Así como las almas, con voluntad capaz de
dañar y entendimiento para pensar, están ordenadas por la ley divina, para que
nadie padezca injustamente, del mismo modo, todas las cosas, animales y
corporales, cada una según su género y orden, están sometidas a la ley de la
divina Providencia y son gobernadas por ella.
Por eso dice el Señor: ¿No
se venden dos pájaros por un as, y no cae en tierra uno de ellos sin la
voluntad de vuestro Padre? Pues esto lo dijo para mostrar que la
omnipotencia divina gobierna incluso lo que los hombres consideran muy vil.
Así, atestigua la Verdad que Dios alimenta las aves del cielo, viste a los
lirios del campo y tiene incluso contados los cabellos de nuestra cabeza.
Pero como Dios
cuida, por sí mismo, de las puras almas racionales, ya se trate de los grandes
y óptimos ángeles, ya de los hombres, que le sirven con toda su voluntad, y lo
demás lo gobierna por medio de ellos, con toda verdad se pudo decir también lo
del Apóstol:¿acaso se cuida Dios de los bueyes? En las santas
Escrituras, Dios enseña a los hombres cómo han de comportarse con los otros
hombres y servir al mismo Dios.
Ya saben ellos, por sí mismos, cómo tratar a
sus animales, esto es, cómo cuidar su salud, dada la experiencia, la pericia y
la razón natural, unas dotes que han recibido de los grandes tesoros de su
Creador.
Así pues, el que pueda, entienda cómo Dios su Creador gobierna a todas
sus criaturas por medio de las almas santas, que son sus ministros en el cielo
y en la tierra. Esas almas santas fueron hechas por Él y mantienen el primado
de todas sus criaturas. El que pueda, pues, entender, entienda y entre en el
gozo de su Señor.
Pero si no podemos entenderlo mientras vivimos en este
cuerpo y peregrinamos alejados del Señor gustemos al menos cuán suave es
el Señor , que nos dio las arras del Espíritu, con el que podamos
experimentar su dulzura, y codiciemos la fuente misma de la vida, en la que,
con sobria embriaguez, seamos regados e inundados, como el árbol plantado al
borde de la corriente de agua , que da fruto a su tiempo y sus hojas nunca
caen.
Pues dice el Espíritu Santo: Los hijos de los hombres esperarán a la
sombra de tus alas, se embriagarán de las riquezas de tu casa y los abrevarás
en el torrente de tus delicias. Porque en ti está la fuente de la vida.
Esa embriaguez no quita el sentido, sino que lo arrebata hacia lo alto y
produce el olvido de las cosas terrenas, de modo que podamos decir, de todo
corazón:
Como desea el ciervo las fuentes de agua,
así te desea a ti mi
alma,
¡oh Dios!
El libre Albedrío
Pero si acaso no somos capaces de gustar la dulzura
del Señor, a causa de las enfermedades que el alma contrajo por el amor de este
mundo, creamos a la autoridad divina que en las Escrituras santas habló acerca
de su Hijo, que como dice el Apóstol: vino a ser del linaje de David según
la carne .
Como está escrito en el Evangelio: todo fue creado por Él
y sin Él nada se hizo . Él se compadeció de nuestra flaqueza, flaqueza que
no es obra suya, sino que hemos merecido por nuestra voluntad. Pues Dios hizo
al hombre inmortal y le dotó de libre albedrío ya que no sería perfecto
si hubiese tenido que cumplir los mandamientos de Dios por la fuerza y no de
grado. Todo esto, a mi juicio, es muy fácil de entender, pero no quieren
entenderlo los que abandonaron la fe católica y quieren llamarse cristianos.
Pues si con nosotros confiesan que la naturaleza humana no se cura sino
haciendo el bien, confiesen que no se debilita sino pecando. Por lo tanto, no
podemos creer que nuestra alma sea sustancia divina, porque, si lo fuese, no se
podría deteriorar ni por su propia voluntad ni por ninguna necesidad imperiosa.
Pues es bien sabido que Dios es inmutable para todos aquellos que no se empeñan
en disputas, celos y deseos de vanagloria y en hablar de lo que no saben, sino
que, con humildad cristiana, perciben la bondad de Dios y le buscan con un
corazón sencillo.
El Hijo de Dios se dignó asumir esta nuestra flaqueza: y
el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. No porque su eternidad fuera
suplantada, sino porque mostró a la mirada mudable humana la criatura mudable
que asumió con inmutable majestad.
Dios Decreto la Conveniencia de la encarnación
para liberar al hombre
Realmente son unos necios los que dicen: ¿No podía la
Sabiduría divina liberar al hombre de otro modo sino asumiendo al hombre,
naciendo de mujer y padeciendo tanto de parte de los pecadores?
A éstos les
decimos: Podía perfectamente. Pero, si lo hubiese hecho de otro modo, también
hubiese disgustado a vuestra necedad. Si no hubiese aparecido a los ojos de los
pecadores, no hubiesen podido contemplar su esplendor eterno, visible a la
mirada interior pero invisible a las mentes corruptibles. Pero ahora, al
dignarse instruirnos con su apariencia visible para disponernos a lo invisible,
disgusta a los avaros porque no tuvo un cuerpo de oro, disgusta a los impuros
porque nació de mujer, y los impuros odian muchísimo el que las mujeres
conciban y den a luz, disgusta a los altivos porque sufrió con paciencia las
injurias, disgusta a los sibaritas porque fue atormentado, y disgusta a los
medrosos porque padeció la muerte.
Y para que no parezca que defienden sus
vicios, dicen que eso no les disgusta en los hombres, sino en el Hijo de Dios.
Pues no entienden en qué consiste la eternidad de Dios que asumió al hombre, ni
en qué consiste esa misma criatura humana, que con esas mutaciones fue
reconducida a su antigua firmeza, para que aprendiéramos, por la enseñanza
divina, que la enfermedad contraída por el pecado se cura con la virtud.
Así,
también se nos mostraba a qué grado de caducidad había llegado el hombre, por
su pecado, y de qué fragilidad fue liberado con el auxilio divino.
Para eso el Hijo de Dios asumió al hombre y en él
padeció los achaques humanos. Esta medicina del género humano es tan alta que
no podemos ni imaginarla.
Porque ¿qué soberbia podrá curarse si no se cura con
la humildad del Hijo de Dios?
¿Qué avaricia podrá curarse si no se cura con la
pobreza del Hijo de Dios? ¿Qué ira podrá curarse si no se cura con la paciencia
del Hijo de Dios?
¿Qué impiedad podrá curarse si no se cura con
la caridad del
Hijo de Dios? Finalmente,
¿qué miedo podrá curarse si no se cura con la
resurrección
del cuerpo de Cristo el Señor?
Levante el género humano su
esperanza y reconozca su naturaleza y vea qué alto lugar ocupa entre las obras
de Dios. No os menospreciéis, ¡oh varones!, pues el Hijo de Dios se hizo varón.
No os menospreciéis, ¡oh mujeres!, pues el Hijo de Dios nació de mujer.
Pero tampoco améis lo carnal, pues, en el Hijo de
Dios, no somos ni varón ni mujer. No améis las cosas temporales, porque si
pudieran amarse rectamente, las hubiese amado el hombre asumido por el Hijo de
Dios. No temáis las afrentas ni la cruz ni la muerte, porque si dañasen al
hombre no las hubiera padecido el hombre que asumió el Hijo de Dios.
Toda esta
exhortación que, ahora, por doquier se pregona y venera, que cura a toda alma
obediente, no entraría en las vidas humanas si no se hubiesen realizado todas
esas cosas que tanto disgustan a los necios. ¿A quién se dignará imitar la
ambiciosa altivez, para llegar a gustar la virtud, si se avergüenza de imitar a
aquel de quien se dijo, antes de nacer, que será llamado Hijo del Altísimo, y
que de hecho así es ya llamado por todo los pueblos, cosa que nadie puede
negar?
Si tan alta estima tenemos de nosotros mismos,
dignémonos imitar a aquel que se llama Hijo del Altísimo. Si nos tenemos en
poco, osemos imitar a los publicanos y pecadores que le imitaron a Él.
¡Oh
medicina que a todos aprovecha: reduce todos los tumores, purifica todas las
podredumbres, suprime todo lo superfluo, conserva todo lo necesario, repara
todo lo perdido, corrige todo lo depravado!
¿Quién se enorgullecerá contra el
Hijo de Dios?
¿Quién desesperará de sí, cuando el Hijo de Dios quiso ser tan
débil por él?
¿Quién pondrá la vida feliz en aquellas cosas
que el Hijo de Dios
enseñó a despreciar?
¿A qué adversidades cederá, quien cree que la naturaleza
humana fue preservada, por el Hijo de Dios, entre tantas persecuciones?
¿Quién
pensará que tiene cerrado el reino de los cielos, cuando sabe que los
publicanos y las meretrices imitaron al Hijo de Dios?
¿Y de qué
maldad no se librará quien contempla, ama e imita los hechos y dichos de aquel
hombre en el que el Hijo de Dios
se nos ofreció como ejemplo de vida?
La Fe cristiana Reina y Vence.
Así pues, Hombres y mujeres, y de toda edad y dignidad de
este mundo, se nos exhorta a la esperanza de la vida eterna. Unos, abandonando
los bienes temporales, vuelan a los divinos. Otros se humillan ante las
virtudes de los que eso hacen, y alaban lo que no se atreven a imitar.
Unos
pocos aún murmuran y se retuercen de vana envidia, son los que buscan sus cosas
en la Iglesia aunque parezcan católicos, son los herejes que pretenden
gloriarse con el nombre de Cristo, o los judíos que desean defender el pecado
de su impiedad o los paganos que temen perder la curiosidad de su vana
licencia.
Pero la Iglesia católica, difundida a lo largo y lo ancho de todo el
Mundo, que quebrantó el ímpetu de todos ellos en tiempos pasados, se robustece
más y más, no con la resistencia, sino con la tolerancia.
Apoyada en su fe, se
ríe de los problemas insidiosos que ellos presentan, con diligencia los
discute, con inteligencia los resuelve. No se cuida de la paja de sus
acusadores, ya que distingue con cautela y diligencia el tiempo de la cosecha,
el de la era y el del granero. Corrige a los que denuncian su grano y a los que
yerran, o cuenta entre las espinas y la cizaña a los envidiosos.
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