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viernes, 30 de septiembre de 2011

«Dice Jesús: «Quien a vosotros oye, a mi me oye». ¿Crees todavía que son tus palabras las que convencen a los hombres?... Además, no olvides que el Espíritu Santo puede valerse para sus planes del instrumento más inepto»



«¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que han sido hechos en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia sentados en saco y ceniza. Sin embargo, Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que vosotras en el juicio. Y tú, Cafarnaún, ¿acaso serás exaltada hasta el cielo? Hasta el infierno serás abatida. Quien a vosotros oye, a mí me oye; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado». (Lucas 10, 13-16)

 I. Jesús, hoy me recuerdas una de las grandes verdades de la fe católica: «Quien a vosotros oye, a mí me oye». Tu misión no se acaba con los apóstoles, sino que has venido para salvar a los hombres de todos los tiempos: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mateo 28,20). Por eso cuando dices «vosotros» no sólo te refieres a esos pescadores de Galilea, sino también a todos sus sucesores, los obispos. Quien oye a los obispos -y en especial a Pedro, al Papa- cuando hablan sobre verdades de fe, no escuchan a unos predicadores más o menos inteligentes con los que se puede estar más o menos de acuerdo. Te escuchan a Ti.

Jesús, quieres dejarme esta idea bien clara, porque la tentación es peligrosa. Que fácil es pensar que yo sé más, que yo puedo interpretar la Biblia tan bien o mejor que el Magisterio de la Iglesia. Que difícil, en cambio, es obedecer. Hoy en día parece que el valor más importante es una libertad sin límites, y que -por tanto- nadie me puede imponer su autoridad. Y por entronizar una libertad mal entendida, muchos se alejan de la verdad, de Ti.

«Quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia; y quien a mí me desprecia, desprecia al que me ha enviado.» Jesús, aunque el Papa y los Obispos sean hombres como yo -y, por tanto, puedan cometer errores-, en materia de fe tienen una especial asistencia del Espíritu Santo. Por eso se explica que durante dos mil años, a pesar de las debilidades humanas y de las difíciles circunstancias por las que ha pasado la Iglesia -persecuciones, divisiones, herejías, presiones de todo tipo-, las verdades de fe se han mantenido intactas.

«Para mantener a la Iglesia en la pureza de la fe transmitida por los apóstoles, Cristo, que es la Verdad, quiso conferir a su Iglesia una participación en su propia infalibilidad. Por medio del «sentido sobrenatural de la fe», el pueblo de Dios «se une indefectiblemente a la fe», bajo la guía del Magisterio vivo de la Iglesia» (C. I. C.-889).


II. «Dice Jesús: «Quien a vosotros oye, a mi me oye». ¿Crees todavía que son tus palabras las que convencen a los hombres?... Además, no olvides que el Espíritu Santo puede valerse para sus planes del instrumento más inepto» (Forja.- 671).

Jesús, indirectamente, también te refieres a todos los cristianos -puesto que todos somos discípulos tuyos- cuando dices: «Quien a vosotros oye, a mí me oye». Cuando hablo de Ti a algún amigo, lo importante no es tanto la lógica de mis argumentos, ni mi facilidad de palabra, sino mi unión personal contigo, mi vida interior. Sólo de esta manera seré un buen instrumento tuyo y mis palabras serán eco fiel de las tuyas.

Jesús, si no son mis palabras las que convencen a los hombres, sino la gracia del Espíritu Santo, se comprende que el primer apostolado sea la oración y la mortificación por las personas a las que quiero acercar a Ti. Por más inepto que sea el instrumento, y por más difíciles que sean mis amigos, si rezo con fe y ofrezco pequeños sacrificios por ellos, Tú les darás la gracia necesaria para que mejoren y te amen. «¡Ay de ti, Corozaín!...»

Jesús, quieres recordarme que a quien más se le da, más se le va a pedir. Yo he tenido una educación y unos ejemplos que me han facilitado mucho el camino de la fe. Otros, en cambio, han recibido menos. Que tenga el sentido de responsabilidad de hacer fructificar esos talentos que me has dado.




Jesús pasó muchas veces por diversas ciudades derramando innumerables bendiciones sobre sus habitantes, pero éstos no se convirtieron; no hicieron penitencia, y sin esa conversión del corazón, acompañada de la mortificación, la fe se obscurece y no se sabe descubrir a Cristo que nos visita. Cristo sigue pasando por nuestras ciudades y continúa derramando sus bendiciones sobre nosotros. Saber escucharle y cumplir su voluntad hoy y ahora es de capital importancia para nuestra vida.

La Sagrada Escritura llama dureza de corazón cuando existen malas disposiciones y resistencia a la gracia (Éxodo 4, 21; Romanos 9, 18). A veces alegamos dificultades de algún tipo, pero en realidad se trata de resistencia a abandonar un mal hábito o a luchar decididamente contra algún defecto que impide una mayor correspondencia a lo que el Señor pide. Hemos de quemar con la mortificación, las malas hierbas que tienden a crecer en nuestra alma, para convertir nuestro corazón en tierra buena que espera la semilla para dar fruto.


II. La mortificación no es algo negativo; por el contrario, rejuvenece el alma, la dispone para entender y recibir los bienes divinos, y nos sirve para reparar por nuestros pecados pasados. Por eso pedimos frecuentemente al Señor enmendationem vitae, spatium verae paenitentiae: Un tiempo para hacer penitencia y enmendar la vida (MISAL ROMANO, Formula intentionis misae). Encontramos tres campos para la mortificación: la aceptación amorosa y serena de los contratiempos que cada día nos llegan: cosas que nos son contrarias, aquellas que no son como nosotros quisiéramos, o que llegan de modo inesperado y que nos exigen cambiar de planes.

El Señor que permite el mal, sabe sacar bienes en beneficio de nuestra alma (J. URTEAGA, Los defectos de los santos). No dejemos nosotros de convertirlo en motivo de amor, de crecimiento interior.


III. El segundo campo de nuestras diarias mortificaciones es el cumplimiento del deber, con el que nos hemos de santificar. Ahí encontraremos cada día la voluntad de Dios para nosotros; y hacerlo con perfección, con puntualidad y con amor, requiere sacrificio. El tercer campo de mortificaciones está en aquellas que buscamos voluntariamente con deseo de agradar al Señor, y de disponernos mejor para la oración, para vencer las tentaciones, y para ayudar a nuestros amigos a acercarse al Señor: "Una sonrisa puede ser, a veces, la mejor muestra del espíritu de penitencia" (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja)

Nuestro Ángel Custodio nos ayudará a vencer los estados de ánimo y el cansancio... será muy grato al Señor y una gran ayuda a quienes están con nosotros.



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