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Quizás el secreto de la oración y de la santidad de vida esté envuelto en la petición divina de escuchar- escuchar Su presencia silenciosa- esa presencia que penetra nuestro ser y nos conserva la existencia;
Esa presencia que llena las almas de amor y serenidad; esa presencia que nos fortalece cuando nos sentimos débiles.
"El
objetivo de nuestra vida de oración es vaciarnos de nosotros mismos
y dejarnos
llenar por la Trinidad."
Nuestra
misión en la vida, entonces, es cooperar con la gracia de Dios y despojarnos de
nosotros mismos para que nos pueda colmar la Trinidad.
No se trata
de desentenderse de las responsabilidades propias, sino de hacernos capaces de
amar tanto a Dios como a los demás con un amor puro.
No se trata
de escapar del mundo para estar solos, sino para estar con Dios.
Se
trata de hacer penitencia, no para borrar nuestras culpas, sino porque la
penitencia borra las huellas del pecado.
Debemos
vaciarnos de nosotros mismos no para lograr ser dueños de nosotros mismos, sino
para estar llenos de Dios; para transformarnos en Jesús.
No existe un
método específico para negarse uno a sí mismo.
Cada uno de
nosotros tiene virtudes y defectos peculiares que convierten en algo único el
proceso de transformarnos en alguien semejante a Jesús.
Debemos
poner nuestra mirada en Jesús, leer su Palabra en la Escritura y pedir al
Espíritu Santo que ilumine nuestras mentes de la forma más adecuada para poder
alcanzar la meta que Él nos ha trazado.
Quizás el
secreto de la oración y de la santidad de vida esté envuelto en la petición
divina de escuchar- escuchar Su presencia silenciosa- esa presencia que
penetra nuestro ser y nos conserva la existencia; Esa
presencia que llena las almas de amor y serenidad; esa presencia que nos
fortalece cuando nos sentimos débiles.
Hemos
olvidado cómo detenernos: nos come el deseo de estar en marcha.
Hemos
olvidado cómo quedarnos quietos: nos come el deseo de estar en movimiento.
Hemos
olvidado cómo escuchar: nos come el deseo de ser escuchados.
No importa
dónde o con quién estemos, podemos siempre decir como Jacob:
"Verdaderamente
está Yahvé en este lugar y yo no lo sabía"
(Gn 28,16).
Él no
está tan lejos de nosotros como pensamos, pues siempre caminamos en Su
presencia; Él vive por la gracia en el centro de nuestras almas.
Percibimos
el silencio de Su presencia en la quietud de la noche, en la oscuridad de
nuestras almas y en los corazones de nuestros prójimos.
Oímos el
sonido de Su voz en las inaudibles palabras que nos gritan Su presencia desde
las flores y los árboles.
Su presencia
silenciosa clama a nosotros cuando lo vemos sufrir en el solitario y el
abandonado. Su presencia
silenciosa nos pide compasión en el abatido y el herido.
Su
presencia, que nos rodea como un sonido profundo, entibia nuestras almas frías
con una calma silenciosa, tranquilizante y reconfortante.
Nos aconseja
que nos detengamos y entendamos Su amor porque, éste, al igual que Su
presencia, también es tranquilo y lo consume todo. Su presencia
silenciosa, como una venda empapada en aceite, sana las heridas del pecado.
Nuestras
almas, como si fueran esponjas secas, buscan el agua de la vida eterna, para saciarse
de Su presencia silenciosa.
Nosotros
podemos alejarnos de Él, pero Él nunca se aleja de nosotros.
Si deseamos
vivir como cristianos debemos estar conscientes uno del otro, y presentes ante
el otro, porque si se desvanece el sentido de la presencia, uno de los dos se
queda solo.
Cuando los
amigos dejan de estar conscientes uno del otro se convierten en desconocidos. Y
con Dios pasa lo mismo. Él está ante la puerta de nuestro corazón y quiere que
le abramos para poder habitar ahí y reinar como Rey.
Sin ser
posesivo, desea poseernos. Desea nuestro corazón para llenarlo con amor y para
que nosotros podamos amar más a los demás. Desea nuestros pensamientos para
elevarlos hasta lo más alto.
Desea todo
nuestro ser para elevarlo a la altura de Su naturaleza. Desea sentirse en casa
en los rincones de nuestra alma; un Amigo que siempre está ahí, listo para
consolarnos, amarnos y hacernos felices.
Estamos
envueltos por palabras y rodeados de ruido; desde el fondo de nuestro corazón
suplicamos silencio- no el silencio mortal del vacío ni el silencio que nace de
la ausencia de ruido- sino el silencio profundo, el silencio que pronuncia
palabras inaudibles y vibra con sonidos de quietud.
Necesitamos
el silencio que nos pone cara a cara frente a Dios en un acto de fe y amor. Es
necesario cerrar los ojos y darnos cuenta que la oscuridad que percibimos no es
una ausencia sino una presencia- una presencia escondida en lo más profundo de
nuestras almas-, una presencia tan cercana a nosotros que todo parece oscuridad.
Dios es un
espíritu y conversa con nosotros en un ambiente de silencio porque nuestras
almas son incapaces de escuchar Su voz cuando están saturadas de ruido y
confusión.
Nadie puede
ver a Dios en esta vida y seguir vivo; Su gloria aniquilaría nuestra
débil, miserable naturaleza humana. La segunda Persona de la Santísima Trinidad
hubo de despojarse de Su gloria y hacerse uno de nosotros para que nosotros
pudiéramos ver a Dios en esta vida.
Él ya ha
derrotado la muerte y retornado a Su gloria, y nosotros vivimos en Su Espíritu
y debemos conversar con Él "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23).
La belleza
de Su naturaleza es Como el fleco de la orilla de Su manto; las montañas son Como
borlas esparcidas aquí y allá cuando Su presencia pasó a un lado durante la
creación.
El mismo
Jesús pasó horas comunicándose con Su Padre en la quietud de la noche y al
alba. Esas son quizás las horas más refrescantes y benéficas del día para
percatarse la presencia silenciosa de Dios en nosotros y alrededor de nosotros.
Frecuentemente
no somos conscientes de esa presencia porque no ponemos atención a ella.
Hay
ocasiones en que debemos redoblar nuestro sentido del oído, para escuchar a
Dios, lo cual hacemos cuando hacemos un esfuerzo para ser concientes del
silencio que está dentro de nosotros y a nuestro alrededor. Es así
como tocamos la esencia de Dios, presente en todas partes. Donde Él no está, solamente está la nada. San Pablo nos dice
que "en Él
vivimos, nos movemos y somos" (Hechos
17,28).
Él vive en nosotros a través de la gracia, y
nosotros también vivimos en Él a través de Su esencia, porque Su omnipotencia nos conserva a nosotros
y a todo lo demás en la existencia.
Nuestro
mismo ser es levantado por Él, y ello debería hacernos concientes de esa fuerza
silenciosa que nos sostiene, nos reconstruye, nos moldea y desea transformarnos
en Jesús.
Debemos
quedarnos quietos y permitir que Su presencia penetre nuestro ser a base de
entregarle nuestra voluntad, la totalidad de nosotros mismos.
En la
conciencia del silencio, debemos elevar nuestras mentes a la Trinidad que vive
en nuestras almas.
Escuchamos
la presencia silenciosa del Padre y decimos:
"Señor, Padre, engendra a
Jesús en mí"
Escuchamos
la presencia silenciosa de la Palabra Eterna y decimos:
"Señor Jesús, da
fruto en mí".
Escuchamos
la presencia silenciosa del Espíritu Eterno y decimos:
"Señor Espíritu,
transfórmame en Jesús".
El relato de
la creación en el Génesis es un hermoso ejemplo de su presencia silenciosa y de
sus modos secretos.
Cuando el
hombre inventa o produce algo valioso, se escriben muchos libros al
respecto.
Mas el escritor sagrado, inspirado por el Espíritu, que
revoloteaba sobre las aguas, simple y
sencillamente afirma la totalidad de la creación en menos de dos páginas.
Algunas
personas gustan de imaginar la creación del universo como una explosión
caótica, y sin embargo, nuestra experiencia cotidiana de la continua creación
de Dios nos enseña todo lo contrario.
Vivimos en la era atómica, pero pocas veces pensamos en
la tremenda energía y actividad desplegada por esas partículas invisibles
llamadas átomos. Cada átomo es un
sistema solar en miniatura, alrededor del cual electrones y protones giran
millones de veces por segundo, y sin embargo, todo pasa en absoluto silencio. En silencio y en total invisibilidad.
Somos
testigos cada primavera de un espectáculo de fantástica energía cuando cada
hoja de hierba, cada flor y cada enredadera, en busca del sol, del color y de
la vida, se hacen un camino en la tierra- todo en silencio.
El hombre se enorgullece de sus inventos y computadoras,
que ocupan tanto espacio en cuartos ruidosos y oficinas. Y sin embargo, la mente humana, que posee algo
mucho más grande que un banco de memoria, es tan callada que nadie sino Dios la
escucha razonar y decidir el curso de su vida.
Día y noche trabajan los gigantescos generadores que
producen toda la electricidad necesaria para iluminar varias ciudades. Y sin embargo, cada día, la mitad del mundo se
ilumina desde temprano al salir el sol envuelto en dorado resplandor - en
hermoso silencio.
Las máquinas inventadas por el hombre para llevar a cabo
las tareas que él no puede realizar son pesadas, grandes y ruidosas. Pero las células nerviosas
Del cerebro que crea esas máquinas pesan
menos de la mitad de una onza, son microscópicas- y absolutamente silenciosas
en su operación.
Dios trabaja
silenciosamente; Su gracia es silenciosa e imperceptible; Su poder
vivificante es silencioso; Su providencia es silenciosa; los Milagros que
realiza diariamente en la creación son silenciosos; Su poderosa mano, al guiar
los destinos de los hombres y las naciones, también es silenciosa;
Su presencia, que nos rodea. Como el aire que respiramos,
es silenciosa.
Es en el Alma
que nos parecemos a Él, de modo que debe ser en el alma donde se realiza
nuestra unión con Dios, como Espíritu.
El Espíritu
Santo, cuya presencia es tan silenciosa por ser interior, ve nuestros
pensamientos, oye nuestros suspiros y cumple nuestros deseos.
El aliento mismo de Dios respira dentro de nosotros, que
somos sus templos vivos. Mueve
nuestra voluntad pero nunca interfiere con su libertad. Corrige nuestras
debilidades con amable persuasión e inspira en el pensamiento Santos deseos y
obras llenas de celo.
Él procede
del Padre y del Hijo, y toca nuestras almas con un rayo de luz que ilumina
nuestras mentes, aumenta nuestra fe, anima nuestra esperanza y pone fuego a
nuestra débil caridad. Los buenos pensamientos que tenemos no son sino simples
susurros de Su voz amable; nuestra conciencia: el aguijón de Su guía; nuestros
deseos de santidad: la chispa de Su amor; la fortaleza de nuestras
almas: el poder de su omnipotencia. Llena nuestras almas de bondad, paz, amor,
gozo, amabilidad y misericordia.
Con suaves
pensamientos de peligro nos advierte de las ocasiones de pecado. Nos infunde
deseos de establecer metas y de trabajar por el Reino. Nos susurra palabras de
amor para que podamos hablar con el Padre, y actos de heroísmo para ser
realizadas en nombre del Hijo.
Nos vigila
cuando dormimos y pone nuestros pies sobre el suelo al comienzo del nuevo día.
Mientras no lo echemos fuera de nosotros con el pecado, Él vive en nuestras
almas para infundirnos un espíritu de amor que nosotros no podríamos ni
siquiera soñar.
Fuimos
creados para amar, pero Él nos transforma en amor al hacernos como Él es, y nos
hace posible parecernos cada vez más a Jesús en pensamiento y en obra.
Lo que a
nosotros nos corresponde en la obra de nuestra propia santificación es
permitirle actuar en nosotros con toda libertad, entregarle nuestra voluntad
para que la suya se cumpla en nosotros y darle nuestro corazón para que Él lo
utilice para amar.
Él, y sólo
Él, puede hacer que Jesús dé fruto en nuestros corazones. Él, y sólo Él,
puede otorgarnos la gracia, puesto que sólo Dios puede entregar a Dios a los
hombres. Su Espíritu piensa con nuestro pensamiento y respira con nuestro
aliento, porque Su deleite es estar con los hijos de los hombres.
Él sabe que
está de visita en nuestra casa, como un amigo; nunca dispone de nosotros a su
antojo. Viene a nosotros en el bautismo y permanece en nosotros con Sus dones
mientras nosotros así lo queramos. Nuestra voluntad es la única que puede
echarlo fuera, cuando nos preferimos a nosotros mismos y al pecado más que a
Él. Dios y el enemigo no pueden convivir en la misma casa al mismo tiempo. El
ruido y la confusión del pecado y del egoísmo ahoga Su voz y lo ahuyenta.
De los tres
huéspedes silenciosos, el Espíritu Santo es el más callado, porque Su trabajo
consiste en cambiarnos, santificarnos y transformarnos. Por su misma naturaleza
se trata de un trabajo oculto, de modo que no interfiera con nuestra voluntad,
nuestra personalidad, nuestros talentos y nuestros deseos.
Si no sintonizamos
Su presencia silenciosa acabaremos pensando que nosotros somos los que nos
santificamos a nosotros mismos- así de oculta, callada y suave es Su obra en
nosotros. Pero si educamos el oído para escuchar Sus murmullos silenciosos,
pronto nos percataremos de cuán poderoso y amante es Él en nosotros.
Él es
quien arranca los velos de la imperfección que ocultan la presencia de Jesús en
nuestro prójimo. Obrando en nosotros, Su amor sale en busca de las necesidades
de nuestro vecino. Su fuerza nos da valor para pelear contra el enemigo, el
mundo y nosotros mismos, de modo que podamos "revestirnos
de la mente de Cristo".
Es Él quien
nos enseña a amar con amor desinteresado, hasta la muerte. Es Él quien inspira
en nuestros débiles cuerpos un espíritu nuevo, un corazón nuevo y una mente
nueva. Cuando leemos
la Escritura, Su presencia ilumina lo que antes estaba en la oscuridad.
Cuando
estamos en pecado, Su voz nos inspira pensamientos de arrepentimiento.
Cuando nos
sentimos incapaces de amar, Él envía una chispa de Su fuego para calentar
nuestros corazones congelados.
El cristiano
genuino vive en una atmósfera de oración. Para él la oración no es un simple
ejercicio espiritual al que se dedica ocasionalmente; es una forma de vida. Hay
veces que recita oraciones, cuando pide lo que le hace falta. Pero la mayor
parte del tiempo la pasa preparándose a vivir en Dios así como Dios vive en él.
Su alma se
eleva hacia Dios como el incienso, dejándose envolver por la nube de Su
presencia, que todo lo rodea.
Un cristiano
no se esfuerza por encontrar a Dios del modo como alguien busca un objeto
perdido.
Basta con
que a cada momento se haga más consciente de lo que ya posee: Su amorosa
presencia.
Un cristiano
es un realista que no teme el sufrimiento, ni el dolor, ni la persecución, porque
no tiene que soportar nada solo. No busca riquezas ni pobreza, pues sabe que
ambos vienen de Dios y ambos pueden estar al servicio de Su gloria y del bien
del Reino.
Tiene un
corazón libre- para amar a amigos y enemigos por igual- porque su único objetivo
es ser como Su Padre.
Tiene una
mente libre porque cree en los misterios de Dios con humilde aceptación y se
deleita en su grandeza y variedad.
Su voluntad
es libre y su único deseo es unirse a Dios
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