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lunes, 19 de septiembre de 2011

LOS EXORCISMOS «A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre

«A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre
expulsarán los demonios» (Mc. 16, 17):


este poder que Jesús confirió a todos los creyentes conserva su plena validez. Es un poder general, basado
en la fe y la oración. Puede ser ejercido por individuos o comunidades. Es
siempre posible y no requiere ninguna autorización. Pero precisemos el
lenguaje: en este caso se trata de plegarias de liberación, no de exorcismos.
La Iglesia, para dar más eficacia a ese poder conferido por Cristo y
para salvaguardar a los fieles de embrollones y magos, ha instituido un
sacramental particular, el exorcismo, que puede ser administrado
exclusivamente por los obispos o los sacerdotes (por tanto, nunca por
laicos) que han recibido del obispo licencia específica y expresa. Así lo
dispone el Derecho canónico (can. 1172) que nos recuerda también cómo
los sacramentales se valen de la fuerza de impetración de la Iglesia, a
diferencia de las oraciones privadas (can. 1166), y cómo deben ser
administrados observando cuidadosamente los ritos y las fórmulas
aprobadas por la Iglesia (can. 1167).

De ello se deduce que sólo al sacerdote autorizado, además de al
obispo exorcizante (¡ojalá los hubiera!), corresponde el nombre de
exorcista. Es un nombre hoy sobredimensionado. Muchos, sacerdotes y
laicos, se llaman exorcistas cuando no lo son. Y muchos dicen que hacen
exorcismos, mientras que sólo hacen plegarias de liberación, cuando no
hacen incluso magia... Exorcismo es sólo el sacramental instituido por la
Iglesia. Encuentro equívocas y engañosas otras denominaciones. Es exacto
llamar exorcismo sencillo al introducido en el bautismo y exorcismo
solemne al sacramento reservado a los exorcismos propiamente dichos. Así
se expresa el nuevo Catecismo. Pero considero erróneo llamar exorcismo
privado o exorcismo común a una prez que no es en absoluto un exorcismo,
sino sólo una plegaria de liberación y que así debe ser llamada.
El exorcista debe atenerse a las oraciones del Ritual. Pero hay una
diferencia respecto de los demás sacramentales. El exorcismo puede durar
unos pocos minutos o prolongarse varias horas. Por eso no es necesario

rezar todas las oraciones del Ritual, mientras que, en cambio, se pueden
añadir muchas otras, como el propio Ritual sugiere.

El objetivo del exorcismo es doble. Se propone liberar a los
poseídos; este aspecto lo ponen de relieve todos los libros sobre la cuestión.
Pero, antes aun, tiene un fin de diagnóstico, con demasiada frecuencia
ignorado. Es verdad que el exorcista, antes de proceder, interroga a la
persona misma o a sus familiares para cerciorarse de si existen o no las
condiciones para administrar el exorcismo. Pero también es verdad que
sólo mediante el exorcismo podemos darnos cuenta con certeza de si hay
intervención diabólica o no. Todos los fenómenos que se produzcan, por
extraños o aparentemente inexplicables que sean, pueden encontrar en
realidad una explicación natural. Tampoco la suma de fenómenos
psiquiátricos y parapsicológicos es un criterio suficiente para el
diagnóstico. Sólo mediante el exorcismo se adquiere la certeza de
encontrarse ante una intervención diabólica.

En este punto es necesario adentrarnos un poco en un tema que, por
desgracia, no es ni siquiera aludido en el Ritual y es soslayado por todos
aquellos que han escrito sobre este asunto.

Hemos afirmado que el exorcismo tiene, ante todo, un efecto
diagnóstico, sea comprobar la presencia o no de una causa maléfica de los
trastornos o una presencia maléfica en la persona. En orden cronológico
este objetivo es el primero que se alcanza y al cual se apunta; en orden de
importancia el fin específico de los exorcismos es liberar de las presencias
maléficas o de los trastornos maléficos. Pero es muy importante tener
presente esta sucesión lógica (primero la diagnosis y luego el tratamiento)
para valorar correctamente los signos a los que el exorcista debe atenerse.
Y digamos inmediatamente que revisten mucha importancia los signos
antes del exorcismo, los signos durante el exorcismo, los signos después
del exorcismo, el desarrollo de los signos en el transcurso de los distintos
exorcismos.

Nos parece que, aunque sea indirectamente, el Ritual tiene un poco
en cuenta esta sucesión, desde el momento que dedica una norma (núm. 3)
a poner en guardia al exorcista a fin de que no sea fácil creer en una
presencia demoníaca; pero luego dedica varias normas a poner en guardia
al mismo exorcista contra los distintos trucos que el demonio pone en
acción para ocultar su presencia. A nosotros, los exorcistas, nos parece
justo e importante estar atentos a no dejarse embaucar por enfermos
mentales, por chiflados, por quienes, en resumen, no tienen ninguna
presencia demoníaca ni ninguna necesidad de exorcismos. Pero señalemos
asimismo el peligro opuesto, que hoy es muy frecuente y por tanto, más de
temer: el peligro de no saber reconocer la presencia maléfica y omitir el
exorcismo cuando, en cambio, es indispensable. He coincidido con todos
los exorcistas a los que he interrogado en reconocer que nunca un

exorcismo innecesario ha hecho daño (la primera vez, y en los casos dudo-
sos, todos hacemos uso de exorcismos muy breves, pronunciados en voz
baja, que pueden ser confundidos con simples bendiciones). Por este
motivo nunca hemos tenido motivos de arrepentimiento, mientras que, en
cambio, hemos debido arrepentirnos de no haber sabido reconocer la
presencia del demonio y haber omitido el exorcismo en casos en que su
presencia se ha manifestado más tarde, con signos evidentes y de manera
mucho más arraigada.

Por eso repito, sobre la importancia y el valor de los signos, que
bastan pocos y dudosos para que se pueda proceder al exorcismo. Si
durante éste ya se advierten otros signos, lógicamente habrá que extenderse
cuanto se considere necesario, aunque el primer exorcismo sea
administrado con relativa brevedad. Es posible que durante el exorcismo no
se manifieste ningún signo, pero que luego el paciente refiera haber notado
efectos (en general son efectos benéficos) de relevancia segura. Entonces se
toma la decisión de repetir el exorcismo; si los efectos continúan, sucede
siempre que, tarde o temprano, se manifiestan signos también durante el
exorcismo. Es muy útil observar el desarrollo de los signos, siguiendo la
serie de los distintos exorcismos. A veces esos signos disminuyen
progresivamente: es una señal de que ha empezado la curación. Otras veces
los signos siguen un crescendo y se dan con una diversidad del todo
imprevisible: ello significa que está aflorando enteramente el mal que antes
permanecía oculto, y cuando ha aflorado del todo, sólo entonces comienza
a retroceder.

Por lo antedicho se entenderá cuán necio es esperar a que haya
signos seguros de posesión para practicar el exorcismo; y es igualmente
fruto de total inexperiencia esperar, antes de los exorcismos, aquella clase
de signos que la mayoría de las veces se manifiestan sólo durante los
mismos, o después de ellos, o a continuación de toda una serie de
exorcismos. He tenido casos en que han sido necesarios años de
exorcismos para que el mal se manifestase en toda su gravedad. Es inútil
querer reducir la casuística en este campo a modelos estándar. Quien tiene
más experiencia conoce con seguridad las más variadas formas de
manifestaciones demoníacas. Por ejemplo: a mí y a todos los exorcistas que
he interrogado nos ha sucedido un hecho significativo. Los tres signos
indicados por el Ritual como síntomas de posesión: hablar lenguas
desconocidas, poseer una fuerza sobrehumana y conocer cosas ocultas, se
han manifestado siempre durante los exorcismos y nunca antes. Habría
sido del todo estúpido pretender que estos signos se verificaran por
anticipado, para poder proceder a los exorcismos.

Añadamos que no siempre se llega a un diagnóstico seguro. Puede
haber casos ante los cuales nos quedamos perplejos. También porque, y son
los casos más difíciles, en ocasiones nos encontramos ante sujetos que

sufren a la vez males psíquicos e influencias maléficas. En estos casos es
muy útil que el exorcista cuente con la ayuda de un psiquiatra. En varias
ocasiones el padre Candido llamó al profesor Mariani, director de una
conocida clínica romana de enfermedades mentales, para que asistiera a sus
exorcismos. Y otras veces fue el profesor Mariani quien invitó al padre
Candido a su clínica para estudiar y eventualmente colaborar en la curación
de algunos de sus enfermos.

Me dan risa ciertos sabihondos teólogos modernos que señalan como
una gran novedad el hecho de que algunas enfermedades mentales pueden
ser confundidas con la posesión diabólica. Y lo mismo hacen ciertos
psiquiatras o parapsicólogos: creen haber descubierto América con
semejantes afirmaciones. Si fueran un poco más instruidos sabrían que los
primeros expertos en poner en guardia contra este posible error fueron las
autoridades eclesiásticas. Desde 1583, en los decretos del Sínodo de Reims,
la Iglesia había advertido contra este posible equívoco, afirmando que
algunas formas de sospechosa posesión diabólica podían ser sencillamente
enfermedades mentales. Pero entonces la psiquiatría no había nacido y los
teólogos creían en el Evangelio.

Además del diagnóstico, el exorcismo tiene un fin curativo: liberar al
paciente. Y aquí comienza un camino que a menudo es difícil y largo. Es
necesaria la colaboración del individuo, y éste muchas veces está
incapacitado para darla: debe rezar mucho y no lo consigue; debe acercarse
con frecuencia a los sacramentos y en muchas ocasiones no lo logra;
también para ir adonde está el exorcista para recibir el sacramento debe a
veces superar impedimentos que parecen insuperables. Por todo esto tiene
mucha necesidad de ser ayudado y, en cambio, en la mayoría de los casos,
nadie alcanza a comprenderle.

¿Cuánto tiempo es preciso para liberar a alguien afectado por el
demonio? Ésta es verdaderamente una pregunta a la que nadie sabe
responder. Quien libera es el Señor, que actúa con divina libertad, aun
cuando desde luego tiene en cuenta las oraciones, especialmente si se las
dirigen con la intercesión de la Iglesia. En general, podemos decir que el
tiempo necesario depende de la fuerza inicial de la posesión diabólica y del
tiempo transcurrido entre ésta y el exorcismo. Me ocurrió el caso de una
muchacha de catorce años, afectada desde hacía pocos días, que parecía
furiosa: pateaba, mordía, arañaba. Bastó un cuarto de hora de exorcismo
para liberarla completamente; en un primer momento se había caído al
suelo como muerta, hasta el punto de hacer recordar el episodio evangélico
en que Jesús liberó a aquel joven con quien los apóstoles habían fracasado.
Después de pocos minutos de recuperación, la niña corría por el patio,
jugando con su hermanito.

Con todo, los casos como éste son rarísimos, o bien se producen si la
intervención maléfica es muy ligera. La mayoría de veces el exorcista tiene

que vérselas con situaciones enojosas. Porque ahora ya nadie piensa en el
exorcista. Expongo un caso típico. Un niño manifiesta signos extraños; los
padres no profundizan, no le dan importancia, piensan que cuando crezca
todo se arreglará. También porque inicialmente los síntomas son leves.
Luego, al agravarse los fenómenos, los padres comienzan a dirigirse a los
médicos: prueban con uno, luego con otro, siempre sin resultados. Una vez
vino a verme una muchacha de diecisiete años que ya había sido visitada en
las principales clínicas de Europa. Al final, por consejo de algún amigo o
sabelotodo, nace la sospecha de que no se trata de un mal debido a causas
naturales, y se sugiere recurrir a algún mago. Desde este momento, el daño
inicial se duplica. Sólo por casualidad, a consecuencia de quién sabe qué
sugerencia (casi nunca debida a sacerdotes...), se recurre al exorcista. Pero
entretanto han pasado varios años y el mal está cada vez más «arraigado».
Justamente el primer exorcismo habla de «desarraigar y poner en fuga» al
demonio. En este punto se necesitan muchos exorcismos, a menudo
practicados durante años, y no siempre se llega a la liberación.

Pero repito: los plazos de tiempo son de Dios. Ayuda mucho la fe del
exorcista y la fe del exorcizado; ayudan las oraciones del interesado, de su
familia, de otros (monjas de clausura, comunidades parroquiales, grupos de
oración, en particular esos grupos que hacen plegarias de liberación); ayuda
muchísimo el uso de los correspondientes sacramentales, oportunamente
usados para los objetivos indicados por las oraciones de bendición: agua
exorcizada o al menos bendita, aceite exorcizado, sal exorcizada. Para
exorcizar agua, aceite y sal no es preciso un exorcista; basta un sacerdote
cualquiera. Pero hay que buscar a uno que crea en ello y que sepa que en el
Ritual existen esas bendiciones específicas. Los sacerdotes que saben de
estas cosas son rara avis; la mayoría no las conocen y se ríen en la cara del
solicitante. Volveremos a hablar de estos sacramentales.

Son de fundamental importancia la frecuentación de los sacramentos
y una conducta de vida conforme al Evangelio. Es palpable el poderío del
rosario y, en general, del recurso a la Virgen María; es muy poderosa la
intercesión de los ángeles y los santos; son utilísimas las peregrinaciones a
los santuarios, los cuales son a menudo lugares elegidos por Dios para la
liberación preparada por los exorcismos. Dios nos ha prodigado una
enorme cantidad de medios de gracia: depende de nosotros hacer uso de
ellos. Cuando los Evangelios narran las tentaciones de Cristo por obra de
Satanás, nos dicen cómo siempre Jesús rebate al demonio con una frase de
la Biblia. La palabra de Dios es de gran eficacia, como también lo es la
plegaria de alabanza, ya sea la espontánea, ya sea, en particular, la bíblica:
los salmos y los cánticos de alabanza a Dios.

Aun con todo esto, la eficacia de los exorcismos impone al exorcista
mucha humildad, porque le hace palpable su nulidad: quien obra es Dios. Y
somete tanto al exorcista como al exorcizado a duras pruebas de desaliento;

los frutos sensibles son con frecuencia lentos y fatigosos. En
compensación, se perciben grandes frutos espirituales, que ayudan en parte
a comprender por qué el Señor permite estas dolorosísimas pruebas. Se
avanza en la oscuridad de la fe, pero conscientes de que caminamos hacia
la luz verdadera.

Añado la importancia protectora de las imágenes sagradas, ya sea
sobre la persona, ya sea en los lugares: en la puerta de casa, en los
dormitorios, en el comedor o en el lugar donde suele reunirse la familia. La
imagen sagrada recuerda no la idea pagana de un talismán, sino el concepto
de imitación de la figura representada y de protección que se invoca. Hoy
me ocurre a menudo entrar en casas en las que sobre la puerta de acceso
destaca un buen cuerno rojo y, mientras doy vueltas para bendecir cada
habitación, encuentro muy pocas imágenes sagradas. Es un grave error.
Recordemos el ejemplo de san Bernardino de Siena, que, como
conclusión y recuerdo de sus misiones populares, convencía a las familias
para que pusieran sobre la puerta de casa un medallón con las siglas del
nombre de Jesús (JHS: Jesus Hominum Salvator, Jesús Salvador de los
Hombres).

Varias veces se me ha hecho palpable la eficacia de las medallitas
llevadas encima con fe. Si incluso hablásemos sólo de la medalla
milagrosa, difundida en el mundo en muchos millones de ejemplares
después de las apariciones de la Virgen a santa Catalina Labouré (ocurridas
en París en 1830), y si hablásemos de las prodigiosas gracias obtenidas por
esa simple medallita, no acabaríamos nunca. Muchos libros tratan
directamente este asunto.

Uno de los episodios más conocidos de posesión diabólica, reseñado
en varios libros por la documentación históricamente exacta que nos ha
transmitido los hechos, es el referente a los dos hermanos Burner, de Illfurt
(Alsacia), que fueron liberados con una serie de exorcismos en 1869. Pues
bien, un día, entre los numerosos despechos del demonio, tenía que haber
volcado la carroza que transportaba al exorcista, acompañado por un
monseñor y una monja. Pero el demonio no pudo llevar a cabo su propósito
porque, en el momento de la partida, habían dado al cochero una medalla
de san Benito, con fines protectores, y el cochero se la había puesto
devotamente en el bolsillo.

Recuerdo, por último, los cuatro párrafos que el Catecismo de la
Iglesia católica dedica a los exorcismos. Leídos sucesivamente, ofrecen un
desarrollo bien trabado.

El 517, hablando de Cristo redentor, recuerda sus curaciones y sus
exorcismos. El punto de partida son los hechos de Jesús.
El 550 afirma que el advenimiento del reino de Dios marca la derrota
del reino de Satanás; se reproducen las palabras de Jesús: «Si yo expulso a
los demonios por virtud del Espíritu de Dios, ciertamente ha llegado a

vosotros el reino de Dios.» Éste es el objetivo final de los exorcismos: con
la liberación de los endemoniados se demuestra la total victoria de Cristo
sobre el príncipe de este mundo.

Los dos párrafos siguientes evocan el doble desarrollo de los
exorcismos: como un componente del bautismo y como poder de liberación
de los poseídos.

El 1237 nos recuerda que, puesto que el bautismo libera del pecado y
de la esclavitud de Satanás, en él se pronuncian uno o varios exorcismos
sobre el catecúmeno, que renuncia explícitamente a Satanás.

El 1673 afirma que, mediante el exorcismo, la Iglesia pide
públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o
un objeto sea protegido contra la influencia del maligno o sea sustraído a su
dominio. El exorcismo aspira a expulsar a los demonios o a liberar de las
influencias demoníacas.

Destaco la importancia de este párrafo, que colma dos lagunas
presentes en el Ritual y en el Derecho canónico. En efecto, no habla sólo de
liberar a las personas, sino también a los objetos (término genérico, que
puede comprender casas, animales, cosas, conforme a la tradición).
Además, aplica el exorcismo no sólo a la posesión, sino también a las
influencias demoníacas.

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