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sábado, 24 de septiembre de 2011

la posesión diabólica no es un mal contagioso.

LAS PRIMERAS «BENDICIONES»



Es útil usar un lenguaje eufemístico ante esta clase de pacientes.
A los exorcismos los llamo siempre bendiciones; a las presencias del
maligno, una vez comprobadas, las llamo negatividades.

Y es una ventaja que las oraciones sean en latín.
Esto obedece a que no se deben usar lenguajes alarmistas, que podrían ser contraproducentes, causando
sugestiones engañosas. Están aquellos que tienen la manía de tener un
demonio; se puede estar casi seguro de que no tienen nada. Para su mente
confusa, el hecho de recibir un exorcismo puede convertirse en una prueba
segura de que tienen un demonio; y ya nadie se lo quitará de la cabeza.
Cuando aún no conozco bien a las personas, insisto en decir que doy una
bendición, aunque hago un exorcismo; muchas veces doy sencillamente la
bendición del Ritual sobre los enfermos.


El sacramental completo incluye largas oraciones introductorias
seguidas de tres exorcismos propiamente dichos: son distintos,
complementarios, y siguen una sucesión lógica hacia la liberación. No me
importa la época en que fueron escogidos (1614); es un hecho que son fruto
de una experiencia directa, muy prolongada.


Quien los escribió (Alcuino) los experimentó perfectamente,
sopesando la repercusión que tenía cada frase sobre personas
endemoniadas. Hay alguna pequeña laguna, a la que el padre Candido puso
inmediatamente remedio; y yo con él. Por ejemplo, falta una invocación
mariana. En cada uno de los tres exorcismos la hemos añadido,
sirviéndonos de las palabras empleadas en el exorcismo de León XIII. Pero
son pequeñeces, dado que se remontan como mínimo a los siglos IX y X.


Ya he dicho que el exorcismo puede durar pocos minutos o varias
horas. La primera vez que se exorciza a una persona, aunque uno se dé
cuenta desde el principio de que presenta negatividades, es preferible ser
breves: alguna oración introductoria y uno de los tres exorcismos; en
general, elijo el primero, que da también la oportunidad de la sagrada un-
ción. El Ritual no habla de ello, como no habla de muchas otras cosas que
mencionaremos; pero la experiencia nos ha enseñado (inspirándonos en la

unción que se hace en el rito del bautismo) que es muy eficaz el uso del
óleo de los catecúmenos en las palabras: «Sit nominis tui signo famulus
tuus munitus.» El demonio trata de esconderse, de no ser descubierto, para
no ser expulsado, por ello puede suceder que las primeras veces manifieste
poco o nada su presencia. Pero luego la fuerza de los exorcismos lo obliga
a salir al descubierto. Y existen varios modos de azuzarlo; también la
unción.


El Ritual no precisa la posición que debe asumir el exorcista: hay
quien está de pie y quien sentado, quien a la derecha y quien a la izquierda
del poseído, o detrás. El Ritual sólo precisa que, a partir de las palabras
«Ecce crucem Domini», se ponga un extremo de la estola sobre el cuello
del paciente y que el sacerdote mantenga su mano derecha sobre la cabeza.
Nosotros hemos visto que el demonio es muy sensible en los cinco sentidos
(«entro por ahí», me dijo una vez) y sobre todo en los ojos. Entonces el padre
Candido y sus discípulos solemos apoyar ligeramente dos dedos sobre los
ojos y alzar los párpados en determinados momentos de las oraciones. Casi
siempre sucede que, en los casos de presencia maléfica, los ojos se quedan
completamente en blanco; cuesta ver si es así y a veces se necesita la ayuda
de la otra mano para ver dónde están las pupilas: si arriba o abajo.


La posición de las pupilas es significativa de la especie de los
demonios así como de los trastornos. En los numerosos interrogatorios, los
demonios se han clasificado siempre según una doble distribución inspirada
en el capítulo 9 del Apocalipsis: si las pupilas están arriba, se trata de
escorpiones; si están abajo, se trata de serpientes. Los escorpiones tienen
como jefe a Lucifer (nombre quizá no bíblico, pero arraigado en la
tradición); las serpientes tienen como jefe a Satanás, que manda también a
Lucifer (pero el demonio podría ser el mismo) y a todos los demonios.
Hago notar que la palabra «diablo» en la Biblia no tiene un sentido
genérico como demonio, sino que indica siempre y sólo a Satanás; otro
nombre de Satanás es Belcebú. Para muchos, Lucifer es también sinónimo
de Satanás; no me detengo a profundizar en esta cuestión; según mi
experiencia, se trata de dos demonios distintos.


Los demonios son muy reacios a hablar; hay que obligarles y sólo lo
hacen en los casos más graves, los de verdadera y auténtica posesión. En
ocasiones son espontáneamente muy locuaces: es un truco para distraer al
exorcista de la necesaria concentración y, además, para evitar responder a
las Preguntas útiles, cuando son interrogados. En el interrogatorio es muy
importante atenerse a las reglas del Ritual: no hacer preguntas inútiles o de
curiosidad, sino preguntar el nombre, si hay otros demonios y cuántos,
cuándo y cómo el maligno entró en ese cuerpo, cuándo saldrá de él. Si la
presencia del demonio obedece a un maleficio, se interroga de qué modo ha
sido hecho tal maleficio. Si la persona ha comido o bebido cosas maléficas,

debe vomitarlas; si se ha escondido algún hechizo, hay que llevarle a decir
dónde se encuentra, para quemarlo con las debidas precauciones.


Durante el curso de los exorcismos, si hay una presencia maléfica,
ésta emerge poco a poco o, en ciertos casos, con explosiones imprevistas.
El exorcista adquirirá paulatinamente conocimiento de la fuerza y la
gravedad del mal: si se trata de posesión, de vejación, o de obsesión; si es
un mal de poca monta o si está fuertemente arraigado. Es difícil encontrar
textos que ofrezcan explicaciones claras sobre este campo. Yo uso el
siguiente criterio: si una persona, durante los exorcismos (nótese que éste
es el momento en que el demonio se ve más forzado a salir al descubierto,
cuando es constreñido por la fuerza del exorcismo; él puede atacar a la
persona también en otros momentos pero, generalmente, de modo menos
grave), si, decía, la persona entra completamente en trance, por lo cual si
habla es el demonio el que habla por su boca, si se agita es el demonio el
que se sirve de sus miembros, y al final del exorcismo el individuo no
recuerda nada de cuanto ha ocurrido, entonces se trata de posesión
diabólica, o sea que la persona tiene un demonio dentro, que de vez en
cuando actúa con sus miembros. Si, en cambio, durante los exorcismos, una
persona, aun teniendo algunas reacciones que revelan la acometida
demoníaca, no pierde del todo el conocimiento y al final recuerda incluso
vagamente aquello que ha sentido o hecho, entonces es vejación diabólica:
no hay un diablo fijo dentro del cuerpo de la persona, sino un diablo que de
vez en cuando la ataca y le provoca trastornos físicos y psíquicos. Pero no
siempre es así.


Aquí no me detengo a hablar de la tercera forma (además de la
posesión y la vejación), que es la obsesión diabólica: pensamientos
obsesivos invencibles que atormentan sobre todo de noche, pero a veces de
modo permanente. Nótese que en todos los casos el tratamiento es el
mismo: oración, sacramentos, ayuno, vida cristiana, caridad, exorcismos.
Me detengo más bien a considerar algunos trastornos de carácter
general que pueden indicar una causa maléfica, aun cuando no siempre se
trata de este mal: no son suficientes para un diagnóstico, pero pueden
ayudar a formularlo.


Las negatividades, o sea los demonios, tienden a atacar al hombre en
cinco puntos, de modo más o menos grave según la causa: en la salud, en
los afectos, en los negocios, en las ganas de vivir y en el deseo de morir.
En la salud. El maligno tiene el poder de provocar males físicos y
psíquicos. Ya he mencionado los dos males más comunes, en la cabeza y
en el estómago. En general, éstos son males permanentes. Otros males son
pasajeros, a menudo afectan incluso sólo durante el exorcismo. Se trata de
bubones, grietas, cardenales... El Ritual sugiere hacer sobre ellos la señal
de la cruz y rociar con agua bendita. Muchas veces he comprobado la
eficacia incluso de poner encima de ellos sólo la estola y presionar con una

mano. Varias veces me he visto ante casos de mujeres que han venido a
verme inquietas porque estaban a punto de ser operadas de quistes en los
ovarios: así resultaba de los dolores y la ecografía. Después de la
bendición, cesaban los dolores; tras una nueva ecografía, los quistes ya no
aparecían y no volvía a hablarse de operación. El padre Candido vivió una
rica casuística de males graves desaparecidos gracias a sus bendiciones;
incluso tumores en el cerebro, de los que los médicos estaban seguros.
Naturalmente estas cosas pueden practicarse sólo sobre aquellas personas
que tienen negatividades y de las cuales puede sospecharse que el mal
depende del maligno.


En los afectos. El maligno puede dar tensión nerviosa y mal humor
incontenibles, especialmente con las personas que más nos quieren. Así,
rompe matrimonios, deshace noviazgos, suscita disputas con voces
destempladas y estrépito en familias en las que, en realidad, todos se
quieren; y siempre por motivos fútiles. Trunca las amistades; da a la
persona afectada la impresión de que no es grata en ningún ambiente, de
que se la evita, de que debe aislarse de todos. Incomprensión, no amor,
vacío afectivo total, imposibilidad de casarse. También éste es un caso muy
corriente: cada vez que se inicia una relación de amistad que podría
desembocar en amor, o incluso cuando ha habido una declaración expresa,
de golpe todo se esfuma sin motivo.


En los negocios. Imposibilidad de encontrar trabajo, incluso cuando
se llega a la casi certeza de lograr un puesto; no existen motivos o son
absurdos. O bien personas que encuentran trabajo, pero luego lo dejan por
motivos banales; con dificultad encuentran otro, pero luego ni siquiera se
presentan a él o lo abandonan también, con una ligereza que a los parientes
les parece inconsciencia o anormalidad. He visto a familias muy
acaudaladas caer en la más negra miseria por motivos humanamente
inexplicables. A veces se trataba de grandes industriales a los que, de golpe
y por motivos inexplicables, todo ha comenzado a írseles a pique; otras
veces, grandes empresarios han empezado, de repente, a cometer errores
burdos, como para llevarles a acabar con un montón de deudas; en otras
ocasiones, comerciantes que dirigían tiendas abarrotadísimas han visto de
pronto cómo nadie ponía el pie en su comercio. En síntesis, se ha tratado de
la imposibilidad de encontrar cualquier trabajo, o bien del paso de la
normalidad económica a la miseria, de un trabajo intenso al paro. Y
siempre sin motivos razonables.


En las ganas de vivir. Es lógico que los males físicos, el aislamiento
afectivo, el fracaso económico, empujen a un pesimismo y que la vida se
vea sólo con matices negativos. Sigue una especie de incapacidad para el
optimismo o al menos para la esperanza; la vida aparece totalmente negra,
sin posibilidad de salida, insoportable.


En el deseo de morir. Es el punto final que el maligno se propone:
hacer llegar a la desesperación y al suicidio. Y me interesa decir
inmediatamente que cuando uno se pone bajo la protección de la Iglesia,
incluso con una sola bendición, este quinto punto queda excluido. Parece
que se revive lo que el Señor respondió al demonio respecto de Job: «Está
bien, haz con él lo que quieras, con tal de que respetes su vida» (Jb. 2, 6).
Yo podría contar una serie de episodios en los que, con intervenciones que
tienen algo de milagroso, el Señor salvó del suicidio a ciertas personas.
Muchos, cuando exponía estos cinco puntos, se encontraban


plenamente inmersos en ellos, aunque con distintas fases de gravedad. Me
interesa repetir que estos males pueden ser consecuencia de una presencia
maléfica, pero también pueden tener otras causas: no bastan por sí solos
para llegar a la conclusión de que una persona está poseída o infestada por
el maligno.


Sobre el quinto punto, deseo de morir e intentos de suicidio, al ser el
aspecto más grave, quisiera reseñar al menos dos ejemplos.
Me ocupé del caso de una enfermera profesional que, en fase de
crisis aguda, sin capacidad de soportar más, hizo un razonamiento del todo
disparatado. Debía realizar una transfusión de sangre. Pensó: «Inyecto otro
grupo sanguíneo; el enfermo muere, a mí me detienen y así me refugio en
la cárcel.» Hizo cuanto se había propuesto, completamente segura de que
había usado otro grupo sanguíneo para la transfusión. Se dirigió a su
cuartito, a la espera de ser detenida. Pero las horas pasaban en vano. La
transfusión había ido muy bien (no se sabe cómo) y la enfermera ya sólo
pensó en arrepentirse de su estupidez.


Giancarlo, un guapo muchachote de veinticinco años, parecía lleno
de salud y de vivacidad. En cambio, tenía un «inquilino» que le
atormentaba de manera atroz. Los exorcismos le daban un poco de alivio,
pero demasiado poco. Una tarde decidió acabar con todo, como ya había
intentado otras veces. Caminó a lo largo de las vías de una importante línea
férrea, llegó a una amplia curva y se tendió sobre los rieles de una de las
dos vías. Con la única ayuda de un saco de dormir, resistió en esta incó-
moda posición durante cuatro o cinco horas. Pasaron varios trenes, en
ambas direcciones, pero todos por las vías de al lado. Y ningún maquinista
o ferroviario advirtió su presencia.


Éste es el hecho: me es imposible dar una explicación natural del
mismo.


Le pregunté al padre Candido si, en una experiencia tan larga como
la suya, tuvo casos mortales en personas a las que él bendecía. Tuvo sólo
uno y me lo contó. Una muchacha romana, reducida a una grave situación a
causa de una posesión total del maligno, había empezado a ir a verle para
ser exorcizada. Ya comenzaba a obtener algún provecho, si bien tenía
muchas dificultades para combatir las tentaciones de suicidio. También su

madre fue un día a ver al padre Candido; era una mujer que creía que su
hija era una «majadera» y le hacía continuos reproches. Ante las
explicaciones del padre Candido se mostró convencida, pero, en realidad,
no era así. Un día, mientras la hija confiaba a la madre sus continuas
tentaciones de suicidarse, esa madre indigna le hizo una de sus habituales
escenas: «Eres una majadera, no vales para nada, ni matarte sabes.
¡Inténtalo!», y al decir esto abrió la ventana. La hija se arrojó al vacío y
murió en el acto. Éste es el único caso de suicidio que le ocurrió al padre
Candido por parte de una persona a la que estaba bendiciendo. Pero resulta
más que evidente la culpa de la madre, que ya tenía otras culpas por la
situación en que se encontraba su hija. Hemos aludido a la duración de los
exorcismos y a la imprevisibilidad del tiempo necesario para conseguir la
liberación. Es muy importante la colaboración activa del sujeto; pero, a
veces, a pesar de contar con ella, sólo se alcanza alguna mejoría, no la
curación. Un día el padre Candido estaba exorcizando a un muchacho
grande y gordo, de esos que hacen sudar al exorcista porque requieren
también un gran esfuerzo físico. A veces parece que se libra una verdadera
lucha. Desde el principio aquel joven le había dicho al padre Candido: «No
sé si es bueno que hoy me exorcice; tengo la impresión de que le haré
daño.» En efecto, hubo una auténtica lucha entre los dos, con resultado
incierto sobre quién había prevalecido. Luego, de golpe, aquel joven se
derrumbó y durante un rato también el padre Candido cayó encima de él.
Me decía sonriendo: «Si alguien hubiese entrado en aquel momento, no
habría entendido quién era el exorcista y quién el poseído.» Luego el padre
se recuperó y terminó el exorcismo. Después de algunos días recibió un
mensaje del padre Pio:

«No pierda el tiempo y las fuerzas con ese joven. Es
un esfuerzo inútil.»

Con su intuición, que le venía de lo alto, el padre Pio
había entendido que en aquel caso no conseguiría nada. Y los hechos
confirmaron sus palabras.


Quisiera añadir una observación: la posesión diabólica no es un mal
contagioso, ni para los parientes, ni para quien asiste a ella, ni para los
lugares en que se desarrollan los exorcismos. Es importante decirlo con
claridad, porque a menudo nosotros, los exorcistas, nos vemos con grandes
dificultades para encontrar lugares donde administrar este sacramental. Y
muchos rechazos dependen precisamente del miedo a que el local quede
«infestado». Es necesario que al menos los sacerdotes sepan que la
presencia de los poseídos y los exorcismos practicados sobre ellos no dejan
ninguna secuela sobre los lugares ni sobre las personas que los habitan. En
cambio, debemos temer al pecado; un pecador encallecido, un blasfemo,
puede hacer daño a su familia, al ambiente de trabajo y a los lugares que
frecuenta.


Reseño algunos casos, que elijo no entre los hechos más clamorosos
que me han sucedido sino entre aquellos que son típicos y más corrientes.

Una muchacha de dieciséis años, Anna Maria, estaba angustiada
porque desde hacía algún tiempo le iba mal en los estudios (en el pasado
nunca había tenido dificultades) y oía en su casa extraños ruidos. Vino a
verme acompañada por sus padres y su hermana. La bendije y noté algunos
pequeños signos de negatividad. Luego bendije a la madre, que acusaba
algunos trastornos. En cuanto le puse las manos sobre la cabeza, dio un
gran alarido y se deslizó hasta el suelo desde la silla en la que estaba
sentada. Hice salir a las dos hermanas y continué el exorcismo, asistido por
el marido; noté una negatividad mucho más fuerte que en la hija. Para
Anna Maria me bastaron tres bendiciones: era un caso débil y fue
inmediatamente remediado. Para la madre se necesitaron algunos meses,
con un ritmo de una bendición por semana, y se curó completamente,
mucho antes de lo que hubiera podido prever por sus reacciones a la
primera bendición.


A Giovanna, una señora de unos treinta años, madre de tres hijos, me
la envió su confesor. Acusaba dolores de cabeza, de estómago y desvaneci-
mientos. Según los médicos estaba sanísima. Poco a poco salió fuera el
mal, o sea la presencia de tres demonios, cada uno de los cuales había
entrado en ella como consecuencia de hechizos, en tres ocasiones distintas
de su vida. El hechizo más fuerte se lo había hecho una muchacha que,
antes del matrimonio de Giovanna, aspiraba con vehemencia a casarse con
el novio de ésta. Era una familia de intensa devoción y así los exorcismos
se vieron facilitados; dos demonios salieron bastante pronto, mientras que
el tercero fue más reacio. Se necesitaron casi tres años de bendiciones, con
un ritmo de una por semana.


Después de una cita, vino a verme Marcella, una muchacha muy
rubia de diecinueve años, de aire presumido. Sufría dolores de estómago
lacerantes y de un temperamento que no conseguía dominar, ni en su casa
ni en su trabajo: daba respuestas ofensivas, ácidas, sin poderse refrenar.
Según los médicos, no tenía nada. En cuanto le puse las manos sobre los
párpados, al comienzo de la bendición, se le pusieron los ojos
completamente en blanco, con las pupilas apenas perceptibles abajo, y
estalló en una carcajada irónica. Apenas tuve tiempo de pensar que aquello
era Satanás cuando de pronto oí que me decían: «Soy Satanás», con una
nueva carcajada. Poco a poco Marcella intensificó su vida de práctica
religiosa, se hizo constante en la comunión, en el rosario cotidiano y en la
confesión semanal (¡la confesión es más fuerte que un exorcismo!).


Experimentó una progresiva mejoría, salvo algún paso atrás cuando
aflojaba el ritmo de oración, y se curó al cabo de sólo dos años.
Giuseppe, de veintiocho años, vino a verme acompañado por su
madre y su hermana. Inmediatamente advertí que sólo había venido para
complacer a los suyos. Hedía intensamente a humo; tomaba drogas y
también las vendía, blasfemaba. Era inútil hablar de oración y de

sacramentos. Traté de disponerle de la mejor manera para que aceptase de
buena gana mi bendición. Ésta fue brevísima: el demonio se manifestó
inmediatamente de modo violento, y corté en seguida. Cuando le dije a
Giuseppe lo que tenía, me respondió:


«Ya lo sabía y estoy contento así; con el demonio estoy bien.»

No le he vuelto a ver.

Sor Angela, aunque joven, ya estaba reducida a una situación
lastimosa cuando vino a verme: casi no conseguía hablar, tanto menos
rezar. Sufría evidentemente en todo el cuerpo, no había parte de ella que no
mostrara sufrimiento. Le resonaban en la cabeza continuas blasfemias y a
menudo se oían ruidos extraños, que también las demás hermanas
percibían. El origen de todas sus desdichas estaba en la maldición (y quizá
el hechizo) de un sacerdote indigno; sor Angela ofrecía todos sus
sufrimientos por el bien de su congregación. Después de muchas
bendiciones, de las que obtuvo algún provecho, fue trasladada a otra
ciudad. Espero que haya encontrado otro exorcista para proseguir la obra
de liberación.


Entre los casos tremendos de hechizos de toda una familia, describiré
uno. El padre, comerciante muy acreditado, se vio de golpe sin pedidos, por
motivos inexplicables. Tenía los almacenes llenos de mercancías pero
ningún cliente daba señales de vida. Una vez, cuando había logrado colocar
una cierta cantidad, el camión encargado de retirar la mercancía se averió
repetidamente, sin llegar a destino, por lo cual el contrato fue anulado. En
otra ocasión, en que con gran fatiga había logrado concertar una venta,
llegó el camión, pero nadie consiguió levantar la persiana del almacén;
también ese negocio se esfumó. Una hija casada, por aquella misma época,
fue abandonada por su marido, y a la otra hija, en vísperas de la boda,
cuando ya estaba lista la casa y completamente amueblada, la plantó su
novio sin explicaciones. Además había trastornos de salud y ruidos en la
casa, como casi siempre sucede en estos casos. No se sabía por dónde
empezar. También aquí, además de las acostumbradas recomendaciones
sobre la oración, la frecuentación de los sacramentos y una vida cristiana
coherentemente vivida, comencé por bendecir a todos los miembros de la
familia. Luego exorcicé y celebré la misa en la vivienda y en los lugares de
trabajo del padre. Los resultados empezaron a ser evidentes después de un
año y prosiguieron con constancia, aunque como si fuese en cámara lenta.
¡Verdaderamente suponen duras pruebas de fe y perseverancia!


Antonia, una muchacha de veinte años, vino acompañada por su
padre, que era pastelero. Desde hacía muy poco, la hija había asumido el
aspecto de una vidente: oía voces extrañas, no lograba dormir ni trabajar; el
padre había empezado a sufrir dolores de estómago que los médicos y las
medicinas no lograban calmar. Cuando bendije a la hija, vi que se trataba
de una ligera negatividad; le dije que podía salir airosa con pocas

bendiciones, salvo sorpresas. En cambio, cuando bendije al padre, éste
entró completamente en trance, aunque permaneció mudo y no hizo
ninguna locura. Al despertarse, vi que no se había dado cuenta de nada.


Entonces recomendé a la hija que no le dijera a su padre nada de lo que
había ocurrido, para no espantarle, pero que volvieran los dos otro día. En
casa la hija no supo abstenerse y se lo dijo todo; el padre se asustó de haber
entrado en trance y fue... a ver a un mago. Sé, a través de la persona que me
los había enviado, que están mal los dos, pero no han vuelto a verme. He
tenido contacto otras veces con personas que, desalentadas por la lentitud
de la curación, se han dirigido a magos, con pésimas consecuencias. Dios
nos ha creado libres; también somos libres de hundirnos.


Como conclusión de este capítulo me interesa precisar un hecho:
cada exorcista posee sus experiencias que, a veces, son irrepetibles,

 o sea que no encuentran confirmación por parte de otros exorcistas. No me
asombra que algunos exorcistas se hayan quedado perplejos, sobre todo en
cuanto a lo que he expuesto en la primera parte sobre la posición de los
ojos, el dolor de cabeza o de estómago; habría podido exponer otros hechos
que me ocurren constantemente. Son reacciones advertidas siempre o casi
siempre por el padre Candido y que siguen repitiéndose con sus discípulos.
Continúan siendo verdaderas aunque no encuentren confirmación en la
experiencia de otros exorcistas.


Considero que se deben valorar con mucho respeto los distintos
métodos y experiencias. La verdad de un hecho, o de un tipo de reacción, o
la eficacia de un método, no disminuye aun cuando se trate de una
particularidad vinculada a un determinado exorcista y no comprobable por
otros.

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