen en tu nombre». Y Jesús respondió: «Sí, pues yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc. 10, 17-18). No nos sorprende que Sartori concluya su artículo afirmando: "Jesús taumaturgo expresaba sobre todo la fuerza del amor, construía relaciones de mutua simpatía; por eso realizaba milagros, y porque dispusiera de fuerzas sagradas y secretas, Cristiana, buscaba la simpatía y no poseía las fuerzas secretas de un mago. Tenía la omnipotencia de Dios y demostraba con sus obras que era Dios. Pero esto son sutilezas a las que ciertos teólogos modernos no prestan atención".

Tomemos a otro teólogo, Luigi Lorenzetti, quien admite, favor que nos hace, que «el creyente no puede excluir en absoluto la interpretación demoníaca de ciertos hechos»; pero luego se apresura a añadir que «es difícil, es más, concreto». Si es creerse, ni las realizadas por los apóstoles; es inútil el poder para expulsar a los demonios que Jesús dio a su Iglesia; son inútiles las disposiciones eclesiásticas sobre los exorcismos y son inútiles los exorcistas. No, querido teólogo; es imposible para ti y para los teólogos como tú distinguir en los casos concretos si hay presencia del demonio o no, porque en este campo no tenéis ninguna experiencia. Por eso es muy cómodo concluir: «En la mayoría de casos no nos equivocamos si sustituimos la interpretación mágico-demoníaca de los hechos por la científico-natural» Cristiana, el demonio en teoría para no pasar por hereje, pero no creo en él en la práctica, porque en la práctica sólo me fío de la ciencia natural.

Si así piensan los teólogos de prestigio, ¿qué deben de pensar los simples sacerdotes? Constato cada día que no creen en los males demoníacos. A veces los meten en el mismo cajón de sastre que los engaños y los enredos de quien especula con la credulidad popular para hacer dinerito con poco esfuerzo. Es ejemplar la figura de un párroco de Palermo, Salvatore Caione, popularizado por de febrero de 1989. Bajo la insignia del lema «Los hechizos no existen», lo considera todo una patraña; y naturalmente pone en el mismo saco a hechiceros, cartománticos y exorcistas (no importa si han sido nombrados por el obispo conforme a las normas eclesiásticas), todos al mismo nivel.

Que mucha gente se deja enredar, queda fuera de duda. Pero desde luego no es mediante el error como se enseña la verdad. Son sutilezas que no captan ni el padre Salvatore Caione ni quien publica sus ideas sin darse cuenta de los burdos errores que contienen.

Si se mezcla el error con la verdad, es lógico que luego haya poquísimos exorcistas y la gente acuda a magos, hechiceros y cartománticos, cuyo número crece desmesuradamente. Y al creyente no le instruye nadie. Exorcicé a una monja, reducida a un pésimo estado por una posesión diabólica que desde hacía diez años la hacía empeorar progresivamente. Llamé a su superiora general y le dije que para llamar al médico no hay que esperar a que uno esté moribundo; se le llama ante los primeros síntomas del mal. La superiora me respondió: «Tiene usted razón, pero estas cosas no nos las ha enseñado nunca ningún sacerdote». También me dijo cuántos eclesiásticos (por no hablar de médicos) habían visto ya a aquella monja sin que nunca ninguno de ellos hubiese imaginado cuál podía ser la verdadera causa de sus males, resistentes a cualquier tratamiento.

Es verdad que en mis artículos la he tomado también con algunos exorcistas. He dicho que «se ha perdido la escuela», es decir, que ya no se da en las diócesis aquella sucesión por la cual el exorcista práctico instruía al nuevo exorcista. Así ocurre que hay exorcistas que ni siquiera conocen las cosas más elementales. La he tomado con monseñor Giuseppe Ruata, canónigo de la catedral y coordinador de los exorcistas turineses. Franca Zambonini, enviada por el cardenal Ballestrero le entrevistó para Cristiana diabólica es limitada en el tiempo y dura pocas horas o pocos días, deja ver que carece de la más elemental experiencia. En efecto, poco después afirma que en ninguna de las personas que se han dirigido a él «ha advertido nunca signos tales para tener que recurrir a un exorcismo». Yo, en nueve años de trabajo agobiante (tanto que ahora me he visto obligado a aflojar el ritmo), he exorcizado a más de treinta mil personas; tengo anotados los nombres de los poseídos: hasta ahora, noventa y tres, y todos han permanecido en semejante estado durante decenas de años. Hay personas que reciben bendiciones durante diez, quince años e incluso más, y aún no han quedado liberadas.

También he criticado duramente a monseñor Giuseppe Vignini, penitenciario de la catedral de Florencia y exorcista, por cuatro artículos publicados en Cuando un exorcista escribe que la magia, las misas negras, los hechizos, etcétera, son «artificios inocuos y fruto de fantasías sugestionadas»; cuando afirma que el exorcismo no es un sacramento sino una simple invocación, ignorando que es un sacramental; cuando concluye sus disparates afirmando que, en la práctica, para decirle, con todo el respeto posible: «Hijito mío, o te informas o cambias de oficio».

Conozco a algunos exorcistas que ni siquiera poseen el Ritual; no conocen ni las normas que hay que seguir ni las oraciones que hay que rezar; sólo disponen del exorcismo de León XIII, en una traducción italiana ni buena ni completa, y se limitan a rezar eso. En la prensa mundial tuvo gran resonancia el caso de Anneliese Michel, de Klingenberg (Alemania), una muchacha de veinticuatro años muerta en el verano de 1976 a consecuencia de una larga serie de exorcismos. La noticia llamó mucho la atención también porque los dos sacerdotes que administraron los exorcismos fueron denunciados y sometidos a procedimiento penal. Los datos que entonces aparecieron en los periódicos y en otras publicaciones (como el libro de Kasper y Lehmann Queriniana, 1983) hacían sospechar que los dos sacerdotes habían creído con demasiada facilidad que estaban ante un caso de posesión diabólica. También parecía que los exorcistas, aunque siempre actuaron en presencia y con el consentimiento de los padres de la muchacha, se habían dejado guiar por lo que la misma muchacha indicaba como útil para su liberación.

A continuación se publicó un libro en el que se estudiaban los hechos en profundidad: Altotting, 1983). En dicho estudio, en resumen, se disculpaba completamente a los dos exorcistas, se demostraba que tanto la actuación del obispo que había autorizado los exorcismos como la de los dos sacerdotes había sido seria; y se precisaban las causas de la muerte de la muchacha, independientes del sacramental administrado. En todo caso el episodio contribuyó a desalentar a los sacerdotes de aceptar el cargo de exorcistas.

Pasemos, finalmente, a los obispos. Es verdad que la he tomado también con ellos, porque los estimo y deseo su salvación. El Derecho canónico no contempla el delito de omisión de los deberes del cargo; pero la página dedicada al juicio universal, tal como la reproduce el capítulo 25 de san Mateo, nos presenta la gravedad incurable del pecado de omisión.

Todavía tengo en mente la desafortunada intervención de un conocido arzobispo, el 25 de noviembre de 1988, en un popularísimo programa de televisión, conducido por Zavoli. Parecía que se jactaba de no haber hecho nunca exorcismos y de no haber nombrado nunca exorcistas. Por suerte, estaba presente el diputado Formigoni, de Comunión y Liberación, para ilustrar el punto de vista cristiano. Luego anoté toda una serie de respuestas de obispos que, sin querer generalizar, no honran al episcopado italiano. Me han sido comunicadas por personas procedentes de todas partes de Italia, a las cuales yo les había pedido que se dirigieran a su obispo antes de concederles yo una cita.

He aquí las respuestas más frecuentes:
«Yo, por principio, no nombro exorcistas»; «yo sólo creo en la parapsicología»; «pero ¿vosotros aún creéis en estas cosas?»; «no he encontrado ningún sacerdote dispuesto a aceptar este encargo. Buscad en otra parte»; «no nombro exorcistas y no hago exorcismos porque tengo miedo. Si el demonio se vuelve en contra de mí, ¿qué hago?»; «me gustaría saber quién os ha metido en la cabeza estas estupideces»... Podría continuar. Detrás de cada respuesta hay un gran sufrimiento por parte de quien la recibe; no sé si existe el mismo sufrimiento en quien la da. En la mayoría de los casos se trataba de personas que advertían al obispo que habían recibido bendiciones del padre Candido y que había sido él quien les había aconsejado que necesitaban más bendiciones, por lo cual, en la práctica, el diagnóstico del mal ya había sido emitido por un exorcista muy competente y conocido. Desde luego no pretendo generalizar. Si soy exorcista, lo debo a la sensibilidad y a la iniciativa del cardenal Poletti; creo que cada exorcista debe de sentir el mismo reconocimiento hacia su obispo. Pero la escasez de exorcistas denota claramente una falta de interés en este sector.

Si luego paso a hablar de otros países europeos, la situación se presenta peor que en Italia. He exorcizado a personas llegadas de Alemania, Austria, Francia, Suiza, Inglaterra y España. Todas vinieron expresamente, atraídas por la fama del padre Candido y luego se conformaron con su discípulo. Pero también todas ellas eran personas que afirmaban no haber encontrado un exorcista en su país. Un profesional suizo me aseguraba que había telefoneado a todos los obispos católicos y que de todos había recibido una respuesta negativa. No quiero decir que en esos países no haya exorcistas, pero indudablemente es difícil localizarlos. Venir a Roma expresamente para un exorcismo no es una diversión. Insisto: en el extranjero la situación es peor que en Italia. Doy un ejemplo significativo de ello: mis colegas de Estados Unidos quisieron traducir el libro de Balducci fueron obligados por el revisor diocesano a eliminar los casos en que se hablaba de posesión diabólica. Nótese la incoherencia de esta disposición: además de tratarse de hechos históricos documentados, se abordaba la aplicación práctica de los principios expuestos en el libro. Es el error habitual: no se niega la presencia del demonio en abstracto para no pasar por herejes, pero se la niega decididamente en cualquier caso concreto.

No ocurre igual en ciertas confesiones protestantes. También en Roma hay algunas que se toman muy en serio el problema, que estudian los casos y que, cuando con su discernimiento llegan a descubrir la presencia del maligno, exorcizan con una eficacia que a veces se me ha hecho palpable. Está claro que todos los que creen en Cristo, y no sólo los católicos, tienen el poder de expulsar a los demonios en su nombre. No debemos tener celos de ellos, sino mirar el Evangelio. Cuando Juan le dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre pero se lo hemos prohibido porque no es de los nuestros», el Señor reprendió a los apóstoles (Mc. 9, 38-40).

Éste es el descubrimiento que hicieron los miembros de la Renovación y que les puso en el camino de las Plegarias que están reguladas con criterios precisos, pero que son muy eficaces. Precisamente para regular estas oraciones el cardenal Suenens escribió un libro, 1982), con presentación del cardenal Ratzinger. El cardenal Suenens escribe lo siguiente: «Inicialmente muchos católicos ligados a la Renovación descubrieron la práctica de la liberación entre los cristianos de otras tradiciones, pertenecientes, en general, a los ambientes de las Free Churches o Pentecostales; y los libros que leyeron, o aún leen, proceden en gran parte de estos ambientes. Entre ellos se encuentra una exorbitante literatura sobre el diablo y sus acólitos, sobre su estrategia y sus medios de actuación, y así sucesivamente. En la Iglesia católica este campo ha quedado en gran parte inculto y nuestra pastoral específica no ha proporcionado directrices adecuadas a nuestro tiempo» (pp. 79-80).

Es una queja en la cual nos detendremos en el próximo capítulo; pero es bueno aprender de quien mejor sigue el Evangelio. También en este punto, como en el estudio y divulgación de la Biblia, nosotros los católicos nos hemos quedado muy atrás respecto de ciertas confesiones protestantes. No me canso de repetirlo: el racionalismo y el materialismo han contaminado a una parte de los teólogos con profunda influencia sobre obispos y sacerdotes. Y quien paga las consecuencias es el pueblo de Dios. En Italia, sólo conozco a un obispo exorcista, el africano monseñor Milingo, combatido de todas las maneras. Y sé como mínimo de dos exorcismos realizados por el Papa. Conozco pocos casos más; me alegrará que me los señalen.

Concluyo afirmando que uno de los objetivos que me he fijado con este libro es el de contribuir a que en la Iglesia católica se restablezca la pastoral exorcística. Es un mandato concreto del Señor y una laguna imperdonable que no sea observado.

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