En la oración la soberbia, con la ayuda de la gracia, puede transformarse en humildad. Y brota la verdadera alegría en el alma, aun cuando notemos todavía el barro en las alas, el lodo de la pobre miseria, que se está secando. Después, con la mortificación, caerá ese barro y podremos volar muy alto, porque nos será favorable el viento de la misericordia de Dios.
Siempre que sentimos en nuestro corazón deseos de mejorar,
de responder más generosamente al Señor, y buscamos una guía, un norte claro
para nuestra existencia cristiana, el Espíritu Santo trae a nuestra memoria las
palabras del Evangelio: conviene orar perseverantemente y no desfallecer.
La oración es el fundamento de toda labor sobrenatural; con la oración somos
omnipotentes y, si prescindiésemos de este recurso, no lograríamos nada.
Quisiera que hoy, nos persuadiésemos definitivamente de la necesidad de disponernos a ser almas contemplativas, en medio de la calle, del trabajo, con una conversación continua con nuestro Dios, que no debe decaer a lo largo del día. Si pretendemos seguir lealmente los pasos del Maestro, ése es el único camino.
Quisiera que hoy, nos persuadiésemos definitivamente de la necesidad de disponernos a ser almas contemplativas, en medio de la calle, del trabajo, con una conversación continua con nuestro Dios, que no debe decaer a lo largo del día. Si pretendemos seguir lealmente los pasos del Maestro, ése es el único camino.
Volvamos nuestros ojos a Jesucristo, que es nuestro modelo,
el espejo en el que debemos mirarnos. ¿Cómo se comporta, exteriormente también,
en las grandes ocasiones? ¿Qué nos dice de El el Santo Evangelio? Me conmueve
esa disposición habitual de Cristo, que acude al Padre antes de los grandes
milagros; y su ejemplo, retirándose cuarenta días con cuarenta noches al
desierto, antes de iniciar su vida pública, para rezar.
Es muy importante —perdonad mi insistencia— observar los pasos del Mesías, porque El ha venido a mostrarnos la senda que lleva al Padre. Descubriremos, con El, cómo se puede dar relieve sobrenatural a las actividades aparentemente más pequeñas; aprenderemos a vivir cada instante con vibración de eternidad, y comprenderemos con mayor hondura que la criatura necesita esos tiempos de conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para estar con El.
Ya hace muchos años, considerando este modo de proceder de mi Señor, llegué a la conclusión de que el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior. Por eso me parece tan natural, y tan sobrenatural, ese pasaje en el que se relata cómo Cristo ha decidido escoger definitivamente a los primeros doce. Cuenta San Lucas que, antes, pasó toda la noche en oración.
Es muy importante —perdonad mi insistencia— observar los pasos del Mesías, porque El ha venido a mostrarnos la senda que lleva al Padre. Descubriremos, con El, cómo se puede dar relieve sobrenatural a las actividades aparentemente más pequeñas; aprenderemos a vivir cada instante con vibración de eternidad, y comprenderemos con mayor hondura que la criatura necesita esos tiempos de conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para estar con El.
Ya hace muchos años, considerando este modo de proceder de mi Señor, llegué a la conclusión de que el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior. Por eso me parece tan natural, y tan sobrenatural, ese pasaje en el que se relata cómo Cristo ha decidido escoger definitivamente a los primeros doce. Cuenta San Lucas que, antes, pasó toda la noche en oración.
Vedlo también en Betania, cuando se dispone a resucitar a Lázaro,
después de haber llorado por el amigo: levanta los ojos al cielo y
exclama: Padre, gracias te doy porque me has oído. Esta ha sido su
enseñanza precisa: si queremos ayudar a los demás, si pretendemos sinceramente
empujarles para que descubran el auténtico sentido de su destino en la tierra,
es preciso que nos fundamentemos en la oración.
Son tantas las escenas en las que Jesucristo habla con su
Padre, que resulta imposible detenernos en todas. Pero pienso que no podemos
dejar de considerar las horas, tan intensas, que preceden a su Pasión y Muerte,
cuando se prepara para consumar el Sacrificio que nos devolverá al Amor divino.
En la intimidad del Cenáculo su Corazón se desborda: se dirige suplicante al
Padre, anuncia la venida del Espíritu Santo, anima a los suyos a un continuo
fervor de caridad y de fe.
Ese encendido recogimiento del Redentor continúa en Getsemaní, cuando percibe que ya es inminente la Pasión, con las humillaciones y los dolores que se acercan, esa Cruz dura, en la que cuelgan a los malhechores, que El ha deseado ardientemente.Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz. Y enseguida: pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Más tarde, cosido al madero, solo, con los brazos extendidos con gesto de sacerdote eterno, sigue manteniendo el mismo diálogo con su Padre:en tus manos encomiendo mi espíritu.
Ese encendido recogimiento del Redentor continúa en Getsemaní, cuando percibe que ya es inminente la Pasión, con las humillaciones y los dolores que se acercan, esa Cruz dura, en la que cuelgan a los malhechores, que El ha deseado ardientemente.Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz. Y enseguida: pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Más tarde, cosido al madero, solo, con los brazos extendidos con gesto de sacerdote eterno, sigue manteniendo el mismo diálogo con su Padre:en tus manos encomiendo mi espíritu.
Contemplemos ahora a su Madre bendita, Madre nuestra
también. En el Calvario, junto al patíbulo, reza. No es una actitud nueva de
María. Así se ha conducido siempre, cumpliendo sus deberes, ocupándose de su
hogar. Mientras estaba en las cosas de la tierra, permanecía pendiente de Dios.
Cristo, perfectus Deus, perfectus homo, quiso que también su Madre, la
criatura más excelsa, la llena de gracia, nos confirmase en ese afán de elevar
siempre la mirada al amor divino. Recordad la escena de la Anunciación: baja el
Arcángel, para comunicar la divina embajada —el anuncio de que sería Madre de
Dios—, y la encuentra retirada en oración. María está enteramente recogida en
el Señor, cuando San Gabriel la saluda: Dios te salve, ¡oh, llena de
gracia!, el Señor es contigo. Días después rompe en la alegría
del Magnificat —ese canto mariano, que nos ha transmitido el Espíritu
Santo por la delicada fidelidad de San Lucas—, fruto del trato habitual de la
Virgen Santísima con Dios.
Nuestra Madre ha meditado largamente las palabras de las mujeres y de los hombres santos del Antiguo Testamento, que esperaban al Salvador, y los sucesos de que han sido protagonistas. Ha admirado aquel cúmulo de prodigios, el derroche de la misericordia de Dios con su pueblo, tantas veces ingrato.
Al
considerar esta ternura del Cielo, incesantemente renovada, brota el afecto de
su Corazón inmaculado: mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está
transportado de gozo en el Dios salvador mío; porque ha puesto los ojos en la
bajeza de su esclava. Los hijos de esta Madre buena, los primeros cristianos,
han aprendido de Ella, y también nosotros podemos y debemos aprender.
En los Hechos de los Apóstoles se narra una escena que a mí
me encanta, porque recoge un ejemplo claro, actual siempre: perseveraban
todos en la enseñanza de los Apóstoles, y en la comunicación de la fracción del
pan, y en la oración. Es una anotación insistente, en el relato de la vida de
los primeros seguidores de Cristo: todos, animados de un mismo espíritu,
perseveraban juntos en oración. Y cuando Pedro es apresado por predicar
audazmente la verdad, deciden rezar. La Iglesia incesantemente elevaba su
petición por él.
La oración era entonces, como hoy, la única arma, el medio más poderoso para vencer en las batallas de la lucha interior: ¿hay entre vosotros alguno que está triste? Que se recoja en oración. Y San Pablo resume: orad sin interrupción, no os canséis nunca de implorar.
La oración era entonces, como hoy, la única arma, el medio más poderoso para vencer en las batallas de la lucha interior: ¿hay entre vosotros alguno que está triste? Que se recoja en oración. Y San Pablo resume: orad sin interrupción, no os canséis nunca de implorar.
¿Cómo hacer oración? Me atrevo a asegurar, sin temor a equivocarme, que hay muchas, infinitas maneras de orar, podría decir. Pero yo quisiera para todos nosotros la auténtica oración de los hijos de Dios, no la palabrería de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús: no todo el que repite: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos. Los que se mueven por la hipocresía, pueden quizá lograr el ruido de la oración —escribía San Agustín—, pero no su voz, porque allí falta la vida, y está ausente el afán de cumplir la Voluntad del Padre. Que nuestro clamar ¡Señor! vaya unido al deseo eficaz de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma.
Hemos de esforzarnos, para que de nuestra parte no quede ni sombra de doblez. El primer requisito para desterrar ese mal que el Señor condena duramente, es procurar conducirse con la disposición clara, habitual y actual, de aversión al pecado. Reciamente, con sinceridad, hemos de sentir —en el corazón y en la cabeza— horror al pecado grave. Y también ha de ser nuestra la actitud, hondamente arraigada, de abominar del pecado venial deliberado, de esas claudicaciones que no nos privan de la gracia divina, pero debilitan los cauces por los que nos llega.
No me he cansado nunca y, con la gracia de Dios, nunca me
cansaré de hablar de oración. Hacia 1930, cuando se acercaban a mí, sacerdote
joven, personas de todas las condiciones —universitarios, obreros, sanos y enfermos, ricos y pobres,
sacerdotes y seglares—, que intentaban acompañar más de cerca al Señor, les
aconsejaba siempre: rezad. Y si alguno me contestaba: no sé ni
siquiera cómo empezar, le recomendaba que se pusiera en la presencia del Señor
y le manifestase su inquietud, su ahogo, con esa misma queja: Señor, ¡que no
sé! Y, tantas veces, en aquellas humildes confidencias se concretaba la
intimidad con Cristo, un trato asiduo con El.
Han transcurrido muchos años, y no conozco otra receta. Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración!. Comprobarás cómo el Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplicables, que no pueden contarse, porque no existen modos apropiados para describir su hondura.
¡Qué firmeza nos debe producir la Palabra divina! No me he inventado nada, cuando —a lo largo de mi ministerio sacerdotal— he repetido y repito incansablemente ese consejo. Está recogido de la Escritura Santa, de ahí lo he aprendido: ¡Señor, que no sé dirigirme a Ti! ¡Señor, enséñanos a orar! Y viene toda esa asistencia amorosa —luz, fuego, viento impetuoso— del Espíritu Santo, que alumbra la llama y la vuelve capaz de provocar incendios de amor.
Han transcurrido muchos años, y no conozco otra receta. Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración!. Comprobarás cómo el Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza, pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplicables, que no pueden contarse, porque no existen modos apropiados para describir su hondura.
¡Qué firmeza nos debe producir la Palabra divina! No me he inventado nada, cuando —a lo largo de mi ministerio sacerdotal— he repetido y repito incansablemente ese consejo. Está recogido de la Escritura Santa, de ahí lo he aprendido: ¡Señor, que no sé dirigirme a Ti! ¡Señor, enséñanos a orar! Y viene toda esa asistencia amorosa —luz, fuego, viento impetuoso— del Espíritu Santo, que alumbra la llama y la vuelve capaz de provocar incendios de amor.
Ya hemos entrado por caminos de oración. ¿Cómo seguir? ¿No habéis visto cómo
tantos —ellas y ellos— parece que hablan consigo mismos, escuchándose
complacidos? Es una verborrea casi continua, un monólogo que insiste
incansablemente en los problemas que les preocupan, sin poner los medios para
resolverlos, movidos quizá únicamente por la morbosa ilusión de que les
compadezcan o de que les admiren. Se diría que no pretenden más.
Cuando se quiere de verdad desahogar el corazón, si somos francos y sencillos, buscaremos el consejo de las personas que nos aman, que nos entienden: se charla con el padre, con la madre, con la mujer, con el marido, con el hermano, con el amigo. Esto es ya diálogo, aunque con frecuencia no se desee tanto oír como explayarse, contar lo que nos ocurre. Empecemos a conducirnos así con Dios, seguros de que El nos escucha y nos responde; y le atenderemos y abriremos nuestra conciencia a una conversación humilde, para referirle confiadamente todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial.
Cuando se quiere de verdad desahogar el corazón, si somos francos y sencillos, buscaremos el consejo de las personas que nos aman, que nos entienden: se charla con el padre, con la madre, con la mujer, con el marido, con el hermano, con el amigo. Esto es ya diálogo, aunque con frecuencia no se desee tanto oír como explayarse, contar lo que nos ocurre. Empecemos a conducirnos así con Dios, seguros de que El nos escucha y nos responde; y le atenderemos y abriremos nuestra conciencia a una conversación humilde, para referirle confiadamente todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial.
Venced, si acaso la advertís, la poltronería, el falso
criterio de que la oración puede esperar. No retrasemos jamás esta fuente de
gracias para mañana. Ahora es el tiempo oportuno. Dios, que es amoroso
espectador de nuestro día entero, preside nuestra íntima plegaria: y tú y yo
—vuelvo a asegurar— hemos de confiarnos con El como se confía en un hermano, en
un amigo, en un padre. Dile —yo se lo digo— que El es toda la Grandeza, toda la
Bondad, toda la Misericordia. Y añade: por eso quiero enamorarme de Ti, a pesar
de la tosquedad de mis maneras, de estas pobres manos mías, ajadas y
maltratadas por el polvo de los vericuetos de la tierra.
Así, casi sin enterarnos, avanzaremos con pisadas divinas, recias y vigorosas, en las que se saborea el íntimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la fortaleza.
Así, casi sin enterarnos, avanzaremos con pisadas divinas, recias y vigorosas, en las que se saborea el íntimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la fortaleza.
Para algunos, todo esto quizá resulta familiar; para otros,
nuevo; para todos, arduo. Pero yo, mientras me quede aliento, no cesaré de
predicar la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!, en cualquier
ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca.
No es cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como en un recurso
extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas que
amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las palabras,
los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con
Dios.
Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos hace ver —con su ejemplo— que ése es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón, no olvidará nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente, porque El ha afirmado: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá.
Procuremos, por tanto, no perder jamás el punto de mira sobrenatural, viendo detrás de cada acontecimiento a Dios: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo... y ante el desconsuelo por la muerte de un ser querido. Primero de todo, la charla con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de nuestra alma. No es cosa que pueda considerarse como pequeñez, de poca monta: es manifestación clara de vida interior constante, de auténtico diálogo de amor. Una práctica que no nos producirá ninguna deformación psicológica, porque —para un cristiano— debe resultar tan natural como el latir del corazón.
Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos hace ver —con su ejemplo— que ése es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón, no olvidará nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente, porque El ha afirmado: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá.
Procuremos, por tanto, no perder jamás el punto de mira sobrenatural, viendo detrás de cada acontecimiento a Dios: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo... y ante el desconsuelo por la muerte de un ser querido. Primero de todo, la charla con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de nuestra alma. No es cosa que pueda considerarse como pequeñez, de poca monta: es manifestación clara de vida interior constante, de auténtico diálogo de amor. Una práctica que no nos producirá ninguna deformación psicológica, porque —para un cristiano— debe resultar tan natural como el latir del corazón.
Oraciones vocales y oración mental
En este entramado, en este actuar de la fe cristiana se engarzan, como joyas, las oraciones vocales. Son fórmulas divinas: Padre Nuestro..., Dios te salve, María..., Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Esa corona de alabanzas a Dios y a Nuestra Madre que es el Santo Rosario, y tantas, tantas otras aclamaciones llenas de piedad que nuestros hermanos cristianos han recitado desde el principio.
San Agustín, comentando un versículo del Salmo 85 —Señor, apiádate de mí, porque todo el día clamé a ti, no un día solo—, escribe: por todo el día entiende todo el tiempo, sin cesar... Un solo hombre alcanza hasta el fin del mundo; pues claman los idénticos miembros de Cristo, algunos ya descansan en El, otros le invocan actualmente y otros implorarán cuando nosotros hayamos muerto, y después de ellos seguirán otros suplicando. ¿No os emociona la posibilidad de participar en este homenaje al Creador, que se perpetúa en los siglos? ¡Qué grande es el hombre, cuando se reconoce criatura predilecta de Dios y acude a El, tota die, en cada instante de su peregrinación terrena!
En este entramado, en este actuar de la fe cristiana se engarzan, como joyas, las oraciones vocales. Son fórmulas divinas: Padre Nuestro..., Dios te salve, María..., Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo. Esa corona de alabanzas a Dios y a Nuestra Madre que es el Santo Rosario, y tantas, tantas otras aclamaciones llenas de piedad que nuestros hermanos cristianos han recitado desde el principio.
San Agustín, comentando un versículo del Salmo 85 —Señor, apiádate de mí, porque todo el día clamé a ti, no un día solo—, escribe: por todo el día entiende todo el tiempo, sin cesar... Un solo hombre alcanza hasta el fin del mundo; pues claman los idénticos miembros de Cristo, algunos ya descansan en El, otros le invocan actualmente y otros implorarán cuando nosotros hayamos muerto, y después de ellos seguirán otros suplicando. ¿No os emociona la posibilidad de participar en este homenaje al Creador, que se perpetúa en los siglos? ¡Qué grande es el hombre, cuando se reconoce criatura predilecta de Dios y acude a El, tota die, en cada instante de su peregrinación terrena!
Que no falten en nuestra jornada unos momentos dedicados
especialmente a frecuentar a Dios, elevando hacia El nuestro pensamiento, sin
que las palabras tengan necesidad de asomarse a los labios, porque cantan en el
corazón. Dediquemos a esta norma de piedad un tiempo suficiente; a hora fija,
si es posible. Al lado del Sagrario, acompañando al que se quedó por Amor. Y si
no hubiese más remedio, en cualquier parte, porque nuestro Dios está de modo
inefable en nuestra alma en gracia. Te aconsejo, sin embargo, que vayas al
oratorio siempre que puedas: y pongo empeño en no llamarlo capilla, para que
resalte de modo más claro que no es un sitio para estar, con empaque de oficial
ceremonia, sino para levantar la mente en recogimiento e intimidad al cielo,
con el convencimiento de que Jesucristo nos ve, nos oye, nos espera y nos
preside desde el Tabernáculo, donde está realmente presente escondido en las
especies sacramentales.
Cada uno de vosotros, si quiere, puede encontrar el propio cauce, para este coloquio con Dios. No me gusta hablar de métodos ni de fórmulas, porque nunca he sido amigo de encorsetar a nadie: he procurado animar a todos a acercarse al Señor, respetando a cada alma tal como es, con sus propias características. Pedidle que meta sus designios en nuestra vida: no sólo en la cabeza, sino en la entraña del corazón y en toda nuestra actividad externa. Os aseguro que de este modo os ahorraréis gran parte de los disgustos y de las penas del egoísmo, y os sentiréis con fuerza para extender el bien a vuestro alrededor. ¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz.
Al invitarte a esas confidencias con el Maestro me refiero especialmente a tus dificultades personales, porque la mayoría de los obstáculos para nuestra felicidad nacen de una soberbia más o menos oculta. Nos juzgamos de un valor excepcional, con cualidades extraordinarias; y, cuando los demás no lo estiman así, nos sentimos humillados. Es una buena ocasión para acudir a la oración y para rectificar, con la certeza de que nunca es tarde para cambiar la ruta. Pero es muy conveniente iniciar ese cambio de rumbo cuanto antes.
En la oración la soberbia, con la ayuda de la gracia, puede transformarse en humildad. Y brota la verdadera alegría en el alma, aun cuando notemos todavía el barro en las alas, el lodo de la pobre miseria, que se está secando. Después, con la mortificación, caerá ese barro y podremos volar muy alto, porque nos será favorable el viento de la misericordia de Dios.
Cada uno de vosotros, si quiere, puede encontrar el propio cauce, para este coloquio con Dios. No me gusta hablar de métodos ni de fórmulas, porque nunca he sido amigo de encorsetar a nadie: he procurado animar a todos a acercarse al Señor, respetando a cada alma tal como es, con sus propias características. Pedidle que meta sus designios en nuestra vida: no sólo en la cabeza, sino en la entraña del corazón y en toda nuestra actividad externa. Os aseguro que de este modo os ahorraréis gran parte de los disgustos y de las penas del egoísmo, y os sentiréis con fuerza para extender el bien a vuestro alrededor. ¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz.
Al invitarte a esas confidencias con el Maestro me refiero especialmente a tus dificultades personales, porque la mayoría de los obstáculos para nuestra felicidad nacen de una soberbia más o menos oculta. Nos juzgamos de un valor excepcional, con cualidades extraordinarias; y, cuando los demás no lo estiman así, nos sentimos humillados. Es una buena ocasión para acudir a la oración y para rectificar, con la certeza de que nunca es tarde para cambiar la ruta. Pero es muy conveniente iniciar ese cambio de rumbo cuanto antes.
En la oración la soberbia, con la ayuda de la gracia, puede transformarse en humildad. Y brota la verdadera alegría en el alma, aun cuando notemos todavía el barro en las alas, el lodo de la pobre miseria, que se está secando. Después, con la mortificación, caerá ese barro y podremos volar muy alto, porque nos será favorable el viento de la misericordia de Dios.
Mirad que el Señor suspira por conducirnos a pasos
maravillosos, divinos y humanos, que se traducen en una abnegación feliz, de
alegría con dolor, de olvido de sí mismo. Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo. Un consejo que hemos escuchado todos. Hemos de
decidirnos a seguirlo de verdad: que el Señor pueda servirse de nosotros para
que, metidos en todas las encrucijadas del mundo —estando nosotros metidos en
Dios—, seamos sal, levadura, luz. Tú, en Dios, para iluminar, para dar sabor,
para acrecentar, para fermentar.
Pero no me olvides que no creamos nosotros esa luz: únicamente la reflejamos. No somos nosotros los que salvamos las almas, empujándolas a obrar el bien: somos tan sólo un instrumento, más o menos digno, para los designios salvadores de Dios. Si alguna vez pensásemos que el bien que hacemos es obra nuestra, volvería la soberbia, aún más retorcida; la sal perdería el sabor, la levadura se pudriría, la luz se convertiría en tinieblas.
Pero no me olvides que no creamos nosotros esa luz: únicamente la reflejamos. No somos nosotros los que salvamos las almas, empujándolas a obrar el bien: somos tan sólo un instrumento, más o menos digno, para los designios salvadores de Dios. Si alguna vez pensásemos que el bien que hacemos es obra nuestra, volvería la soberbia, aún más retorcida; la sal perdería el sabor, la levadura se pudriría, la luz se convertiría en tinieblas.
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