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«La enfermedad como la salud es un don de Dios.
Nos lo envía para probar nuestra virtud o corregirnos de nuestros defectos, para mostrarnos nuestra debilidad o para desengañarnos acerca de nuestro propio juicio, para desprendernos del amor a las cosas de la tierra y de los placeres sensuales, para amortiguar el ardor impetuoso y disminuir las fuerzas de la carne, nuestro mayor enemigo; para recordarnos que estamos aquí abajo en un lugar de destierro y que el cielo es nuestra verdadera patria;
para procurarnos, en fin, todas las ventajas que se consiguen con esta prueba, cuando se acepta con gratitud como un favor especial.»
La salud se recomienda
suficientemente por sí misma, sin que sea necesario afirmar que favorece la
oración, las piadosas lecturas, la ocupación no interrumpida con Dios, que
facilita el trabajo manual e intelectual, que hace menos penoso el cumplimiento
de nuestros deberes diarios.
Es un precioso beneficio del cielo del que nunca
se hace caso sino después
de haberlo perdido.
En tanto que se la posee, no
siempre se pensará en agradecerla a Dios que nos la concede; se experimentará
quizá más dificultad en someter el cuerpo al espíritu, en no derramarse
demasiado en los cuidados de la vida presente, en vivir tan sólo para la
eternidad que no parece cercana.
Bien santificada es, en
efecto, «uno de los tiempos más preciosos de la vida, y con frecuencia, en un
día de enfermedad soportada cual conviene, avanzaremos más en la virtud,
pagaremos más deudas a la justicia divina por nuestros pecados pasados, atesoraremos
más, nos haremos más agradables a Dios, le procuraremos más gloria que en una
semana o en un mes de salud. Mas si el tiempo de enfermedad es tiempo precioso
para nuestra salvación, son muy pocos los que lo emplean útilmente, los que
hacen producir a sus enfermedades el valor que merecen».
«Por mi parte -dice
San Alfonso, llamo al tiempo de enfermedades la piedra de toque de los
espíritus; pues entonces es cuando se descubre lo que vale la virtud del alma.
Si soporta esta prueba sin inquietud, sin deseos, obedeciendo a los médicos y a
sus Superiores, si se mantiene tranquila, resignada en la voluntad de Dios, es
señal de que hay en ella un gran fondo de virtud.
Mas, ¿qué pensar de un
enfermo que se queja de los pocos cuidados que de los otros recibe, de sus
sufrimientos que encuentra insoportables, de la ineficacia de los remedios, de
la ignorancia del médico y que llega a veces hasta murmurar contra Dios mismo,
como si le tratase con demasiada dureza?»
¿Seremos del número de los sabios,
que no abundan, que no se preocupan ni de la salud ni de la enfermedad, y que
saben sacar de ambas todo el provecho posible? O bien, ¿no llegaremos a
convertir la salud en un escollo y la enfermedad en causa de ruina? Nada
podemos asegurar, pues sólo Dios lo sabe. Por lo pronto, nada hay mejor que
establecerse en una santa indiferencia y entregarnos al beneplácito divino, sea
cual fuere. Es la condición necesaria, para mantenernos siempre dispuestos a
recibir con amor y confianza lo que la Providencia tuviera a bien enviarnos, la
plenitud de las fuerzas, la debilidad, la enfermedad o los achaques.
Sin embargo, el abandono no quita
sino la preocupación; no dispensa en manera alguna de las leyes de la
prudencia, ni siquiera excluye un deseo moderado. Nuestra salud puede ser más o
menos necesaria a los que nos rodean, de ella necesitamos para desempeñar
nuestras obligaciones. «No es, pues, pecado sino virtud -dice San Alfonso tener
de la misma un cuidado razonable, encaminado al mejor servicio de Dios.»
Aquí
se han de temer dos escollos: las muchas y las pocas precauciones. No tenemos
derecho a comprometer inútilmente nuestra salud por excesos o culpables
imprudencias. Mas, por el contrario, añade San Alfonso, «habrá pecado en cuidar
de ella en demasía, visto sobre todo que bajo la influencia del amor propio se
pasa fácilmente de lo necesario a lo superfluo».
Este segundo escollo es mucho
más de temer que el primero, por lo que San Bernardo se muestra enérgico contra
los sobrado celosos discípulos de Epicuro e Hipócrates: Epicuro no piensa sino
en la voluptuosidad; Hipócrates, en la salud; mi Maestro me predica el
desprecio de la una y de la otra y me enseña a perder, si es necesario, la vida
del cuerpo para salvar la del alma, y con esta palabra condena la prudencia de
la carne que se deja llevar hacia la voluptuosidad, o que busca la salud más de
lo necesario.
Santa Teresa compadece amablemente a
las personas preocupadas con exceso de su salud, que pudiendo asistir al coro
sin peligro de ponerse más enfermas, dejan de hacerlo «un día porque les duele
la cabeza, otro porque les dolió, y dos o tres días más por temor de que les
duela». La santa misma no evitó siempre este escollo, según lo declara en su
Vida:
«Que no nos matarán estos negros cuerpos que tan concertadamente se quieren
llevar para desconcertar el alma; y el demonio ayuda mucho a hacerlos
inhábiles. Cuando ve un poco de temor no quiere él más para hacernos entender
que todo nos ha de matar y quitar la salud; hasta en tener lágrimas nos hace
temer de cegar. He pasado por esto y por eso lo sé; y yo no sé qué mejor vista
o salud podemos desear que perderla por tal causa.
Como soy tan enferma, hasta
que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre estuve
atada sin valer nada; y ahora tengo bien poco. Mas como quiso que entendiese
este ardid del demonio, y como me ponía delante el perder la salud, decía yo:
"poco va en que me muera... ¡Sí! ¡El descanso! ... No he menester
descanso, sino cruz". Ansí otras cosas.
Vi claro que en muy muchas, aunque
yo de hecho soy harto enferma, que era tentación del demonio o flojedad mía,
que después que no estoy tan mirada y regalada tengo mucha más salud».
Bien persuadidos de que la santidad
es el fin y la salud un medio accesorio, opongamos a todos los artificios del
enemigo la valiente respuesta de Gemma Galgani: «Primero el alma, después el
cuerpo»; y no olvidemos este importante aviso de San Alfonso: «Temed que,
tomando muy a pecho el cuidado de vuestra salud corporal, pongáis en peligro la
salud de vuestra alma, o por lo menos la obra de vuestra santificación. Pensad
que si los santos hubieran como vos cuidado tanto de su salud, jamás se
hubieran santificado.»
Cuando la enfermedad, la debilidad,
los achaques nos visiten, ¿nos será permitido exhalar quejas resignadas, formular
deseos moderados y presentar súplicas sumisas? Seguramente que sí.
San Francisco de Sales consiente a su
querido Teótimo repetir todas las lamentaciones de Job y de Jeremías, con tal
que lo más alto del espíritu se conforme con el divino beneplácito. Sin
embargo, se burla finamente de los que no cesan de quejarse, que no hallan
suficientes personas a quienes referir por menudo sus dolores, cuyo mal es
siempre incomparable, mientras que el de los otros no es nada. Jamás se le vio
hacer personalmente el quejumbroso: decía sencillamente su mal sin abultarlo
con excesivos lamentos, sin disminuirlo con engaños. Lo primero le parecía
cobardía; lo segundo, doblez.
«No os prohíbo -dice San Alfonso
descubrir vuestros sufrimientos cuando son graves. Mas poneros a gemir por un
pequeño mal y querer que todos vengan a lamentarse a vuestro alrededor, lo
tengo por debilidad... Cuando los males nos afligen con vehemencia, no es falta
pedir a Dios nos libre de ellos. Más perfecto es no quejarse de los dolores que
se tienen, y lo mejor es no pedir ni la salud ni la enfermedad, sino
abandonarnos a la voluntad de Dios, a fin de que El disponga de nosotros como
le plazca.
Si con todo necesitamos solicitar nuestra curación, sea por lo menos
con resignación y bajo la condición de que la salud del cuerpo convenga a la
del alma; de otra suerte, nuestra oración sería defectuosa y sin efectos, ya
que el Señor no escucha las oraciones que no se hagan con resignación.»
«Paréceme -dice Santa Teresa- que es
una grandísima imperfección quejarse sin cesar de pequeños males. No hablo de
los males de importancia, como una fiebre violenta, por más que deseo que se
soporten con paciencia y moderación, sino que me refiero a esas ligeras
indisposiciones que se pueden sufrir sin dar molestias a nadie. En cuanto a los
grandes males por sí mismos se compadecen y no pueden ocultarse por mucho
tiempo. Sin embargo, cuando se trate de verdaderas enfermedades, deben
declararse y sufrir que se nos asista con lo que fuere necesario»
En una palabra, los doctores y los
santos admiten quejas moderadas y oraciones sumisas; tan sólo condenan el
exceso y la falta de sumisión. Mas prefieren inclinarse, como San Francisco de
Sales, «hacia donde hay señales más ciertas del divino beneplácito», y decir
con San Alfonso: «Señor, no deseo ni curar, ni estar enfermo; quiero únicamente
lo que Vos queréis».
San Francisco de Sales permite a sus hijas pedir la
curación a Nuestro Señor como a quien nos la puede conceder, pero con esta
condición: si tal es su voluntad. Mas personalmente, jamás oraba para ser
librado de la enfermedad; era demasiada gracia para él, decía; sufrir en su
cuerpo a fin de que, como no hacía mucha penitencia voluntaria, siquiera
hiciese alguna necesaria. Léese asimismo en el oficio de San Camilo de Lelis,
que teniendo cinco enfermedades largas y penosas, las llamaba «las
misericordias del Señor», y se guardó muy bien de pedir el ser librado de
ellas.
Lejos de nosotros el pensamiento de
condenar al que ruega para obtener la curación o alivio de sus males, con tal
de que lo haga con sumisión. Nuestro Señor ha curado a los enfermos que se
apiñaban en torno suyo; y con frecuencia recompensa con milagros a los que
afluyen a Lourdes. A no dudarlo, hay en ello una magnífica demostración de fe y
confianza gloriosa en Dios, impresionante para el pueblo cristiano.
Mas he aquí
otro enfermo despegado de sí mismo, tan unido a la voluntad divina y tan
dispuesto a todo cuanto Dios quiera enviarle, que se limita a manifestar a su
Padre celestial su rendimiento y su confianza, y sea cual fuere la voluntad
divina, la abraza con magnanimidad y se contenta con cumplir santamente con su
deber. Este enfermo generoso, ¿no muestra tanto como los otros, y aún más, su
fe, confianza, amor, sumisión y humilde abnegación? Cada cual puede pensar y
tener sus preferencias y seguir su atractivo, pero en cuanto a nosotros,
ninguna opinión nos agrada tanto como la de San Francisco de Sales y de San
Alfonso.
«Cuando se os ofrezca algún mal
-decía el piadoso Obispo de Ginebra-, oponedle los remedios que fueren posibles
y según Dios (que los religiosos que viven bajo un Superior reciban el
tratamiento que se les ofreciere, con sencillez y sumisión): pues obrar de otra
manera seria tentar a la divina Majestad. Pero también, hecho esto, esperad con
entera resignación el efecto que Dios quiera otorgar.
Si es de su agrado que
los remedios venzan al mal, se lo agradeceréis con humildad, y si le place que
el mal supere a los remedios, bendecidle con paciencia. Porque es preciso
aceptar no solamente el estar enfermos, sino también el estar de la clase de
enfermedad que Dios quiera, no haciendo elección o repulsa alguna de cualquier
mal o aflicción que sea, por abyecta o deshonrosa que nos pueda parecer; por el
mal y la aflicción sin abyección, con frecuencia hinchan el corazón en vez de
humillarle.
Mas cuando se padece un mal sin honor, o el deshonor mismo, el
envilecimiento y la abyección son nuestro mal, ¡qué ocasiones de ejercitar la
paciencia, la humildad, la modestia y la dulzura de espíritu y de corazón! »
Santa Teresa del Niño Jesús «tenía por principio, que es preciso agotar todas
las fuerzas antes de quejarse. ¡Cuántas veces se dirigía a maitines con
vértigos o violentos dolores de cabeza! Aún puedo andar, se decía, por tanto
debo cumplir mi deber, y merced a esta energía, realizaba sencillamente actos
heroicos».
«Obedeced, tomad las medicinas, alimentos y otros remedios por amor de Dios,
acordándonos de la hiel que El tomó por nuestro amor. Desead curar para
servirle, no rehuséis estar enfermo para obedecerle, disponeos a morir, si así
le place, para alabarle y gozar de El.
Mirad con frecuencia con vuestra vista
interior a Jesucristo crucificado, desnudo y, en fin, abrumado de disgustos, de
tristezas y de trabajos, y considerad que todos nuestros sufrimientos, ni en
calidad ni en cantidad, son en modo alguno comparables a los suyos, y que jamás
vos podréis sufrir cosa alguna por El, al precio que El ha sufrido por vos.»
Así hacía la venerable María
Magdalena Postel. Un asma violenta, durante treinta años por lo menos, habíase
unido a ella cual compañera inseparable, y ella la había acogido como a un
amigo y a un bienhechor. Estaba a veces pálida, tan sofocada que parecía a
punto de expirar. « Gracias, Dios mío -decía entonces-, que se haga vuestra
voluntad. ¡Más, Señor, más! » Un día que se le compadecía, exclamó: « ¡Oh!, no
es nada. Mucho más ha sufrido el Salvador por nosotros.» Comenzó después a
cantar como si fuera una joven de quince anos: «¿Cuándo te veré, oh bella
patria?»
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