La gente ha discutido por siglos acerca del Cielo. Algunos
dicen que es un lugar y otros que es un estado, pero la Escritura no habla de
las dos cosas. Nos dice en muchos lugares que el Reino de los Cielos está en
nosotros y entre nosotros. Jesús nos dice “Nadie ha subido al Cielo sino Aquél
que ha venido del Cielo, el Hijo del hombre que está en los Cielos”. (Jn 3, 13)
Allí tenemos una clara indicación de que el Cielo es ambas
cosas a la vez, un lugar y un estado del alma. Jesús vino del Cielo, y por su
unión con el Padre, a la vez estaba en el Cielo.
Lo mismo ocurre con nosotros. Cuando guardamos su Palabra,
Él hace morada en nosotros, y eso es el Cielo en la tierra,
el Reino en
nosotros. (Jn 14, 23)
Cuando morimos y nuestras almas dejan el cuerpo para esperar
la Segunda Venida, Jesús nos promete un lugar para vivir. “Ahora me voy a
prepararles un lugar, y después que me haya ido y les haya preparado una
morada, vendré de nuevo y los llevaré conmigo, de modo que donde esté Yo ahí
también ustedes estén.” (Jn 14, 2-3)
En la muerte, vemos a Jesús frente a frente. Viene por
nosotros, porque durante toda nuestra vida, a través de dolores y alegrías, nos
prepara un lugar de gloria en su Reino. Echa mano a todo para que nos
conformemos con Él y habremos de tomar nuestro lugar en el Reino de acuerdo a
la claridad de Su imagen en nuestras almas. Hay muchas moradas en la casa de su
Padre y la gloria diferirá de la gloria como las estrellas difieren entre
ellas.
Jesús utilizó varias parábolas para mostrarnos a qué se
asemejaba el Reino de los Cielos, pero la mayoría nos muestra solo el bosquejo
de la construcción, un edificio incompleto y sin acabados.
La razón de esto es que el Señor nos está hablando de
diversos aspectos del mismo Reino de los Cielos. Donde está Dios, ahí está el
Cielo y como Dios está en todas partes, el Cielo está en todas partes.
Debemos recordar que no hay tres cielos, sino sólo uno.
Vivimos las dos primeras fases de aquél mientras peregrinamos en la tierra, y
la tercera fase en el Reino Eterno.
Nuestro concepto del Cielo, con toda su gloria, y nuestra
percepción de las miserias en nosotros y a nuestro alrededor, hace de la idea
de un cielo aquí en la tierra algo irreal y exagerado.
Nadie se atrevería a pensar en la posibilidad de algo
semejante a un cielo en la tierra, pero desde que Jesús lo revelara, debemos
entender a qué se refería.
La primera cosa que pensamos del Cielo es el Amor que debe
reinar en él. Amaremos a todos y seremos amados por todos, el amor será
completamente desinteresado, amaremos tal como Dios ama.
Todos seremos transformados de individuos centrados en
nosotros mismos hijos centrados en Dios, nos veremos como Él nos ve y nos
conoceremos como Él nos conoce.
Nuestra voluntad estará completa y totalmente unida a Dios,
nunca vacilará ni buscará alejarse de su camino.
Nuestra memoria estará en paz, no nos atormentará más con
complejos de culpa, resentimientos ni con la suma de pasadas ofensas, se
alegrará con sus debilidades pasadas mientras bendice la Misericordia de Dios
que ha sido tan generosa con ella.
Nuestra inteligencia entenderá los misterios más profundos
con facilidad, deleitándose en los confines de saber ilimitados que puede
recorrer mientras aprende constantemente nuevas cosas sobre Dios y sus
gloriosas acciones.
Seremos libres, verdaderamente libres, de aquellas pasiones
irrefrenables que generan turbación en nuestras almas, libres de aquellas
emociones incontrolables que nos llevan de la exaltación de la desesperación,
libres de la dependencia desordenada de los amigos y del odio de nuestros
enemigos.
Nos pararemos firmes y sin temor ante quien sea y ante lo
que sea. La muerte y todas las rupturas que nos había impuesto se habrán ido
para siempre. El temor será desconocido e inexistente en aquel lugar, nuestra
porción serán solo una perfecta paz y una amorosa serenidad, y esto para
siempre.
Veremos a Dios en todo y en todos, y las criaturas más
excelsas, la gran multitud de ángéles serán nuestros más íntimos amigos.
El Reino entre nosotros depende del Cielo en cada miembro de
la Comunidad Cristiana, debe empezar adentro antes de alcanzar a los demás. No
puede haber ninguna clase de contacto entre el bien y el mal, entre la virtud y
el vicio.
Nuestra naturaleza humana anhela el amor y estar al lado de
aquel que ama, de modo que el desear a Dios y el Cielo es algo natural y
sobrenatural a la vez, anhelar el Amor y la posesión de dicho Amor, anhelar la
unión y el lugar en donde dicha unión sea perfecta. Jesús nos ha pedido que
guardemos las palabras del Padre de modo que podamos vivir en la Casa del
Padre, porque este es el fin de la Creación y la meta de nuestra peregrinación.
Jesús nunca olvidó a su Padre o a su hogar, así que debemos
seguir sus pasos y contemplar el lugar al que Él nos conduce.
Es difícil concebir las alegrías del Cielo ya que todas las
alegrías que experimentamos en esta vida son de corta duración, éstas son
aplacadas por la conciencia de que siempre vendrá alguna pena.
En el Cielo esto no habrá de ocurrir. Nuestra alegría será completa
y eterna, nunca será menguada por ninguna tristeza, porque no habrá más penas.
“Dios secará todas las lágrimas de nuestros ojos, no habrá más muerte ni habrá
llanto ni tristezas.”(Ap 21, 4)
Cuando estas lágrimas hayan sido enjuagadas por la Mano de
Dios, veremos su rostro y contemplaremos lo que ningún ojo ha visto o
imaginado. La Belleza y la Alegría de aquel momento son tan exquisitas que sólo
el alma inmortal, separada del cuerpo en la muerte, podrá verlas y vivir.
Es una luz tan brillante y una belleza tan deslumbrante, que
el alma creada sería aniquilada por aquella visión, si es que Dios no le
hubiera dado la gracia, la divina participación en su propia naturaleza, un don
por el cual esta alma es capaz de “cargar el peso de la Gloria Eterna”. (2 Cor
4, 17)
Saber que somos amados totalmente y sin límites por tal Dios
llenará nuestras almas con una alegría que no podemos concebir.
La alegría de todas las alegrías se dará cuando Dios escriba
Su nombre sobre nuestras frentes y nos dé a nosotros un nombre misterioso, que
sólo Dios y nosotros podremos entender.
(Ap 22, 4; Is 62, 2)
En el Cielo nuestra alegría será acrecentada por la
presencia de nuestros seres queridos, de conocidos y de personas de las que
hemos leído u oído hablar. Seremos felices al verlos y ellos se alegrarán
también por nuestra presencia en medio de ellos.
Cada uno en el Cielo irradia a Dios en una forma y en un
grado distintos, cada uno tendrá el mismo grado de amor y de unión que tuvo en
el momento de su muerte. Cuando morimos, dejamos de ganar méritos, dejamos de
usar nuestros talentos, es el tiempo de la recompensa o el castigo.
Cualesquiera que hayan sido los talentos que recibimos, usamos y fructificamos,
serán nuestros para toda la Eternidad. Seremos recompensados según la medida en
que nuestra voluntad escogió a Dios por encima de nosotros y del mundo.
Esto significa que nuestra capacidad de amar y nuestra
alegría serán dispuestas de una vez para siempre y que irradiaremos a Jesús de
una forma distinta.
Recibiremos un “denario” (El Cielo) por salario, pero cada
uno disfrutará de la Gloria del Cielo según haya sido su capacidad de amar.
Lo mismo ocurre en el mundo. Todos vivimos en el mismo
planeta, sin embargo cada cual tiene una personalidad, una inteligencia,
virtudes y talentos diferentes. Todos hemos recibido el denario de la vida pero
cada uno lo usa de distinto modo.
No importa lo que poseamos en este mundo, es la manera como
usamos de ello lo que cuenta. Jesús nos advirtió de juzgar el Cielo con
parámetros del mundo, porque el primero en éste puede ser el último en aquél.
La alegría de aquellos que han sufrido mucho será mayor que
la de aquellos que no han sufrido tanto.
La alegría de aquellos que han amado
mucho será mayor que la de aquellos que han amado menos.
Porque nuestra alegría en el Cielo tiene a Dios por fuente,
será eterna en duración e ilimitada en su capacidad. Será siempre nueva porque
siempre habrá algo nuevo de que alegrarse.
No habrá nada que la opaque o disminuye, porque a diferencia
de la alegría en la tierra que brota de personas y cosas en constante cambio,
esta alegría es como Dios, inmutable, porque brota de una fuente infinita de
belleza y de amor.
El asunto de qué cosa haremos en el Cielo ha preocupado a
millones de personas a lo largo de los siglos. Aunque pensamos en el Cielo como
en un lugar de descanso, ciertamente éste no será el lugar del “no hacer nada”.
Olvidamos con frecuencia que todo lo que vemos, sea animado
o inanimado, es una manifestación visible del trabajo de nuestro Dios
invisible. Nos hemos acostumbrado tanto a los árboles, las montañas, el cielo,
el aire, el agua, las flores, los animales, los vegetales y a las personas que
ya no las contemplamos como lo que son: una obra maestra de Dios.
Pero será mejor, antes de seguir adelante, examinar lo que
entendemos por “trabajo”. La palabra “trabajo” usualmente significa desgaste,
fatiga y esfuerzo físico, todos engranados para el cumplimiento de una meta.
Esta meta es la preservación de la vida, por lo que producimos alimentos para
poder comer, ropa para vestirnos, dinero para gastar, y joyas para comprar y
bienes para poseer. La idea de un trabajo en el cielo es infeliz ya que el
trabajo físico es algo que detestamos empezar y anhelamos terminar.
El trabajo físico que necesitamos para sobrevivir es el más
bajo en la jerarquía. Existe por ejemplo, un trabajo intelectual que realizamos
para adquirir conocimientos, guardarlos en nuestra memoria y transmitírselo a
los demás.
Existe también un trabajo espiritual por el cual no solo
somos iluminados sino también transformados.
De hecho, todo trabajo tiene el poder de transformar,
cambiar cosas o personas. La diferencia estriba en que mientras el trabajo
físico y el intelectual cambian las cosas, el espiritual cambia las almas.
En el Cielo, observaremos a nuestros seres queridos aún en
la tierra y rezaremos por ellos. Nuestras oraciones en el cielo serán
totalmente desinteresadazas y unidas a la Voluntad de Dios, sin mancha de
temor, incertidumbre o duda. Pediremos y conoceremos la razón por la cual
algunas de nuestras oraciones no son atendidas y nos maravillaremos ante Su
Amor y Su Sabiduría.
Usualmente, Dios nos dará el permiso y el poder para ayudar
a los que están en la tierra conduciendo de modo invisible sus caminos hacia
los caminos de Dios. Seremos capaces de combatir a los espíritus malignos cuando
tienten a los que amamos, pelearemos como hijos de Dios, con poder y sin temor,
rechazando a aquellos enemigos de Dios y aclarando triunfalmente el camino de
aquellos aún en el Reino de la Tierra para que caminen en paz. Continuaremos
trabajando para el Reino hasta que la última oveja entre en el redil.
Tenemos un ejemplo de esto en el libro de Daniel. Vemos como
el Arcángel Gabriel, a quien se le encomendó una nación para que la protegiera
y cuidara, encontró la oposición de un ángel a quien se le había encomendado un
pueblo rival. (Dan 10, 13-19)
Vemos este asombroso acontecimiento con espíritu de
incredulidad, pero solo porque nos falta entender el Amor y el Poder de Dios.
En nuestra soberbia, rechazamos cualquier concepto de un espíritu puro y cuando
los vemos trabajando por nuestra salvación, pensamos que son simples cuentos de
hadas.
Gabriel había sido enviado por Dios para avisar a Daniel
acerca de la futura guerra entre Israel y los pueblos paganos que lo rodeaban.
La profecía del Ángel anunciaba que los soldados de estas naciones paganas
tenían miedo, porque temían que el tiempo para que sus gentes se arrepintieran
fuera muy corto.
El Príncipe de Persia trataba de ganar tiempo
desesperadamente para que su nación se arrepintiea, y por ello resistía a
Gabriel. Esto nos muestra como el destino de las naciones es solo conocido por
Dios y mientras la voluntad de Dios permanecía escondida para ellos, estos
ángeles guardianes perseveraban intercediendo y protegiendo a sus pueblos.
Cuando el ángel Gabriel fue enviado a Daniel para darle este
mensaje, dejó a Miguel en su reemplazo mientras que estos dos príncipes
imploraban al Altísimo por sus pueblos.
Al leer estas palabras, nos sentimos contemplando el Cielo,
un Cielo lleno de espíritus totalmente entregados a Dios pero a la vez
preocupados por nuestro bienestar terrenal. También nosotros estaremos
preocupados por el bienestar de nuestros hermanos en la tierra y rezaremos por
ellos con amor y empeño.
A diferencia de nuestro interés en la tierra, nuestra preocupación
en el cielo estará basada en un conocimiento perfecto de su condición y de sus
sufrimientos, y de cómo estos sufrimientos acrecientan su gloria eterna.
Trabajaremos por su salvación y haremos lo que Dios nos asigne.
Servir es trabajar y el trabajo que hacemos aquí, tan teñido
de orgullo, ambición, fatiga y esfuerzo, será transfigurado y se volverá un
trabajo desinteresado, determinado, exento de fatiga y de esfuerzo.
No debemos comparar el trabajo del Cielo con el trabajo o
los talentos que tenemos en la tierra. El tipo de trabajo que hacemos aquí es
necesario para este mundo material, los talentos que poseemos corresponden a
nuestra existencia terrenal.
Solemos mirar al Cielo con los ojos de este mundo y nos
confundimos. Para muchos de nosotros, el Cielo es un lugar de descanso eterno,
de ausencia de trabajo, de sueño inalterado.
Pero ese no es el Cielo que observamos en las Escrituras y
si vamos a cambiar de lugar, de la tierra al Cielo; cambiar nuestra forma de
ser, a ser semejantes a Cristo; y cambiar nuestros nombres, el nuestro por uno
nuevo, también cambiaremos de trabajo, de uno mundano a uno celestial.
En el Cielo cantaremos con los labios, con la mente y con el
corazón, porque contemplaremos a la Belleza Infinita cara a cara, y cantaremos
cánticos nunca antes cantados, cantos en el Espíritu, espontáneos, que fluirán
libres, ricos en melodía, agradables y personales.
Cantaremos solos las misericordias del Señor en nuestras
vidas y cantaremos unidos su Victoria y su Poder.
Aquellos en la tierra que no tuvieron una hermosa voz, que
nacieron sordos o mudos, cantarán y oirán la más hermosa de las melodías.
El sordo escuchará tonadas y canciones que otros nunca
habrán de oír porque Dios es justo y su Justicia les retribuirá el haber estado
incapacitados con sonidos y música que nunca antes han oído.
Nosotros en la
tierra, miramos a aquellos que no pueden escuchar con simpatía, pero en el
Cielo, donde los últimos serán los primeros, sus almas serán saciadas con las
más exquisitas melodías por toda la eternidad. Olvidarán el dolor de su
privación terrena apenas escuchen una voz por primera vez ¡la voz de Dios!
¿Quién podrá describir la gloria de aquel momento? El
momento en que una persona que nació ciega, sorda, o muda, contemple a Dios,
escuche a Dios y hable con Él.
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