Al copiar este articulo favor conservar o citar este link.
www.iterindeo.blogspot.com
Visitamos
Es necesario que
cada cual esté contento con los dones y talentos con que la Providencia le haya
dotado, y no se entregue a la murmuración porque no haya recibido tanta
inteligencia y habilidad como otro, ni porque haya ido a menos en sus recursos
personales, por excesivo trabajo, por la vejez o la enfermedad. Este aviso es
de utilidad general; pues los más favorecidos tienen siempre algunos defectos
que les obligan a practicar la resignación y la humildad.
Y será tanto más
peligroso dejar sin defensa este lado, cuanto que por ahí ataca el demonio a
gran número de almas: incítalas a compararse con lo que fueron en otro tiempo,
con lo que son otros, a fin de hacer nacer en ellas todo género de malos
sentimientos, así como un orgulloso desprecio del prójimo, una necia
infatuación de sí mismos, y una envidia no exenta de malignidad juntamente con
el desprecio, y quizá también el desaliento.
Tenemos el deber
de conformarnos en esto como en todo lo demás con la voluntad de Dios, de
contentarnos con los talentos que El nos ha dado, con la condición en que nos
ha colocado, y no hemos de querer ser más sabios, más hábiles, más considerados
que lo que Dios quiere. Si tenemos menos dotes que algunos otros, o algún
defecto natural de cuerpo o de espíritu, una presencia exterior menos
ventajosa, un miembro estropeado, una salud débil, una memoria infiel, una
inteligencia tarda, un juicio menos firme, poca aptitud para tal o cual empleo,
no hemos de lamentarnos y murmurar a causa de las perfecciones que nos faltan,
ni envidiar a los que las tienen. Tendría muy poca gracia que un hombre se
ofendiese de que el regalo que se le hace por un puro favor no es tan bueno y
rico como hubiera deseado.
¿Estaba Dios obligado a otorgarnos un espíritu más
elevado, un cuerpo mejor dispuesto? ¿No podía habernos criado en condiciones
aún menos favorables, o dejarnos en la nada? ¿Hemos siquiera merecido esto que
nos ha dado? Todo es puro efecto de su bondad a la que somos deudores. Hagamos
callar a este orgullo miserable que nos hace ingratos, reconozcamos
humildemente los bienes que el Señor se ha dignado concedernos.
En la
distribución de los talentos naturales no está Dios obligado a conformarse a
nuestros falsos principios de igualdad. No debiendo nada a nadie, El es Dueño
absoluto de sus bienes, y no comete injusticia dando a unos más y a otros
menos, perteneciendo, por otra parte, a su sabiduría que cada cual reciba según
la misión que determina confiarle. «Un obrero forja sus instrumentos de tamaño,
espesor y forma en relación con la obra que se propone ejecutar; de igual
manera Dios nos distribuye el espíritu y los talentos en conformidad con los designios
que sobre nosotros tiene para su servicio, y la medida de gloria que de ellos
quiere sacar.»
A cada uno exige el cumplimiento de los deberes que la vida
cristiana impone; nos destina además un empleo particular en su casa: a unos el
sacerdocio o la vida religiosa, a otros la vida secular, en tal o cual
condición; y en consecuencia, nos distribuye los dones de naturaleza y de
gracia. Busca ante todo el bien de nuestra alma, o mejor aún, su solo y único
objeto final es procurar su. gloria santificándonos. Como El, nosotros no hemos
de ver en los dones de naturaleza y en los de gracia, sino medios de
glorificarle por nuestra santificación.
Porque, «¿quién
sabe -dice San Alfonso- si con más talento, con una salud más robusta, con un
exterior más agradable, no llegaríamos a perdernos? ¿Cuántos hay, para quienes
la ciencia y los talentos, la fuerza o la hermosura, han sido ocasión de eterna
ruina, inspirándoles sentimientos de vanidad y de desprecio de los demás, y
hasta conduciéndolos a precipitarse en mil infamias?
¿ Cuántos, por el
contrario, deben su salvación a la pobreza, enfermedad o a la falta de
hermosura, los cuales, si hubieran sido ricos, vigorosos o bien formados, se
hubieran condenado?
No es necesario tener hermoso rostro, ni buena salud, ni mucho
talento; sólo una cosa es necesaria: salvar el alma».
Tal vez se nos ocurra la
idea de que necesitamos cierto grado de aptitudes para desempeñar nuestro
cargo, y que con más recursos naturales pudiéramos hacer mayor bien. Mas, como
hace notar con razón el P. Saint-Jure:
«Es una verdadera dicha para muchos y
muy importante para su salvación no tener agudo ingenio, ni memoria, ni
talentos naturales; la abundancia los perdería, y la medida que Dios les ha
otorgado les salvará. Los árboles no se hallan mejor por estar plantados en
lugares elevados, pues en los valles se encontrarían más abrigados.
Una memoria
prodigiosa que lo retiene todo, un espíritu vivo y penetrante en todas las
ciencias, una rara erudición, un gran brillo y un glorioso renombre, no sirven
frecuentemente sino para alimentar la vanidad, y se convierten en ocasión de
ruina.» Hasta es posible hallar alguna pobre alma bastante infatuada de sus
méritos, que desea ser colocada en el candelero, que envidia a los que poseen
cargos, que les denigra y hasta trabaja por perderlos.
¿Qué seria de nosotros
si tuviésemos mayores talentos?
Sólo Dios lo sabe. En vista de ello,
¿hay
partido más prudente que el de confiarle nuestra suerte y entregarnos a El?
¿No está
permitido al menos desear estos bienes naturales y pedirlos? Ciertamente, y a
condición de que se haga con intención recta y humilde sumisión. En otra parte
hemos hablado de las riquezas y de la salud; dejemos a un lado la hermosura,
que el Espíritu Santo llama yana y engañosa. Nosotros podemos necesitar de tal
o cual aptitud, y hay ciertos dones que parecen particularmente preciosos y
deseables, como una fiel memoria, una inteligencia penetrante, un juicio recto,
corazón generoso, voluntad firme.
Es, pues, legitimo pedirlos. El
bienaventurado Alberto Magno obtuvo por sus oraciones una maravillosa facilidad
para aprender, mas el piadoso Obispo de Ginebra, fiel a su invariable doctrina,
«no quiere que se desee tener mejor ingenio, mejor juicio»; según él, «estos
deseos son frívolos y ocupan el lugar del que todos debemos tener: procurar
cultivar cada uno el suyo y tal cual es».
En realidad, lo
importante no es envidiar los dones que nos faltan, sino hacer fructificar los
que Dios nos ha confiado, porque de ellos nos pedirá cuenta, y cuanto más nos hubiere
dado, más nos ha de exigir. Que hayamos recibido diez, cinco, dos talentos, o
uno tan sólo poco importa, será preciso presentar el capital junto con los
intereses. El recompensado con mayor magnificencia no siempre será el que posea
más dones, sino el que hubiere sabido hacerlos más productivos.
Para ser mal
servidor, no es necesario abusar de nuestros talentos, basta enterrarlos. ¿Y
qué pago podemos esperar de Dios si los empleamos no para su gloria y sus
intereses, sino para sólo nosotros, a nuestra manera y no conforme a sus miras
y voluntad? «Como los ojos de los criados están fijos en las manos de sus
señores», así hemos de tener los ojos de nuestra alma dirigidos constantemente
a Dios, ya para ver lo que El quiere de nosotros, ya para implorar su ayuda;
porque su voluntad santísima es la única que nos lleva a nuestro fin, y sin
ella nada podemos.
¿Quién cumplirá, pues, mejor su modesta misión aquí abajo?
No siempre será el de mejores dotes, sino aquel que se haga más flexible en
manos de Dios, es decir: el más humilde, el más obediente. Por medio de un
instrumento dócil, aunque sea de mediano valor, o aun insignificante, Dios hará
maravillas.
«Creedme -decía San Francisco de Sales-, Dios es un gran obrero:
con pobres instrumentos sabe hacer obras excelentes. Elige ordinariamente las
cosas débiles para confundir las fuertes, la ignorancia para confundir la
ciencia, y lo que no es, para confundir a lo que aparenta ser algo. ¿Qué no ha
hecho con una vara de Moisés, con una mandíbula de un asno en manos de Sansón?
¿Con qué venció a Holofernes, sino por mano de una mujer?» Y en nuestros días,
¿no ha realizado prodigios de conversión por medio del Santo Cura de Ars? Este
hombre mucho distaba de ser un genio, pero era profundamente humilde. Cerca de
él había multitud de otros más sabios, y con más dotes naturales; pero, como no
estaban de manera tan absoluta en manos de Dios, no han podido igualar a ese
modesto obrero.
¿Quién hará
servir mejor los dones naturales a su santificación? Tampoco será siempre el mejor
dotado, sino el más esclarecido por la fe, el más humilde y el más obediente.
¿No se han visto con frecuencia hombres enriquecidos en todo género de dones,
dilapidar la vida presente y comprometer su eternidad; mientras que otros con
menos talento y cultura, se muestran infinitamente más sabios, porque vuelven
por completo a Dios y no viven sino para El?
Cierta religiosa deploraba un día
en presencia de Nuestro Señor lo que. ella llamaba su «nulidad», y sufría más
que de costumbre al sentirse tan inútil, cuando la vino este pensamiento:
«puedo sufrir, puedo amar, y para estas dos cosas no necesito ni talento ni
salud. ¡Dios mío, qué bueno sois! ¡Aun siendo la nada que soy, puedo
glorificaros, puedo salvaros muchas almas».
«¡Qué!, preguntaba el bienaventurado
Egidio a San Buenaventura, ¿no puede un ignorante amar a Dios tanto como el más
sabio doctor? Sí, hermano mío, y hasta una pobre viejecita sin ciencia puede
amar a Dios tanto, y aun más que un Maestro en Teología.» Y el Santo Hermano
transportado de gozo, corre a la huerta y comienza a gritar: «Venid, hombres
simples y sin letras, venid, mujercillas pobres e ignorantes, venid a amar a
Nuestro Señor, pues podéis amarle tanto y aun más que Fray Buenaventura y los
más hábiles teólogos.»
l copiar este articulo favor conservar o citar este link.
www.iterindeo.blogspot.com
Visitamos
No hay comentarios:
Publicar un comentario