La voluntad divina es
la regla suprema de nuestra vida,
la norma del bien, de lo mejor, de lo
perfecto; cuanto más se conforma con ella, más se santifica el
alma.
Existe la voluntad de Dios significada a la que corresponde la obediencia.
Para nosotros religiosos, su principal manifestación es la Santa Regla con las
órdenes de los Superiores. De parte de Dios es la dirección estable y
permanente, y en cuanto a nosotros, el trabajo normal y de todos los días. La
obediencia será, pues, el gran medio de santificación.
Existe también el beneplácito divino, al cual corresponde la conformidad de
nuestra voluntad. Este se manifiesta por los acontecimientos; preséntasenos como
ellos, variable, imprevisto, a veces desconcertante; en el fondo, es un querer
de Dios, siempre paternal y sabio. La Regla está hecha para la Comunidad; el
beneplácito divino corresponde más a nuestras necesidades personales, y lejos
de suplantar a la Regla, añade a la acción de ésta la suya propia, siempre
beneficiosa y con frecuencia eficaz, y a veces hasta llega a ser decisiva.
El verdadero espiritual se adhiere
con amor a toda voluntad de Dios, sea significada o de beneplácito, de suerte
que pueda recoger todos los frutos de santidad que aquélla le proporciona.
La conformidad nacida del temor, o la simple resignación, produce desde
luego efectos saludables; nadie hay que no pueda y deba practicarla. La
conformidad, fruto de la esperanza, es más elevada en su causa y más fecunda en
sus resultados y es accesible a todas las almas piadosas. La conformidad que
produce el amor divino es sin comparación la más noble, la más meritoria, la
más dichosa; transformada en hábito forma el camino de las almas adelantadas.
Es esta conformidad perfecta, amorosa y filial la que hemos estudiado bajo el
nombre de abandono.
El Santo Abandono eleva en nosotros a su más alto grado, y con tanta fuerza
como suavidad, el desasimiento universal, el amor divino, todas las virtudes.
En la cadena más poderosa y más dulce para hacer nuestra voluntad cautiva de la
de Dios en una unión del todo cordial, de una humilde confianza y de una
afectuosa intimidad.
El abandono es por excelencia el secreto para asegurar la
libertad del alma, la igualdad del espíritu, la paz y la alegría del corazón.
Nos procura un agradable reposo en Dios, y lo que aún vale más, es que El es el
artista de nuestras más encumbradas virtudes, el mejor maestro de la santidad.
Llevándonos de la mano de concierto con la obediencia, nos guía con seguridad
por los caminos de la perfección, nos prepara una muerte feliz y nos eleva a
pasos agigantados a las cumbres del Paraíso. Es el verdadero ideal de la vida
interior.
¿Qué alma, por poco clarividente que
sea, no aspirará a tal estado con todas sus fuerzas? Si se conociera mejor su
valor, ¿podría uno ser indiferente en tender a él, acercarse, establecerse
firmemente y hacer en él, de continuo, nuevos progresos? Seguramente que sin
pagar el precio debido no podremos obtenerlo, mas una vez posesionados de este
tesoro, ¿no recompensa con usura nuestro trabajo? ¿Qué hemos de hacer, pues,
para conseguirlo?
Ante todo el abandono, según lo hemos visto, exige tres condiciones, y
trataremos de hacemos indiferentes por virtud a los bienes y a los males, a la
salud y a la enfermedad, a las consolaciones y a las sequedades, a todo lo que
no es Dios y su santa voluntad, a fin de que El pueda disponer de nosotros a su
agrado sin resistencia de nuestra parte. Y puesto que la naturaleza tiene sus
raíces más profundas en el orgullo y la independencia, consagraremos nuestros
más exquisitos cuidados a la obediencia y a la humildad.
Empeño nuestro ha de ser crecer cada día en la fe y confianza en la
Providencia. El acaso no es más que una palabra. Dios es quien dirige los
grandes acontecimientos del mundo y los menores incidentes de nuestra vida. Se
sirve de las causas segundas, pero éstas no obran sino bajo su impulso.
Quieran
o no, los malos como los buenos no son en sus manos sino simples instrumentos;
reservándose El recompensar a los unos y castigar a los otros; quiere, sin
embargo, hacer servir sus virtudes y sus defectos para nuestro adelantamiento
espiritual, y ni los mismos pecados podrán estorbarle en sus designios; están
ya previstos por El y los ha hecho entrar en sus planes.
Ahora bien, Aquel que todo lo ha combinado y que es el Soberano Dueño de
los hombres y de los acontecimientos, es también nuestro Padre infinitamente
sabio y bueno, es nuestro Salvador que ha dado su vida por nosotros, es el
Espíritu de amor ocupado por completo en nuestra santificación. Sin duda, se
propone su gloria, mas no la cifra sino en hacernos buenos y felices. Buscará,
pues, en todo el bien de su Iglesia y de nuestras almas.
Piensa sobre todo en
nuestra eternidad. Nos ama como Dios, y de la manera que El sabe hacerlo, pura
y sinceramente; y si crucifica en nosotros al hombre viejo, es para dar la vida
al hijo de Dios; aun cuando castiga con alguna dureza, su amor es quien dirige
su mano, su sabiduría regula los golpes. ¡Pero no siempre lo entendemos así y a
veces la conducta de la Providencia nos irrita y desconcierta! Pudiera entonces
decirnos el buen Maestro como a Santa Gertrudis: «Sería muy de mi agrado que
mis amigos me juzgasen menos cruel. Deberían tener la delicadeza de pensar que
no uso de severidad sino para su bien, y para su mayor bien.
Hágolo por amor; y si esto no fuera necesario para curarlos o para
acrecentar su gloria eterna, ni siquiera permitiría que el viento más leve los
contrariara.» Jesús, instruyendo a su fiel esposa, «hízola comprender poco a
poco que todo cuanto sucede a los justos viene de mano de Dios; que los
sufrimientos, las humillaciones son de un precio incomparable y constituyen los
más preciados dones de su Providencia; que las enfermedades espirituales, las
tentaciones, las faltas mismas vienen a ser, por medio de su gracia, poderosos
instrumentos de santificación.
Mostróle Jesús cómo escucha las oraciones de sus amigos, aun en aquellas
ocasiones en que se creen olvidados o rechazados; cómo a sus ojos la intención
avalora sus actos; cómo -en los fracasos- los buenos deseos pasan y son
considerados como obras. Le reveló también la elevada perfección de un abandono
completo al divino beneplácito, y la alegría que halla su corazón al ver un
alma entregarse ciegamente a los cuidados de su Providencia y de su amor.»
Santa Gertrudis comprendió estas divinas enseñanzas, y tan profundamente
las grabó en su corazón, que supo repetir en cualquiera ocasión con nuestro
Maestro: «Sí, Padre mío, puesto que tal es vuestro beneplácito.» Si queremos
también nosotros entonar continuamente este himno del abandono, debemos
penetrarnos de estas verdades saludables, nutrirnos de ellas a satisfacción en
la oración y piadosas lecturas, de suerte que poco a poco nos formemos un
estado de espíritu conforme al Evangelio. Hasta será conveniente, dado el caso,
no cerrar los ojos a esta luz de la fe para no mirar sino el lado desagradable
de los acontecimientos.
Este aviso es de la más alta importancia, porque la
naturaleza orgullosa y sensual no gusta de ser contrariada, humillada,
molestada en sus comodidades, privada de gozos y saturada de sufrimientos.
Rebélase entonces, entregada por completo al sentimiento de su dolor, murmura
contra la prueba y contra los causantes de ella, olvida a Dios que nos la
envía, sin pensar en los frutos de santidad que de ahí espera El sacar.
De aquí proviene tanta turbación, inquietud y amargura, cuando por el
contrario, esta dañosa agitación debiera hacer comprender que nuestra vista se
extravía y la voluntad se doblega. ¡ Dichosos aquellos que poseen la sabiduría
de ver la mano de nuestro Padre celestial en todos los acontecimientos,
agradables o penosos, y no mirarlos sino a la luz de la eternidad!
Si el desprendimiento universal, la fe viva y la confianza en la
Providencia nos disponen admirablemente al Santo Abandono, es el amor de Dios
quien lo realiza en nosotros. A El solo pertenece fundir nuestra voluntad en la
de Dios, y dar a esta unión tan íntima el carácter de amorosa intimidad y de
filial confianza, que señala el Santo Abandono.
Mas esta metamorfosis de nuestra voluntad, esta donación total de nosotros
mismos, la lleva a cabo como naturalmente el amor divino; es su tendencia y de
ello experimenta necesidad, y sólo con esta condición se satisface; con el
corazón da también la voluntad, se entrega por completo y sin reservarse nada.
Así, al menos, sucede cuando el amor ha tomado incremento.
Por consiguiente, la ciencia del
abandono no es otra cosa que la ciencia del amor, y para progresar en esta
perfecta conformidad, es necesario aplicarse a crecer en el amor, no en este
amor en el cual secretamente se mezcla cierto escondido interés con que nos
buscamos a nosotros mismos, sino en el amor enteramente puro, que sabiamente se
olvida de sí para darse del todo a Dios.
Ricos de fe, de confianza y de amor, nos hallamos en excelentes
disposiciones para recibir con respeto y sumisión los acontecimientos todos del
divino beneplácito, a medida que se produzcan, o para esperarlos con una dulce
tranquilidad de espíritu y en una paz llena de confianza. Haciendo la voluntad
de Dios significada, y sin omitir la previsión y los esfuerzos que requiere la
prudencia, se desecha fácilmente la turbación y la inquietud, se reposa en los
brazos de la Providencia, al modo de un niño en el seno de su madre.
El desprendimiento universal, la fe, la confianza y el amor, no son
posibles sino con la gracia, y ésta se precisa muy abundante para obtenerlos en
el grado que los exige el Santo Abandono. La oración, pues, se impone. Nos
recomienda San Alfonso: «no olvidemos que es necesario orar, sea cualquiera el
estado en que nos hallemos», aun en las consolaciones, la calma y prosperidad:
mayormente bajo los golpes de la adversidad, en las tentaciones, las tinieblas
y las pruebas de todo género.
Nos enseña a «clamar a Dios: Señor, conducidme por el camino que os plazca,
haced que cumpla vuestra voluntad, no deseo otra cosa». Sin duda, tenemos
derecho a pedir que el Señor nos alivie la carga, mas San Alfonso nos indica un
camino más generoso:
«Esposa bendita de Jesús -dice a su Monja santa-
acostumbraos en la oración a ofreceros siempre a Dios; protestad que por su
amor estáis dispuesta a padecer cualquier pena de espíritu o de cuerpo,
cualquier desolación, cualquier dolor, enfermedad, deshonra o persecución,
pidiéndole siempre os dé fuerzas para hacer en todo su santa voluntad.» Sin
embargo, por nuestra parte no aconsejaríamos de ordinario pedir a Dios pruebas;
creemos también que en lugar de considerar las cruces de un modo particular,
será más prudente aceptar en general las que Dios nos destine, confiándonos a
su bondad y discreción.
«No olvidéis -continúa San Alfonso
este excelente consejo que dan los maestros de espíritu, a saber: cuando sucede
alguna grave adversidad, entonces no hay materia más propia para la oración, y
por consiguiente para hacer repetidos actos de resignación, como tomar objeto
de ella la misma tribulación que ha sobrevenido. Este ha sido el continuo
ejercicio de los santos, conformar su voluntad con la de Dios. San Pedro de
Alcántara lo practicaba aun durante el sueño. Santa Gertrudis repetía
trescientas veces al día: Jesús mío, no se haga mi voluntad sino la vuestra.»
San Francisco de Sales recomendaba a Santa Juana de Chantal «que hiciera un
ejercicio particular de querer y de amar la voluntad de Dios más enérgicamente,
con más ternura y con más amor que a ninguna cosa del mundo; y esto no tan sólo
en las circunstancias soportables, sino en las más insoportables. Poned
vuestros ojos en la voluntad general de Dios con la que quiere todas las obras
de su misericordia y de su justicia en el cielo, en la tierra, bajo la tierra;
y con profunda humildad aprobad, alabad y después amad esta santa voluntad
enteramente equitativa y bella en extremo.
Poned vuestros ojos en la voluntad especial de Dios, con la cual ama a los
suyos; considerad la variedad de consolaciones, pero sobre todo de
tribulaciones que los buenos sufren, y después con grande humildad aprobad,
alabad y amad esta voluntad. Considerad esta voluntad en vuestra persona, en
todo cuanto os acontezca y puede aconteceros de bueno y malo, exceptuando el
pecado; después aprobad, alabad y amad todo esto, protestando que queréis
eternamente honrar, amar, adorar esta soberana voluntad, entregando a merced
suya vuestra persona, a todos. los vuestros, y a mí entre ellos.
Terminad por último con una
ilimitada confianza de que esta voluntad hará todo bien para nosotros y para
nuestra felicidad. Después de haber hecho dos o tres veces en la forma indicada
este ejercicio, podréis acortarlo, variarlo y acomodarlo como mejor os parezca,
ya que es necesario fijarlo con frecuencia en el corazón a modo de
jaculatoria».
La princesa Isabel en su prisión, de la que no había de salir sino para
subir al cadalso, repetía con frecuencia y todas las mañanas esta oración:
«¿Qué me sucederá hoy, Dios mío? Lo ignoro por completo, pero sé que nada me
acontecerá que Vos no lo hayáis previsto, regulado y ordenado desde toda la
eternidad. Esto me basta, Dios mío, esto me basta: adoro vuestros inescrutables
designios y a ellos me someto con todo mi corazón por amor vuestro.
Todo lo
quiero, todo lo acepto, de todo os hago un sacrificio, y uno este sacrificio al
de Jesucristo mi divino Salvador.
En su nombre y por los méritos infinitos de su Pasión os pido la paciencia
en mis trabajos, y la perfecta sumisión que os es debida por todo lo que
queréis y permitís. Así sea.»
Podemos decir de cuando en cuando con el P. Saint-Jure: «Señor mío y Dios
mío, quiero y recibo con agrado todo lo que Vos queréis, y cuando lo
quisiereis, como lo quisiereis y para los fines que os propusiereis, en cuanto
al frío, al calor, a la lluvia, a la nieve, a las tempestades y a todos los
desórdenes de los elementos, lo mismo en cuanto al hambre, a la sed, a la
pobreza, a la infamia, a los ultrajes, a los disgustos, a las repugnancias y a
todas las demás miserias.
Me abandono a Vos con un corazón sumiso, para que dispongáis de mi en esto
como en todo lo demás, según vuestro beneplácito. Referente a las enfermedades,
Vos sabéis las que habéis resuelto enviarme. Yo las quiero y desde este momento
las acepto y las abrazo en espíritu, inmolándome a vuestra divina y adorable
voluntad. Esas quiero y no otras, porque son las que Vos queréis, las recibo
con una perfecta conformidad en vuestra voluntad como las habéis Vos ordenado,
ya en cuanto al tiempo de su venida, ya al de su duración o al de su cualidad.
No las quiero ni más crueles ni más suaves, ni más cortas ni más largas, ni
más benignas ni más agudas, sino tan sólo como ellas deben serlo según vuestra
voluntad.» En todas las cosas, «Señor mío y Dios mío, me abandono y me entrego
por completo a Vos; os entrego mi cuerpo, mi alma, mis bienes, mi honra, mi
vida y mi muerte. Adoro todos vuestros designios sobre mí, y con todo mi
corazón os suplico que cuanto hayáis resuelto acerca de mi, sea en el tiempo,
sea en la eternidad, se cumpla en el más alto grado posible de perfección.»
Es fácil reproducir estos actos en tanto no se deje sentir la prueba, mas
lo importante es repetirlos sobre todo cuando la cruz pesa sobre nuestros
hombros. «En vez de perder el tiempo -dice el P. de la Colombière- en quejaros
de los hombres o de la fortuna, arrojaos sin demora a los pies del Divino
Maestro, pidiéndole la gracia de llevarlo todo con paciencia y constancia. Un
hombre que ha recibido una herida mortal, si es prudente, no corre tras el que
le ha herido, sino que se va derecho al médico que puede curarle.
Además, si buscáis al autor de vuestros males, aun en este caso os es
preciso ir a Dios, puesto que no hay fuera de El quien pueda realmente
causarlos. Id, pues, a Dios; id empero prontamente, id al momento; que sea éste
vuestro primer cuidado. Id, por decirlo así, a devolverle el azote con que os
ha azotado y de que se ha servido para heriros. Besad mil veces las manos de
vuestro Crucifijo, esas manos que os han golpeado, que han llevado a cabo todo
el mal que os aflige.
Decidle muchas veces estas hermosas palabras que El mismo
decía a su Padre en su cruel agonía. Señor, no se haga mi voluntad, sino la
vuestra. Os bendigo con todo mi corazón, os doy gracias de que vuestras órdenes
se ejecuten en mi, y aunque pudiera resistir a ellas, no dejaría de someterme.
De grado recibo esta calamidad tal cual es y en todas sus circunstancias.
No me quejo ni del mal que sufro, ni de las personas que me lo causan, ni
de la forma en que me viene, ni del tiempo ni del lugar en que me ha
sorprendido. Seguro estoy de que Vos habéis querido todas esas cosas, y
preferiría morir antes que oponerme en nada a vuestra santísima voluntad. Si,
Dios mío, todo lo que quisiereis en mí y en todos los hombres, ahora y en todo
tiempo, en el cielo y en la tierra; hágase vuestra voluntad, pero que se haga
en la tierra tal como se cumple en el cielo.»
Si supiéramos ver
siempre esta santísima y adorable voluntad, significada o de beneplácito,
aprobaría, adherirnos siempre a ella, cumplirla con generosidad, con amor y
fidelidad como los santos y los ángeles lo hacen en el cielo, esta voluntad
divina transformaría muy pronto la faz de la tierra; la santidad florecería por
todas partes, reinarían la alegría en los corazones, la caridad entre los
hombres, la paz en las familias y en las naciones.
A pesar de las pruebas, la vida deslizaríase dulce y placentera, embalsamada
de confianza y de amor, cargada de virtudes y de méritos. Llegado el momento, abandonaríamos con gusto el destierro por la patria
y, lejos de temer a Dios como juez, nos apresuraríamos a ir a nuestro Padre.
Vendría, pues, a ser la tierra la antesala del cielo, y el Paraíso seria
para nosotros admirablemente rico de gloria y felicidad. ¡Cuánto han de bendecir al Señor los que han aprendido a amarle y a
seguirle con amor y confianza por cualquiera parte que los conduzca! ¡Cuán
miserablemente se engañan los esclavos de su propia voluntad, que no tienen
suficiente confianza en Dios, su Padre, su Salvador, el Amigo verdadero, para
permitirle santificarlos y hacerlos felices! Nosotros, al menos, amemos a
nuestro dulce Maestro, tan sabio y tan bueno; hagamos con ánimo esforzado todo
lo que El quiere; aceptemos con confianza todo cuanto El dispone: éste es el
camino de elevadas virtudes, el secreto de la dicha para el tiempo y para la
eternidad.
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