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lunes, 10 de septiembre de 2012

Dios Advierte las Ocasiones de Peligro.?



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     www.iterindeo.blogspot.com
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Quizás el secreto de la oración y de la santidad de vida esté envuelto en la petición divina de escuchar- escuchar Su presencia silenciosa- esa presencia que penetra nuestro ser y nos conserva la existencia; 
Esa presencia que llena las almas de amor y serenidad; esa presencia que nos fortalece   cuando nos sentimos débiles.

   "El objetivo de nuestra vida de oración es vaciarnos de nosotros mismos 
y dejarnos llenar por la Trinidad."

Nuestra misión en la vida, entonces, es cooperar con la gracia de Dios y despojarnos de nosotros mismos para que nos pueda colmar la Trinidad.

No se trata de desentenderse de las responsabilidades propias, sino de hacernos capaces de amar tanto a Dios como a los demás con un amor puro.

No se trata de escapar del mundo para estar solos, sino para estar con Dios.
Se trata de hacer penitencia, no para borrar nuestras culpas, sino porque la penitencia borra las huellas del pecado.

Debemos vaciarnos de nosotros mismos no para lograr ser dueños de nosotros mismos, sino para estar llenos de Dios; para transformarnos en Jesús.

No existe un método específico para negarse uno a sí mismo. 
Cada uno de nosotros tiene virtudes y defectos peculiares que convierten en algo único el proceso de transformarnos en alguien semejante a Jesús. 

Debemos poner nuestra mirada en Jesús, leer su Palabra en la Escritura y pedir al Espíritu Santo que ilumine nuestras mentes de la forma más adecuada para poder alcanzar la meta que Él nos ha trazado.

Quizás el secreto de la oración y de la santidad de vida esté envuelto en la petición divina de escuchar- escuchar Su presencia silenciosa- esa presencia que penetra nuestro ser y nos conserva la existencia; Esa presencia que llena las almas de amor y serenidad; esa presencia que nos fortalece   cuando nos sentimos débiles.

Hemos olvidado cómo detenernos: nos come el deseo de estar en marcha.
Hemos olvidado cómo quedarnos quietos: nos come el deseo de estar en movimiento.
Hemos olvidado cómo escuchar: nos come el deseo de ser escuchados.
No importa dónde o con quién estemos, podemos siempre decir como Jacob: 

"Verdaderamente está Yahvé en este lugar y yo no lo sabía" 

(Gn 28,16).

 Él no está tan lejos de nosotros como pensamos, pues siempre caminamos en Su presencia; Él vive por la gracia en el centro de nuestras almas.

Percibimos el silencio de Su presencia en la quietud de la noche, en la oscuridad de nuestras almas y en los corazones de nuestros prójimos.

Oímos el sonido de Su voz en las inaudibles palabras que nos gritan Su presencia desde las flores y los árboles.

Su presencia silenciosa clama a nosotros cuando lo vemos sufrir en el solitario y el abandonado. Su presencia silenciosa nos pide compasión en el abatido y el herido.
 Su presencia, que nos rodea como un sonido profundo, entibia nuestras almas frías con una calma silenciosa, tranquilizante y reconfortante.

Nos aconseja que nos detengamos y entendamos Su amor porque, éste, al igual que Su presencia, también es tranquilo y lo consume todo. Su presencia silenciosa, como una venda empapada en aceite, sana las heridas del pecado.

Nuestras almas, como si fueran esponjas secas, buscan el agua de la vida eterna, para saciarse de Su presencia silenciosa.

Nosotros podemos alejarnos de Él, pero Él nunca se aleja de nosotros.

Si deseamos vivir como cristianos debemos estar conscientes uno del otro, y presentes ante el otro, porque si se desvanece el sentido de la presencia, uno de los dos se queda solo.

Cuando los amigos dejan de estar conscientes uno del otro se convierten en desconocidos. Y con Dios pasa lo mismo. Él está ante la puerta de nuestro corazón y quiere que le abramos para poder habitar ahí y reinar como Rey.

Sin ser posesivo, desea poseernos. Desea nuestro corazón para llenarlo con amor y para que nosotros podamos amar más a los demás. Desea nuestros pensamientos para elevarlos hasta lo más alto. 

Desea todo nuestro ser para elevarlo a la altura de Su naturaleza. Desea sentirse en casa en los rincones de nuestra alma; un Amigo que siempre está ahí, listo para consolarnos, amarnos y hacernos felices.

Estamos envueltos por palabras y rodeados de ruido; desde el fondo de nuestro corazón suplicamos silencio- no el silencio mortal del vacío ni el silencio que nace de la ausencia de ruido- sino el silencio profundo, el silencio que pronuncia palabras inaudibles y vibra con sonidos de quietud.

Necesitamos el silencio que nos pone cara a cara frente a Dios en un acto de fe y amor. Es necesario cerrar los ojos y darnos cuenta que la oscuridad que percibimos no es una ausencia sino una presencia- una presencia escondida en lo más profundo de nuestras almas-, una presencia tan cercana a nosotros que todo parece oscuridad.

Dios es un espíritu y conversa con nosotros en un ambiente de silencio porque nuestras almas son incapaces de escuchar Su voz cuando están saturadas de ruido y confusión.

Nadie puede ver a Dios en esta vida y seguir vivo; Su gloria aniquilaría nuestra débil, miserable naturaleza humana. La segunda Persona de la Santísima Trinidad hubo de despojarse de Su gloria y hacerse uno de nosotros para que nosotros pudiéramos ver a Dios en esta vida.

Él ya ha derrotado la muerte y retornado a Su gloria, y nosotros vivimos en Su Espíritu y debemos conversar con Él "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23).

La belleza de Su naturaleza es Como el fleco de la orilla de Su manto; las montañas son Como borlas esparcidas aquí y allá cuando Su presencia pasó a un lado durante la creación.

El mismo Jesús pasó horas comunicándose con Su Padre en la quietud de la noche y al alba. Esas son quizás las horas más refrescantes y benéficas del día para percatarse la presencia silenciosa de Dios en nosotros y alrededor de nosotros.

Frecuentemente no somos conscientes de esa presencia porque no ponemos atención a ella.

 Hay ocasiones en que debemos redoblar nuestro sentido del oído, para escuchar a Dios, lo cual hacemos cuando hacemos un esfuerzo para ser concientes del silencio que está dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Es así como tocamos la esencia de Dios, presente en todas partes.  Donde Él no está, solamente está la nada. San Pablo nos dice que "en Él vivimos, nos movemos y somos" (Hechos 17,28).

 Él vive en nosotros a través de la gracia, y nosotros también vivimos en Él a través de Su esencia,  porque Su omnipotencia nos conserva a nosotros y a todo lo demás en la existencia.

Nuestro mismo ser es levantado por Él, y ello debería hacernos concientes de esa fuerza silenciosa que nos sostiene, nos reconstruye, nos moldea y desea transformarnos en Jesús. 

Debemos quedarnos quietos y permitir que Su presencia penetre nuestro ser a base de entregarle nuestra voluntad, la totalidad de nosotros mismos.

En la conciencia del silencio, debemos elevar nuestras mentes a la Trinidad que vive en nuestras almas.

Escuchamos la presencia silenciosa del Padre y decimos: 
"Señor, Padre, engendra a Jesús en mí"

Escuchamos la presencia silenciosa de la Palabra Eterna y decimos: 
"Señor Jesús, da fruto en mí".

Escuchamos la presencia silenciosa del Espíritu Eterno y decimos:
 "Señor Espíritu, transfórmame en Jesús".

El relato de la creación en el Génesis es un hermoso ejemplo de su presencia silenciosa y de sus modos secretos.
Cuando el hombre inventa o produce algo valioso, se escriben muchos libros al respecto. 

Mas el escritor sagrado, inspirado por el Espíritu, que revoloteaba sobre las aguas,  simple y sencillamente afirma la totalidad de la creación en menos de dos páginas.

Algunas personas gustan de imaginar la creación del universo como una explosión caótica, y sin embargo, nuestra experiencia cotidiana de la continua creación de Dios nos enseña todo lo contrario.

Vivimos en la era atómica, pero pocas veces pensamos en la tremenda energía y actividad desplegada por esas partículas invisibles llamadas átomos.  Cada átomo es un sistema solar en miniatura, alrededor del cual electrones y protones giran millones de veces por segundo, y sin embargo, todo pasa en absoluto silencio.  En silencio y en total invisibilidad.

Somos testigos cada primavera de un espectáculo de fantástica energía cuando cada hoja de hierba, cada flor y cada enredadera, en busca del sol, del color y de la vida, se hacen un camino en la tierra- todo en silencio.

El hombre se enorgullece de sus inventos y computadoras, que ocupan tanto espacio en cuartos ruidosos y oficinas.  Y sin embargo, la mente humana, que posee algo mucho más grande que un banco de memoria, es tan callada que nadie sino Dios la escucha razonar y decidir el curso de su vida.

Día y noche trabajan los gigantescos generadores que producen toda la electricidad necesaria para iluminar varias ciudades.  Y sin embargo, cada día, la mitad del mundo se ilumina desde temprano al salir el sol envuelto en dorado resplandor - en hermoso silencio.

Las máquinas inventadas por el hombre para llevar a cabo las tareas que él no puede realizar son pesadas,  grandes y ruidosas. Pero las células nerviosas  Del cerebro que crea esas máquinas pesan menos de la mitad de una onza, son microscópicas- y absolutamente silenciosas en su operación.

Dios trabaja silenciosamente; Su gracia es silenciosa e imperceptible; Su poder vivificante es silencioso; Su providencia es silenciosa; los Milagros que realiza diariamente en la creación son silenciosos; Su poderosa mano, al guiar los destinos de los hombres y las naciones, también es   silenciosa; 

Su presencia, que nos rodea. Como el aire que respiramos, es silenciosa.
Es en el Alma que nos parecemos a Él, de modo que debe ser en el alma donde se realiza nuestra unión con Dios, como Espíritu.

El Espíritu Santo, cuya presencia es tan silenciosa por ser interior, ve nuestros pensamientos, oye nuestros suspiros y cumple nuestros deseos. 

El aliento mismo de Dios respira dentro de nosotros, que somos sus templos vivos. Mueve nuestra voluntad pero nunca interfiere con su libertad. Corrige nuestras debilidades con amable persuasión e inspira en el pensamiento Santos deseos y obras llenas de celo.

Él procede del Padre y del Hijo, y toca nuestras almas con un rayo de luz que ilumina nuestras mentes, aumenta nuestra fe, anima nuestra esperanza y pone fuego a nuestra débil caridad. Los buenos pensamientos que tenemos no son sino simples susurros de Su voz amable; nuestra conciencia: el aguijón de Su guía; nuestros deseos de santidad: la chispa de Su amor; la fortaleza de   nuestras almas: el poder de su omnipotencia. Llena nuestras almas de bondad, paz, amor, gozo, amabilidad y misericordia.

Con suaves pensamientos de peligro nos advierte de las ocasiones de pecado. Nos infunde deseos de establecer metas y de trabajar por el Reino. Nos susurra palabras de amor para que podamos hablar con el Padre, y actos de heroísmo para ser realizadas en nombre del Hijo.

Nos vigila cuando dormimos y pone nuestros pies sobre el suelo al comienzo del nuevo día. Mientras no lo echemos fuera de nosotros con el pecado, Él vive en nuestras almas para infundirnos un espíritu de amor que nosotros no podríamos ni siquiera soñar.
Fuimos creados para amar, pero Él nos transforma en amor al hacernos como Él es, y nos hace posible parecernos cada vez más a Jesús en pensamiento y en obra.

Lo que a nosotros nos corresponde en la obra de nuestra propia santificación es permitirle actuar en nosotros con toda libertad, entregarle nuestra voluntad para que la suya se cumpla en nosotros y darle nuestro corazón para que Él lo utilice para amar. 

Él, y sólo Él, puede hacer que Jesús dé fruto en nuestros corazones. Él, y sólo Él, puede otorgarnos la gracia, puesto que sólo Dios puede entregar a Dios a los hombres. Su Espíritu piensa con nuestro pensamiento y respira con nuestro aliento, porque Su deleite es estar con los hijos de los hombres.

Él sabe que está de visita en nuestra casa, como un amigo; nunca dispone de nosotros a su antojo. Viene a nosotros en el bautismo y permanece en nosotros con Sus dones mientras nosotros así lo queramos. Nuestra voluntad es la única que puede echarlo fuera, cuando nos preferimos a nosotros mismos y al pecado más que a Él. Dios y el enemigo no pueden convivir en la misma casa al mismo tiempo. El ruido y la confusión del pecado y del egoísmo ahoga Su voz y lo ahuyenta.

De los tres huéspedes silenciosos, el Espíritu Santo es el más callado, porque Su trabajo consiste en cambiarnos, santificarnos y transformarnos. Por su misma naturaleza se trata de un trabajo oculto, de modo que no interfiera con nuestra voluntad, nuestra personalidad, nuestros talentos y nuestros deseos.

Si no sintonizamos Su presencia silenciosa acabaremos pensando que nosotros somos los que nos santificamos a nosotros mismos- así de oculta, callada y suave es Su obra en nosotros. Pero si educamos el oído para escuchar Sus murmullos silenciosos, pronto nos percataremos de cuán poderoso y amante es Él en nosotros.

 Él es quien arranca los velos de la imperfección que ocultan la presencia de Jesús en nuestro prójimo. Obrando en nosotros, Su amor sale en busca de las necesidades de nuestro vecino. Su fuerza nos da valor para pelear contra el enemigo, el mundo y nosotros mismos, de modo que podamos "revestirnos de la mente de Cristo".

Es Él quien nos enseña a amar con amor desinteresado, hasta la muerte. Es Él quien inspira en nuestros débiles cuerpos un espíritu nuevo, un corazón nuevo y una mente nueva. Cuando leemos la Escritura, Su presencia ilumina lo que antes estaba en la oscuridad.

Cuando estamos en pecado, Su voz nos inspira pensamientos de arrepentimiento.
Cuando nos sentimos incapaces de amar, Él envía una chispa de Su fuego para calentar nuestros corazones congelados.


El cristiano genuino vive en una atmósfera de oración. Para él la oración no es un simple ejercicio espiritual al que se dedica ocasionalmente; es una forma de vida. Hay veces que recita oraciones, cuando pide lo que le hace falta. Pero la mayor parte del tiempo la pasa preparándose a vivir en Dios así como Dios vive en él.

Su alma se eleva hacia Dios como el incienso, dejándose envolver por la nube de Su presencia, que todo lo rodea.

Un cristiano no se esfuerza por encontrar a Dios del modo como alguien busca un objeto perdido. 
Basta con que a cada momento se haga más consciente de lo que ya posee: Su amorosa presencia.

Un cristiano es un realista que no teme el sufrimiento, ni el dolor, ni la persecución, porque no tiene que soportar nada solo. No busca riquezas ni pobreza, pues sabe que ambos vienen de Dios y ambos pueden estar al servicio de Su gloria y del bien del Reino.

Tiene un corazón libre- para amar a amigos y enemigos por igual- porque su único objetivo es ser como Su Padre.

Tiene una mente libre porque cree en los misterios de Dios con humilde aceptación y se deleita en su grandeza y variedad.

Su voluntad es libre y su único deseo es unirse a Dios


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