www.iterindeo.blogspot.com
Visitamos
«Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».
Y San
Francisco de Sales añade: «Desdichados, pues, los ricos de espíritu, porque a
ellos pertenece la miseria del infierno. Rico de espíritu es aquel que tiene
las riquezas en su espíritu o su espíritu en las riquezas.
Pobre de espíritu es
aquel que no tiene ningún género de riquezas en su espíritu, ni su espíritu en
las riquezas. Los halcones hacen su nido como una pelota, y no dejan sino una
pequeña abertura en su parte superior; los construyen a la orilla del mar, y
además los hacen tan firmes e impenetrables que aun pasándoles las olas por
encima, jamás el agua ha podido penetrar en ellos, mas sobrenadando siempre
permanecen en el mar, sobre el mar y dueños del mar.
Así debe ser, amada
Filotea, vuestro corazón, abierto solamente hacia el cielo, impenetrable a las
riquezas y a las cosas caducas; si las poseéis, conservad vuestro corazón libre
de afición a ellas; que se mantenga siempre en alto y que en medio de las
riquezas permanezca sin riqueza y dueño de las riquezas. No, no coloquéis este
espíritu celestial en los bienes terrestres, haced que les supere, que esté
sobre ellos, y no en ellos.» Así queda descrita la pobreza afectiva, la cual
ofrece una variedad de grados desde la simple resignación en la miseria o
desapego en la posesión, hasta el amor apasionado de San Francisco de Asís, por
su Señora la Pobreza.
Cuando esta pobreza alcanza una elevada perfección es la
bienaventuranza alabada por nuestro Señor. La pobreza afectiva es necesario
pedirla de una manera absoluta y procurarla con asiduidad en la fortuna y en la
miseria, por ser el fin que hemos de proponernos alcanzar, ya que según la
observación de San Bernardo, «no es la pobreza reputada por virtud, sino el
amor de la pobreza». Las riquezas, por el contrario, lo mismo que la pobreza
afectiva, son uno de los principales objetos del Santo Abandono.
Sin un mínimo de
bienes temporales una familia no podría conservarse, atender a sus buenas obras
y proveer moderadamente el porvenir. Si lo temporal marcha bien, el espíritu se
hallará menos abrumado de cuidados, más libre para entregarse todo a lo
espiritual. Como Dios nos ha constituido sus administradores y los
dispensadores de esos bienes, con ellos podrá hacerse un fructuoso apostolado,
puesto que al aliviar los cuerpos se tiene ocasión de ganar las almas para
Dios, a la vez que se siente el placer de hacer dichoso a otros, porque «es
mucho más agradable dar que recibir».
Tiene, pues, razón San Francisco de Sales
al decir en este sentido: «que ser rico de hecho y pobre de afecto es la gran
dicha del cristiano, pues por este medio se obtienen las comodidades de las
riquezas para este mundo y el mérito de la pobreza para el otro».
Mas, según San
Buenaventura, «la abundancia de los bienes temporales es una especie de liga,
que se adhiere al alma y la impide volar a Dios». Por consiguiente, pone al
religioso en peligro de derramarse más de lo conveniente en las cosas de la
tierra, de apegar a ella su corazón, de sacrificar más o menos la austeridad de
su vida, de ir en busca de comodidades y de entibiarse así en el amor de Dios.
Al seglar le expone a tentaciones más temibles, puesto que el dinero es la
llave de una vida mundana y disipada. Con las riquezas entran fácilmente la
estima de si, el deseo de ser honrado, el orgullo y la ambición; en una
palabra, «puesto que el amor de las riquezas es la raíz de todos los males»,
difícilmente entrará el rico en el reino de los cielos, al menos si sólo es
rico para sí mismo y no según Dios, y con mayor razón, si a diario celebra
opíparos festines, mientras que a su puerta sufre Lázaro la necesidad.
Por otra parte,
la miseria, pesando sobre el espíritu con sus cuidados y preocupaciones, apenas
deja libertad para entregarse a Dios sólo, pues expone a las almas todavía débiles
al desaliento, a la murmuración, a la insubordinación; y si es persistente y
demasiado dura, hace la existencia, por decirlo así, imposible.
Entre la fortuna
y la miseria hállase un grado intermedio, que el Apóstol mira como una riqueza:
es la piedad con lo necesario para vivir, o bien con esa moderación de espíritu
que se contenta con el alimento y el vestido.
Hablábase a San Francisco de
Sales de la pobreza de su Obispado: «Después de todo -respondió-, teniendo
honestamente con qué alimentarnos y vestirnos, ¿no hemos de estar contentos? Lo
demás no es sino trabajo, cuidados, superfluidad... Mis rentas bastan a mis
necesidades, y lo que sobre esto hubiera, sería superfluo. Los que tienen más,
no lo tienen sino para llevar mayor ostentación; no es para ellos, sino para
servidores que comen, por lo regular sin hacer nada, los bienes del Obispado.
Quien menos tiene, menos cuenta tendrá que dar y menos cuidados de pensar a
quién es preciso dar, ya que el Rey de la gloria quiere ser servido y honrado
con equidad. Los que disfrutan de grandes rentas gastan a veces tanto, que al
fin del año no han conservado más que yo, si es que no se han cargado de
deudas. Yo hago consistir la principal riqueza en no deber nada.» Y de otra
parte, «mi Arzobispado me vale tanto como el Arzobispado de Toledo, porque me
vale el paraíso o el infierno».
El mismo Santo
también decía: «Hemos de vivir en este mundo como si tuviéramos el espíritu en
el cielo y el cuerpo en la tumba. La verdadera felicidad de aquí abajo está en
contentarse con lo suficiente. ¿Quién no amará la pobreza tan amada de Nuestro
Señor y de la que ha hecho la fiel compañera de toda su vida?
Para aprender a
contentarse con poco, no hay sino considerar a los que son más pobres que
nosotros, porque nosotros no somos pobres, sino relativamente. Si nos
contentamos con lo necesario, rara vez seremos pobres, y si queremos todo lo
que la pasión exige, nunca seremos ricos. El secreto de enriquecernos en poco
tiempo y con poco gasto, consiste en moderar nuestros deseos, imitando a los
escultores que hacen sus obras por sustracción y no a los pintores, que las
hacen por adición.»
Es preciso,
pues, ejercitarse en el santo abandono, porque de una parte, para evitar la
miseria y llegar a la fortuna, no bastarán el trabajo, el espíritu de orden y
economía, ni la misma virtud. Dios continúa Dueño de sus bienes, los da o los
rehúsa según le place. Por otra parte, ¿sabríamos nosotros santificar la
miseria, o hacer buen uso de las riquezas? No lo sabemos; sólo Dios pudiera
decirlo. Lo mejor será, pues, ponernos en sus manos, rezando la plegaria del
Sabio: «Señor, no me deis ni la extrema pobreza ni la riqueza; concededme
solamente lo que es necesario para vivir, no sea que en mi hartura me exponga a
desconoceros y decir:
¿Quién es el
Señor?, o que la necesidad me arrastre a cometer injusticias».
Que Dios nos
conceda las riquezas, la medianía o la miseria, habrá siempre una mezcla de su
beneplácito y de su voluntad significada, y, por consiguiente, nosotros
habremos de unir la obediencia al abandono.
Si El nos ha
distribuido con largueza sus bienes, nos es necesario guardar «el precepto del
Apóstol a los ricos de este mundo, es decir, evitar el engreírnos en nuestros
pensamientos, y poner nuestra confianza en nuestras inciertas riquezas, hacer
limosna con alegría, gustar de hacer a otros partícipes de nuestros bienes,
acumular tesoros de santas obras, y de esta manera establecer un sólido
fundamento para el porvenir, a fin de llegar a la vida eterna».
Esforcémonos
entre tanto, según el consejo de San Francisco de Sales, «por armonizar en
nuestros afecto la riqueza y la pobreza, teniendo a la vez un gran cuidado y un
desprecio de las cosas temporales», cuidado mayor aún que el de los mundanos
por sus bienes, porque ellos no trabajan sino por sus intereses y nosotros para
Dios; cuidado dulce, pacífico y tranquilo, como el sentimiento del deber de
donde procede.
«Dios quiere en efecto que obremos así por su amor.» Juntemos a
esto el desprecio de las riquezas, «a fin de impedir que aquel cuidado se
convierta en avaricia»; vigilemos para no desear con inquietud los bienes que
aún no poseemos y para no aficionarnos a los que ya poseemos, hasta el punto de
temer vivamente perderlos; y si nos acontece llegar a perderlos, no apenarnos
con exceso:
«Pues nada manifiesta tanto el afecto a la cosa perdida como el
afligirse cuando se pierde.» «Cuando se presentaren inconvenientes que nos
empobrezcan en poco o en mucho, como sucede en las tempestades, los incendios,
las inundaciones, la sequía, los robos, los procesos, entonces es la verdadera
ocasión de practicar la pobreza, recibiendo con dulzura esta disminución de los
bienes y acomodándonos paciente y constantemente a este empobrecimiento. Por
muy rico que sea uno, ocurre con frecuencia padecer necesidad de alguna cosa.
Aprovechad, Filotea, estas ocasiones, aceptadlas con ánimo varonil, sufridlas
alegremente.» «Si, pues, os veis privados de remedios en vuestras enfermedades
o de fuego durante el invierno, o también de alimento o de vestido, decid: Dios
mío, Vos me bastáis, y conservaos en paz.»
«Si realmente
sois pobre, muy amada Filotea, sedlo además de espíritu, haced de la necesidad
virtud, y emplead esta piedra preciosa de la pobreza para lo que vale. Su
brillo no se descubre en este mundo, a pesar de estar tan a la vista y de ser
tan bello y rico. Tened paciencia, que estáis en buena compañía:
Nuestro Señor,
Nuestra Señora, los Apóstoles, tantos santos y santas han sido pobres. y
pudiendo ser ricos han despreciado el serlo... Abrazad, pues, la pobreza como
la dulce amiga de Jesucristo, pues El nació, vivió y murió en la pobreza que
fue la nodriza de toda su vida.»
La venerable
María Magdalena Postel, reducida a refugiarse en un establo con su pequeña
Comunidad, rebosaba de gozo y decía: «Sí, hijas mías, estoy contenta, porque
ahora nos parecemos más a Nuestro Señor, que en su Nacimiento no fue recibido
ni en un palacio real, ni en palacio suntuoso, sino en el pesebre de Belén.» Y
algún tiempo después añadía: «Temo las riquezas para las Comunidades.
No deseemos
sino lo estrictamente necesario, y aun esto es preciso ganarlo con el trabajo
de nuestras manos. Trabajad como si os propusierais llegar a ser ricos; mas
desead y pedid permanecer siempre pobres. La pobreza y la humildad deben ser la
base da la Congregación que Dios me ha llamado a fundar, y el día en que se
pierda el espíritu de pobreza, aquélla perecerá.»
San José es un
admirable modelo de abandono a la Providencia en la necesidad. «Dios quiere que
sea siempre pobre, lo que constituye una de las más fuertes pruebas que nos
pueden sobrevenir. El se somete amorosamente y durante toda su vida. Su pobreza
fue una pobreza despreciada, abandonada y menesterosa.
La pobreza voluntaria de
que los religiosos hacen profesión es muy amable, tanto más cuanto que no
impide que reciban lo necesario, privándoles únicamente de lo superfluo. Mas la
pobreza de San José, de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen no era de tal
naturaleza, pues aunque era voluntaria, en cuanto a que la amaban con cariño,
no dejaba, sin embargo, de ser abyecta, abandonada, despreciada.
Todos
consideraban a este gran Santo como a un pobre carpintero, quien sin duda no
podía trabajar tanto que no le faltasen muchas cosas necesarias por más que se
esforzaba cuanto le era posible, con un afecto que no tiene igual, por el
mantenimiento de su familia. Después de esto, sometíase humildemente a la voluntad de Dios, para
continuar en su pobreza y abyección, sin dejarse en manera alguna vencer ni
abatir por el disgusto interior, que seguramente había de hacer tentativas para
turbarle.»
Para imitar
estos grandes ejemplos «no os lamentéis, pues, amada Filotea, de vuestra
pobreza; porque no se queja uno sino de lo que le desagrada; y si la pobreza os
desagrada, ya no sois pobre de espíritu, sino rica de afecto. No os
desconsoléis por no ser tan socorrida como sería conveniente, porque querer ser
pobre y no sufrir por ello incomodidad, es querer el honor de la pobreza y la
comodidad de las riquezas».
Al copiar este articulo favor conservar o citar este link.
www.iterindeo.blogspot.com
Visitamos
No hay comentarios:
Publicar un comentario