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martes, 31 de julio de 2012

Jesús y Nuestra Salud y la Enfermedad es un Don.


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«La enfermedad como la salud es un don de Dios. 

Nos lo envía para probar nuestra virtud o corregirnos de nuestros defectos, para mostrarnos nuestra debilidad o para desengañarnos acerca de nuestro propio juicio, para desprendernos del amor a las cosas de la tierra y de los placeres sensuales, para amortiguar el ardor impetuoso y disminuir las fuerzas de la carne, nuestro mayor enemigo; para recordarnos que estamos aquí abajo en un lugar de destierro y que el cielo es nuestra verdadera patria; 
para procurarnos, en fin, todas las ventajas que se consiguen con esta prueba, cuando se acepta con gratitud como un favor especial.» 


La salud se recomienda suficientemente por sí misma, sin que sea necesario afirmar que favorece la oración, las piadosas lecturas, la ocupación no interrumpida con Dios, que facilita el trabajo manual e intelectual, que hace menos penoso el cumplimiento de nuestros deberes diarios. 
Es un precioso beneficio del cielo del que nunca se hace caso sino después
 de haberlo perdido.

 En tanto que se la posee, no siempre se pensará en agradecerla a Dios que nos la concede; se experimentará quizá más dificultad en someter el cuerpo al espíritu, en no derramarse demasiado en los cuidados de la vida presente, en vivir tan sólo para la eternidad que no parece cercana.

Bien santificada es, en efecto, «uno de los tiempos más preciosos de la vida, y con frecuencia, en un día de enfermedad soportada cual conviene, avanzaremos más en la virtud, pagaremos más deudas a la justicia divina por nuestros pecados pasados, atesoraremos más, nos haremos más agradables a Dios, le procuraremos más gloria que en una semana o en un mes de salud. Mas si el tiempo de enfermedad es tiempo precioso para nuestra salvación, son muy pocos los que lo emplean útilmente, los que hacen producir a sus enfermedades el valor que merecen». 

«Por mi parte -dice San Alfonso, llamo al tiempo de enfermedades la piedra de toque de los espíritus; pues entonces es cuando se descubre lo que vale la virtud del alma. Si soporta esta prueba sin inquietud, sin deseos, obedeciendo a los médicos y a sus Superiores, si se mantiene tranquila, resignada en la voluntad de Dios, es señal de que hay en ella un gran fondo de virtud. 

Mas, ¿qué pensar de un enfermo que se queja de los pocos cuidados que de los otros recibe, de sus sufrimientos que encuentra insoportables, de la ineficacia de los remedios, de la ignorancia del médico y que llega a veces hasta murmurar contra Dios mismo, como si le tratase con demasiada dureza?»

¿Seremos del número de los sabios, que no abundan, que no se preocupan ni de la salud ni de la enfermedad, y que saben sacar de ambas todo el provecho posible? O bien, ¿no llegaremos a convertir la salud en un escollo y la enfermedad en causa de ruina? Nada podemos asegurar, pues sólo Dios lo sabe. Por lo pronto, nada hay mejor que establecerse en una santa indiferencia y entregarnos al beneplácito divino, sea cual fuere. Es la condición necesaria, para mantenernos siempre dispuestos a recibir con amor y confianza lo que la Providencia tuviera a bien enviarnos, la plenitud de las fuerzas, la debilidad, la enfermedad o los achaques.

Sin embargo, el abandono no quita sino la preocupación; no dispensa en manera alguna de las leyes de la prudencia, ni siquiera excluye un deseo moderado. Nuestra salud puede ser más o menos necesaria a los que nos rodean, de ella necesitamos para desempeñar nuestras obligaciones. «No es, pues, pecado sino virtud -dice San Alfonso tener de la misma un cuidado razonable, encaminado al mejor servicio de Dios.» 

Aquí se han de temer dos escollos: las muchas y las pocas precauciones. No tenemos derecho a comprometer inútilmente nuestra salud por excesos o culpables imprudencias. Mas, por el contrario, añade San Alfonso, «habrá pecado en cuidar de ella en demasía, visto sobre todo que bajo la influencia del amor propio se pasa fácilmente de lo necesario a lo superfluo». 

Este segundo escollo es mucho más de temer que el primero, por lo que San Bernardo se muestra enérgico contra los sobrado celosos discípulos de Epicuro e Hipócrates: Epicuro no piensa sino en la voluptuosidad; Hipócrates, en la salud; mi Maestro me predica el desprecio de la una y de la otra y me enseña a perder, si es necesario, la vida del cuerpo para salvar la del alma, y con esta palabra condena la prudencia de la carne que se deja llevar hacia la voluptuosidad, o que busca la salud más de lo necesario.

Santa Teresa compadece amablemente a las personas preocupadas con exceso de su salud, que pudiendo asistir al coro sin peligro de ponerse más enfermas, dejan de hacerlo «un día porque les duele la cabeza, otro porque les dolió, y dos o tres días más por temor de que les duela». La santa misma no evitó siempre este escollo, según lo declara en su Vida: 

«Que no nos matarán estos negros cuerpos que tan concertadamente se quieren llevar para desconcertar el alma; y el demonio ayuda mucho a hacerlos inhábiles. Cuando ve un poco de temor no quiere él más para hacernos entender que todo nos ha de matar y quitar la salud; hasta en tener lágrimas nos hace temer de cegar. He pasado por esto y por eso lo sé; y yo no sé qué mejor vista o salud podemos desear que perderla por tal causa. 

Como soy tan enferma, hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre estuve atada sin valer nada; y ahora tengo bien poco. Mas como quiso que entendiese este ardid del demonio, y como me ponía delante el perder la salud, decía yo: "poco va en que me muera... ¡Sí! ¡El descanso! ... No he menester descanso, sino cruz". Ansí otras cosas. 

Vi claro que en muy muchas, aunque yo de hecho soy harto enferma, que era tentación del demonio o flojedad mía, que después que no estoy tan mirada y regalada tengo mucha más salud».

Bien persuadidos de que la santidad es el fin y la salud un medio accesorio, opongamos a todos los artificios del enemigo la valiente respuesta de Gemma Galgani: «Primero el alma, después el cuerpo»; y no olvidemos este importante aviso de San Alfonso: «Temed que, tomando muy a pecho el cuidado de vuestra salud corporal, pongáis en peligro la salud de vuestra alma, o por lo menos la obra de vuestra santificación. Pensad que si los santos hubieran como vos cuidado tanto de su salud, jamás se hubieran santificado.»

Cuando la enfermedad, la debilidad, los achaques nos visiten, ¿nos será permitido exhalar quejas resignadas, formular deseos moderados y presentar súplicas sumisas? Seguramente que sí.

San Francisco de Sales consiente a su querido Teótimo repetir todas las lamentaciones de Job y de Jeremías, con tal que lo más alto del espíritu se conforme con el divino beneplácito. Sin embargo, se burla finamente de los que no cesan de quejarse, que no hallan suficientes personas a quienes referir por menudo sus dolores, cuyo mal es siempre incomparable, mientras que el de los otros no es nada. Jamás se le vio hacer personalmente el quejumbroso: decía sencillamente su mal sin abultarlo con excesivos lamentos, sin disminuirlo con engaños. Lo primero le parecía cobardía; lo segundo, doblez.

«No os prohíbo -dice San Alfonso descubrir vuestros sufrimientos cuando son graves. Mas poneros a gemir por un pequeño mal y querer que todos vengan a lamentarse a vuestro alrededor, lo tengo por debilidad... Cuando los males nos afligen con vehemencia, no es falta pedir a Dios nos libre de ellos. Más perfecto es no quejarse de los dolores que se tienen, y lo mejor es no pedir ni la salud ni la enfermedad, sino abandonarnos a la voluntad de Dios, a fin de que El disponga de nosotros como le plazca. 

Si con todo necesitamos solicitar nuestra curación, sea por lo menos con resignación y bajo la condición de que la salud del cuerpo convenga a la del alma; de otra suerte, nuestra oración sería defectuosa y sin efectos, ya que el Señor no escucha las oraciones que no se hagan con resignación.»

«Paréceme -dice Santa Teresa- que es una grandísima imperfección quejarse sin cesar de pequeños males. No hablo de los males de importancia, como una fiebre violenta, por más que deseo que se soporten con paciencia y moderación, sino que me refiero a esas ligeras indisposiciones que se pueden sufrir sin dar molestias a nadie. En cuanto a los grandes males por sí mismos se compadecen y no pueden ocultarse por mucho tiempo. Sin embargo, cuando se trate de verdaderas enfermedades, deben declararse y sufrir que se nos asista con lo que fuere necesario»

En una palabra, los doctores y los santos admiten quejas moderadas y oraciones sumisas; tan sólo condenan el exceso y la falta de sumisión. Mas prefieren inclinarse, como San Francisco de Sales, «hacia donde hay señales más ciertas del divino beneplácito», y decir con San Alfonso: «Señor, no deseo ni curar, ni estar enfermo; quiero únicamente lo que Vos queréis». 

San Francisco de Sales permite a sus hijas pedir la curación a Nuestro Señor como a quien nos la puede conceder, pero con esta condición: si tal es su voluntad. Mas personalmente, jamás oraba para ser librado de la enfermedad; era demasiada gracia para él, decía; sufrir en su cuerpo a fin de que, como no hacía mucha penitencia voluntaria, siquiera hiciese alguna necesaria. Léese asimismo en el oficio de San Camilo de Lelis, que teniendo cinco enfermedades largas y penosas, las llamaba «las misericordias del Señor», y se guardó muy bien de pedir el ser librado de ellas.


Lejos de nosotros el pensamiento de condenar al que ruega para obtener la curación o alivio de sus males, con tal de que lo haga con sumisión. Nuestro Señor ha curado a los enfermos que se apiñaban en torno suyo; y con frecuencia recompensa con milagros a los que afluyen a Lourdes. A no dudarlo, hay en ello una magnífica demostración de fe y confianza gloriosa en Dios, impresionante para el pueblo cristiano. 

Mas he aquí otro enfermo despegado de sí mismo, tan unido a la voluntad divina y tan dispuesto a todo cuanto Dios quiera enviarle, que se limita a manifestar a su Padre celestial su rendimiento y su confianza, y sea cual fuere la voluntad divina, la abraza con magnanimidad y se contenta con cumplir santamente con su deber. Este enfermo generoso, ¿no muestra tanto como los otros, y aún más, su fe, confianza, amor, sumisión y humilde abnegación? Cada cual puede pensar y tener sus preferencias y seguir su atractivo, pero en cuanto a nosotros, ninguna opinión nos agrada tanto como la de San Francisco de Sales y de San Alfonso.

«Cuando se os ofrezca algún mal -decía el piadoso Obispo de Ginebra-, oponedle los remedios que fueren posibles y según Dios (que los religiosos que viven bajo un Superior reciban el tratamiento que se les ofreciere, con sencillez y sumisión): pues obrar de otra manera seria tentar a la divina Majestad. Pero también, hecho esto, esperad con entera resignación el efecto que Dios quiera otorgar. 

Si es de su agrado que los remedios venzan al mal, se lo agradeceréis con humildad, y si le place que el mal supere a los remedios, bendecidle con paciencia. Porque es preciso aceptar no solamente el estar enfermos, sino también el estar de la clase de enfermedad que Dios quiera, no haciendo elección o repulsa alguna de cualquier mal o aflicción que sea, por abyecta o deshonrosa que nos pueda parecer; por el mal y la aflicción sin abyección, con frecuencia hinchan el corazón en vez de humillarle. 

Mas cuando se padece un mal sin honor, o el deshonor mismo, el envilecimiento y la abyección son nuestro mal, ¡qué ocasiones de ejercitar la paciencia, la humildad, la modestia y la dulzura de espíritu y de corazón! » Santa Teresa del Niño Jesús «tenía por principio, que es preciso agotar todas las fuerzas antes de quejarse. ¡Cuántas veces se dirigía a maitines con vértigos o violentos dolores de cabeza! Aún puedo andar, se decía, por tanto debo cumplir mi deber, y merced a esta energía, realizaba sencillamente actos heroicos». 


«Obedeced, tomad las medicinas, alimentos y otros remedios por amor de Dios, acordándonos de la hiel que El tomó por nuestro amor. Desead curar para servirle, no rehuséis estar enfermo para obedecerle, disponeos a morir, si así le place, para alabarle y gozar de El. 

Mirad con frecuencia con vuestra vista interior a Jesucristo crucificado, desnudo y, en fin, abrumado de disgustos, de tristezas y de trabajos, y considerad que todos nuestros sufrimientos, ni en calidad ni en cantidad, son en modo alguno comparables a los suyos, y que jamás vos podréis sufrir cosa alguna por El, al precio que El ha sufrido por vos.»

Así hacía la venerable María Magdalena Postel. Un asma violenta, durante treinta años por lo menos, habíase unido a ella cual compañera inseparable, y ella la había acogido como a un amigo y a un bienhechor. Estaba a veces pálida, tan sofocada que parecía a punto de expirar. « Gracias, Dios mío -decía entonces-, que se haga vuestra voluntad. ¡Más, Señor, más! » Un día que se le compadecía, exclamó: « ¡Oh!, no es nada. Mucho más ha sufrido el Salvador por nosotros.» Comenzó después a cantar como si fuera una joven de quince anos: «¿Cuándo te veré, oh bella patria?»



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