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El que lleva su cruz con paciencia, se salva; el que la lleva con
impaciencia, se pierde».
Dos fueron los crucificados a cada lado de Jesús, y la misma pena hizo,
del uno, un santo y, del otro, un réprobo.
La adversidad o la prosperidad, tanto para nosotros como para
los que nos son
queridos
(familia, comunidad, etc.).
Se puede hacer un buen uso de la
prosperidad y de la adversidad,
y se puede abusar de ellas.
¿Seremos del número
de los sabios o de los necios?
¿Querrá Dios hacernos pasar por buena o por mala
fortuna?
¿Tendrá intención de retenernos mucho tiempo sobre la cruz?
Nada
sabemos, y, por consiguiente, el partido más acertado es establecernos en la
santa indiferencia, esperar en paz el divino beneplácito aceptado con amorosa
confianza, y sacar de él todo el provecho posible.
A la luz de una fe
viva, la prosperidad se nos presentará como una sonrisa perpetua de la
Providencia, y por lo mismo abriremos gustosos nuestro corazón al
reconocimiento, al amor, a la confianza para con nuestro Padre Celestial.
Cada nueva
prenda de su afecto hará brotar de nuestros labios un gracias sincero. Con ella aliviaremos a nuestros
hermanos menos afortunados, llevándolos así a bendecir con nosotros al Autor de
todos los bienes.
Mas
desgraciadamente tiene razón San Francisco cuando dice:
«La prosperidad tiene
atractivos que encantan los sentidos y adormecen la razón; imperceptiblemente
nos hace cambiar, de suerte que nos aficionamos a los dones, olvidando al
Bienhechor.»
Y hasta nos
hace descender, por decirlo así, y sin darnos cuenta, hacia una vida menos
austera, en busca de nuestras comodidades, por los senderos de relajación.
Se verá quizá, y
no sin asombro, que algunos hacen profesión de vivir unidos a Jesucristo en la
cruz y, sin embargo, andan ansiosos de la prosperidad, ávidos de procurarse los
bienes de la tierra, ardientes por fijar en ellos su corazón, presurosos en
recurrir a Dios cuando la espina de la adversidad llega a punzarles,
impacientes por librarse de ella. Y, sin embargo, el Evangelio no pone la bienaventuranza
cristiana sino en la pobreza, en los desprecios, el dolor, las lágrimas, las
persecuciones; la misma filosofía nos enseña que la prosperidad es la madrastra
de la verdadera virtud y la adversidad su madre.
Con harta
frecuencia el estado de prosperidad habitual es un lazo, y recordando que ella
no ha sonreído de esta manera a Nuestro Señor y a los santos, el verdadero
espiritual concluirá por inquietarse y deseará no gozar tanto de este mundo;
sólo una cosa le dará seguridad: estar en manos de Dios y sentirse bajo su
mirada.
La adversidad nos abre un camino más
seguro.
Dios, que es amigo constante y solícito, nos quita la prosperidad que
nos perjudicaría, emplea la espada de la adversidad para cortar los afectos
rivales de su santo amor; unas veces por la privación, otras por el sufrimiento
nos aparta más pronto y seguramente del placer, arranca nuestro espíritu y
corazón de esta tierra y los atrae hacia las riberas eternas.
Es la mejor
escuela del desasimiento, y también un purgatorio anticipado menos terrible que
el de la otra vida, eficacísimo, sin embargo; porque Dios no castigará dos
veces la misma falta. Después
de habernos purificado en el horno del sufrimiento, como el oro en el crisol,
nos hallará dignos de sí y nos recibirá como víctimas de holocausto.
La adversidad es una mina de oro de
donde se pueden sacar las más sublimes virtudes y méritos inagotables.
El P.
Jerónimo Natalis preguntaba un día a San Ignacio:
«¿Cuál es el camino más corto
y más seguro para llegar a
la perfección y al cielo?»
El santo le respondió:
«Sufrir muchas adversidades grandes por amor de Jesucristo.»
Una gran
adversidad nos lleva al cielo, pero muchas nos llevan a él más pronto y más
lejos; porque, para los hombres de fe, según el P. Baltasar Álvarez, «los
sufrimientos son como caballos de posta que Dios envía para atraerlos más
prontamente a sí, o como una escala que les ofrece para elevarse a virtudes más
eminentes...
Considérese el
dolor de un propietario cuando una terrible granizada viene a destruir su viña,
pero si los granizos fueran de oro, ¿sería razonable su aflicción? Pues oro son los desprecios y demás
aflicciones que caen como granizo sobre un alma que en verdad es paciente. Lo
que gana vale infinitamente más que lo que pierde. El cielo es el reino de los
tentados, de los afligidos, de los despreciados».
La adversidad es el camino más corto
para la santidad.
Según Santa Catalina de Génova las injurias, los desprecios,
las enfermedades, la pobreza, las tentaciones y todas las demás contrariedades
nos son indispensables para sujetar por completo nuestras torcidas
inclinaciones, y el desarreglo de nuestras pasiones; es el medio de que el
Señor se vale para disponemos a la unión divina, y según San Ignacio, «no hay
madera más a propósito para producir y conservar el amor de Dios que la madera
de la cruz».
San Alfonso añade: « La ciencia de los Santos consiste en sufrir
constantemente por Jesucristo, y éste es el medio de santificarse pronto».
Los favores con
que el Señor ha beneficiado a sus amigos, los hechos extraordinarios que les
han dado celebridad, son quizá lo que más impresiona en su vida, pero sin
motivo alguno. Lo que sí
debiéramos señalar son las debilidades, las sequedades, las desolaciones, las
persecuciones de todo género que Dios les ha prodigado, y su inalterable
paciencia en este dilatado martirio, pues por este medio han llegado a ser
santos. Como amantes generosos del divino Maestro, han deseado ser como El pobres,
sufridos, despreciados.
Dios Padre los
ha crucificado con su Hijo tiernamente amado, y los más amantes han sido los
más probados, siendo hacia el fin de su vida, época de su más elevada
perfección, cuando de ordinario más han sufrido. «Porque eran agradables a Dios, fue necesario que la
tentación los probara». La tribulación ha sido, por decirlo así, la recompensa
de sus trabajos pasados a la vez que la consumación de su santidad.
Nadie hay que no haya vivido sobre la
cruz, ni uno que no se haya alegrado de sufrir en ella con su adorado Maestro.
Todos, como Nuestro Padre San Benito, han preferido «padecer los desprecios del
mundo a recibir sus alabanzas, y a agotarse con trabajos más bien que ser
colmados de los favores del siglo».
El bienaventurado Susón, cuando por
excepción disfrutaba una tregua en sus continuas pruebas, lamentábase ante las
religiosas, sus hijas espirituales: «Temo mucho ir por mal camino, porque hace
ya cuatro semanas que no he recibido ataques de nadie; tengo miedo de si Dios
no pensará ya en mí». Apenas acababa de hablar cuando se le viene a anunciar
que personas poderosas han jurado su perdición. A esta noticia no pudo menos
que experimentar inmediatamente un movimiento de terror.
«Desearía saber por
qué he merecido la muerte. - Es por las conversiones que obráis. - ¡Entonces!
¡Sea Dios bendito! » Vuelve lleno de gozo a la reja: «Animo, hermanas mías, que
Dios ha pensado en mí y aún no me ha olvidado». Nosotros decimos en nuestras
pruebas: Basta, Dios mío, basta.
La venerable
María Magdalena Postel, por el contrario, repetía sin cesar: «Aún más, Señor,
aún más; ven, cruz, que te abrazo. ¡Dios mío, bendito seáis! Vos no nos humilláis sino para
elevarnos más». En una circunstancia muy penosa, Santa Teresa del Niño Jesús
escribía a su hermana: « ¡Cuánto nos ama Jesús, pues que nos envía dolor tan
grande! La eternidad no será bastante larga para bendecirlo por ello. Nos colma
de sus favores como colmaba a los grandes Santos... El sufrimiento y la
humillación son el único camino que forma los Santos. Nuestra prueba es una
ruina de oro que es preciso explotar. Ofrezcamos nuestro sufrimiento a Jesús
para salvar las almas».
De todo esto concluyamos con San
Alfonso: «Algunas personas se imaginan que son amadas de Dios, cuando prosperan
en todo y no tienen nada que sufrir. Pero se engañan, porque Dios prueba la
fidelidad de sus servidores, y separa la paja del grano por la adversidad y no
por la prosperidad: el que en las penas se humilla y se resigna con la voluntad
de Dios, es el grano destinado al Paraíso, y el que se enorgullece, se
impacienta, y por fin abandona a Dios, es la paja destinada al infierno.
El que lleva su
cruz con paciencia, se salva; el que la lleva con impaciencia, se pierde». Dos fueron los crucificados a cada
lado de Jesús, y la misma pena hizo, del uno, un santo y, del otro, un réprobo.
¡Ojalá que tomáramos nuestras cruces,
no sólo con paciencia y resignación, sino aun con amor y confianza filial! Dos
cosas nos ayudarán especialmente a conseguirlo: el espíritu de fe y la humildad.
Por poco que se escuche a la naturaleza, retrocederá siempre ante la
adversidad; mas impóngasele silencio para no considerar sino a Dios, y pronto
diremos con el Rey Profeta: «Me he callado, Señor, y no he abierto mi boca,
porque sois Vos quien lo ha hecho todo».
El orgulloso cree con facilidad que no
se le hace justicia, y los caminos de Dios, cuando son dolorosos, le espantan y
desconciertan.
El humilde, por
el contrario, penetrado por un vivo sentimiento de sus miserias y de sus
faltas, bendecirá a Dios hasta en sus rigores: «Adoro, Señor, la equidad de
vuestros juicios y hasta me hacéis gracia y yo alabo vuestras misericordias,
pues estáis lejos de castigarme tanto como he merecido. Y además, me es necesario el remedio
del sufrimiento, y las penas que me enviáis son precisamente las que mejor
responden a mis necesidades».
Calamidades Públicas y Privadas
Debemos conformarnos con la voluntad
de Dios en las calamidades públicas, tales como la guerra, la peste, el hambre,
y todos los azotes de la divina Justicia. Otro tanto es preciso hacer cuando la
desgracia viene a caer sobre nosotros personalmente o sobre los nuestros.
El
gran secreto para conseguirlo, es mirar todas las cosas con los ojos de la Fe,
adorar los juicios del Altísimo con corazón contrito y humillado, y sean
cualesquiera los azotes que nos hieran, persuadirnos bien de que la
Providencia, infinitamente sabia y paternal, no se determinaría a enviarlos ni
a permitirlos, si no fueran en sus manos los instrumentos de renovación y de
salvación para los pueblos o para las almas. «Así es como ella conduce al cielo
por el camino del sufrimiento a una multitud de personas que se perderían
siguiendo otra dirección.
¡Cuántos
pecadores, llamados a Dios por el duro camino de la aflicción, renuncian a sus
antiguas iniquidades y mueren en los sentimientos de un verdadero
arrepentimiento! ¡Cuántos
cristianos ocuparán un día un puesto glorioso en el cielo, que sin esta
saludable prueba, hubieran gemido eternamente en las llamas del infierno! Lo
que nosotros llamamos calamidad y castigo es frecuentemente una gracia de
primer orden, una prueba brillante de misericordia.
Acostumbrémonos a no
considerar las cosas sino desde estos magníficos puntos de vista de la Fe, y
nada de lo que sucede en este mundo nos escandalizará, nada alterará la paz de
nuestra alma y su confiada sumisión a la Providencia. Mas entremos en algunos
pormenores, comenzando por las desgracias públicas.
Es fácil ver la
mano de la Providencia en la peste, el hambre, las inundaciones, la tempestad y
demás calamidades de este género, porque los elementos insensibles obedecen a
su autoridad sin resistirla jamás. Pero, ¿cómo verla en la persecución con su malignidad
satánica, o en la guerra con sus furores? Y allí está, sin embargo, como
dejamos ya dicho.
Por encima de
los hombres buenos y malos, y hasta más allá de los satélites del infierno,
está el Arbitro supremo, la Causa primera que los mueve quizá sin ellos
saberlo, y sin la cual nada puede hacerse.
La política de los príncipes, las órdenes de los jefes, la
obediencia de los soldados, los proyectos tenebrosos de los perseguidores, su
ejecución por los subalternos, las ruinas y el sufrimiento que de esto ha de
resultar, todo ha sido previsto hasta el menor detalle; todo ha sido combinado
y decretado en los consejos de la Providencia, formándose de esta suerte una
extraña colaboración de la malicia del hombre y de la santidad de Dios. El,
infinitamente santo, no puede dejar de odiar el mal, y si lo tolera, es por no
quitar a los hombres el libre uso de su libertad.
Mas su justicia
pedirá cuenta a cada uno a su tiempo: a las naciones y a las familias aquí
abajo, porque no cuentan como tales en la eternidad; a los individuos, en este
mundo o en el otro. Entre
tanto, Dios quiere utilizar para conseguir sus intentos, la malicia de los
hombres y sus faltas, no menos que sus buenas disposiciones y santas obras, de
suerte que aun el desorden del hombre entra bajo el orden de la Providencia.
Por parte de los hombres puede haber
en ello no poco que reprender, y Dios los juzgará. Por parte de la Providencia,
«todo es justo, todo sabio, todo es bueno, todo recto, todo dirigido a un fin
laudable, todo llega a un resultado final, absoluto e infinitamente amable.
Nerón es un monstruo, pero hace mártires.
Diocleciano lleva hasta los últimos
límites los furores de la persecución, mas prepara la reacción y el
advenimiento de Constantino. Arrio es un demonio encarnado, que quisiera
arrebatar a Jesucristo su divinidad, pero da ocasión a las definiciones de la
Iglesia sobre esta misma divinidad.
Los bárbaros, precipitándose sobre el viejo
mundo, le inundan de sangre, mas preparan al Evangelio una raza capaz de ser
cristiana. Las Cruzadas parecen fracasar porque no salvan a Jerusalén, mas
salvan a Europa. La revolución francesa lo trastorna todo, mas, con esta
ocasión, el vigor y la vida renace en la sociedad cristiana obligada a la
resistencia».
En nuestra época de persecución es
evidente que Satanás está suelto, y que ha recibido el poder de cribar al justo.
Y ¿por qué es este triunfo de los malos?, ¿por qué esta aparente derrota de la
Iglesia?, ¿por qué esta prevención de las muchedumbres?, ¿por qué estos
gobiernos impíos que pierden a los pueblos?, ¿por qué este oscurecimiento y
tibieza de los que se llaman buenos?, ¿por qué, en una palabra, el imperio del
mal sobre el bien?
¿Por qué? Por respeto a la libertad
que es la condición del mérito y del demérito. Dios deja obrar, pero cuando
juzgare llegado el tiempo, para confundir a los malos, para despertar a los
dormidos, para reanimar a los tibios, para defender a los justos, dejará
desencadenarse sobre el mundo culpable una guerra universal. Preséntase el
azote, se hace un silencio inquietante, cállase la política, despiértase la fe,
las Iglesias se llenan.
Dejábase a Dios
en el olvido, pero ahora se recuerda que El es el dueño de los acontecimientos.
Y ¿cómo no verlo? Los
hombres que han desencadenado la tempestad no saben ni dirigirla ni ponerse a
cubierto de ella, mas Dios, reservándose el hacer justicia a su tiempo,
utilizará la previsión de unos y la imprevisión de otros, las máquinas
perfeccionadas y los planes hábilmente concebidos, el valor y las acciones
brillantes, las faltas, la malicia y aun el crimen. Todo le sirve para pasear
su azote sobre las naciones, las familias y los individuos. Pero no lo hará
sino en la medida útil a sus fines.
Caiga el hombre
de rodillas, que El gustoso se apaciguará; mas si las buenas impresiones de los
primeros días se disipan, si los ojos se obstinan en permanecer cerrados y los
corazones sin arrepentirse, ¿habrá derecho a extrañar que la guerra se
prolongue y surjan quizá otros nuevos azotes? ¿Sería preferible que, siguiendo un funesto olvido de
las leyes divinas, las naciones continúen descendiendo al abismo y las almas al
infierno?
Y ¿cómo explicar semejante severidad
en un Dios tan bueno? Para extrañarse, preciso es no haber comprendido los
desconocidos derechos de Dios, su amor despreciado, la multitud de sus gracias
y los excesos de nuestra malicia, las alegrías de la eternidad feliz o los
tormentos de un infierno sin fin.
Precisamente porque es infinitamente bueno,
es por lo que Nuestro Padre celestial nos ama sin debilidades y tal como lo
exige nuestra eternidad. Todas las prosperidades del mundo serán el peor de los
azotes, si adormecen a las almas en el descuido y en el olvido, y su despertar
se verificará en el fondo del abismo.
Por el
contrario, las más espantosas calamidades, aun cuando durasen años enteros,
nada son al lado de un infierno eterno, pues hasta son gran misericordia de
parte de Dios, y para nosotros dichosa fortuna si podemos a este precio
desarmar la justicia divina, evitar el infierno y recobrar nuestros derechos al
Cielo. Tal es el
designio de Nuestro Padre celestial. No le gusta castigar, pero si a ello le
constreñimos por el olvido de nuestros deberes y de nuestros verdaderos
intereses, nuestra es la falta.
Si manifestamos insubordinación cuando nos
corrige, nuestra falta es mucho mayor.
Después de todo,
Dios no se apresura a castigar, y para no verse precisado a hacerlo, amenaza
largo tiempo, hasta usa de tanta paciencia que los débiles se maravillan y los
malos blasfeman. Vendrá
empero un día en que Dios se verá obligado a obrar como Soberano y justo Juez
para restablecer el orden, y como Padre Salvador de las almas para volverlas al
camino de salvación por los medios del rigor, ya que se obstinan en hacer
inútiles los medios de dulzura.
Los azotes de Dios traen a unos la
prueba, a otros, el castigo, y a todos los de buena voluntad gracias de
renovación. ¡Dichoso el que sabe reconocerlas y aprovecharse de ellas! «Estas
desgracias -dice el P. Caussade- son para muchos otras tantas gracias de
predestinación. Mas es necesario declarar que pueden ser al mismo tiempo para
otros motivos de reprobación, bien que esto no sucederá sino por culpa suya, y
por no pequeña culpa, pues ¿qué más razonable y fácil, en cierto sentido, que
hacer de la necesidad virtud? ¿Por qué levantarse inútil y criminalmente contra
la mano paternal de Dios, que no nos castiga, sino para despegarnos de los
miserables bienes de acá abajo? Como su misma ira nace de su misericordia, no
nos hiere sino para apartarnos del pecado y salvarnos. A manera de un sabio
cirujano que corta hasta lo vivo las carnes podridas, a fin de conservar la
vida y de preservar el resto del cuerpo.»
¿Cómo portarnos en
medio de las calamidades?
«Humillarnos bajo la poderosa mano de Dios»,
Y abandonarnos
a su Providencia con sumisión filial, en la íntima convicción de que es Dios
quien lo ha dirigido todo, de que sus designios impenetrables tienen por
principio el amor de las almas, y de que sabrá poner al servicio del bien los
acontecimientos más desconcertantes.
Por lo que personalmente nos concierne, nos conviene recordar
que estamos en manos de Nuestro Padre celestial, y si quiere salvarnos, le es
tan fácil hacerlo en medio de los peligros, como llamarnos a Sí cuando ningún
peligro pareciera amenazarnos, y si es que quiere probarnos, ¡bendito sea su
santo nombre para siempre!
Cumplir nuestros deberes del mejor
modo posible y sacrificarnos por el bien común, según el tiempo y las
circunstancias, y como nuestra situación lo permita.
«La tempestad es
tempestad. A ella se resigna el marinero y trabaja.» Hagamos nosotros lo mismo.
No entremos en la agitación de las olas que nos sacuden, y adhierámonos a la
roca de la Providencia, diciendo: «¡Dios mío, os adoro, os alabo, acepto la
prueba, soporto estos malos días y me mantengo en paz!»
En consecuencia, es preciso orar,
ante todo orar y siempre orar. Pidamos, busquemos, llamemos, importunemos a
Dios, ya para que abrevie la calamidad si tal es su beneplácito, ya también, y
esto de un modo absoluto, para que perezcan las menos almas posibles en la
tormenta, para que los pueblos vuelvan a Dios con corazón contrito y humillado,
los santos se multipliquen, la Iglesia sea más fielmente escuchada y Dios menos
ofendido.
Y como «la
oración unida al ayuno es especialmente buena y la limosna hace hallar
misericordia», la época de las calamidades es el tiempo oportuno cual ningún
otro, para renovarnos en la fidelidad a nuestros deberes, y de añadir a
nuestros sacrificios obligatorios algunas mortificaciones que las sobrepasan, a
fin de aplacar mejor el justo enojo de Dios.
Porque las calamidades son, en general, el castigo del
pecado, y cuando son más universales y terribles, es señal que fue mayor la ola
de iniquidad que provocó la cólera divina. Nada mejor puede hacerse que
enmendar nuestra propia vida y ofrecer al Dueño irritado, al Padre no
reconocido, un acrecentamiento de amor y de fidelidad por lo referente a
nosotros, un abundante tributo de desagravio y reparación por nuestras culpas y
por las del mundo pecador.
Casi idéntica ha de ser nuestra
manera de conducirnos cuando la calamidad venga a descargar sobre nosotros,
sobre nuestras familias o sobre nuestra Comunidad. Trataremos de no ver a ella
sino a Dios, y a Dios paternalmente ocupado en el bien de las almas. «La muerte
de una persona querida me parece una calamidad, y si hubiera vivido algunos
años más, quizá hubiera muerto en estado de pecado. Yo debo treinta o cuarenta
años de vida a esa enfermedad que he sufrido con tan poca paciencia.
Mi salud eterna
pendía de esta confusión que me ha costado tantas lágrimas. No había remedio para mi alma, si yo
no hubiera perdido ese dinero.
¿De qué nos quejamos? ¡Dios se encarga de
conducirnos y nosotros nos inquietamos!» ¡Oh! si penetráramos mejor sus
amorosos designios sobre nosotros, le bendeciríamos hasta en sus aparentes
rigores. Este filial abandono multiplicaría nuestros méritos, nos traería la
paz, movería el corazón de Dios y sería frecuentemente el mejor medio de
acertar.
Dos meses después de la fundación de
la Orden de la Visitación, enfermó tan gravemente Santa Juana de Chantal, que
la muerte parecía inevitable. Fue esta una dura prueba para el piadoso Obispo
de Ginebra, porque teniendo la seguridad de que aquella obra era de Dios y
destinada a producir mucho bien, veía con toda claridad que, caído el pastor,
se dispersaría el rebaño.
Sin embargo,
tuvo el ánimo de decir: «Dios quiere quizá contentarse con nuestros primeros
pasos, sabiendo que no somos bastante fuertes para realizar el viaje entero.» Dios, que no esperaba sino este acto
de abandono, inmediatamente devolvió a la Santa Fundadora la salud para largos
años. Los principios más penosos, las dificultades de reclutar gente, los
muertos, las decepciones, un cisma, una insurrección, la pobreza rayana en
miseria, la persecución de fuera y las importunidades de la autoridad, nada le
faltó a San Alfonso de Ligorio en el establecimiento de su Congregación.
Pero en medio de
las tempestades oraba, y hacia todo cuanto humanamente era posible, «no quería
sino sólo la voluntad de Dios». Era, pues, designio del cielo que el piadoso fundador llegase
a ser un perfecto modelo, y su Instituto un plantel de santos, y para esto, ¿no
convenía que el Padre de este ilustre linaje se asemejase al divino Redentor,
pobre y humilde y perseguido?
Una de las pruebas más fuertes es la
pérdida de los seres queridos. Después de la muerte de su madre, el dulce
Obispo de Ginebra escribe a Santa Juana de Chantal: «¿No es preciso en todo y
por todo adorar esta suprema Providencia, cuyos consejos son santos, buenos y
amables? He aquí que ha sido de su agrado retirar de este miserable mundo a
nuestra muy querida madre para tenerla, como lo espero, cerca de Si, y a su
derecha.
Confesemos que
Dios es bueno y eterna su misericordia. Todas sus voluntades son justas; todos sus decretos,
equitativos, su beneplácito es siempre santo y sus decisiones, muy dignas de
amor.» Como hijo amante, experimentó con esta muerte un dolor vivísimo, pero
tranquilo; no osaría manifestar descontento ni aun lamentarse porque es Dios
quien ha descargado ese golpe. Después de la muerte de su hermana, escribe a
Santa Juana de Chantal, muy afligida con tal motivo: «Menester es no sólo
aceptar el que Dios nos hiera, sino también conviene conformarse en lo que haga
en la parte que sea de su agrado.
Es preciso dejar
a Dios la elección, porque le pertenece... ¡Jesús, Señor mío!, sin reserva, sin condiciones, sin peros,
sin excepción, sin limitación, hágase vuestra voluntad acerca del padre, de la
madre, de la hija, en todo y por todo. Y no digo que no se haya de rogar y
desear su salud, pero decir a Dios: "dejad esto y tomad aquello", en
manera alguna conviene, hija mía, tal lenguaje... Tenéis cuatro hijos, un
suegro, un hermano muy amado, además un padre espiritual, todo esto es muy
querido y con razón, porque Dios lo quiere.
¡Bien! Si Dios os arrebatara todo
esto, ¿no tendríais lo suficiente con poseer a Dios? ¿No pensáis así? Aunque
nada poseyéramos fuera de Dios, ¿no sería esto mucho?» Por una parte, la muerte
es tan sólo una breve separación. Un fin dichoso después de una santa vida
y la eterna reunión cerca de Dios, ¿no es lo esencial? ¿Y no sabe Dios mejor que nadie el tiempo y el
modo más favorable ya para nosotros, ya para los nuestros?
«Que se viertan algunas lágrimas en
la muerte de un pariente, de un amigo -dice San Alfonso-, es una debilidad
perdonable, mas abandonarse a toda la vehemencia del dolor, es falta de virtud,
falta de amor de Dios. Esto no es decir que las buenas religiosas no sientan la
pérdida de los parientes y de ciertas personas particularmente estimadas, pero
piensan: Así lo quiere Dios, y se van resignadas y tranquilas a suplicar por
estas almas queridas, multiplicando oraciones y comuniones, a fin de unirse más
estrechamente a Dios, y de consolarse con la santa esperanza de volver a
encontrar un día a todos reunidos en el Cielo.»
San Bernardo perdió a uno de sus
hermanos. «Resistía -nos dice- a los sentimientos de mi corazón con todas las
fuerzas de mi fe, representándome que la muerte es el tributo a la naturaleza,
la deuda universal, la necesidad de nuestra condición, la orden del
Todopoderoso, la decisión del justo Juez, el azote del Dios terrible, y
finalmente el beneplácito del Señor.
Pude imponerme a
mis lágrimas, mas no a mi dolor, que cuanto más lo comprimía dentro, más
violento se hacía; y declaro que fui vencido.
Vosotros sabéis
cuán justo es mi dolor, qué fiel compañero era aquel que me ha sido arrebatado,
hasta qué extremo era vigilante, laborioso, dulce y agradable.
¿Quién me amó
como él?
¿Quién me fue tan necesario?
Era yo débil de
cuerpo y él me llevaba y animaba, perezoso y negligente y él me excitaba,
olvidadizo y sin previsión y él me advertía. Menos unidos estábamos por los lazos de la sangre que
por el parentesco del espíritu, la armonía de sentimientos y la conformidad de
carácter. Nuestras almas no formaban sino una sola, y un mismo golpe las ha
herido, enviando una mitad al cielo y dejando la otra en la tierra. Y mi
Gerardo ¡era tanto para mí! ... hermano mío por la sangre, hijo mío por la
profesión, mi padre por su piadosa solicitud, un otro yo por el espíritu, mi
íntimo por el cariño. Me ha dejado, y siento el golpe, herido como estoy hasta
el fondo del alma.
Lloro, pero no dirijo reconvención alguna a la
mano que me ha herido. Mis
palabras están llenas de dolor, mas no de murmuración, reconociendo que una
misma sentencia ha castigado al uno y coronado al otro, a cada cual según su
mérito; el Señor dulce y justo ha hecho misericordia a Gerardo su servidor, y a
mí me ha hecho sentir el peso de su justicia.
Señor, vos me
disteis a Gerardo, Vos me lo habéis quitado. Lloro porque me ha sido arrebatado, pero no olvido que
de Vos lo había recibido y os doy gracias por haber podido disfrutar de él.
Habéis reclamado
vuestro depósito y tomado lo que era vuestro. Mis lágrimas ponen fin a mi discurso; poner, Señor,
medida y fin a mis lágrimas.»
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