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jueves, 22 de septiembre de 2011

¿Miedo del diablo? Responde santa Teresa de Jesús


Contra los miedos injustificados al demonio, reproducimos una página de
santa Teresa de Ávila, tomada de su Vida (capitulo 25, 20-22). Es una
página alentadora, a menos que seamos nosotros quienes abramos la
puerta al demonio...

«Pues si este Señor es poderoso, como veo que lo es, y sé que lo es, y
que con sus esclavos los demonios —y de ello no hay que dudar, pues es
fe—, siendo yo sierva de este Señor y Rey, ¿qué mal me pueden ellos hacer
a mí? ¿Por qué no he de tener yo fortaleza para combatirme con todo el
infierno? Tomaba una cruz en la mano y parecía verdaderamente darme
Dios ánimo, que yo me vi otra en breve tiempo, que no temiera tomarme
con ellos a brazos, que me parecía fácilmente con aquella cruz los venciera
a todos; y ansí dije: —Ahora venid todos, que siendo sierva del Señor, yo
quiero ver qué me podéis hacer.

»Es sin duda que me parecía me habían miedo, porque yo quedé
sosegada, y tan sin temor de todos ellos, que se me quitaron todos los
miedos que solía tener, hasta hoy: porque aunque algunas veces los vía,
como diré después, no les he habido más casi miedo, antes me parecía ellos
me le habían a mí. Quedóme un señorío contra ellos, bien dado del Señor
de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Parécenme tan
cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza.

»No saben estos enemigos derecho acometer, sino a quien ven que se
les rinde, o cuando lo permite Dios para más bien de sus siervos, que los
tienten y atormenten. Pluguiese a Su Majestad temiésemos a quien hemos
de temer y entendiésemos nos puede venir mayor daño de un pecado venial
que de todo el infierno junto, pues es ello ansí. Que espantados nos train
estos demonios, porque nos queremos nosotros espantar con otros
asimientos de honras y haciendas y deleites; que entonces, juntos ellos con
nosotros mesmos, que nos somos contrarios, amando y queriendo lo que
hemos de aborrecer, mucho daño nos harán; porque con nuestras mesmas

armas les hacemos que peleen contra nosotros, puniendo en sus manos con
las que nos hemos de defender.
»Ésta es la gran lástima. Mas si todo lo aborrecemos por Dios y nos
abrazamos con la cruz y tratamos servirle de verdad, huye él de estas
verdades como de pestilencia. Es amigo de mentiras y la mesma mentira;
no hará pacto con quien anda en verdad. Cuando él ve escurecido el en-
tendimiento, ayuda lindamente a que se quiebren los ojos; porque si a uno
ve ya ciego en poner su descanso en cosas vanas, y tan vanas que parecen
las de este mundo cosa de juego de niños, ya él ve que éste es niño, pues
trata como tal, y atrévese a luchar con él una y muchas veces.
»Plega el Señor que no sea yo de éstos, sino que me favorezca Su
Majestad para entender por descanso lo que es descanso, y por honra lo que
es honra, y por deleite lo que es deleite, y no todo al revés; ¡y una higa para
todos los demonios!, que ellos me temerán a mí. No entiendo estos miedos:
¡demonio, demonio!, donde podemos decir: ¡Dios, Dios! y hacerle temblar.
Sí, que ya sabemos que no se puede menear si el Señor no lo primite. ¿Qué
es esto? Es sin duda que tengo ya más miedo a los que tan grande le tienen
al demonio que a él mesmo; porque él no me puede hacer nada, y estotros,
en especial si son confesores, inquietan mucho, y he pasado algunos años
de tan gran trabajo, que ahora me espanto cómo lo he podido sufrir.
¡Bendito sea el Señor, que tan de veras me ha ayudado!»

EL PUNTO DE PARTIDA

Un día un obispo me telefoneó para recomendarme que exorcizase a
cierta persona. Mi primera respuesta fue decirle que se ocupara él de
nombrar un exorcista. Me repuso que no conseguía encontrar a un
sacerdote que aceptase el encargo. Por desgracia, esta dificultad es general.
A menudo los sacerdotes no creen en estas cosas; pero si el obispo les
ofrece hacer de exorcistas, sienten que les caen encima los mil diablos y se
niegan. He escrito muchas veces que se enfada más al demonio confesando,
o sea arrebatándole las almas, que exorcizando, que es sustraerle los
cuerpos. Y aún más rabia se le causa predicando, porque la fe germina de la
palabra de Dios. Por eso un sacerdote que tiene el valor de predicar y
confesar no debería tener ningún temor a exorcizar.

Léon Bloy escribió enardecidas palabras contra los sacerdotes que se
niegan a realizar exorcismos. Las reproduzco de Il diavolo, de Balducci
(Piemme, p. 233): «Los sacerdotes no usan casi nunca su poder como
exorcistas, porque carecen de fe y tienen miedo, en sustancia, a disgustar al
demonio.» También esto es verdad; muchos temen represalias y se olvidan
de que el demonio ya nos hace todo el mal que el Señor le permite: ¡con él
no existen pactos de no beligerancia! Y el autor continúa: «Si los
sacerdotes han perdido la fe hasta el punto de no creer ya en su poder para
exorcizar y no hacer uso de él, este hecho supone una horrible desventura,
una atroz prevaricación, como consecuencia de la cual son
irreparablemente abandonadas a sus peores enemigos las supuestas
histéricas que llenan los hospitales.» Palabras fuertes, pero ciertas. Es una
directa traición al mandamiento de Cristo.

Vuelvo a la llamada de aquel obispo. Le dije con franqueza que, si
no encontraba sacerdotes, estaba obligado a ocuparse él personalmente. Me
respondió, con cándida ingenuidad: «¿Yo? No sabría ni por dónde
empezar.» A lo cual respondí con la frase que me dijo el padre Candido
cuando me encontraba en mis comienzos: «Empiece por leer las
instrucciones del Ritual y rece en favor del solicitante las oraciones
prescritas.»


Éste es el punto de partida. El Ritual de los exorcismos empieza
reproduciendo veintiuna normas que el exorcista debe observar; no importa
que estas normas fuesen escritas en 1614; son directrices llenas de
sabiduría que podrán ser ulteriormente completadas, pero que aún tienen
pleno vigor. Después de haber puesto en guardia al exorcista para que no
crea fácilmente en la presencia del demonio en la persona que se presenta,
proporciona una serie de normas prácticas, tanto para reconocer si se trata
de un caso de verdadera posesión como sobre el comportamiento que el
exorcista debe observar.


Pero el desconcierto del obispo («No sabría ni por dónde empezar»)
es justificado. Un exorcista no se improvisa. Asignar tal misión a un
sacerdote es un poco como poner en manos de una persona un tratado de
cirugía y luego pretender que vaya a practicar operaciones. Muchas cosas,
demasiadas, no se leen en los textos, sino que se aprenden sólo con la
práctica. Por eso he pensado en poner por escrito mis experiencias,
dirigidas por la gran experiencia del padre Candido, aun sabiendo que lo
conseguiré de manera muy deficiente: una cosa es leer y otra ver. Pero
igualmente escribo cosas que no se encuentran en ningún otro libro.
En realidad, el punto de partida es otro. Cuando se presenta, o nos es
presentada por parientes o amigos, una persona para ser exorcizada, se
comienza por un interrogatorio orientado a comprender si hay motivos
razonables para proceder al exorcismo, de lo cual sólo puede obtenerse un
diagnóstico, o bien si tales motivos no existen. Por ello se empieza por
estudiar los síntomas que la propia persona o los parientes denuncian, y
también las posibles causas.


Se empieza por los males físicos. Los dos puntos afectados más a
menudo son la cabeza y el estómago, en caso de influencias maléficas.
Además de los dolores de cabeza agudos y refractarios a los calmantes,
puede haber, especialmente en los jóvenes, una repentina cerrazón al
estudio: muchachos inteligentes y que nunca han tenido dificultades en la
escuela, de golpe ya no consiguen estudiar y la memoria se les reduce a
cero.


 El Ritual señala, como signos sospechosos, las manifestaciones más
vistosas: hablar corrientemente lenguas desconocidas o comprenderlas si
las hablan otros; conocer cosas lejanas y escondidas; demostrar una fuerza
muscular sobrehumana. Como ya dije, sólo he encontrado fenómenos de
este género durante las bendiciones (así llamo siempre a los exorcismos),
no antes. Con frecuencia se denuncian comportamientos extraños o
violentos. Un síntoma típico es la aversión a lo sagrado: personas que de
golpe dejan de rezar, cuando antes lo hacían; que ya no ponen un pie en la
iglesia, ante la que se manifiestan sentimientos de rabia; a menudo
blasfemias y violencia contra las imágenes sagradas. Casi siempre se
añaden comportamientos asociales y rabiosos hacia sus familiares o los

ambientes que frecuentan. Luego se observan extravagancias de diversa
índole.


Ni que decir tiene que, cuando alguien llega al exorcista, ya ha
pasado por todos los exámenes y tratamientos médicos posibles. Las
excepciones son rarísimas, por esto el exorcista no tiene dificultad para que
le transmitan la opinión del médico, los tratamientos realizados y los
resultados obtenidos.


El otro punto que suele verse afectado es la boca del estómago,
inmediatamente debajo del esternón. También allí se pueden comprobar
males lacerantes y rebeldes a los tratamientos; una característica típica de
las causas maléficas se tiene cuando el mal suele desplazarse: ora a todo el
estómago, ora a los intestinos, ora a los riñones, ora a los ovarios... sin que
los médicos comprendan las causas de ello ni se obtenga provecho con los
fármacos.


Hemos afirmado que uno de los criterios de reconocimiento de
posesión diabólica nos lo proporciona el hecho de que las medicinas son
ineficaces, al contrario de las bendiciones. Exorcicé a Marco, afectado por
una fuerte posesión. Había estado ingresado durante mucho tiempo y había
sido machacado con tratamientos psiquiátricos, especialmente
electrochoques, sin que nunca tuviera la menor reacción. Cuando le
indicaron una cura de sueño, le suministraron durante una semana
somníferos que habrían dormido a un elefante; él nunca llegó a dormirse, ni
de día ni de noche. Caminaba por la clínica con los ojos desorbitados, como
un imbécil. Por fin llegó al exorcista e inmediatamente empezaron los
resultados positivos.


También la fuerza extraordinaria puede ser un signo de posesión
diabólica. Un loco en el manicomio puede ser mantenido quieto con la
camisa de fuerza. Un endemoniado, no; lo rompe todo, incluso cadenas de
hierro, como dice el Evangelio sobre el endemoniado de Gerasa. El padre
Candido me narró el caso de una muchacha delgada y aparentemente débil;
durante los exorcismos, apenas podían mantenerla quieta entre cuatro
hombres. Destrozó toda ligadura, incluso anchas correas de cuero con las
que intentaron sujetarla. Una vez, atada con grandes cuerdas a un somier de
hierro, rompió parte de los hierros y en otra parte los dobló en ángulo recto.
Muchas veces el paciente (o también los demás, si se ve afectada una
familia) oye ruidos extraños, pasos en el corredor, hay puertas que se abren
y se cierran, objetos que desaparecen y luego reaparecen en los sitios más
diversos, golpes en las paredes y en los muebles. Siempre pregunto, para
buscar las causas, cuándo empezaron esas molestias, si se las puede
relacionar con un hecho concreto, si el interesado ha asistido a sesiones de
espiritismo, si ha ido a ver a cartománticos o magos y, en caso positivo,
cómo han ido las cosas.


Es posible que, a sugerencia de algún conocido, se haya abierto la
almohada o el colchón del interesado y se hayan encontrado allí los objetos
más extraños: hilos de colores, mechones de cabellos, trenzas, astillas de
madera o de hierro, coronas o cintas atadas de una manera apretadísima,
muñecos, formas de animales, grumos de sangre, guijarros...; son frutos
seguros de hechizos.


Si los resultados del interrogatorio son tales que hacen sospechar la
intervención de una causa maléfica, se procede al exorcismo.
Presento algunos casos; naturalmente, en todos los episodios que
reseño a continuación modifico los nombres y cualquier otro elemento que
pudiera llevar a reconocer a las personas. Para algunas bendiciones vino a
verme la señora Marta, acompañada de su marido. Venían de lejos y con no
poco sacrifìcio. Desde hacía muchos años Marta estaba en tratamiento con
neurólogos, sin ninguna mejoría. Después de algunas preguntas, vi que
podía proceder al exorcismo, si bien ya había sido exorcizada por otros,
pero sin provecho. Al principio cayó al suelo y parecía privada de
conocimiento. Mientras yo avanzaba en las plegarias introductorias, de vez
en cuando se lamentaba: «¡Quiero un verdadero exorcismo, no estas
cosas!» Al comienzo del primer exorcismo, que empieza con las palabras:


«Exorcizo te», se calmó, satisfecha; estas palabras le habían quedado
claramente impresas en los exorcismos anteriores. Luego comenzó a
lamentarse de que le hacía daño en los ojos. Actitudes todas las suyas no
propias de los poseídos. Cuando regresó las veces siguientes, yo no podía
reconocer si mi exorcismo le había producido algún efecto o no. Para
mayor seguridad, antes de despedirla definitivamente, la acompañé una vez
a ver al padre Candido: después de ponerle la mano sobre la cabeza, él me
dijo inmediatamente que allí el demonio no tenía nada que ver. Era un caso
para psiquiatras, no para exorcistas.


Pierluigi, de catorce años, era alto y corpulento para su edad. No
podía estudiar, era la desesperación de sus profesores y compañeros, con
ninguno de los cuales conseguía estar de acuerdo; pero no era violento. Una
de sus características era que cuando se sentaba en el suelo, con las piernas
cruzadas (él decía que «hacía el indio»), ninguna fuerza conseguía
levantarlo, como si se hubiese vuelto de plomo. Después de varios
tratamientos médicos sin resultado, lo llevaron al padre Candido, quien
comenzó a exorcizarlo y apreció una verdadera posesión. Otra de sus
características: no era pendenciero, pero con él la gente se ponía nerviosa,
gritaba, no dominaba los nervios. Un día estaba sentado con las piernas
cruzadas en el rellano de su casa, en el tercer piso. Los demás inquilinos
subían y bajaban por las escaleras, le sacudían para que se fuera de allí,
pero él no se movía. En un momento dado, todos los inquilinos del edificio
se encontraron a la vez en la escalera, en los distintos rellanos, y aullaban y
gritaban como obsesos contra Pierluigi. Alguien llamó a la policía; los



padres del muchacho llamaron al padre Candido, que llegó casi al mismo
tiempo que los policías y ya se había puesto a charlar con el chico para
convencerlo de que entrara en su casa. Pero los policías (tres muchachotes
bien plantados) le dijeron: «Apártese, reverendo; estas cosas son para
nosotros.» Cuando trataron de mover a Pierluigi, no consiguieron
desplazarlo ni un milímetro. Asombrados y chorreando sudor, no sabían
qué hacer. Entonces el padre Candido les dijo: «Que todos vuelvan a sus
casas»; y en un instante se hizo un completo silencio. Luego añadió:
«Ahora bajad un tramo de escalera y observad.» Le obedecieron. Por
último dijo a Pierluigi: «Has estado muy bien: no has dicho ni una palabra
y los has tenido a todos a raya. Ahora vuelve a entrar en casa conmigo.» Le
cogió de la mano y él se levantó y le siguió, muy contento, adonde le
esperaban sus padres. Con los exorcismos Pierluigi logró una considerable
mejoría, pero no una total liberación.


Uno de los casos más difíciles que recuerdo es el de un hombre, en
otro tiempo muy conocido, que durante muchos años fue bendecido por el
padre Candido. También yo fui a bendecirlo a su casa, de la que no se
podía mover. Le hice el exorcismo; no dijo nada (tenía un demonio mudo)
y no noté ni la menor reacción. Cuando me fui, se produjo una reacción
violenta. Siempre ocurría así. Era viejo y quedó totalmente liberado justo a
tiempo de acabar con serenidad sus últimas semanas de vida.


Una madre estaba abrumada por las extravagancias que notaba en un
hijo suyo: en ciertos momentos se enfadaba, lanzaba alaridos desatinados,
blasfemaba y luego, cuando recobraba la calma, no recordaba nada de su
comportamiento. No rezaba y nunca habría aceptado dejarse bendecir por
un sacerdote. Un día, mientras el hijo estaba en el trabajo y, como de
costumbre, había salido vestido con su mono de mecánico, la madre hizo
bendecir las ropas con la correspondiente oración del Ritual. Al regresar
del trabajo, el hijo se quitó el mono sucio y se cambió sin sospechar nada.
A los pocos segundos se quitó la ropa con furia, casi se la arrancó de
encima, y se volvió a poner el mono de trabajo sin decir nada; ya no hubo
manera de que se pusiera aquellas ropas bendecidas; las distinguía perfec-
tamente de las demás de su pequeño guardarropa que no habían sido
bendecidas. Este hecho demostraba más la necesidad de practicar
exorcismos sobre aquel jovencito.


Dos hermanos jóvenes recurrieron a mis bendiciones, angustiados
por molestias de salud y extraños ruidos en la casa, por los cuales se veían
molestados sobre todo a ciertas horas fijas de la noche. Al bendecirles noté
una leve negatividad y les di los oportunos consejos sobre la frecuentación
de los sacramentos, la plegaria intensa, el uso de los tres elementos
sacramentales (agua, aceite y sal exorcizados) y los invité a volver otro día.
Del interrogatorio resultó que esos inconvenientes habían comenzado
cuando sus padres habían decidido llevar a vivir con ellos al abuelo, que se



había quedado solo. Era un hombre que blasfemaba continuamente,
imprecaba y lo maldecía todo y a todos. El añorado padre Tomaselli decía
que a veces basta un blasfemo en casa para echar a perder a una familia con
presencias diabólicas. Este caso era una prueba de ello.


Un mismo demonio puede estar presente en varias personas. La
muchacha se llamaba Pina; el demonio había anunciado que, a la noche
siguiente, se habría ido. El padre Candido, aun sabiendo que en estos casos
los demonios casi siempre mienten, se hizo ayudar también por otros
exorcistas y pidió la presencia de un médico. A veces, para mantener sujeta
a la endemoniada, la recostaban sobre una larga mesa; ella se agitaba y de
vez en cuando se caía al suelo; pero en el último tramo de la caída
disminuía la velocidad como si una mano la sostuviera, por lo cual nunca
se hacía daño. Después de haber trabajado en vano toda la tarde y la mitad
de la noche, los exorcistas decidieron desistir. A la mañana siguiente, el
padre Candido estaba exorcizando a un niñito de seis o siete años. Y el
diablo que estaba dentro de aquel niño comenzó a burlarse del padre: «Esta
noche habéis trabajado mucho pero no habéis conseguido nada. Os la
hemos jugado. ¡Yo también estaba allí!»


Exorcizando a una niña, el padre Candido preguntó al demonio cómo
se llamaba. «Zabulón», respondió. Acabado el exorcismo, mandó a la
pequeña a rezar delante del sagrario. Llegó el turno de otra niña,
igualmente poseída y también a este demonio el padre Candido le preguntó
el nombre. «Zabulón», fue la respuesta. Y el padre Candido: «¿Eres el
mismo que estaba en la otra? Quiero una señal. Te ordeno en nombre de
Dios que vuelvas a la que ha venido antes.» La niña emitió una especie de
aullido y luego, de golpe, se calló y se quedó calmada. Entretanto, los
asistentes oyeron que la otra chiquilla, la que estaba rezando, proseguía
aquel aullido. Entonces el padre Candido ordenó: «Regresa aquí de nuevo.»
Inmediatamente la primera niña reanudó su aullido, mientras la otra volvía
a rezar. En episodios como éste la posesión es evidente.


Del mismo modo es evidente por ciertas respuestas profundas,
especialmente dadas por niños. A un chico de once años el padre Candido
quiso formularle preguntas difíciles cuando se reveló en él la presencia del
demonio. Le preguntó: «En la tierra hay grandes científicos, altísimas
inteligencias que niegan la existencia de Dios y vuestra existencia. ¿Tú qué
dices a esto?» El niño respondió en seguida: «¡Qué va, altísimas
inteligencias! ¡Son altísimas ignorancias!» Y el padre Candido añadió, con
la intención de referirse a los demonios: «Hay otros que niegan a Dios
conscientemente, con su voluntad. ¿Qué son para ti?» El pequeño poseído
se puso en pie de un salto y gritó con furia: «Fíjate bien. Recuerda que
hemos querido reivindicar nuestra libertad incluso delante de él. Le hemos
dicho que no para siempre.» El exorcista apremió: «Explícamelo y dime
qué sentido tiene reivindicar la propia libertad delante de Dios, cuando


separado de él tú no eres nada, como no soy nada yo. Es como si en el
número 10 el 0 quisiera emanciparse del 1. ¿En qué se convertiría? ¿Qué
haría? Te ordeno en nombre de Dios: dime, ¿qué has hecho de positivo?
Vamos, habla.» El otro, lleno de maldad y de miedo, se retorcía, babeaba,
lloraba de un modo terrible e inconcebible en un niño de once años, y
decía: «¡No me hagas este proceso! ¡No me hagas este proceso!»
Muchos se preguntan si se puede tener la seguridad de hablar con el
demonio. En casos como éstos, no hay duda.


Otro episodio. Un día el padre Candido exorcizaba a una muchacha
de diecisiete años, campesina, acostumbrada a hablar en dialecto, por lo
que conocía mal el italiano. Estaban presentes otros dos sacerdotes que,
cuando la presencia de Satanás se manifestó, no se cansaban de hacer
preguntas. El padre Candido, mientras seguía rezando las fórmulas en latín,
mezcló palabras en griego: «¡Cállate, déjala en paz!» Inmediatamente la
muchacha se volvió hacia él: «¿Por qué ordenas que me calle? ¡Díselo más
bien a estos dos que no paran de interrogar!»


El padre Candido ha hecho preguntas muchas veces al demonio en
personas de todas las edades; pero le gusta explicar el interrogatorio a los
niños, porque resulta más evidente que no dan respuestas al alcance de su
edad; por eso es más segura la presencia del demonio. Un día le preguntó a
una chiquilla de trece años: «Dos enemigos que durante la vida se han
odiado a muerte y terminan ambos en el infierno, ¿qué relación tienen entre
sí, al haber de estar juntos durante toda la eternidad?» He aquí la respuesta:
«¡Qué tonto eres! Allá abajo cada uno vive replegado sobre sí mismo y
desgarrado por sus remordimientos. No existe ninguna relación con nadie;
cada uno se encuentra en la soledad más absoluta, llorando
desesperadamente por el mal que ha hecho. Es como un cementerio.»

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