La conversión de San Agustín no fue concedida a Santa Mónica hasta después de dieciséis años de lágrimas; pero también fue una conversión incomparablemente más perfecta que la que había pedido.
Es
una verdad de fe que Dios dirige todos los acontecimientos de que se lamenta el
mundo; y aún más, no podemos dudar de que todos los males que Dios nos envía
nos sean muy útiles: no podemos dudar sin suponer que al mismo Dios le falta la
luz para discernir lo que nos conviene.
Si, muchas veces, en las cosas que nos atañen, otro ve mejor
que nosotros lo que nos es útil, ¿no será una locura pensar que nosotros vemos
las cosas mejor que Dios mismo, que Dios que está exento de las pasiones que
nos ciegan, que penetra en el porvenir, que prevé los acontecimientos y el
efecto que cada causa debe producir? Vosotros sabéis que a veces los accidentes
más importunos tienen consecuencias dichosas, y que por el contrario los éxitos
más favorables pueden acabar finalmente de manera funesta. También es una regla
que Dios observa a menudo, de ir a sus fines por caminos totalmente opuestos a
los que la prudencia humana acostumbra escoger.
En la ignorancia en que estamos de lo que debe acaecernos
posteriormente, ¿cómo osaremos murmurar de lo que sufrimos por la permisión de
Dios? ¿No tememos que nuestras quejas conduzcan a error, y que nos quejamos
cuando tenemos el mayor motivo para felicitarnos de su Providencia? José es
vendido, se le lleva como esclavo, y se le encarcela; si se afligiera de sus
desgracias, se afligiría de su felicidad, pues son otros tantos escalones que
elevan insensiblemente hasta el trono de Egipto.
Saúl ha perdido las asnas de
su padre; es necesario irlas a buscar muy lejos e inútilmente; mucha
preocupación y tiempo perdido, es cierto; pero si esta pena le disgusta, no
hubiera habido disgusto tan irracional, visto que todo esto estaba permitido
para conducirle al profeta que debe ungirle de parte del Señor, para que sea el
rey de su pueblo.
¡Cuánta será nuestra confusión cuando comparezcamos delante
de Dios, y veamos las razones que habrá tenido de enviarnos estas cruces que
hemos recibido tan a pesar nuestro! He lamentado la muerte del hijo único en la
flor de la edad: ¡Ay!, pero si hubiera vivido algunos meses o algunos años más,
hubiera perecido a manos de un enemigo, y habría muerto en pecado mortal. No he
podido consolarme de la ruptura de este matrimonio:
Si Dios hubiera permitido
que se hubiera realizado, habría pasado mis días en el duelo y la miseria. Debo
treinta o cuarenta años de vida a esta enfermedad que he sufrido con tanta
impaciencia.
Debo mi salvación eterna a esta confusión que me ha costado tantas
lágrimas. Mi alma se hubiera perdido de no perder este dinero. ¿De qué nos
molestamos?... ¡Dios carga con nuestra conducta, y nos preocupamos! Nos
abandonamos a la buena fe de un médico, porque lo suponemos entendido en su
profesión; él manda que se os hagan las operaciones más violentas, alguna vez
que os abran el cráneo con el hierro; que os horade, que os corten un miembro
para detener la gangrena, que podría llegar hasta el corazón.
Se sufre
todo esto, se queda agradecido y se le recompensa libremente, porque se
juzga que no lo haría si el remedio no fuera necesario, porque se piensa que
hay que fiar en su arte; ¡y no le concederemos el mismo honor a Dios! Se diría
que no nos fiamos de su sabiduría y que tenemos miedo de que nos descaminara.
¡Cómo!, ¿entregáis vuestro cuerpo a un hombre que puede equivocarse y
cuyos menores errores pueden quitaros la vida, y no podéis someteros a la
dirección del Señor?
Si viéramos todo lo que Él ve, querríamos infaliblemente
todo lo que Él quiere; se nos vería pedirle con lágrimas las mismas aflicciones
que procuramos apartar por nuestros votos y nuestras oraciones. A todos nos dice
lo que dijo a los hijos de Zebedeo: Nescitis quid petatis; hombres ciegos,
tengo piedad de vuestra ignorancia, no sabéis lo que pedís; dejadme dirigir
vuestros intereses, conducir vuestra fortuna, conozco mejor que vosotros lo que
necesitáis; si hasta ahora hubiera tenido consideración a vuestros sentimientos
y a vuestros gustos, estaríais ya perdidos y sin recurso.
Cuando Dios prueba
¿Pero queréis estar persuadidos que en todo lo que Dios
permite, en todo lo que os sucede, sólo se persigue vuestro verdadero interés,
vuestra verdadera dicha eterna? Reflexionad un poco en todo lo que ha hecho por
vosotros. Ahora estáis en la aflicción; pensad que el autor de ella, es el
mismo que ha querido pasar toda su vida en dolores para ahorraros los eternos;
que es el mismo que tiene su ángel a vuestro lado, velando bajo su mandato en
todos vuestros caminos y aplicándose a apartar todo lo que podría herir vuestro
cuerpo o mancillar vuestra alma;
pensad que el que os ata a esta pena es el
mismo que en nuestros altares no cesa de rogar y de sacrificarse mil veces al
día para expiar vuestros crímenes y para apaciguar la cólera de su Padre a
medida que le irritáis; que es el que viene a vosotros con tanta bondad en el
sacramento de la Eucaristía, el que no tiene mayor placer, que el de conversar
con vosotros y el de unirse a vosotros.
Tras estas pruebas de amor, ¡qué
ingratitud más grande desconfiar de Él, dudar sobre si nos visita para hacernos
bien o para perjudicarnos! -¡Pero me hiere cruelmente, hace pesar su mano sobre
mí!- ¿Qué habéis de temer de una mano que ha sido perforada, que se ha dejado
clavar a la cruz por vosotros? -¡Me hace caminar por un camino espinoso!- ¡Si
no hay otro para ir al cielo, desgraciados seréis, si preferís perecer para
siempre antes que sufrir por un tiempo!
¿No es éste el mismo camino que ha
seguido antes que vosotros y por amor vuestro? ¿Habéis encontrado alguna espina
que no haya señalado, que no haya teñido con su sangre? ¡Me presenta un cáliz
lleno de amargura! Sí, pero pensad que es vuestro divino Redentor quien os lo
presenta; amándoos tanto como lo hace, ¿podría trataros con rigor si no tuviera
una extraordinaria utilidad o una urgente necesidad? Tal vez habéis oído hablar
del príncipe que prefirió exponerse a ser envenenado antes que rechazar el
brebaje que su médico le había ordenado beber, porque había reconocido siempre
en este médico muchas fidelidad y mucha afección a su persona. Y nosotros,
cristianos,
¡rechazaremos el cáliz que nos ha preparado nuestro divino Maestro,
osaremos ultrajarle hasta ese punto! Os suplico que no olvidéis esta
reflexión; si no me equivoco, basta para hacernos amar las disposiciones de la
voluntad divina por molestas que nos parezcan. Además, éste es el medio de
asegurar infaliblemente nuestra dicha incluso desde esta vida.
Arrojarse en los brazos de Dios
Supongo, por ejemplo, que un cristiano se ha liberado
de todas las ilusiones del mundo por sus reflexiones y por las luces que ha
recibido de Dios, que reconoce que todo es vanidad, que nada puede llenar su
corazón, que lo que ha deseado con las mayores ansias es a menudo fuente de los
pesares más mortales; que apenas si se puede distinguir lo que nos es útil de
lo que nos es nocivo, porque el bien y el mal están mezclados casi por todas
partes, y lo que ayer era lo más ventajoso es hoy lo peor, que sus deseos no
hacen más que atormentarle, que los cuidados que toma para triunfar le consumen
y algunas veces le perjudican, incluso en sus planes, en lugar de hacerlos
avanzar; que, al fin y al cabo, es una necesidad de Dios, que no se hace nada
fuera de su mandato y que no ordena nada a nuestro respecto que no nos sea
ventajoso.
Después de percibir todo esto, supongo también que se arroja
a los brazos de Dios como un ciego, que se entrega a Él, por decirlo así, sin
condiciones ni reservas, resuelto enteramente a fiarse a Él en todo y de no
desear nada, no temer nada, en una palabra, de no querer nada más que lo que Él
quiera, y de querer igualmente todo lo que Él quiera; afirmo que desde
este momento esta dichosa creatura adquiere una libertad perfecta, que no puede
ser contrariada ni obligada, que no hay ninguna potencia que sea capaz de hacerle
violencia o de darle un momento de inquietud.
Pero, ¿no es una quimera que a un hombre le impresionen
tanto los males como los bienes? No, no es ninguna quimera; conozco personas
que están tan contentas en la enfermedad como en la salud, en la riqueza como
en la indigencia; incluso conozco quienes prefieren la indigencia y la
enfermedad a las riquezas y a la salud.
Además no hay nada más cierto que lo que os voy a decir:
Cuanto más nos sometamos a la voluntad de Dios, más condescendencia tiene Dios con
nuestra voluntad. Parece que desde que uno se compromete únicamente a
obedecerle, Él sólo cuida de satisfacernos: y no sólo escucha nuestras
oraciones, sino que las previene, y busca hasta el fondo de nuestro corazón
estos mismos deseos que intentamos ahogar para agradarle y los supera a todos.
En fin, el gozo del que tiene su voluntad sumisa a la
voluntad de Dios es un gozo constante, inalterable, eterno. Ningún temor turba
su felicidad, porque ningún accidente puede destruirla.
Me lo represento como un
hombre sentado sobre una roca en medio del océano; ve venir hacia él las olas
más furiosas sin espantarse, le agrada verlas y contarlas a medida que llegan a
romperse a sus pies; que el mar esté calmo o agitado; que el viento impulse las
olas de un lado o del otro, sigue inalterable porque el lugar donde se
encuentra es firme e inquebrantable.
De ahí nace esa paz, esta calma, ese rostro siempre sereno,
ese humor siempre igual que advertimos en los verdaderos servidores de
Dios.
Práctica del abandono confiado
Nos queda por ver cómo podemos alcanzar esta feliz
sumisión. Un camino seguro para conducirnos es el ejercicio frecuente de esta
virtud. Pero como las grandes ocasiones de practicarla son bastante raras, es
necesario aprovechar las pequeñas que son diarias y cuyo buen uso nos prepara
enseguida para soportar los mayores reveses, sin conmovernos. No hay nadie a
quien cien cosillas contrarias a sus deseos e inclinaciones, sea por nuestra
imprudencia o distracción, sea por la inconsideración o malicia de otro, ya
sean el fruto de un puro efecto del azar o del concurso imprevisto de ciertas
causas necesarias.
Toda nuestra vida está sembrada de esta clase de espinas que
sin cesar nacen bajo nuestras pisadas, que producen en nuestro corazón mil
frutos amargos, mil movimientos involuntarios de aversión, de envidia, de
temor, de impaciencia, mil enfados pasajeros, mil ligeras inquietudes, mil
turbaciones que alteran la paz de nuestra alma al menos por un momento.
Se nos
escapa por ejemplo una palabra que no quisiéramos haber dicho o nos han dicho
otra que nos ofende; un criado sirve mal o con demasiada lentitud, un niño os
molesta, un importuno os detiene, un atolondrado tropieza con vosotros, un
caballo os cubre de lodo, hace un tiempo que os desagrada, vuestro trabajo no
va como desearíais, se rompe un mueble, se mancha un traje o se rompe.
Sé que
en todo esto no hay que ejercitar una virtud heroica, pero os digo que bastaría
para adquirirla infaliblemente si quisiéramos; pues si alguien tuviera cuidado
para ofrecer a Dios todas estas contrariedades y aceptarlas como dadas por su
Providencia, y si además se dispusiera insensiblemente a una unión muy íntima
con Dios, será capaz en poco tiempo de soportar los más tristes y funestos
accidentes de la vida.
A este ejercicio que es tan fácil, y sin embargo tan útil
para nosotros y tan agradable a Dios que ni puedo decíroslo, hemos de añadir
también otro. Pensad todos los días, por las mañanas, en todo lo que pueda
sucederos de molesto a lo largo del día. Podría suceder que en este día os
trajeran la nueva de un naufragio, de una bancarrota, de un incendio; quizá
antes de la noche recibiréis alguna gran afrenta, alguna confusión sangrante;
tal vez sea la muerte la que os arrebatará la persona más querida de vosotros; tampoco
sabéis si vais a morir vosotros mismos de una manera trágica y súbitamente.
Aceptad todos estos males en caso de que quiera Dios permitirlos; obligad
vuestra voluntad a consentir en este sacrificio y no os deis ningún reposo
hasta que no la sintáis dispuesta a querer o a no querer todo lo que Dios
quiera o no quiera.
En fin, cuando una de estas desgracias se deje en efecto
sentir, en lugar de perder el tiempo quejándose de los hombres o de la fortuna,
id a arrojaros a los pies de vuestro divino Maestro, para pedirle la gracia de
soportar este infortunio con constancia. Un hombre que ha recibido una llaga
mortal, si es prudente no correrá detrás del que le ha herido, sino ante todo
irá al médico que puede curarle. Pero si en semejantes encuentros, buscarais la
causa de vuestros males, también entonces deberíais ir a Dios pues no puede ser
otro el causante de vuestro mal.
Id pues a Dios, pero id pronto, inmediatamente, que sea éste
el primero de todos vuestros cuidados; id a contarle, por así decirlo, el trato
que os ha dado, el azote de que se ha servido para probaros. Besad mil veces la
mano de vuestro Maestro crucificado, esas manos que os han herido, que han
hecho todo el mal que os aflige. Repetid a menudo aquellas palabras que también
Él decía a su Padre, en lo más agudo de su dolor: Señor, que se haga
vuestra voluntad y no la mía; Fiat voluntas tua. Sí, mi Dios, en todo lo que
queráis de mí hoy y siempre, en el cielo y en la tierra, que se haga esta
voluntad, pero que se haga en la tierra como se cumple en el cielo.
LAS ADVERSIDADES SON ÚTILES A LOS JUSTOS, NECESARIAS A
LOS PECADORES
Ved a esta madre amante que con mil caricias mira de
apaciguar los gritos de su hijo, que le humedece con sus lágrimas mientras le
aplican el hierro y el fuego; desde el momento en que esta dolorosa operación
se hace ante sus ojos y por su mandato, ¿quién va a dudar de que este remedio
violento debe ser muy útil a este hijo que después encontrará una perfecta
curación o al menos el alivio de un dolor más vivo y duradero?
Hago el mismo razonamiento cuando os veo en la adversidad.
Os quejáis de que se os maltrate, os ultrajen, os denigren con calumnias, que
os despojen injustamente de vuestros bienes: Vuestro Redentor –este nombre es
aún más tierno que el de padre o madre–, vuestro Redentor es testigo de todo lo
que sufrís, Él os lleva en su seno, y ha declarado que cualquiera que os toque,
le toca a Él mismo en la niña del ojo; sin embargo Él mismo permite que seáis
travesado, aunque pudiera fácilmente impedirlo, ¡y dudáis que esta prueba
pasajera no os procure las más sólidas ventajas!
Aunque el Espíritu Santo no
hubiera llamado bienaventurados a los que sufren aquí abajo, aunque todas las
páginas de la Escritura no hablaran en favor de las adversidades, y no viéramos
que son el pago más corriente de los amigos de Dios, no dejaría de creer que
nos son infinitamente ventajosas.
Para persuadirme, basta saber que Dios ha
preferido sufrir todo lo que la rabia de los hombres ha podido inventar en las
torturas más horribles, antes de verme condenado a los menores suplicios de la
otra vida; basta, dije, que sepa que es Dios mismo quien me prepara, quien me
presenta el cáliz de amargura que debo beber en este mundo. Un Dios que ha
sufrido tanto para impedirme sufrir, no se dará el cruel e inútil placer de
hacerme sufrir ahora.
Hay que fiar en la Providencia
Para mí, cuando veo a un cristiano abandonarse al dolor en
las penas que Dios le envía, digo en primer lugar: “He aquí un hombre que se
aflige de su dicha; ruega a Dios que le libre de la indigencia en que se
encuentra y debería darle gracias de haberle reducido a ella.
Estoy seguro que nada mejor podría acaecerle que lo que hace
el motivo de su desolación; para creerlo tengo mil razones sin réplica. Pero si
viera todo lo que Dios ve, si pudiera leer en el porvenir las consecuencias
felices con las que coronará estas tristes aventuras, ¿cuánto más no me
aseguraría en mi pensamiento?
En efecto, si pudiéramos descubrir cuales son los designios
de la Providencia, es seguro que desearíamos con ardor los males que sufrimos
con tanta repugnancia.
¡Dios mío!, si tuviéramos un poco más de fe, si supiéramos
cuánto nos amáis, cómo tenéis en cuenta nuestros intereses, ¿cómo miraríamos
las adversidades? Iríamos en busca de ellas ansiosamente, bendeciríamos mil
veces la mano que nos hiere.
“¿Qué bien puede proporcionarme esta enfermedad que me
obliga a interrumpir todos mis ejercicios de piedad?”, dirá tal vez alguien.
“¿Qué ventaja puedo obtener de la pérdida de todos mis bienes que me sitúa en
el desespero, de esta confusión que abate mi valor y que lleva la turbación a
mi espíritu?”. Es cierto que estos golpes imprevistos, en el momento en que
hieren acaban algunas veces con aquellos sobre quienes caen y les sitúan fuera
del estado de aprovecharse inmediatamente de su desgracia:
Pero esperad un
momento y veréis que es por allí por donde Dios os prepara para recibir sus
favores más insignes. Sin este
accidente, es posible que no hubierais llegado a ser peor, pero no hubierais
sido tan santo. ¿No es cierto que desde que os habéis dado a Dios, no os
habíais resuelto a despreciar cierta gloria fundada en alguna gracia del cuerpo
o en algún talento del espíritu, que os atraía la estima de los hombres?
¿No es
cierto que teníais aún cierto amor al juego, a la vanidad, al lujo? ¿No es
cierto que nos os había abandonado el deseo de adquirir riquezas, de educar a
vuestros hijos con los honores del mundo? Quizá incluso cierto afecto, alguna
amistad poco espiritual disputaba aún vuestro corazón a Dios.
Sólo os faltaba
este paso para entrar en una libertad perfecta; era poco, pero, en fin, no
hubierais podido hacer aún este último sacrificio; sin embargo, ¿de cuántas
gracias no os privaba este obstáculo? Era poco, pero no hay nada que cueste
tanto al alma cristiana como el romper este último lazo que le liga al mundo o
a ella misma; sólo en esta situación siente una parte de su enfermedad;
pero le
espanta el pensamiento de su remedio, porque el mal está tan cerca del corazón
que sin el socorro de una operación violenta y dolorosa, no se le puede curar;
por esto ha sido necesario sorprenderos, que cuando menos pensabais en ello,
una mano hábil haya llevado el hierro adelante en la carne viva, para horadar
esta úlcera oculta en el fondo de vuestras entrañas; sin este golpe, duraría
aún vuestra languidez.
Esta enfermedad que se detiene, esta bancarrota que os arruina,
esta afrenta que os cubre de vergüenza, la muerte de esta persona que lloráis,
todas estas desgracias harán en un instante lo que no hubieran hecho todas
vuestras meditaciones, lo que todos vuestros directores hubieran intentado
inútilmente.
Ventajas
inesperadas de las pruebas
Y si la aflicción
en que estáis por voluntad de Dios, os hastía de todas las criaturas, si
os compromete a daros enteramente a vuestro Creador, estoy seguro que le
estaréis más agradecidos por lo que os ha afligido, que por lo que le hubierais
ofrecido en vuestros votos si os evitaba la aflicción; los demás favores que
habéis recibido de Él, comparados con esta desgracia, no serán a vuestros ojos
más que pequeños favores.
Siempre habéis mirado las bendiciones temporales que
ha derramado hasta ahora sobre vuestra familia como los efectos de su bondad
hacia vosotros; pero entonces veréis claramente que nunca os amó tanto como
cuando trastornó todo lo que había hecho para vuestra prosperidad, y que si
había sido liberal al daros las riquezas, el honor, los hijos y la salud, ha
sido pródigo al quitaros todos estos bienes.
No hablo de los
méritos que se adquieren por la paciencia; por lo general, es cierto que se
gana más para el cielo en un día de adversidad que durante varios años pasados
en la alegría, por santo que sea el uso que se haga de ella.
Todo el mundo
conoce que la prosperidad nos debilita; y es mucho cuando un hombre dichoso,
según el mundo, se toma la pena de pensar en el Señor una o dos veces por día;
las ideas de los bienes sensibles que le rodean ocupan tan agradablemente su
espíritu que olvida con mucho todo lo demás. Por el contrario la adversidad nos
lleva de un modo natural a elevar los ojos al cielo, para, mediante esta
visión, suavizar la amarga impresión de nuestros males.
Sé que se puede
glorificar a Dios en toda clase de estados y que no deja de honrarle la vida de
un cristiano que le sirve en una alegre fortuna; pero ¡quién asegura que este
cristiano le honra tanto como el hombre que le bendice en los sufrimientos!
Se
puede decir que el primero es semejante a un cortesano asiduo y regular, que no
abandona nunca a su príncipe, que le sigue al consejo, que todo lo hace a
gusto, que hace honor a sus fiestas; pero que el segundo es como un valiente
capitán, que toma las ciudades para su rey, que le gana batallas, a través de
mil peligros y a precio de su sangre, que lleva lejos la gloria de las armas de
su señor y los límites de su imperio.
Del mismo modo,
un hombre que disfruta de una salud robusta, que posee grandes riquezas, que
vive en honor, que tiene la estima del mundo, si este hombre usa como debe de
todas estas ventajas, si las refiere a Dios como a su divino Maestro por una
conducta tan cristiana; pero si la Providencia le despoja de todos estos
bienes, si le consume de dolores y de miserias y si en medio de tantos males,
persevera en los mismos sentimientos, en las mismas acciones de gracias, si
sigue al Señor con la misma prontitud y la misma docilidad, por un camino tan
difícil, tan opuesto a sus inclinaciones, entonces es cuando publica las
grandezas de Dios y la eficacia de su gracia, del modo más generoso y
brillante.
Juzgad de ahí la
gloria que deben esperar de Jesucristo las personas que le habrán glorificado
en un camino tan espinoso. Entonces será cuando nosotros reconoceremos cuánto
nos habrá amado Dios, dándonos las ocasiones de merecer una recompensa tan
abundante; entonces nos reprocharemos a nosotros mismos el habernos quejado de
lo que debería aumentar nuestra felicidad; de haber dudado de la bondad de
Dios, cuando nos daba las señales más seguras.
Si un día han de ser así
nuestros sentimientos, ¿por qué no entrar desde hoy en una disposición tan
feliz? ¿Por qué no bendecir a Dios en medio de los males de esta vida, si estoy
seguro que en el cielo le daré gracias eternas?
Todo esto nos
hace ver que sea cual sea el modo como vivamos deberíamos recibir siempre toda
adversidad con alegría. Si somos buenos, la adversidad nos purifica y nos
vuelve mejores, nos llena de virtudes y de méritos; si somos viciosos, nos
corrige y nos obliga a ser virtuosos.
Es extraño que
habiéndose comprometido Jesucristo tan a menudo y tan solemnemente a atender
todos nuestros votos, la mayor parte de los cristianos se quejan todos los días
de no ser escuchados. Pues, no se puede atribuir la esterilidad de nuestras
oraciones a la naturaleza de los bienes que pedimos, ya que no ha exceptuado
nada en sus promesas:
Omnia quacumque orantes petitis credite quia
accipietis. Tampoco se puede atribuir esta esterilidad a la indignidad de los
que piden, pues lo ha prometido a toda clase de personas sin excepción: Omnis
qui petit accipit. ¿De dónde puede venir que tantas oraciones nuestras sean
rechazadas?
¿Quizás no se deba a que como la mayor parte de los hombres son
igualmente insaciables e impacientes en sus deseos, hacen demandas tan
excesivas o con tanta urgencia que cansan, que desagradan al Señor o por su
indiscreción o por su importunidad? No, no; la única razón por la que obtenemos
tan poco de Dios es porque le pedimos demasiado poco y con poca insistencia.
Es cierto que
Jesucristo nos ha prometido de parte de su Padre, concedernos todo,
incluso las cosas más pequeñas; pero nos ha prescrito observar un orden en todo
lo que pedimos y, sin la observancia de esta regla, en vano esperaremos obtener
nada. En San Mateo se nos ha dicho: Buscad primero el reino de Dios y su justicia,
y todo lo demás se os dará por añadidura: Quaerite primum regnum Dei, et
haec omnia adicientur vobis.
No se os prohíbe
desear las riquezas, y todo lo que es necesario para vivir, incluso para vivir
bien; pero hay que desear estos bienes en su rango, y si queréis que todos
vuestros deseos a este respecto se cumplan infaliblemente, pedid primero las
cosas más importantes, a fin de que se añadan las pequeñas al daros las
mayores.
He aquí
exactamente lo que le sucedió a Salomón. Dios le había dado la libertad de
pedir todo lo que quisiera, él le suplicó de concederle la sabiduría, que
necesitaba para cumplir santamente con sus deberes de la realeza. No hizo
ninguna mención de los tesoros ni de la gloria del mundo; creyó que haciéndole
Dios una oferta tan ventajosa tendría la ocasión de obtener bienes
considerables.
Su prudencia le mereció en seguida lo que pedía e incluso lo que
no pedía.Quia postulasti verbum hoc, et non petisti tibi dies multos nec
divitas..., eccefeci tibi secundum sermones tuos: Te concedo de gusto esta
sabiduría porque me la has pedido, pero no dejaré de colmarte de años, de
honores y de riquezas, porque no me has pedido nada de todo esto: Sed et
haec quae non postulasti, divitas scilicet et gloriam.
Si este es el orden
que Dios observa en la distribución de sus gracias, no nos debemos extrañar que
hasta ahora hayamos orado sin éxito. Os confieso que a menudo estoy lleno de
compasión cuando veo la diligencia de ciertas personas, que distribuyen
limosnas, que hacen promesa de peregrinaciones y ayunos, que interesan hasta a
los ministros del altar para el éxito de sus empresas temporales.
¡Hombres
ciegos, temo que roguéis y que hagáis rogar en vano! Hay que hacer estas
ofrendas, estas promesas de ayunos y peregrinaciones, para obtener de Dios una
entera reforma de vuestras costumbres, para obtener la paciencia cristiana, el
desprecio del mundo, el desapego de las creaturas; tras estos primeros pasos de
un celo regulado, hubierais podido hacer oraciones por el restablecimiento de
vuestra salud y por el progreso de vuestros negocios; Dios hubiera escuchado
estas oraciones, o mejor, las hubiera prevenido y se hubiera contentado de
conocer vuestros deseos para cumplirlos.
Sin estas gracias
primeras, todo lo demás podría ser perjudicial y de ordinario así es; he aquí
por qué somos rechazados. Murmuramos, acusamos al Cielo de dureza, de poca
fidelidad en sus promesas. Pero nuestro Dios es un padre lleno de bondad, que
prefiere sufrir nuestras quejas y nuestras murmuraciones, antes que
apaciguarlas con presentes que nos serían funestos.
Para apartar los
males
Lo que he dicho
de los bienes, lo digo también de los males de que deseamos vernos libres.
Alguien dirá que él no suspira por una gran fortuna, que se contentaría con
salir de esta extrema indigencia en la que sus desgracias lo han reducido; deja
la gloria y la alta reputación para los que la ansían, desearía tan sólo evitar
el oprobio en que le sumergen las calumnias de sus enemigos; en fin, puede
pasarse de los placeres, pero sufre dolores que no puede soportar; desde hace
tiempo está rogando, pide al Señor con insistencia a ver si quiere suavizarlos;
pero le encuentra inexorable.
No me sorprende; tenéis males secretos muchos
mayores que los males de que os quejáis, sin embargo son males de los que no
pedís ser librados; si para conseguirlo hubierais hecho la mitad de las
oraciones que habéis hecho para ser curados de los males exteriores, haría ya
mucho tiempo que hubierais sido librados de los unos y de los otros.
La pobreza
os sirve para mantener en humildad a vuestro espíritu, orgulloso por naturaleza;
el apego extremo que tenéis por el mundo os hace necesarias estas medicinas que
os afligen; en vosotros las enfermedades son como un dique contra la
inclinación que tenéis por el placer, contra esta pendiente que os arrastraría
a mil desgracias.
El descargaros de estas cruces, no sería amaros, sino odiaros
cruelmente, a no ser que os concedan las virtudes que no tenéis. Si el Señor os
viera con cierto deseo de estas virtudes, os las concedería sin dilación y no
sería necesario pedir el resto.
No se pide bastante
Ved cómo por no
pedir bastante, no recibimos nada, porque Dios no podría limitar su liberalidad
a pequeños objetos, sin perjudicarnos a nosotros mismos. Os ruego observéis que
no digo que no se puedan pedir prosperidades temporales sin ofenderle, y pedir
ser liberados de las cruces bajo las que gemimos; sé que para rectificar las
oraciones por las que se solicita este tipo de gracias basta con pedirlas con
las condición de que no sean contrarias ni a la gloria de Dios, ni a nuestra
propia salvación; pero como es difícil que sea glorioso a Dios el escucharos o
útil para vosotros, si no aspiráis a mayores dones, os digo que en tanto os
contentéis con poco, corréis el riesgo de no obtener nada.
¿Queréis que os
dé un buen método para pedir la felicidad incluso temporal, método capaz de
forzar a Dios para que os escuche? Decidle de todo corazón: Dios mío, dadme
tantas riquezas que mi corazón sea satisfecho o inspiradme un desprecio tan
grande que no las desee más; libradme de la pobreza o hacédmela tan amable que
la prefiera a todos los tesoros de la tierra; que cesen estos dolores, o lo que
será aún más glorioso para Vos, haced que cambien en delicias para mí y que
lejos de afligirme y de turbar la paz de mi alma lleguen a ser, a su vez, la
fuente más dulce de alegría. Podéis descargarme de la cruz; podéis dejármela,
sin que sienta el peso.
Podéis extinguir el fuego que me quema; podéis hacer,
que en lugar de apagarlo para que no me queme, me sirva de refrigerio, como lo
fue para los jóvenes hebreos en el horno de Babilonia. Os pido lo uno o lo
otro.
¿Qué importa el modo como yo sea feliz? Si lo soy por la posesión de los
bienes terrestres, os daré eternas acciones de gracias; si lo soy por la
privación de estos mismos bienes, será un prodigio que dará más gloria a
vuestro nombre y yo estaré aún más reconocido.
He aquí una
oración digna de ser ofrecida a Dios por un verdadero cristiano. Cuando roguéis
de este modo, ¿sabéis cuál es el efecto de vuestros votos? En el primer lugar
estaréis contento suceda lo que suceda; ¿acaso desean otra cosa los que están
deseosos de bienes temporales que estar contentos?
En segundo lugar, no
solamente no obtendréis infaliblemente una de las dos cosas que habéis pedido,
sino que ordinariamente obtendréis las dos. Dios os concederá el disfrute de
las riquezas, y para que las poseáis sin apego y sin peligro, os inspirará a la
vez un desprecio saludable.
Pondrá fin a vuestros dolores, y además os dejará
una sed ardiente que os dará el mérito de la paciencia, sin que sufráis. En una
palabra, os hará felices en esta vida y temiendo que vuestra dicha no os
corrompa, os hará conocer y sentir la vanidad. ¿Se puede desear algo más
ventajoso? Nada, sin duda. Pero como una ventaja tan preciosa es digna de ser
pedida, acordaos también que merece ser pedida con insistencia. Pues la razón
por la que se obtiene tan poco, no es solamente porque se pide poco, es también
porque, se pida poco o mucho, no se pide bastante.
Perseverancia en
la oración
¿Queréis que
todas vuestras oraciones sean eficaces infaliblemente? ¿Queréis forzar a Dios a
satisfacer todos vuestros deseos? En primer lugar os digo que no hay que
cansarse de orar. Los que se cansan después de haber rogado durante un tiempo,
carecen de humildad o de confianza; y de este modo no merecen ser escuchados.
Parece como si pretendierais que se os obedezca al momento vuestra oración como
si fuera un mandato; ¿no sabéis que Dios resiste a los soberbios y que se
complace en los humildes?
¿Qué? ¿Acaso vuestro orgullo no os permite sufrir que
os hagan volver más de una vez para la misma cosa? Es tener muy poca confianza
en la bondad de Dios el desesperar tan pronto, el tomar las menores dilaciones
por rechazos absolutos.
Cuando se concibe
verdaderamente hasta dónde llega la bondad de Dios, jamás se cree uno
rechazado, jamás se podría creer que desee quitarnos toda esperanza. Pienso, lo
confieso, que cuando veo que más me hace insistir Dios en pedir una misma
gracia, más siento crecer en mí la esperanza de obtenerla; nunca creo que mi
oración haya sido rechazada, hasta que me doy cuenta que he dejado de orar;
cuando tras un año de solicitaciones, me encuentro en tanto fervor como tenía
al principio, no dudo del cumplimiento de mis deseos; y lejos de perder valor
después de tan larga espera, creo tener motivo para regocijarme, porque estoy
persuadido que seré tanto más satisfecho cuanto más largo tiempo se me haya
dejado rogar. Si mis primeras instancias hubieran sido totalmente inútiles,
jamás hubiera reiterado los mismos votos, mi esperanza no se hubiera sostenido;
ya que mi asiduidad no ha cesado, es una razón para mí el creer que seré pagado
liberalmente.
En efecto, la
conversión de San Agustín no fue concedida a Santa Mónica hasta después de
dieciséis años de lágrimas; pero también fue una conversión incomparablemente
más perfecta que la que había pedido. Todos sus deseos se limitaban a ver
reducida la incontinencia de este joven en los límites del matrimonio, y tuvo
el placer de verle abrazar los más elevados consejos de castidad evangélica.
Había deseado solamente que se bautizara, que fuera cristiano, y ella le vio
elevado al sacerdocio, a la dignidad episcopal.
En fin, ella sólo
pedía a Dios verle salir de la herejía e hizo Dios de él la columna de la
Iglesia y el azote de los herejes de su tiempo. Si después de un año o dos de
oraciones, esta piadosa madre se hubiera desanimado, si después de diez o doce
años, viendo que el mal crecía cada día, que este hijo desgraciado se
comprometía cada día en nuevos errores, en nuevos excesos, que a la impureza
había añadido la avaricia y la ambición; si lo hubiera abandonado todo entonces
por desesperación, ¡cuál hubiera sido su ilusión! ¿Qué agravio no hubiera hecho
a su hijo? ¡De qué consolación no se hubiera privado ella misma! ¡De qué tesoro
no hubiera frustrado a su siglo y a todos los siglos venideros!
Una confianza
obstinada
Para terminar, me
dirijo a aquellas personas que veo inclinadas a los pies del altar, para
obtener estas preciosas gracias que Dios tiene tanta complacencia en vernos
pedir. Almas dichosas, a quienes Dios da a conocer la vanidad de las cosas
mundanas, almas que gemís bajo el yugo de vuestras pasiones y que rogáis para
ser librados de ellas, almas fervientes que estáis inflamadas del deseo de amar
a Dios y de servirle como los santos le han servido y usted que solicita la
conversión de este marido, de esta persona querida, no os canséis de rogar, sed
constantes, sed infatigables en vuestras peticiones; si se os rechazan hoy,
mañana lo obtendréis todo; si no obtenéis nada este año, el año próximo os será
más favorable; sin embargo, no penséis que vuestros afanes sean inútiles: Se
lleva la cuenta de todos vuestros suspiros, recibiréis en proporción al tiempo
que hayáis empleado en rogar; se os está amasando un tesoro que os colmará de
una sola vez, que excederá a todos vuestros deseos.
Es necesario
descubriros hasta el fin los resortes secretos de la Providencia: La negativa
que recibís ahora no es más que un fingimiento del que Dios se sirve para
inflamar más vuestro fervor. Ved cómo obra respecto a la Cananea, cómo rehúsa
verla y oírla, cómo la trata de extranjera y más duramente aún. ¿No diréis que
la importunidad de esta mujer le irrita más y más? Sin embargo, dentro de Él,
la admira y está encantado de su confianza y de su humildad; y por esto la
rechaza. ¡Oh clemencia disfrazada, que toma la máscara de la crueldad, con qué
ternura rechazas a los que más quieres escuchar! Guardaros de dejaros
sorprender; al contrario, urgid tanto más cuanto más os parezca que sois
rechazados.
Haced como la
Cananea, servíos contra Dios mismo de las razones que pueda tener para
rechazaros. Es cierto debéis decir, que favorecerme sería dar a los perros el
pan de los hijos, no merezco la gracia que pido, pero tampoco pretendo que se
me conceda por mis méritos, es por los méritos de mi amable Redentor. Sí,
Señor, debéis temer que haya más consideración a mi indignidad que a vuestra
promesa, y que queriendo hacerme justicia os engañéis a vos mismo. Si fuera más
digno de vuestros beneficios, os sería menos glorioso el hacerme partícipe de
ellos.
No es justo hacer favores a un ingrato; ¡oh, Señor!, no es vuestra justicia
lo que yo imploro, sino vuestra misericordia. ¡Mantén tu ánimo! Dichoso de ti
que has comenzado a luchar tan bien contra Dios; no le dejes tranquilo; le
agrada la violencia que le hacéis, quiere ser vencido. Haceos notar por vuestra
importunidad, haced ver en vosotros un milagro de constancia; forzad a Dios a
dejar el disfraz y a deciros con admiración; Magna est fides tua, fiat
tibi sicut vis: Grande es tu fe; confieso que no puedo resistirte más;
vete, tendrás lo que deseas, tanto en esta vida como en la otra.
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