Aunque seamos pobres y miserables y muy indignos de los beneficios divinos, sin embargo, pidamos al Señor gracias muy grandes, porque así honramos a Dios, honramos su misericordia y su liberalidad, porque pedimos, apoyados en su fidelidad y en su bondad y en la promesa solemne que nos hizo de conceder todas las gracias a quien debidamente se las pidiere. Pediréis todo lo que queráis y todo se hará según vuestros deseos.
Los hombres de este mundo por muy generosos que sean, al dar limosna siempre encogen algo la mano y dan menos de lo que se les pide, porque, por muy grandes que sean sus tesoros, siempre son limitados.
Y así, a medida que van dando, suele ir disminuyendo su caudal. Dios a los que rezan da copiosamente con larga y abundante mano, y más de lo que se le pide, por que infinita es su riqueza, y por mucho que dé, nunca disminuyen sus tesoros ...
Así lo decía David: Porque Tú Señor, eres suave, manso y de gran misericordia para todos los que te invocan. Como si dijera:
Las misericordias que derramáis son tan abundantes, que superan con mucho la grandeza de los bienes que os piden.
NECESIDAD DE LA ORACIÓN
En grave error
incurrieron los pelagianos al afirmar que la oración no es necesaria para
alcanzar la salvación. Afirmaba su impío maestro, Pelagio, que sólo se condena
el hombre que es negligente en conocer las verdades que es necesario saber para
la vida eterna. Mas el gran San Agustín le salió al paso con estas palabras:
Cosa extraña: de todo quiere hablar Pelagio menos de la oración, la cual sin
embargo (así escribía y enseñaba el santo) es el único camino para adquirir la
ciencia de los santos, como claramente lo escribía el apóstol Santiago: Si
alguno de vosotros tiene falta de sabiduría pídasela a Dios, que a todos la da
copiosamente y le será otorgada.
Nada más claro
que el lenguaje de las Sagradas Escrituras, cuando quieren demostramos la
necesidad que de la oración tenemos para salvarnos ... Es menester orar siempre
y no desmayar ... Vigilad y orad para no caer en la tentación. Pedid y se os
dará ... Está bien claro que las palabras: Es menester... orad ... pedid
significan y entrañan un precepto y grave necesidad. Así cabalmente lo entienden
los teólogos.
Pretendía el impío Wicleff que estos textos sólo significaban la
necesidad de buenas obras, y no de la oración; y era porque, según su errado
entender, orar no es otra cosa que obrar bien. Fue este un error que
expresamente condenó la santa Iglesia. De aquí que pudo escribir el doctor
Leonardo Lessio: no se puede negar la necesidad de la oración a los adultos para
salvarse sin pecar contra la fe, pues es doctrina evidentísima de las sagradas
Escrituras que la oración es el único medio para conseguir las ayudas divinas
necesarias para la salvación eterna.
La razón de
esto es clarísima. Sin el socorro de la divina gracia no podemos hacer bien
alguno: Sin mí nada podéis hacer, dice Jesucristo. Sobre estas cosas escribe
acertadamente San Agustín y advierte que no dice el Señor que nada podemos
terminar, sino que nada podemos hacer. Con ello nos quiso dar a entender nuestro
Salvador que sin su gracia no podemos realizar el bien. Y el Apóstol parece que
va más allá, pues escribe que sin la oración ni siquiera podemos tener el deseo
de hacerlo.
Por lo que podemos sacar esta lógica consecuencia: que si ni
siquiera podemos pensar en el bien, tampoco podemos desearlo ... Y lo mismo
testifican otros muchos pasajes de la Sagrada Escritura. Recordemos algunos,
Dios obra todas las cosas en nosotros ... Yo haré que caminéis por la senda de
mis mandamientos y guardéis mis leyes y obréis según ellas. De aquí concluye San
León Papa que nosotros no podemos hacer más obras buenas que aquellas que Dios
nos ayuda a hacer con su gracia.
Así lo declaró
solemnemente el Concilio de Trento: Si alguno dijere que el hombre sin la
previniente inspiración del Espíritu Santo y sin su ayuda puede creer, esperar,
amar y arrepentirse como es debido para que se le confiera la gracia de la
justificación, sea anatema.
A este
propósito hace un sabio escritor esta ingeniosa observación: A unos animales dio
el Creador patas ágiles para correr, a otros garras, a otros plumas, y esto para
que puedan atender a la conservación de su ser ... pero al hombre lo hizo el
Señor de tal manera que El mismo quiere ser toda su fortaleza. Por esto decimos
que el hombre por sí solo es completamente incapaz de alcanzar la salvación
eterna, porque dispuso el Señor que cuanto tiene y pueda tener, todo lo tenga
con la ayuda de su gracia.
Y apresurémonos
a decir que esta ayuda de la gracia, según su providencia ordinaria, no la
concede el Señor, sino a aquel que reza, como lo afirma la célebre sentencia de
Gennadio: Firmemente creemos que nadie desea llegar a la salvación si no es
llamado por Dios ... que nadie camina hacia ella sin el auxilio de Dios ... que
nadie merece ese auxilio, sino el que se lo pide a Dios.
Pues si
tenemos, por una parte, que nada podemos sin el socorro de Dios y por otra que
ese socorro no lo da ordinariamente el Señor sino al que reza ¿quién no ve que
de aquí fluye naturalmente la consecuencia de que la oración es absolutamente
necesaria para la salvación?
Verdad es que las gracias primeras, como la
vocación a la fe y la penitencia las tenemos sin ninguna cooperación nuestra,
según San Agustín, el cual afirma claramente que las da el Señor aun a los que
no rezan. Pero el mismo doctor sostiene como cierto que las otras gracias, sobre
todo el don de la perseverancia, no se conceden sino a los que rezan.
De aquí que los
teólogos con San Basilio, San Juan Crisóstomo, Clemente Alejandrino y otros
muchos, entre los cuales se halla San Agustín, sostienen comúnmente que la
oración es necesaria a los adultos y no tan sólo necesaria como necesidad de
precepto, como dicen las escuelas, sino como necesidad de medio.
Lo cual quiere
decir que, según la providencia ordinaria de Dios, ningún cristiano puede
salvarse sin encomendarse a Dios pidiéndole las gracias necesarias para su
salvación. Y lo mismo sostiene Santo Tomás con estas graves palabras: Después
del Bautismo le es necesaria al hombre continua oración, pues si es verdad que
por el bautismo se borran todos los pecados, no lo es menos que queda la
inclinación desordenada al pecado en las entrañas del alma y que por fuera el
mundo y el demonio nos persiguen a todas horas.
He aquí como el
Angélico Doctor demuestra en pocas palabras la necesidad que tenemos de la
oración. Nosotros, dice, para salvamos tenernos que luchar y vencer, según
aquello de San Pablo:
El que combate en los juegos públicos no es coronado, si
no combatiere según las leyes. Sin la gracia de Dios no podemos resistir a
muchos y poderosos enemigos ... Y como esta gracia sólo se da a los que rezan,
por tanto sin oración no hay victoria, no hay salvación.
Que la oración
sea el único medio ordinario para alcanzar los dones divinos lo afirma
claramente el mismo Santo Doctor en otro lugar, donde dice que el Señor ha
ordenado que las gracias que desde toda la eternidad ha determinado concedernos
nos las ha de dar sólo por medio de la oración.
Y confirma lo mismo San Gregorio
con estas palabras. Rezando alcanzan los hombres las gracias que Dios determinó
concederles antes de todos los siglos. Y Santo Tomás sale al paso de una
objeción con esta sentencia: No es necesario rezar para que Dios conozca
nuestras necesidades, sino más bien para que nosotros lleguemos a convencernos
de la necesidad que tenemos de acudir a Dios para alcanzar los medios
convenientes para nuestra salvación y por este camino reconocerle a El como
autor único de todos nuestros bienes.
Digámoslo con las mismas palabras del
Santo Doctor Por medio de la oración acabamos de comprender que tenemos que
acudir al socorro divino y confesar paladinamente que El solo es el dador de
todos nuestros bienes.
A la manera que
quiso el Señor que sembrando trigo tuviéramos pan y plantando vides tuviéramos
vino, así quiso también que sólo por medio de la oración tuviéramos las gracias
necesarias para la vida eterna. Son sus divinas palabras Pedid.. y se os dará
... Buscad y hallaréis.
Confesemos que
somos mendigos y que todos los dones de Dios son pura limosna de su
misericordia. Así lo confesaba David: Yo mendigo soy y pobrecito. Lo mismo
repite San Agustín: Quiere el Señor concedernos sus gracias, pero sólo las da a
aquel que se las pide. Y vuelve a insistir el Señor: Pedid y se os dará ... Y
concluye Santa Teresa: Luego el que no pide, no recibe
... Lo mismo demuestra
San Juan Crisóstomo con esta comparación: A la manera que la lluvia es necesaria
a las plantas para desarrollarse y no morir, así nos es necesaria la oración
para lograr la vida eterna Y en otro lugar trae otra comparación el mismo Santo:
Así como el cuerpo no puede vivir sin alma, de la misma manera el alma sin
oración está muerta y corrompida.
Dice que está corrompida y que despide hedor
de tumba, porque aquel que deja de rezar bien pronto queda corrompido por
multitud de pecados. Llámase también a la oración alimento del alma porque si es
verdad que sin alimento no puede sostenerse la vida del cuerpo, no lo es menos
que sin oración no puede el alma conservar la vida de la gracia. Así escribe San
Agustín.
Todas estas
comparaciones de los santos vienen a demostrar la misma verdad: la necesidad
absoluta que tenemos de la oración para alcanzar la salvación eterna.
LA ORACIÓN
ES NECESARIA PARA VENCER LAS TENTACIONES Y GUARDAR LOS
MANDAMIENTOS
Es además la
oración el arma más necesaria par defendemos de los enemigos de nuestra alma. EL
que no se vale de ella, dice Santo Tomás, está perdido. El Santo Doctor no duda
en afirmar que cayó Adán porque no acudió a Dios en el momento de la tentación.
Lo mismo dice San Gelasio, hablando de 1os ángeles rebeldes:
No aprovecharon la
gracia de Dios y porque no oraron, no pudieron conservarse en santidad. San
Carlos Borromeo dice en una de sus cartas pastorales que de todos los medios que
el Señor nos dio en el evangelio, el que ocupa el primer lugar es la oración. Y
hasta quiso que la oración fuera el sello que distinguiera su Iglesia de las
demás sectas, pues dijo de ella que su casa era casa de oración: Mi casa será
llamada casa de oración.
Con razón, pues, concluye San Carlos en la referida
pastoral, que la oración es el principio, progreso y coronamiento de todas las
virtudes.
Y es esto tan
verdadero que en las oscuridades del espíritu, en las miserias y peligros en que
tenemos que vivir sólo hallamos un fundamento para nuestra esperanza, y es el
levantar nuestros ojos a Dios y alcanzar de su misericordia por la oración
nuestra salud eterna. Lo decía el rey Josafat: Puesto que ignoramos lo que
debemos hacer, una sola cosa nos resta: volver los ojos a Ti.
Así lo practicaba
el santo Rey David, pues confesaba que para no ser presa de sus enemigos no
tenía otro recurso sino el acudir continuamente al Señor suplicándole que le
librara de sus acechanzas: Al señor levanté mis ojos siempre, porque me soltará
de los lazos que me tienden. Se pasaba la vida repitiendo así siempre; Mírame,
Señor, y ten piedad de mí, que estoy solo y soy pobre. A ti clamé, Señor,
sálvame para que guarde tus mandamientos ... porque yo nada puedo y fuera de Vos
nadie me podrá ayudar.
Eso es verdad,
porque después del pecado de nuestro primer padre Adán que nos dejó tan débiles
y sujetos a tantas enfermedades, ¿habrá uno solo que se atreva a pensar que
podemos resistir los ataques de los enemigos de nuestra alma y guardar los
divinos mandamientos, si no tuviéramos en nuestra mano la oración, con la cual
pedimos al Señor la luz y la fuerza para observarlos?
Blasfemó Lutero, cuando
dijo que después del pecado de Adán nos es del todo imposible la observancia de
la divina ley. Jansenio se atrevió a sostener también que en el estado actual de
nuestra naturaleza ni los justos pueden guardar algunos mandamientos.
Si esto
sólo hubiera dicho, pudiéramos dar sentido católico a su afirmación, pero
justamente le condenó la Iglesia, porque siguió diciendo que ni tenían la gracia
divina para hacer posible su observancia.
Oigamos a San
Agustín: Verdad es que el hombre con sus solas fuerzas y con la gracia ordinaria
y común que a todos es concedida no puede observar algunos mandamientos, pero
tiene en sus manos la oración y con ella podrá alcanzar esa fuerza superior que
necesita para guardarlos.
Estas son textuales palabras: Dios cosas imposibles no
manda, pero, cuando manda, te exhorta a hacer lo que puedes y a pedir lo que no
puedes, y entonces te ayuda para que lo puedas. Tan célebre es este texto del
gran Santo que el Concilio de Trento se lo apropió y lo declaró dogma de fe.
Mas, ¿cómo podrá el hombre hacer lo que no puede? Responde al punto el mismo
Doctor a continuación de lo que acaba de afirmar:
Veamos y comprenderemos que lo
que por enfermedad o vicio del alma no puede hacer, podrá hacerlo con la
medicina. Con lo cual quiso damos a entender que con la oración hallamos el
remedio de nuestra debilidad, ya que cuando rezamos nos da el Señor las fuerzas
necesarias para hacer lo que no podemos.
Sigue hablando
el mismo San Agustín y dice: Sería temeraria insensatez pensar que por una parte
nos impuso el Señor la observancia de su divina ley y por otra que fuera esa ley
imposible de cumplir. Por eso añade:
Cuando el Señor nos hace comprender que no
somos capaces de guardar todos sus santos preceptos, nos mueve a hacer las cosas
fáciles con la gracia ordinaria que pone siempre a nuestra disposición: para
hacer las más difíciles nos ofrece una gracia mayor que podemos alcanzar con la
oración.
Y si alguno opusiere por qué nos manda el Señor cosas que están por
encima de nuestras fuerzas, le responde el mismo Santo: Nos manda algunas cosas
que no podemos para que por ahí sepamos qué cosas le tenemos que pedir. Y lo
mismo dice en otro lugar con estas palabras:
Nadie puede observar la ley sin la
gracia de Dios, y por esto cabalmente nos dio la ley, para que le pidiéramos la
gracia de guardarla. Y en otro pasaje viene a exponer igual doctrina el mismo
San Agustín. He aquí sus palabras: Buena es la ley para aquel que debidamente
usa de ella. Pero ¿qué es usar debidamente de la ley? A esta pregunta contesta:
Conocer por medio de la ley las enfermedades de nuestra alma y buscar la ayuda
divina para su remedio.
Lo cual quiere decir que debemos servirnos de la ley
¿para qué?, para llegar a entender por medio de la ley (pues no tendríamos otro
camino) la debilidad de nuestra alma y su impotencia para observarla. Y entonces
pidamos en la oración la gracia divina que es lo único que puede curar nuestra
flaqueza.
Esto mismo vino
a decir San Bernardo, cuando escribió: ¿Quiénes somos nosotros y qué fortaleza
tenemos para poder resistir a tantas tentaciones? Pero esto cabalmente era lo
que pretendía el Señor: que entendamos nuestra miseria y que acudamos con toda
humildad a su misericordia, pues no hay otro auxilio que nos pueda valer.
Muy
bien sabe el Señor que nos es muy útil la necesidad de la oración, pues por ella
nos conservamos humildes y nos ejercitamos en la confianza. Y por eso permite el
Señor que nos asalten enemigos que con nuestras solas fuerzas no podemos vencer,
para que recemos y por ese medio obtengamos la gracia divina que necesitamos.
Conviene sobre
todo que estemos persuadidos que nadie podrá vencer las tentaciones impuras de
la carne si no se encomienda al Señor en el momento de la tentación. Tan
poderoso y terrible es este enemigo que cuando nos combate se apagan todas las
luces de nuestro espíritu y nos olvidamos de las meditaciones y santos
propósitos que hemos hecho, y no parece sino que en esos momentos despreciamos
las grandes verdades de la fe y perdemos el miedo de los castigos divinos.
Y es
que esa tentación se siente apoyada por la natural inclinación que nos empuja a
los placeres sensuales. Quien en esos momentos no acude al Señor está perdido.
Ya lo dijo San Gregorio Nacianceno: La oración es la defensa de la pureza Y
antes lo había afirmado Salomón: Y como supe que no podía ser puro, si Dios no
me daba esa gracia, a Dios acudí y se la pedí. Es en efecto la castidad una
virtud que con nuestras propias fuerzas no podemos practicar, necesitamos la
ayuda de Dios, mas Dios no la concede sino a aquel que se la pide. El que la
pide, ciertamente la obtendrá.
Por eso
sostiene Santo Tomás contra Jansenio que no podemos decir que la castidad y
otros mandamientos sean imposibles de guardar, pues si es verdad que por
nosotros mismos y con nuestras solas fuerzas no podernos, nos es posible sin
embargo con la ayuda de la divina gracia. Y que nadie ose decir que parece
linaje de injusticia mandar a un cojo que ande derecho.
No, replica San Agustín,
no es injusticia, porque al lado se le pone el remedio para curar de su
enfermedad y remediar su defecto. Si se empeña en andar torcidamente suya será
la culpa.
En suma diremos
con el mismo santo Doctor que no sabrá vivir bien quien no sabe rezar bien. Lo
mismo afirma San Francisco de Asís, cuando asegura que no puede esperarse fruto
alguno de un alma que no hace oración. Injustamente por tanto se excusan los
pecadores que dicen que no tienen fuerzas para vencer las tentaciones. ¡Qué
atinadamente les responde el apóstol Santiago cuando les dice: Si las fuerzas os
faltan ¿por qué no las pedís al Señor? ¿No las tenéis? Señal de que no las
habéis pedido.
Verdad es que
por nuestra naturaleza somos muy débiles para resistir los asaltos de nuestros
enemigos, pero también es cierto que Dios es fiel, como dice el Apóstol y que
por tanto jamás permite que seamos tentados sobre nuestras fuerzas. Oigamos las
palabras de San Pablo:
Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre
vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que
podáis manteneros. Comentan do este pasaje, Primacio dice. Antes bien os dará la
ayuda de la gracia para que podáis resistir la violencia de la tentación.
Débiles somos,
pero Dios es fuerte, y, cuando le invocamos, nos comunica su misma fortaleza y
entonces podemos decir con el Apóstol: Todo lo puedo con la ayuda de aquél que
es mi fortaleza. Por lo que el que sucumbe, porque no ha rezado, no tiene
excusa, dice San Juan Crisóstomo, pues si hubiera rezado hubiera sido vencedor
de todos sus enemigos.
DE LA
NECESIDAD DE ACUDIR A LOS SANTOS COMO NUESTROS INTERCESORES
Aquí aparece el
lugar conveniente para tratar de la duda si es necesario también recurrir a la
intercesión de los Santos para alcanzar las gracias divinas.
Que sea cosa
buena y útil invocar a los Santos para que nos sirvan de intercesores y nos
alcancen por los méritos de Jesucristo lo que por los nuestros no podemos
obtener, es doctrina que no podernos negar, pues así lo declaró la Santa Iglesia
en el Concilio de Trento. Lo negaba el impío Calvino, pero era desatino e
impiedad, porque, en efecto, nadie osará negar que sea bueno y útil acudir a las
almas santas que en el mundo viven para que vengan en nuestra ayuda con sus
plegarias.
Así lo hacía el apóstol San Pablo, el cual escribiendo a los de
Tesalónica, les decía: Hermanos, rogad por nosotros. Pero, ¿qué digo? Hasta el
mismo Dios mandaba a los amigos del Santo Job que se encomendasen a sus
oraciones para que por sus méritos Él les pudiese favorecer. Pues si es lícito
encomendarse a las oraciones de los vivos, ¿no lo será invocar a los Santos que
están en el cielo y más cerca de Dios?
Y no se diga
que esto es quitar el honor debido a Dios, pues es más bien duplicarlo, pues a
reyes y potentados no se les honra solamente en su misma persona, sino también
en la de sus reales servidores.
Y apoyado en esto sostiene Santo Tomás que es
cosa muy excelente acudir a muchos santos, porque se obtiene por las oraciones
de muchos lo que por las de uno solo no se logra alcanzar. Y si alguno por
ventura objetase de qué puede servir el recurrir a los Santos, pues que ellos
rezan por todos los que son justos y dignos de sus oraciones, responde el mismo
Santo Doctor que si alguno no fuese digno, cuando los santos ruegan por él, se
hace digno desde el momento en que recurre a su intercesión.
PEDIR A LAS
ALMAS DEL PURGATORIO Y POR LAS ALMAS DEL PURGATORIO.
Discuten los teólogos si es
conveniente encomendamos a las almas del purgatorio. Sostienen que aquellas
almas no pueden rogar por nosotros, y se apoyan en la autoridad de Santo Tomás,
el cual dice que aquellas almas por estar en estado de purificación son
inferiores a nosotros y por tanto no están en condiciones de rogar, sino que más
bien necesitan que los demás rueguen por ellas.
Mas otros muchos doctores, entre
los cuales podemos citar a San Belarmino, SyIvio, cardenal de Gotti, Lession,
Medina ..., sostienen lo contrario y con mayor probabilidad de razón, pues
afirman que puede creerse piadosamente que el Señor les revela nuestras
oraciones para que aquellas almas benditas rueguen por nosotros y de esta suerte
hay entre ellas y nosotros más íntima comunicación de caridad. Nosotros rezamos
por ellas, ellas rezan por nosotros.
Y dicen muy
bien Sylvio y Gotti que no parece que sea argumento en contra la razón que aduce
el Angélico Santo Tomás de que las almas están en estado de purificación; porque
una cosa es estar en estado de purificación y otra muy distinta el poder rogar.
Verdad es que, aquellas almas no están en estado de rogar, pues, como dice Santo
Tomás, por hallarse bajo el castigo de Dios son inferiores a nosotros, y así
parece que lo más propio es que nosotros recemos por ellas, ya que se hallan más
necesitadas; sin embargo aun en ese estado bien pueden rezar por nosotros,
porque son almas muy amigas de Dios.
Un padre que ama tiernamente a su hijo
puede tenerlo encerrado en la cárcel por alguna culpa que cometió, y parece que
en ese estado él no puede rogar por sí mismo, mas ¿por qué no podrá interceder
por los demás? ¿Y por qué no podrá esperar que alcanzará lo que pide, puesto que
sabe el afecto grande que el padre le tiene? De la misma manera, siendo las
almas benditas del purgatorio tan amigas de Dios y estando, como están,
confirmadas en gracia, parece que no hay razón ni impedimento que les estorbe
rezar por nosotros.
Cierto es que
la Iglesia no suele invocarlas e implorar su intercesión, ya que ordinariamente
ellas no conocen nuestras oraciones. Mas piadosamente podemos creer, como arriba
indicábamos, que el Señor les da a conocer nuestras plegarias, y si es así,
puesto que están tan llenas de caridad, por seguro podemos tener que interceden
por nosotros.
De Santa Catalina de Bolonia se lee que cuando deseaba alguna
gracia recurría a las ánimas benditas, y al punto era escuchada: y afirmaba que
no pocas gracias que por la intercesión de los Santos no había alcanzado, las
había obtenido por medio de las ánimas benditas. Si, pues, deseamos nosotros la
ayuda de sus oraciones, bueno será que procuremos nosotros socorrerlas con
nuestras oraciones y buenas obras.
Me atrevo a
decir que no tan sólo es bueno, sino que es también muy justo, ya que es uno de
los grandes deberes de todo cristiano. Exige la caridad que socorramos a
nuestros prójimos, cuando tienen necesidad de nuestra ayuda y nosotros por
nuestra parte no tenemos grave impedimento en hacerlo.
Pensemos que es cierto
que aquellas ánimas benditas son prójimos nuestros, pues aunque murieron y ya no
están en la presente vida, no por eso dejan de pertenecer, como nosotros, a la
Comunión de los Santos. Así lo afirma San Agustín con estas claras palabras: las
almas santas de los muertos no son separadas de la Iglesia.
Y más
claramente lo afirma Santo Tomás, el cual, tratando esta verdad, dice que la
caridad que debemos a los muertos que pasaron de esta vida a la otra en gracia
de Dios, no es más que la extensión de la misma caridad que tenemos en este
mundo a los vivos. La caridad, dice, que es un vínculo de perfección y lazo de
la Santa Iglesia, no solamente se extiende a los vivos, sino también a los
muertos que murieron en la misma caridad.
Por donde debemos concluir que debemos
socorrer en la medida de nuestras fuerzas a las ánimas benditas, como prójimos
nuestros, y pues su necesidad es mayor que la de los prójimos que tenemos en
esta vida, saquemos en consecuencia que mayor es la obligación que tenemos de
socorrerlas.
Porque, en
efecto, ¿en qué necesidad se hallan aquellas santas prisioneras? Es verdad
innegable que sus penas son inmensas. San Agustín no duda en afirmar que el
fuego que las atormenta es más cruel que todas las penas que en este mundo nos
pueden afligir.
Lo mismo piensa Santo Tomás y añade que su fuego es el mismo
fuego del infierno. En el mismo fuego, en que el condenado es atormentado, dice,
es purificado el escogido.
Si ésta es la
pena de sentido, mucho mayor y más horrenda será la pena de daño que consiste en
la privación de la vista de Dios. Es que aquellas almas esposas santas de Dios,
no tan sólo por el amor natural que sienten hacia el Señor, sino principalmente
por el amor sobrenatural que las consume, se sienten arrastradas hacia El, mas
como no pueden allegarse por las culpas que las retienen, sienten un dolor tan
grande que, si fueran capaces de morir, morirían de pena a cada momento.
De tal
manera, dice San Juan Crisóstomo, que esta privación de la vista de Dios las
atormenta horriblemente más que la pena de sentido. Mil infiernos de fuego,
reunidos, dicen, no les causarían tanto dolor como la sola pena de daño.
Y es esto tan
verdadero que aquellas almas, esposas del señor, con gusto escogerían todas las
penas antes que verse un solo momento privadas de la vista y contemplación de
Dios. Por eso se atreve a sostener el Doctor Angélico que, las penas del
purgatorio exceden todas las que en este mundo podemos padecer.
Dionisio el
Cartujo refiere que un difunto, resucitado por intercesión de San Jerónimo, dijo
a San Cirilo de Jerusalén que todos los tormentos de la presente vida comparados
con la pena menor del purgatorio, parecen delicias y descansos. Añadió que si
uno hubiera experimentado las penas del purgatorio, no dudaría en escoger los
dolores que todos los hombres juntos han padecido y padecerán en este mundo
hasta el juicio final, antes que padecer un día solo la menor pena del
purgatorio. Por eso escribía el mismo San Cirilo a San Agustín, que las penas
del purgatorio, en cuanto a su gravedad, son lo mismo que las penas del
infierno; en una sola cosa principalísima se distinguen: en que no son eternas.
Son por tanto
espantosamente grandes las penas de las ánimas benditas del purgatorio, y además
ellas no pueden valerse por sí mismas. Lo decía el Santo Job con aquellas
palabras: Encadenadas están y amarradas con cuerdas de pobreza. Reinas son y
destinadas al reino eterno, pero no podrán tomar posesión de él, y tendrán que
gemir desterradas hasta que queden totalmente purificadas.
Sostienen algunos
teólogos que pueden ellas en parte mitigar sus tormentos con sus plegarias, pero
de todos modos no podrán nunca hallar en sí mismas los recursos suficientes y
tendrán que quedar entre aquellas cadenas hasta que no hayan pagado
cumplidamente a la justicia divina. Así lo decía un fraile cisterciense,
condenado al purgatorio, al hermano sacristán de su monasterio-. Ayúdame, le
suplicaba, con tus oraciones, que yo por mí nada puedo. Y esto mismo parece
repetir San Buenaventura con aquellas palabras:
Tan pobres son aquellas benditas
ánimas, que por sí mismas no pueden pagar sus deudas.
Lo que sí es
cierto y dogma de fe es que podemos socorrer con nuestros sufragios y sobre todo
con nuestras oraciones a aquellas almas santas. La Iglesia alaba estas plegarias
y ella misma va delante con su ejemplo. Siendo esto así, no sé cómo puede
excusarse de culpa aquel que pasa mucho tiempo sin ayudarlas en algo, al menos
con sus oraciones.
Si a ello no
nos mueve este deber de caridad, muévanos el saber el placer grande que
proporcionamos a Jesucristo, cuando vea que nos esforzamos en romper las cadenas
de aquellas sus amadas esposas para que vayan a gozar de su amor en el cielo.
Muévanos también el pensamiento de los muchos méritos que por este medio
adquirimos, puesto que hacemos un acto de caridad tan grande con aquellas
benditas ánimas; y bien seguros podemos estar que ellas a su vez, agradecidas al
bien que les hemos procurado, sacándolas con nuestras oraciones de aquellas
penas y anticipándoles la hora de su entrada en el cielo, no dejarán de rogar
por nosotros cuando ya se hallen en medio en la bienaventuranza.
Decía el Señor.
Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia. Pues si el
bondadoso galardonador promete misericordia a los que tienen misericordia con
sus prójimos, con mayor razón podrá esperar su eterna salvación, aquel que
procura socorrer a almas tan santas, tan afligidas y tan queridas de
Dios.
LA INTERCESIÓN
DE LOS SANTOS.
Pero volvamos a la duda que arriba nos atrevemos a que para ello
no hay otro camino que el de la oración. En otro lugar del mismo libro se
propone a sí mismo con toda claridad la siguiente duda: ¿debemos rogar a los
Santos para que intercedan por nosotros? Para que se entienda bien el
pensamiento del Santo quiero transcribir el texto íntegro: Es así: Hay un orden
divinamente establecido en todas las cosas, según Dionisio Areopagita, y es que
las últimas cosas vuelvan a Dios valiéndose de las intermedias.
Y como los
Santos ya están en la Patria y por tanto muy cerca de Dios, parece que está
pidiendo el orden general establecido, que nosotros, que aún estamos con este
cuerpo mortal y andamos peregrinando lejos de Dios, a El volvamos por mediación
de los Santos. Así sucede, cuando por ellos llegan hasta nosotros los efectos de
la divina bondad Pues nuestra vuelta a Dios debe seguir en cierto modo el mismo
proceso de la donación de su bondad, ya que los beneficios divinos llegan a
nosotros por medio de los santos, así por medio de los mismos debemos volver a
Dios.
De aquí podemos concluir que cuando pedimos a los Santos que recen por
nosotros, los constituimos intercesores y en cierto sentido mediadores nuestros.
Meditemos estas
palabras del Angélico Doctor y veremos que según su doctrina el orden de la
divina ley exige que nosotros, míseros mortales, nos salvemos por medio de los
Santos, recibiendo de sus manos las gracias necesarias para nuestra salvación
eterna.
Como alguno puede objetar que parece superfluo acudir a los Santos, ya
que Dios es infinitamente más misericordioso que ellos y más inclinado a
socorrernos, responde el Santo muy atinadamente que, si lo ha dispuesto así el
Señor, no ha sido por falta de poder por parte suya, sino para conservar en todo
el orden general establecido de obrar siempre por medio de las causas segundas.
Lo mismo enseña
el continuador de Tournely con Sylvio apoyados en la doctrina de Santo Tomás.
Dicen ellos que si es verdad que sólo podemos rezar a Dios, como autor de la
gracia, tenemos sin embargo obligación de acudir a la intercesión de los Santos
para guardar el orden establecido por Dios, que ha dispuesto que los inferiores
se salven con la ayuda de los superiores.
DE LA
INTERCESIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA
Lo que hasta
aquí llevamos dicho de la intercesión de los Santos puede decirse, pero con
mucha mayor excelencia, de la intercesión de la Madre de Dios. Sus oraciones
valen más que las de todo el paraíso. Da la razón Santo Tomás, diciendo que los
santos, según su mérito, así es el poder que tienen de salvar a otros muchos;
pero como Jesucristo y digamos lo mismo de su Divina Madre, tienen gracia tan
abundante, por eso pueden salvar a todos los hombres. Lo dice así el Santo
Doctor.
Ya es cosa grande decir de un santo que tiene bastante gracia para
salvar a muchos. Pero si pudiera decirse de alguno que la tenía tan grande que a
todos los hombres pudiera dar la salvación sería la más grande alabanza. Mas
ello solamente puede decirse de Jesucristo y de su Madre Santísima. San Bernardo
hablando de la Virgen escribió estas hermosas palabras: Así como nosotros no
podemos acercarnos al Padre sino por medio del Hijo, que es mediador de
justicia, así no podemos acercarnos a Jesús si no es por medio de María que es
la mediadora de la gracia y nos obtiene con su intercesión todos los bienes que
nos ha concedido Jesucristo.
En otro lugar saca el mismo Santo de todo esto una
consecuencia lógica, cuando dice que María ha recibido de Dios dos plenitudes de
gracias- la primera, la encarnación del Verbo eterno, tomando carne humana en su
purísimo seno... la segunda, la plenitud de las gracias que de Dios recibimos
por su intercesión.
Oigamos las palabras del mismo Santo: Puso el Señor en María
la plenitud de todos los bienes, y por tanto, si tenemos alguna gracia y alguna
esperanza, si alguna seguridad tenemos de salvación eterna, podemos confesar que
todo nos viene de ella, pues rebosa de delicias divinas. Huerto de delicias es
su alma y de allí corren y se esparcen suaves aromas, es decir, los carismas de
todas las gracias.
Podemos por
tanto asegurar que todos los bienes que del Señor recibirnos, nos llegan por
medio de la intercesión de María. ¿Qué por qué es así? Responde categóricamente
San Bernardo: Porque así lo ha dispuesto el mismo Dios.
Esta es su divina
voluntad, son palabras de San Bernardo, que todo lo recibamos por manos de María
Pero San Agustín da otra razón y parece más lógica, y es que María es
propiamente nuestra Madre; lo es, porque su caridad cooperó para que naciésemos
a la vida de la gracia y fuéramos hechos miembros de nuestra cabeza que es
Jesucristo.
Pues ella ha cooperado con su bondad al nacimiento espiritual de
todos los redimidos, por eso ha querido el Señor que con su intercesión coopere
a que tengan la vida de la gracia en este mundo, y en el otro mundo la vida de
la gloria. Que por esto la Santa Iglesia se complace en llamar y saludarla con
estas suavísimas palabras: Vida, dulzura y esperanza nuestra.
Nos exhorta San
Bernardo a recurrir siempre a esta divina Madre, ya que sus súplicas son siempre
escuchadas por su divino Hijo. Acudamos a María, exclama con fervoroso acento,
lo digo sin vacilar ..., el Hijo oirá a su Madre. A continuación añade: Hijos
míos, Ella es la escala de los pecadores.
Ella mi máxima esperanza, Ella, toda
la razón de confianza del alma mía. La llama escala, porque así como no podemos
subir el tercer escalón sin poner antes el pie en el segundo, de la misma manera
nadie llega a Dios sino es por medio de Jesucristo, y a Jesucristo nadie llega
sino por medio de María. Y añade que es su máxima esperanza y el fundamento de
su confianza porque Dios ha dispuesto que todas las gracias nos pasen por manos
de María.
Por esto concluye recordándonos que todas las gracias que queramos
obtener, las pidamos por medio de María, porque ella alcanza todo lo que quiere
y sus oraciones jamás serán desatendidas. He aquí sus textuales palabras:
Busquemos la gracia, y busquémosla por medio de María, porque halla todo lo que
busca y jamás pueden ser frustrados sus deseos. No de distinta forma hablaba el
fervoroso San Efrén: Sólo una esperanza tenemos, decía, y eres tú, Virgen
purísima.
San Ildefonso, vuelto a la misma celestial Señora, le hablaba así. La
Majestad divina ordenó que todos sus bienes pasaran por tus manos benditas. A Ti
están confiados todos los tesoros divinos y todas las riquezas de las gracias.
San Germán le decía todo tembloroso: ¿Oué será de nosotros si Tú nos abandonas,
vida de todos los cristianos? San Pedro Damián: En tus manos están todos los
tesoros de las misericordias de Dios. San Antonio: Quien reza sin contar contigo
es como quien pretende volar sin alas. San Bernardino de Sena:
Tú eres la
dispensadora de todas las gracias: nuestra salvación está en tus manos. En otro
lugar llegó a afirmar el mismo Santo que no tan sólo es María el medio por el
cual se nos comunican todas las gracias de Dios sino que desde el día en que fue
hecha madre de Dios, adquirió una especie de jurisdicción sobre todas las
gracias que se nos conceden. Sigue ponderando la autoridad de la Virgen con
estas palabras, Por Maria, de la cabeza de Cristo, pasan todas las gracias
vitales a su cuerpo místico.
El día en que siendo Virgen fue hecha Madre de
Dios, adquirió una suerte de posesión y autoridad sobre todas las gracias que el
Espíritu Santo concede a los hombres de este mundo, que nadie jamás obtendrá
gracia alguna, sino según lo disponga esta Madre piadosísima. Y añade esta
conclusión, Por tanto, sus manos misericordiosas dispensan a quien quiere dones,
virtudes y gracias.
Y lo mismo confirma San Bernardino de Sena con estas
palabras: Ya que toda la naturaleza divina se encerró en el seno de María, no
temo afirmar que por ello adquirió la Virgen cierta jurisdicción sobre todas las
corrientes de las gracias, pues fue su seno el océano del cual salieron todos
los ríos de las divinas gracias.
Muchos teólogos
apoyados en la autoridad de estos Santos, justa y piadosamente tienen la opinión
de que no hay gracia que no sea dispensada por medio de la intercesión de María.
Así podemos citar entre muchos a Vega, Mendoza, Pacíuccheli, Séñeri, Poiré,
Crasset. Lo mismo defiende el docto P. Natal Alejandro, del cual son estas
palabras:
Quiere Dios que todos los bienes que de El esperamos, los obtengamos
por la poderosísima intercesión de su Madre, cuando debidamente la invocamos. Y
trae para confirmarlo el célebre texto de San Bernardo: Esta es la voluntad de
Dios: quiere que todo lo tengamos por María. El P. Contenson, comentando
aquellas palabras que Cristo pronunció en la cruz: Ahí tienes a tu madre, añade.
Como si dijere: Ninguno puede participar de mi sangre, sino por la intercesión
de mi Madre. Fuentes son de gracia sus llagas, pero su agua sólo llegará a las
almas por medio de ese canal que se llama María. Juan, mi amado discípulo, serás
tan amado de Mí, cuanto amares a Ella.
Por lo demás,
si es cierto que le agrada al Señor que recurramos a los santos, mucho más le ha
de agradar que acudamos a la intercesión de María para que supla ella nuestra
indignidad con la santidad de sus méritos. Así cabalmente lo afirma San Anselmo:
para que la dignidad de la intercesora supla nuestra miseria.
Por tanto, acudir
a la Virgen no es desconfiar de la divina misericordia; es tener miedo de
nuestra indignidad. Santo Tomás, cuando habla de la dignidad de María, no repara
en llamarla casi infinita. Como es madre de Dios tiene cierta especie de
dignidad infinita. Y por tanto, puede decirse sin exageración que las oraciones
de María son casi más poderosas que las de todo el cielo.
Pongamos fin a
este primer capítulo resumiendo todo lo dicho y dejando bien sentada esta
afirmación: que el que reza se salva y el que no reza se condena. Si dejamos a
un lado a los niños, todos los demás bienaventurados se salvaron porque rezaron,
y los condenados se condenaron porque no rezaron. Y ninguna otra cosa les
producirá en el infierno más espantosa desesperación que pensar que les hubiera
sido cosa muy fácil salvarse. Pues lo hubieran conseguido pidiendo a Dios sus
gracias, y que ya serán eternamente desgraciados, porque pasó el tiempo de la
oración.
EFICACIA DE
LA ORACIÓN
Excelencia de
la oración y su poder ante Dios
Tan gratas a
Dios son nuestras plegarias que ha querido que sus santos ángeles se las
presenten, apenas se las dirigimos. Lo dice San Hilario: Los ángeles presiden
las oraciones de los fieles y diariamente las ofrecen al Señor. Y ¿qué son las
oraciones de los santos, sino aquel humo de oloroso incienso que subía ante el
divino acatamiento y que los ángeles ofrecían a Dios, como vio San Juan? Y el
mismo Santo Apóstol escribe que las oraciones de los santos son incensarios de
oro llenos de perfumes deliciosos y gratísimos a Dios.
Para mejor
entender la excelencia de nuestras oraciones ante el divino acatamiento bastará
leer en las Sagradas Escrituras las promesas que ha hecho el Señor al alma que
reza, y eso lo mismo en el antiguo que en el nuevo Testamento. Recordemos
algunos textos nada más: Invócame en el día de la tribulación ... Llámame y yo
te libraré ... Llámame y yo te oiré ... Pedid y se os dará ... Buscad y
hallaréis, llamad y se os abrirá. Cosas buenas dará mi Padre que está en los
cielos a aquel que se las pida ... Todo aquel que pide, recibe ... Lo que
queráis, pedidlo, y se os dará. Todo cuanto pidieren, lo hará mi Padre por
ellos. Todo cuanto pidáis en la oración, creed que lo recibiréis y se hará sin
falta. Si algo pidiéreis en mi nombre, os lo concederá. Y como éstos muchos
textos más que no traemos aquí para no extendemos más de lo debido.
Quiere Dios
salvarnos, mas, para gloria nuestra, quiere que nos salvemos, como vencedores.
Por tanto, mientras vivamos en la presente vida, tendremos que estar en continua
guerra. Para salvamos habremos de luchar y vencer. Sin victoria nadie podrá ser
coronado. Así afirma San Juan Crisóstomo: Cierto es que somos muy débiles y los
enemigos muchos y muy poderosos; ¿cómo, pues, podremos hacerles frente y
derrotarlos? Responde el Apóstol animándonos a la lucha con estas palabras: Todo
lo puedo con Aquel que es mi fortaleza. Todo lo podemos con la oración; con ella
nos dará el Señor las fuerzas que necesitarnos, porque, como escribe Teodorato,
la oración es una, pero omnipotente. San Buenaventura asegura que con la oración
podemos adquirir todos los bienes y libramos de todos los males.
San Lorenzo
Justiniano afirma que con la oración podemos levantamos una torre fortísima
donde hemos de estar seguros de las asechanzas y ataques de todos nuestros
enemigos. San Bernardo escribe estas hermosas palabras: Fuerte es el poder del
infierno, pero la oración es más fuerte que todos los demonios. Y ello es así,
porque con la oración alcanza el alma la ayuda divina que es más poderosa que
toda fuerza creada. Por esto el santo rey David, cuando le asaltaban los
temores, se animaba con estas palabras, Con cánticos de alabanza invocaré al
Señor y seré libre de todos mis enemigos. San Juan Crisóstomo lo resume en esta
sentencia:
La oración es arma poderosa, tutela, puerto y tesoro. Es arma
poderosa porque con ella vencemos todos los asaltos del enemigo; defensa, porque
nos ampara en todos los peligros; puerto, porque nos salva en todas las
tempestades; y tesoro, porque con ella tenemos y poseemos todos los bienes.
Conociendo el
Señor, como conoce, que tan grande bien sea para nosotros la necesidad de la
oración, como se dijo en el anterior capítulo, permite que seamos asaltados de
muchos y terribles enemigos para que acudamos a El y le pidamos la ayuda que El
mismo nos prometió y bondadosamente nos ofrece. Si halla mucha complacencia en
ver cómo recurrimos a El, no es menor su pena y pesadumbre cuando nos halla
perezosos en la oración. Lo mismo que un rey tendría por traidor al capitán que
se hallara situado en una plaza y no pidiera fuerzas de socorro, de la misma
manera, dice San Buenaventura tiene el Señor por traidor a aquel que al verse
sitiado de tentaciones no acude a El en demanda de socorro, pues deseando está y
esperando que se le pida para volar en su auxilio.
Lo asegura el profeta Isaías:
Díjole al rey Acaz de parte de Dios que pidiera el milagro que quisiera al Señor
su Dios. Contestó el impío rey: Nada pediré ... no quiero tentar al Señor. Esto
dijo, porque confiaba en sus ejércitos y para nada quería el apoyo del auxilio
divino.
Duramente se lo echó en cara el profeta con estas palabras. Oye, oh rey
de la casa de David, ¿acaso te parece poco el hacer agravio a los hombres, que
osáis hacerlo también a mi Dios? Con lo cual quiso significar que ofende e
injuria al Señor aquel que deja de pedirle las gracias que El bondadosamente le
ofrece.
Venid a mí
todos los que andáis agobiados con cargas y trabajos, que yo os aliviaré. Pobres
hijos míos, dice el Señor, los que andáis combatidos de tantos enemigos y
cargados con el peso de tantos pecados, recurrid a MI con la oración y yo os
daré fuerzas para resistir y pondré remedio a todos vuestros males. En otro
lugar dice por labios del profeta Isaías:
Venid y argüidme ... aunque vuestros
pecados sean rojos, como la grana, blancos quedarán, como la nieve. Que es lo
mismo que decir: Hombres, venid a mí, y aunque tengáis vuestra conciencia
manchada con grandes culpas, no dejéis de venir... y si después de haber acudido
a mí, yo con mi gracia no os vuelvo vuestra alma pura y cándida como la nieve,
os autorizo
para que me lo echéis en cara.
¿Qué es la
oración? La oración – responde el Crisóstomo – es áncora para el que está en
peligro de zozobrar ... tesoro inmenso de riquezas para aquel que nada tiene,
medicina eficacísima para los enfermos del alma. Defensa segurísima para aquel
que quiere conservarse firme en santidad
¿Para qué sirve la oración? Responda
por mí San Lorenzo Justiniano. La oración aplaca a Dios, el cual perdona al
punto a aquel que con humildad se lo pide ... alcanza todas las gracias que pide
... vence todas las fuerzas del demonio; en una palabra, tan
maravillosamente
transforma a los hombres que a los ciegos ilumina, a los débiles fortifica y de
los pecadores hace santos. El que tenga necesidad de luz divina acuda al Señor y
tendrá luz. Lo dice Salomón:
Invoqué al Señor y al punto descendió sobre mí la
sabiduría. El que tenga necesidad de fortaleza, llame al Señor y tendrá
fortaleza como lo confesaba el profeta David: Abrí los labios para rezar y en el
acto recibí la ayuda de Dios.
¿Y cómo pudieron los mártires tener tan grande
fortaleza que resistieron a todos los tiranos? Con la oración, con la cual
tuvieron la fuerza para vencer todos los tormentos y hasta la misma muerte.
Resumiéndolo
todo, escribe San Pedro Crisólogo que aquel que emplea el arma de la oración, no
cae en la muerte de la culpa, sino que se desprende de la tierra, y se eleva a
los cielos y goza del trato con Dios. Túrbanse algunos y se preguntan inquietos
y miedosos: ¿Quién sabe si estaré escrito en el libro de la vida?
¿Quién sabe si
Dios me dará la gracia eficaz y la perseverancia? Vanas son estas preguntas.
Sigamos el ejemplo de San Pablo, el cual escribía. No os inquietéis por la
solicitud de cosa alguna: mas en todo presentad a Dios vuestras peticiones por
medio de la oración y de las plegarias, acompañadas de hacimiento de gracias.
Con estas palabras parece que nos quiere decir: ¿Por qué inquietarnos con necios
temores y con inútiles angustias? Dejad todas vuestras temerosas solicitudes,
que no sirven más que para empujar a la desesperación y hacer tibios y perezosos
en el camino de la salvación eterna.
Rezad, rezad siempre; que vuestras
plegarias suban continuamente ante el trono de Dios. Dadle siempre gracias por
las promesas que os hizo de concederos todas las gracias que le pidiereis; la
gracia eficaz, la perseverancia, la salvación y todo cuanto deseareis...
Nos
lanzó el Señor a la batalla contra enemigos fuertes, pero Él será fiel a la
promesa que nos hizo de no permitir que seamos más fieramente combatidos de lo
que nuestras fuerzas pueden resistir. Es fiel porque al punto socorre al que le
invoca.
Dice a este
propósito el eminentísimo cardenal Gotti: que el Señor no está obligado a darnos
una gracia que sea tan poderosa como la tentación, pero si la tentación arrecia
y nosotros acudimos a Él, entonces Él se obliga a darnos la fuerza necesaria
para vencer la acometida del demonio.
Todo lo podemos con la ayuda divina que el
Señor da a aquel que humildemente se la pide. Por donde concluyamos que si somos
vencidos, culpa nuestra es, por no haber rezado. Pues, como escribe san Agustín:
por la oración huyen todos nuestros enemigos.
Dice San
Bernardino de Sena que la oración es embajadora fiel. El rey del cielo la conoce
muy bien, pues tiene por costumbre entrarse muy confiadamente en sus
tabernáculos y allí no se cansa de importunarle hasta que al fin alcanza la
ayuda de su gracia para nosotros, pobres necesitados, que gemimos en medio de
tantos combates y de tantas miserias en este valle de lágrimas.
El profeta
Isaías nos asegura que cuando el Señor oye nuestras plegarias, al punto se mueve
tanto a compasión, que no nos deja llorar en demasía, pues luego nos responde
concediéndonos lo que deseamos.
Así lo dice el profeta: De ninguna manera
llorarás: El Señor, apiadándose de ti, usará contigo de misericordia: al momento
que oyere la voz de tu clamor, te responderá benigno.
El profeta Jeremías así se
queja en nombre de Dios. ¿Por ventura he sido yo para Israel algún desierto o
tierra sombría que tarda en fructificar? Pues, ¿por qué motivo me ha dicho mi
pueblo: Nosotros nos retiramos. no volveremos jamás a Ti? ¿Por qué no quieres
recurrir más a mí?
¿Por ventura es para vosotros mi misericordia, tierra
estéril, que no puede producir fruto alguno de gracia? ¿O es que pensáis que es
tierra de mala ley, que sólo lleva frutos tardíos?
Con estas palabras nos hace
comprender el Señor que no deja El nunca de oír nuestras oraciones y sin
tardanza, y a la vez condena la conducta de aquellos que dejan de rezar con el
pretexto de que Dios no quiere escuchar.
Generoso favor
sería de parte de Dios, si solamente una vez al mes se dignase acoger nuestras
plegarias. Así lo hacen los grandes de la tierra, los cuales ponen dificultades
para atender. No es así el Señor, antes por el contrarío, dice el Crisóstomo,
que siempre está aparejado a oír nuestras oraciones y no se dará jamás el caso
de que le invoque un alma y El no oiga al punto su oración.
En otro lugar dice
el mismo santo que antes que nosotros terminemos de rezar ya ha oído El nuestra
petición. Lo asegura el mismo Dios con estas palabras: Aún estaban ellos
rezando, y ya les había oído mi misericordia. El santo rey David dice
oportunamente que el Señor está muy junto a los que le invocan y se complace en
oírlos y en salvarlos. Así habla el salmista: Pronto estará el Señor para todos
los que le invocan de verdad.
Condescenderá con la voluntad de los que le temen;
oirá benigno sus peticiones y los salvará. Ya antes que él se gloriaba de lo
mismo el santo caudillo Moisés: No hay nación por grande que sea que tenga los
dioses tan cerca de sus adoradores, como está nuestro verdadero Dios presente a
todas nuestras Plegarias. Los dioses gentiles eran sordos a las voces de los que
los invocaban, porque eran simples estatuas 0 miserables criaturas que nada
podían.
Nuestro Dios todo lo puede, y por eso no es sordo a nuestras peticiones,
antes por el contrario está siempre al lado del que reza para concederle todas
las gracias que él pida. Decía el Salmista. En cualquier hora que te invoco, al
instante conozco que tú eres mi Dios. Como si dijera. En esto conozco que eres
mi Dios, Dios de bondad y de misericordia, en que me socorres apenas recurro a
Ti.
Tan pobres
somos que por nosotros mismos nada tenemos, pero con la oración podemos remediar
nuestra pobreza. Si nada tenemos Dios es rico, y Dios, dice el Apóstol, es
generoso con todos aquellos que le invocan. Con razón, pues, nos exhorta San
Agustín a que tengamos confianza: Tratamos con un Dios que es infinito en poder
y riquezas. No le pidamos cosas ruines y mezquinas, sino cosas muy altas y
grandes. Pedir a un rey poderoso un céntimo vil, sería sin duda una especie de
injuria. ¿Y no lo será hacer lo mismo con nuestro Dios?
Aunque seamos pobres y
miserables y muy indignos de los beneficios divinos, sin embargo, pidamos al
Señor gracias muy grandes, porque así honramos a Dios, honramos su misericordia
y su liberalidad, porque pedimos, apoyados en su fidelidad y en su bondad y en
la promesa solemne que nos hizo de conceder todas las gracias a quien
debidamente se las pidiere. Pediréis todo lo que queráis y todo se hará según
vuestros deseos.
Santa María
Magdalena de Pazzis, afirma que con este modo de orar se siente el Señor muy
honrado. Y tanta consolación halla cuando vamos a El en busca de gracias, que no
parece sino que Él mismo nos lo agradece, pues de esta manera le damos ocasión y
le abrimos el camino de hacernos beneficios y de satisfacer así las ansias que
tiene de hacernos bien a todos. Estemos persuadidos de que, cuando llamamos a
las puertas de Dios para pedirle gracias, nos da siempre más de lo que le
pedimos. Por esto decía el apóstol Santiago: Si alguno tiene falta de sabiduría,
pídasela a Dios, que a todos la da copiosamente y no zahiere a nadie. Con esto
quiso decirnos que Dios no es avaro de sus bienes, como suelen serlo los
hombres.
Los hombres de este mundo por muy generosos que sean, al dar limosna
siempre encogen algo la mano y dan menos de lo que se les pide, porque, por muy
grandes que sean sus tesoros, siempre son limitados, y así, a medida que van
dando, suele ir disminuyendo su caudal.
Dios a los que rezan da copiosamente con
larga y abundante mano, y más de lo que se le pide, por que infinita es su
riqueza, y por mucho que dé, nunca disminuyen sus tesoros ... Así lo decía
David: Porque Tú Señor, eres suave, manso y de gran misericordia para todos los
que te invocan. Como si dijera: Las misericordias que derramáis son tan
abundantes, que superan con mucho la grandeza de los bienes que os piden.
Pongamos, por
tanto, sumo cuidado en rezar con gran confianza y estemos seguros de que, como
decía el Crisóstomo, con la oración abriremos para dicha nuestra el arca de los
tesoros divinos.
Eficacia
preferente de la oración
Quede bien
sentada que la oración es verdadero tesoro y que el que más pide, más recibe.
San Buenaventura llega a afirmar que cuantas veces el hombre devotamente acude
al Señor con la oración, gana bienes que valen más que el mundo entero.
Algunas almas,
emplean mucho tiempo en leer y meditar y se ocupan muy poco de rezar. No niego
que la lectura espiritual y la meditación de las verdades eternas sean muy
útiles para el alma, mas San Agustín no duda en afirmar que es cosa mejor rezar
que meditar. Y da la razón: Porque en la lección conocemos lo que tenemos que
hacer y en la oración alcanzamos la fuerza para cumplirlo. Y, a la verdad, ¿de
qué nos sirve saber lo que tenemos que hacer si no lo hacemos? Somos más
culpables en la presencia de Dios. Leamos y meditemos en buena hora, pero es
cosa cierta que no cumpliremos con nuestros deberes, si no pedimos a Dios la
gracia para cumplirlos.
A propósito de
esto dice San Isidoro que en ningún otro momento anda el demonio tan solícito en
distraernos con pensamientos de cosas temporales, como cuando acudimos a Dios
para pedirle sus gracias. ¿Por qué? Porque está bien persuadido el espíritu del
mal que nunca alcanzamos mayores bienes espirituales que en la oración.
Este,
por tanto, ha de ser el fruto mayor de la meditación: aprender a pedir a Dios
las gracias que necesitamos para la perseverancia y la salvación. Por esto muy
principalmente se dice que la meditación es moralmente necesaria al alma para
que se conserve en gracia, porque aquel que no se recoge para hacer meditación y
en ese momento no reza y pide las gracias que necesita para la perseverancia en
la virtud, no lo hará en otro momento, pues si no medita, ni pensará en rezar,
ni siquiera comprenderá la necesidad que tiene de la oración. Por el contrario,
el que todos los días hace meditación conoce muy bien las necesidades de su alma
y los peligros en que se halla y la obligación que tiene de rezar.
Rezará para
perseverar y salvarse. De sí mismo decía el Padre Séñeri que en los comienzos de
su vida, cuando hacía meditación, ponía mayor empeño en hacer afectos que en
pedir; mas cuando poco a poco llegaba a comprender la excelencia de la oración y
su inmensa utilidad, ya en la oración mental pasaba Más tiempo en pedir y rezar.
Como el
polluelo de la golondrina, así clamaré, decía el devoto rey Ezequías. Los
polluelos de las golondrinas no hacen más que piar continuamente. Piden a sus
madres el alimento que necesitan para vivir. Lo mismo debemos hacer nosotros, si
queremos conservar la vida de la gracia: claramente siempre, pidamos al Señor
que nos socorra para evitar la muerte del pecado y seguir adelante en la senda
de su divino amor.
De los padres antiguos que fueron grandes maestros del
espíritu refiere el P. Rodríguez que se juntaron en asamblea y allí discutieron
cuál sería el ejercicio más útil para alcanzar la salvación eterna; y
resolvieron que parecía lo mejor repetir con frecuencia aquella breve oración
del profeta David: Dios mío, ven en mi socorro. Eso mismo ha de hacer el que
quiera salvarse, afirma Casiano, decir con frecuencia al Señor.- Dios mío,
ayudadme ... ayúdame, oh mi buen Jesús.
Esto hay que hacerlo desde el primer
momento de la mañana, y esto hay que repetirlo en todas las angustias y en todas
las necesidades, temporales y espirituales, pero muy particularmente, cuando nos
veamos molestados por la tentación. Decía san Buenaventura que a veces más
alcanzamos y más pronto con una breve oración, que con muchas obras buenas. Y
más allá va San Ambrosio, pues dice que el que reza, mientras reza, ya alcanza
algo, pues el rezar ya es singular don de Dios.
Y San Juan Crisóstomo escribe
que no hay hombre más poderoso en el mundo que el que reza. El que reza
participa del poder de Dios. Todo esto lo comprendió San Bernardo en estas
palabras: Para caminar por la senda de la perfección hay que meditar y rezar; en
la meditación vemos lo que tenemos: con la oración alcanzamos lo que nos falta.
I. Sin oración
cosa muy difícil es que nos podamos salvar; tan difícil que, como lo hemos
demostrado, es del todo imposible según la ordinaria Providencia.
II. Con la
oración, la salvación es segura y fácil. Porque en efecto, ¿qué se necesita para
salvarnos? Que digamos: Dios mío ayudadme; Señor mío, amparadme y tened
misericordia de mí. Esto basta. ¿Hay cosa más fácil?
Pues, repitámoslo; que si
lo decimos bien y con frecuencia, esto bastará para llevamos al cielo. San
Lorenzo Justiniano nos exhorta muy encarecidamente que al principio de todas
nuestras obras hagamos alguna oración.
Casiano por su parte, nos recuerda el
ejemplo de los antiguos padres, los cuales exhortaban a todos a que recurrieran
a Dios con breves, pero frecuentes jaculatorias. San Bernardo decía: Que nadie
haga poco caso de la oración, ya que el Señor la estima tanto que nos da lo que
pedimos o cosa mejor, si comprende que es más útil para nuestra alma
III. Pensemos
que, si no rezamos, ninguna excusa podremos alegar, porque Dios a todos da la
gracia de orar. En nuestras manos está el rezar siempre que queramos como lo
confesaba el santo rey David: Haré para conmigo oración a Dios, autor de mi
vida. Le diré al Señor.- Tú eres mi amparo.
Mas de esto largamente hablaremos en
la parte segunda. Allí se pondrá en claro que Dios da a todos la gracia de orar;
y así con la oración podemos alcanzar los socorros divinos que necesitamos para
observar los mandamientos y perseverar hasta el fin en el camino del bien. Ahora
afirmo únicamente que si no nos salvamos, culpa nuestra será. Y la causa de
nuestra infinita desgracia será una sola: que no hemos rezado.
CONDICIONES
DE LA BUENA ORACIÓN
En verdad, en
verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo concederá. Tal
es la bella promesa que nos ha hecho Jesucristo. Dice que nos concederá todo
cuanto le pidamos, pero debemos entender que con la condición de que recemos con
las debidas disposiciones. Ya lo dijo el apóstol Santiago: Si pedís y no
alcanzáis lo que pedís, es porque pedís malamente. Y San Basilio, apoyando esta
sentencia del apóstol, escribe: Si alguna vez pediste y no recibiste, fue
seguramente porque pediste con poca fe y poca confianza, con pocas ansias de
alcanzar la divina gracia porque pediste cosas no convenientes o porque no
perseveraste en la oración hasta el fin, Santo Tomás reduce a cuatro las
condiciones para que la oración sea eficaz: pedir por uno mismo, pedir cosas
necesarias para la salvación, pedirlas con piedad y pedirlas con perseverancia.
SE DICE POR
QUIÉN HEMOS DE PEDIR
PEDIR POR UNO
MISMO. La primera condición de la oración, dice el Doctor Angélico, es que
pidamos por nosotros mismos. Sostiene, en efecto, el santo Doctor, que nadie
puede alcanzar para otro hombre la vida eterna, ni por tanto las gracias que
conducen a ella a título de justicia, ex condigno, como dice la teología. Y
advierte además esta razón: que la promesa que hizo el Señor a los que rezan es
solamente a condición de que recen por ellos mismos y no por los demás. Dabit
vobis. A vosotros se os dará.
Hay sin embargo
muchos doctores que sostienen lo contrario, tales como Cornelio Alápide,
Silvestre, Toledo, Habert y otros, y se apoyan en la autoridad de San Basilio,
el cual afirma categóricamente que la eficacia de la oración es infalible, aun
cuando recemos por otros, con tal que ellos no pongan algún impedimento
positivo. Se apoya en las sagradas Escrituras que dicen: Orad los unos por los
otros para que seáis salvos: que es muy poderosa ante Dios la oración del justo.
Y todavía es más claro lo que leemos en San Juan: El que sabe que su hermano ha
cometido un pecado, ruegue por él y Dios dará la vida al que peca, no de muerte.
Comentando esta
palabras San Agustín, San Beda y San Ambrosio dicen que aquí se trata del
pecador que se empeña en vivir en impenitencia o sea en la muerte del pecado;
pues Para los obstinados en la maldad se necesita una gracia del todo
extraordinaria. A los pecadores que no son culpables de tan grande maldad
podemos salvarlos con nuestras acciones. Así lo aseguran, apoyados en esta
solemne afirmación del apóstol San Juan: Reza y Dios dará la vida al pecador.
Lo que en todo
caso está fuera de duda es que las oraciones que hacemos por los pecadores, a
ellos les son muy útiles y agradan mucho al Señor: y no pocas veces se lamenta
el mismo Salvador de que sus siervos no le recomiendan bastante los pecadores.
Así lo leemos en la vida de santa María Magdalena de Pazzis, a la cual dijo un
día Jesucristo: Mira, hija, cómo los cristianos viven entre las garras de los
demonios. Si mis escogidos no los libran con sus oraciones, serán totalmente
devorados.
Muy
especialmente pide esto Ntro. Señor Jesucristo a los sacerdotes y religiosos.
Por esto la misma santa hablaba así a sus monjas: Hermanas, Dios nos ha sacado
del mundo no sólo para que trabajemos por nosotros, sino también para que
aplaquemos la cólera de Dios en favor de los pecadores. Otro día dijo el Señor a
la misma santa carmelita: A vosotras, esposas predilectas, os he confiado la
ciudad de refugio, que es mi sagrada Pasión: encerraos en ella y ocupaos en
socorrer a aquellos hijos que perecen... y ofreced vuestra vida por ellos. Por
esto la santa, inflamada de caridad, cincuenta veces al día ofrecía a Dios la
sangre del Redentor por los pecadores y tanto se consumía en las llamas de su
devoción, que exclamaba: ¡Qué pena tan grande, Señor, ver que podría muriendo
hacer bien a vuestras criaturas y no poder morir! En todos sus ejercicios de
piedad encomendaba al Señor la conversión de los pecadores, y leemos en su
biografía, que ni una sola hora del día pasaba sin rezar por ellos.
Levantábase
muchas veces a media noche y corría a rezar ante el sagrario por los pecadores.
Un día la hallaron llorando amargamente. Le preguntaron la causa de su llanto y
contestó: Lloro, porque me parece que nada hago por la salvación de los
pecadores. Llegó hasta ofrecerse a sufrir las penas del infierno, con la sola
condición de no odiar allí al Señor. Probóla el Señor con grandes dolores y
penosas enfermedades. Todo lo padecía por la conversión de los pecadores.
Rezaba
de modo especial por los sacerdotes, porque sabía que su vida santa era
salvación de muchos, y su vida descuidada, ruina y condenación de no pocos. Por
eso pedía al Señor que castigase en ella los pecados de los desgraciados
pecadores. Señor, decía, muera yo muchas veces y otras tantas torne a la vida
hasta que pueda satisfacer por ellos a vuestra divina justicia. Por este camino
salvó muchas almas de las garras del demonio, como leemos en su biografía.
Aunque he
querido hablar más extensamente del celo de esta gran santa, puede muy bien
decirse lo mismo de todas las almas verdaderamente enamoradas de Dios, pues
todas ellas no cesan de rogar por los pobres pecadores. Así ha de ser, porque el
que ama a Dios, comprende el amor que el Señor tiene a las almas y lo que
Jesucristo ha hecho y padecido por ellas, y a la vez se da cuenta de las grandes
ansias que tiene ese Divino Salvador de que todos recemos por los pecadores; y
entonces ¿cómo es posible que vea con indiferencia la ruina de esas almas
desgraciadas que viven sin Dios y esclavas del infierno?
¿Cómo no se sentiría
movida a pedir al Señor que dé a esas desventuradas luz y fuerza para salir del
estado lastimoso en que viven y duermen perdidas? Es verdad que el Señor no ha
prometido escucharnos cuando aquellos por quienes pedimos ponen positivos
impedimentos a su conversión, mas no lo es menos que Dios, por su bondad y por
las oraciones de sus siervos da muchas veces gracias extraordinarias a los
pecadores más obstinados, y así logra arrancarlos del pecado y ponerlos en
camino de salvación.
Por tanto,
cuando digamos u oigamos la santa misa, en la comunión, en la meditación, y
cuando visitemos a Jesús Sacramentado, no dejemos de pedir por los pobres
pecadores. Afirma un sabio escritor que quien más pide por los otros más pronto
verá oídas las plegarias que haga por sí mismo.
Dejemos a un
lado esta breve digresión y sigamos explicando las condiciones que exige Santo
Tomás para que sean eficaces nuestras oraciones.
HAY QUE
PEDIR COSAS NECESARIAS PARA LA SALVACIÓN
La segunda
condición que pone el Angélico es que pidamos cosas que sean convenientes y
necesarias para nuestra salvación. pues la promesa que nos hizo el Señor no es
de cosas exclusivamente materiales y que no son convenientes para la vida
eterna, sino de aquellas gracias que necesitamos para ir al cielo. Dijo el Señor
que pidiéramos en su nombre. Y comentando estas palabras, San Agustín, dice
claramente que no pedimos en nombre del Señor cuando pedimos cosas que son
contra la salvación.
Pedimos no
pocas veces a Dios bienes temporales y no nos escucha. Dice el santo que esto es
disposición de su misericordia, porque nos ama y nos quiere bien. Y da esta
razón: Lo que al enfermo conviene, mejor lo sabe el médico que el mismo enfermo.
Y el médico no da al enfermo cosas que pudieran serle nocivas. Cuántos que caen
en pecados, estando sanos y ricos, no caerían si se encontraran pobres o
enfermos. Y por esto cabalmente a algunos que le piden salud del cuerpo y bienes
de fortuna se los niega el Señor. Es porque los ama y sabe que aquellas cosas
serían para ellos ocasión de pecado o de vivir vida de tibieza en la vida
espiritual.
No queremos
decir con esto que sea falta pedir cosas convenientes para la vida presente.
También las pedía el Sabio en las Sagradas Escrituras: Dame tan sólo, Señor, las
cosas necesarias para la vida cotidiana. Tampoco es defecto, como afirma Santo
Tomás, tener por esos bienes materiales una ordenada solicitud.
Defecto sería,
si miráramos esas cosas terrenales como la suprema felicidad de la vida y
pusiéramos en su adquisición desordenado empeño, como si en tales bienes
consistiera toda nuestra felicidad. Por eso, cuando pedimos a Dios gracias
temporales, debemos pedirlas con resignación y a condición de que sean útiles
para nuestra salvación eterna. Si por ventura el Señor no nos las concediera
estemos seguros que nos las niega por el amor que nos tiene, pues sabe que
serían perjudiciales para nuestro progreso espiritual que es lo único que merece
consideración.
Sucede también
a menudo que pedimos al Señor que nos libre de una tentación peligrosa, mas el
Señor no nos escucha y permite que siga la guerra de la tentación. Confesemos
entonces también que lo permite Dios para nuestro mayor bien. No son las
tentaciones y malos pensamientos los que nos apartan de Dios, sino el
consentimiento de la voluntad.
Cuando el alma en la tentación acude al Señor y
la vence con el socorro divino ¡cómo avanza en el camino de la perfección! ¡Qué
fervorosamente se une a Dios! Y por eso cabalmente no la oía el Señor.
¡Con qué ansias
acudía al cielo el apóstol San Pablo! ¡Cómo pedía al Señor que le quitara las
graves tentaciones que le perseguían! Contestóle el Señor:
Te basta mi gracia.
Así lo confiesa él mismo en la carta a los de Corinto: Para que las grandezas de
las revelaciones no me envanezcan, se me ha dado el estímulo de la carne que es
como un ángel de Satanás que me abofetea. Tres veces pedí al Señor que le
apartase de mí. Y respondióme: Te basta mi gracia.
Lo que debemos
hacer en la tentación es clamar a Dios con fervor y resignación, diciéndole:
Libradme, Señor, de este tormento interior, si es conveniente para mi alma, y si
queréis que siga, dadme la fuerza de resistir hasta el fin.
Debemos decir a este
respecto con San Bernardo: que cuando pedimos a Dios una gracia, El nos da esa
gracia u otra mejor. A veces permite que nos azoten las tempestades para que de
esta manera quede afirmada nuestra fidelidad y mayor ganancia de nuestro
espíritu. Parecía que estaba sordo a nuestras plegarias... pero no es así. Al
contrarío, estemos ciertos que en esos momentos se halla muy cerca de nosotros,
fortificándonos con su gracia, para que resistamos el ataque de nuestros
enemigos. Así muy cumplidamente nos lo enseña el salmista con estas palabras. En
la tribulación me invocaste y yo te libré. Te oí benigno en la oscuridad de la
tormenta. Te probé junto a las aguas de la contradicción.
HAY QUE
ORAR CON HUMILDAD
Escucha el
Señor bondadosamente las oraciones de sus siervos, pero sólo de sus siervos
sencillos y humildes, como dice el Salmista: Miró el Señor la oración de los
humildes. Y añade el apóstol Santiago: Dios resiste a los soberbios y da sus
gracias a los humildes. No escucha el Señor las oraciones de los soberbios que
sólo confían en sus fuerzas, antes los deja en su propia miseria, y en ese
mísero estado, privados de la ayuda de Dios, se pierden sin remedio.
Así lo
confesaba David con lágrimas amargas: Antes que fuera humillado, caí. Pequé
porque no era humilde. Lo mismo acaeció al apóstol Pedro el cual, cuando el
Señor anunció que aquella misma noche todos sus discípulos le habían de
abandonar, él, en vez de confesar su debilidad y pedir fuerzas al Maestro para
no serie infiel, confió demasiado en sus propias fuerzas y replicó animoso que,
aunque todos le abandonaran, él no le abandonaría. Predícele de nuevo Jesús que
aquella misma noche, antes que cantase el gallo, tres veces le había de negar;
de nuevo, Pedro fiado en sus bríos naturales contestó orgullosamente: Aunque
tenga que morir, yo no te negaré.
¿Qué pasó? Apenas el malhadado puso los pies
en la casa del pontífice, le echaron en cara que era discípulo del Nazareno y él
por tres veces le negó descaradamente y afirmó con juramento que no conocía a
tal hombre. Si Pedro se hubiera humillado y con humildad hubiera pedido a su
divino Maestro la gracia de la fortaleza, seguramente no le hubiera negado tan
villanamente.
Convenzámonos
de que estamos todos suspendidos sobre el profundo abismo de nuestros pecados
... por el hilo de la gracia de Dios. Si ese hilo se corta, caeremos ciertamente
en ese abismo y cometeremos los más horrendos pecados.
Si el Señor no me hubiera
socorrido, seguramente sería el infierno mi morada. Eso decía el Salmista y eso
podemos repetir nosotros también. Esto mismo quería manifestar San Francisco de
Asís cuando de sí mismo decía que era el mayor pecador del mundo. Contradíjole
el fraile que le acompañaba:
Padre mío, le dijo, eso no es verdad, pues de
seguro que hay en el mundo muchos pecadores que han cometido más graves pecados.
A lo cual contestó el Santo: Muy verdadero es lo que decís; pues si Dios no me
tuviera de su mano, hubiera hecho los más horribles pecados que se pueden
cometer.
Es verdad de fe
que sin la ayuda de la gracia de Dios no puede el hombre hacer obra alguna
buena, ni siquiera tener un santo pensamiento. Así lo afirmaba también San
Agustín: Sin la gracia de Dios no puede el hombre ni pensar ni hacer cosa buena.
Y añadía el mismo Santo:
Así como el ojo no puede ver sin luz, así el hombre no
puede obrar bien sin la gracia. Y antes lo había escrito ya el Apóstol: No somos
capaces por nosotros mismos de concebir un buen pensamiento, como propio, sino
que nuestra suficiencia y capacidad vienen de Dios. Lo mismo que siglos antes
había confesado el rey David, cuando cantaba: Si el Señor no es el que edifica
la casa en vano se fatigan los que la edifican. Vanamente trabaja el hombre en
hacerse santo, si Dios no le ayuda con su poderosa mano.
Si el Señor no guarda
la ciudad, inútilmente se desvela el que la guarda. Si Dios no defiende del
pecado el alma, vano empeño sería quererlo hacer ella con sus solas fuerzas. Por
eso decía el mismo real profeta: No confiaré en mi arco. No confío en la fuerza
de mis armas, solamente Dios me puede salvar.
El que
sinceramente tenga que reconocer que hizo algún bien y que no cayó en más graves
pecados, diga con el apóstol San Pablo: Por la gracia de Dios soy lo que soy. Y
por esta misma razón debe vivir en santo temor, como quien sabe que a cada paso
puede caer. Mire, pues, no caiga el que piense estar firme.
Con estas palabras
que son del mismo apóstol nos quiso decir que está en gran peligro de caer el
que ningún miedo tiene a caer. Y nos da la razón con estas palabras: Porque si
alguno piensa ser algo, se engaña a sí mismo, pues verdaderamente de suyo nada
es. Sabiamente nos recordaba lo mismo el gran San Agustín, el cual escribió:
Dejan muchos de ser firmes, porque presumen de su firmeza.. Nadie será más firme
en Dios que aquel que de por sí se crea menos firme. Por tanto si alguno dijere
que no tiene temor, señal será que confía en sus fuerzas y buenos propósitos;
pero los que tal piensan, andan muy engañados con esta vana confianza de sí
mismos, y fiados en sus solas fuerzas no temerán y no temiendo dejarán a Dios y
por este camino su ruina es inevitable y segura.
Pongamos
también mucho cuidado en no tener vanidad de nosotros mismos, cuando vemos los
pecados en que por ventura vienen a caer los demás; por el contrario, tengámonos
entonces por grandes pecadores y digamos así al Señor: Señor mío, peor hubiera
obrado yo, si Vos no me hubierais sostenido con vuestra gracia. Porque si no nos
humillamos, bien pudiera ser que Dios, en castigo de nuestra soberbia, nos
dejara caer en más graves y asquerosas culpas.
Por esto el Apóstol nos manda que
trabajemos en la obra de nuestra salvación. Pero ¿cómo? temiendo y temblando. Y
es así, porque aquel que teme caer desconfía de sí mismo y de sus fuerzas y pone
toda su confianza en Dios pues que en El confía, a El acude en todos los
peligros, le ayuda el Señor y le sacará vencedor de todas las tentaciones.
Caminaba por
Roma un día San Felipe Neri y por el camino iba diciendo: Estoy desesperado. Le
corrigió un religioso y el Santo le contestó: Padre mío, desesperado estoy de mí
mismo ... pero confío en Dios. Eso mismo hemos de hacer nosotros, si de veras
queremos salvarnos.
Desconfiemos de nuestras humanas fuerzas. Imitemos a San
Felipe, el cual apenas despertaba por la mañana decía al Señor: Señor, no dejéis
hoy de la mano a Felipe, porque si no, este Felipe os va a hacer alguna
trastada.
Concluyamos,
pues, con San Agustín que toda la ciencia M cristiano consiste en conocer que el
hombre nada es y nada puede. Con esta convicción no dejará de acudir
continuamente a Dios con la oración para tener las fuerzas que no tiene y que
necesita para vencer las tentaciones y practicar la virtud. Y así obrará bien,
con la ayuda de Dios, el cual nunca niega su gracia a aquel que se la pide con
humildad. La oración del humilde atraviesa las nubes... y no se retira hasta que
la mire benigno el Altísimo. Y aunque el alma sea culpable de los más grandes
pecados, no la rechaza el Señor, porque, como dice David: Dios no desprecia un
corazón contrito y humillado. Por el contrario: Resiste Dios a los soberbios y a
los humildes les da su gracia. Y así como el Señor es severo para los orgullosos
y rechaza sus peticiones, así en la misma medida es bondadoso y espléndido con
los humildes. El mismo Señor dijo un día a Santa Catalina de Sena: Aprende, hija
mía, que el alma que persevera en la oración humilde, alcanza todas las
virtudes.
A este
propósito parécenos bien apuntar aquí un consejo que en una nota a la carta
décimoctava de Santa Teresa trae el piadosísimo Obispo Palafox y que se dirige
muy especialmente a las personas que tratan de cosas del espíritu y quieren
hacerse santas. Escribe la Santa a su confesor y le da cuenta de los grados de
oración sobrenatural con que el Señor la había favorecido.
Sobre esto el citado
Prelado nos enseña que esas gracias sobrenaturales que se dignó conceder Dios a
Santa Teresa y a otros santos no son necesarias para llegar a la santidad, ya
que muchas almas llegaron sin ellas a la más alta perfección y otras muchas por
el contrario, aunque alguna vez las gozaron, al fin miserablemente se perdieron.
De aquí concluye que es tontería y presunción pedir esos dones sobrenaturales,
ya que el verdadero camino para llegar a la santidad es ejercitarnos en la
virtud y en el amor de Dios, y a esto se llega por medio de la oración y de la
correspondencia a las luces y gracias de Dios, que sólo desea vernos santos,
como dice el Apóstol: Ésta es la voluntad de Dios ... vuestra santificación.
Luego pasa a
tratar el dicho piadoso escritor de los grados de oración extraordinaria de los
cuales la Santa escribía, esto es, de la oración de quietud, del sueño y
suspensión de las potencias, de la unión, del éxtasis, del vuelo y de la herida
espiritual. Sobre estas cosas escribe discretamente el sabio autor.
En vez de
oración de quietud debemos pedir y desear que Dios nos libre de todo afecto y
deseo de bienes mundanos que, no tan sólo no dan la paz, sino que por el
contrario traen consigo inquietud y aflicción de espíritu, como dijo Salomón:
Todo es vanidad y aflicción de espíritu.
No hallará jamás verdadera paz el
corazón del hombre si no arroja de sí todo aquello que no es del agrado de Dios,
para dejar lugar totalmente al amor divino, el cual debe poseerlo por completo.
Mas esto de por sí no puede tenerlo el alma y tendrá que alcanzarlo con continua
oración.
En vez del
sueño y suspensión de potencias, pidamos a Dios que tengamos el alma dormida y
muerta para todas las cosas temporales y muy despierta para meditar la bondad
divina y para suspirar por el amor santo y los bienes eternos.
En vez de la
unión de las potencias pidamos a Dios la gracia de no pensar, buscar y desear
sino lo que sea su divino querer, pues la santidad más alta y la perfección más
sublime sólo consisten en la unión de nuestra voluntad con la voluntad divina.
En vez de
éxtasis y raptos será mucho mejor que pidamos a Dios que nos arranque del alma
el amor desordenado de nosotros mismos y de las criaturas y que nos arrastre
detrás de sí y de su amor.
En vez del
vuelo del espíritu pidamos al Señor la gracia de vivir enteramente despegados de
este mundo, como las golondrinas, que no se posan sobre la tierra para comer, si
no que volando comen. Con lo cual debe entenderse que sólo debemos tomar
aquellas cosas materiales que son necesarias para sostenimiento de la vida, pero
volando por los aires siempre, es decir, sin detenernos en la tierra para
saborear los placeres de este mundo.
En vez del
ímpetu del espíritu pidamos al Señor que nos dé aquella energía y aquella
fortaleza que nos son necesarias para resistir a los ataques de nuestros
enemigos y para vencer las pasiones y abrazarnos con la cruz, aun en medio de
las desolaciones y tristezas espirituales.
Y en cuanto a
la herida espiritual pensemos que, así como las heridas con sus dolores nos
traen a cada paso a la memoria el recuerdo de nuestro mal, así hemos de pedir a
Dios que de tal suerte nos hiera con la lanzada de su santo amor, que recordemos
continuamente su bondad y el apodo que nos ha tenido, y de esta manera podamos
vivir siempre amándolo y complaciéndolo con obras y deseos.
Pues todas
estas gracias no se alcanzan sin oración, y con ella se alcanza todo, con tal
que sea humilde, confiada y perseverante.
HAY QUE
ORAR CON CONFIANZA
Lo que más
encarecidamente nos pide el apóstol Santiago, si queremos alcanzar con la
oración las divinas gracias, es que recemos con la más firme confianza de que
seremos oídos. Pide, dice, con confianza, sin dudar nada. Santo Tomás nos enseña
que así como la oración tiene su mérito por la caridad, así tiene su maravillosa
eficacia por la fe y la confianza. Lo mismo nos predica San Bernardo, el cual
afirma solemnemente que la sola confianza nos obtiene las misericordias divinas.
La causa de que
nuestra confianza en la misericordia divina sea tan grata al Señor es porque de
esta manera honramos y ensalzamos su infinita bondad que fue la que El quiso
sobre todo manifestar al mundo cuando nos dio la vida. Así lo cantaba el
profeta, cuando decía: Alégrense, Dios mío, todos los que en Ti esperan, porque
así serán eternamente benditos y Tú vivirás en medio de ellos. Y en otro lugar
exclama: Protector es el Señor de todos los que esperan en El. Señor, Tú eres el
que salvas a los que confían en Ti.
¡Oh, qué
hermosas son las promesas que Dios ha hecho en las Sagradas Escrituras a
aquellos que confían en El! Los que esperan en El no caerán en pecado. La causa
la da el profeta David, cuando dice que los ojos del Señor descansan sobre
aquellos que le temen y confían en su misericordia para salvar sus almas de la
muerte de la culpa. En otro lugar dice el mismo Señor: Porque esperó en Mí, le
libraré..
le protegeré, le salvaré, Le glorificaré. Nótese aquí que la razón que
da para protegerlo y salvarlo y glorificarlo en la vida eterna es porque confió
en Dios. Hablando también el profeta Isaías de aquellos que confían en el Señor,
dice: Los que tienen puesta en el Señor su esperanza adquirirán nuevas fuerzas,
tomarán alas, como de águila, correrán y no se fatigarán, andarán y no
desfallecerán.
Es decir: Ya no serán débiles, porque Dios les dará la fortaleza,
y no tan sólo no caerán, sino que ni siquiera hallarán fatiga en el camino de la
salvación: correrán, volarán como águilas. Añade el mismo santo Profeta: En la
quietud y en la esperanza estará vuestra fortaleza. Esto nos quiere decir que
toda nuestra fortaleza está en poder de Dios y en callar, es decir, descansando
amorosamente en los brazos de su misericordia, y no haciendo caso de la ayuda y
de los medios humanos.
¿Se oyó por
ventura que alguna vez se haya perdido el que en Dios confió? Ninguno jamás
esperó en el Señor y se quedó confundido. San Agustín pregunta: ¿Será Dios tan
mezquino que se ofrezca a sacamos con bien de los peligros si acudimos a Él, y
luego nos deje solos y abandonados cuando hemos acudido a Él? Y responde: No, no
es Dios un charlatán que se ofrece con palabras a sostenernos, y retira el
hombro cuando queremos apoyarnos en Él.
Bienaventurado
el hombre que espera en Ti, decía al Señor el Real Profeta. ¿Por qué? Responde
el mismo Santo Rey: porque a aquel que confía en Dios le circundará por todas
partes la misericordia divina. Y de tal modo será ceñido y rodeado de la
protección de Dios que estará bien seguro contra todos sus enemigos y no correrá
ningún peligro de perderse.
Por eso no se
cansa el Apóstol de exhortarnos a que no perdamos nunca la confianza en Dios,
porque le está reservada una grande recompensa. Como sea nuestra confianza, así
serán las gracias que recibiremos de Dios. Si es grande, grandes serán las
gracias divinas. Confianza grande, cosas grandes merece, escribía San Bernardo,
y añadía que la misericordia divina es fuente abundantísima y que el que a ella
acude con vaso grande, cuanto mayor sea el vaso de confianza con que acudimos a
ella, mayor es la cantidad de gracias que recibimos.
Lo mismo había dicho ya
antes el Real Profeta: Sea tu misericordia, Señor, sobre nosotros, según
nosotros esperamos en Ti. Lo vemos confirmado en el centurión del Evangelio, al
cual dijo Jesucristo, ponderando su confianza: Vete y hágase como confiaste. A
Santa Gertrudis le reveló el Señor que el que pide con confianza tiene tal
fuerza sobre su corazón, que no parece sino que le obliga a oírle y darle todo
lo que pide. Lo mismo afirmó San Juan Clímaco: La oración hace dulcemente
violencia sobre Dios.
San Pablo nos
exhorta a la confianza con estas fervorosas palabras: Lleguémonos confiadamente
al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar el auxilio de la
gracia para ser socorridos a tiempo oportuno.
El trono de la gracia es Jesús.
Sentado está ahora a la diestra del Padre, no en trono de justicia, sino en
trono de gracia, para darnos el perdón si vivimos en pecado, y la fuerza para
perseverar si gozamos de su divina amistad. A ese trono hemos de acudir siempre
con confianza, con aquella confianza que proviene de la fe que tenemos en la
bondad y en la fidelidad de Dios, confianza firme e invencible, ya que se apoya
en la palabra del Señor que ha prometido oír la oración de aquellos que de tal
manera le rezaren.
Aquel que por
el contrario se pone a orar con duda y desconfianza esté seguro que nada puede
recibir. Así lo asegura el apóstol Santiago: El que anda dudando es semejante a
la ola del mar, alborotada y agitada por el viento, de acá para allá. Así que un
hombre tal no tiene que pensar que ha de recibir poco ni mucho del Señor.
Nada
alcanzará, porque la necia desconfianza que turba su corazón será un obstáculo
para los dones de la divina misericordia. No pediste bien, dice San Basilio,
cuando pediste con desconfianza. Y el profeta David dice que nuestra confianza
debe ser firme como montañas que no se mueven a capricho de los vientos. Los que
ponen su confianza en el Señor estarán firmes como el monte de Sión, que no se
cuarteará jamás. Oigamos, por tanto, el divino consejo que nos da nuestro
Redentor, si de veras queremos obtener las gracias que pedimos. Todas cuantas
cosas pidierais en la oración, tened viva fe de conseguirlas, y sin duda se os
concederán sin falta.
LOS
FUNDAMENTOS DE NUESTRA CONFIANZA
Y ahora quizás
dirá alguno: Pues si yo soy ruin y miserable ¿sobre qué fundamento puedo apoyar
mi confianza de alcanzar todo lo que pidiere? ¿Sobre qué fundamento? Sobre
aquella promesa infalible que hizo Jesucristo, cuando dijo: Pedid y recibiréis.
¿Quién puede temer ser engañado, pregunta San Agustín, cuando el que promete es
la misma verdad? ¿Cómo podemos dudar de la eficacia de nuestras oraciones,
cuando Dios, que es la misma verdad, nos garantiza solemnemente que nos dará
todo lo que pidamos?
Y añade el mismo santo Doctor: No nos exhortaría a pedir,
si no quisiera escuchar. Pero leamos el Evangelio y veremos cuán encarecidamente
nos inculca el Señor que oremos: Orad, pedid, buscad, y alcanzaréis cuanto
pidiereis. Pedid cuanto queréis: todo se hará a medida de vuestros deseos. Y
para que le pidiéramos con esta debida confianza quiso que en la oración
dominical, en la cual recurrimos a Dios para pedirle las gracias necesarias para
nuestra salvación eterna, pues todas en esa divina oración están encerradas, e
demos no el nombre de Señor, sino el de Padre.
Es que quiere que pidamos las
gracias a Dios con aquella amorosa confianza con que un hijo pobre y enfermo
busca el pan y la medicina en el corazón de su padre. Si un hijo, en efecto,
estuviera para morirse de hambre, le bastaría decírselo a su padre, y éste al
punto le daría el alimento necesario; y si el hijo por ventura fuese mordido de
una venenosa serpiente, que vaya al padre con la herida abierta, que sin duda en
el acto le aplicará remedio.
Vamos, pues, lo
que nos dice el apóstol San Pablo: Mantengamos firme la esperanza que hemos
confesado, pues es fiel el que hizo la promesa. Confiados en esta divina
promesa, pidamos siempre con confianza, y no sea confianza vacilante, sino firme
e inconmovible. Pues si es cierto que Dios es fiel a sus promesas, la misma
certidumbre ha de tener nuestra confianza de alcanzar todo lo que le pidamos.
Verdad es que hay momentos en que por aridez del espíritu o por otras
turbaciones, que agitan nuestro corazón, no podemos rezar con la confianza que
quisiéramos tener.
Mas ni en estos casos dejemos de rezar, aunque tengamos que
hacernos violencia. Dios nos escuchará- Bien pudiera ser que entonces nos oiga
más prontamente el Señor, pues en ese estado rezamos más desconfiados de
nosotros mismos y más fiados en la bondad y fidelidad de Dios a las promesas que
hizo a la oración. ¡Oh, cómo se complace el Señor al ver que en la hora de la
tribulación, de los temores y de la tentación, seguimos esperando en El contra
toda esperanza, esto es, contra aquel sentimiento de desconfianza que la
desolación interior quiere levantar en nuestro espíritu!
Así decía San
Pablo en alabanza de Abraham: que seguía en su esperanza contra toda esperanza.
Afirma San Juan que aquel que se pone con firme confianza en Dios será santo. Lo
dice con estas palabras: Quien en El tiene tal esperanza, se santifica a sí
mismo, así como Él es santo también. La razón es que Dios derrama abundantemente
las gracias sobre los que confían en Él. Sostenidos por esta confianza tantos
mártires, tantos niños y tantas vírgenes, aun en medio de los más horrendos
tormentos que los tiranos inventaron contra ellos, vencieron y se mantuvieron en
la fe.
Si a veces sucede que nos asaltan dudas de desconfianza, no por eso
dejemos de orar. Perseveremos en la oración hasta el fin. Así lo hacía el Santo
Job, el cual repetía generoso: Aunque me llegare a matar, en El esperaré. Dios
mío, aunque me arrojes de tu presencia no dejaré de orar y confiar en tu
misericordia. Hagámoslo así y estemos seguros de que alcanzaremos de Dios todo
lo que queramos.
Así hizo la
cananea y por este camino consiguió de Jesucristo lo que pedía. Tenía la
desventurada madre a su hija poseída del demonio y se acercó al Redentor para
que la curase: Ten piedad de mí, le dijo, mi hija está cruelmente atormentada
del demonio. Replicóle el Señor que Él no había venido a salvar a los gentiles,
sino a los judíos. No perdió la mujer la confianza, antes prosiguió diciendo con
mayores ansias: Señor, si queréis, podéis salvarme. Señor, ayudadme ...
Y otra
vez le sale al paso Jesucristo con estas palabras: El pan de los hijos no hay
que tirárselo a los perros. A lo cual replicó ella: Es verdad, Señor, pero al
menos a los perritos se les echa las migajas que sobran en la mesa de los amos.
Y aquí ya no pudo negarse el Señor y alabando la fe y la confianza de aquella
mujer, le concedió la gracia que le pedía diciéndole: ¡Oh mujer, qué grande es
tu confianza, hágase como deseas! Con razón, pues, dice el Eclesiástico: ¿Quién
invocó al Señor y fue despreciado por Él?
Dice San
Agustín que la oración es la llave maravillosa que nos abre todos los tesoros
del cielo. Apenas nuestra oración llega al Señor, desciende sobre nosotros la
gracia que acabamos de pedir. Sus palabras son éstas: Es la llave y puerta del
cielo ... sube la oración y desciende la misericordia de Dios. Esto es tan
verdadero, que el Real Profeta dice que juntas caminan siempre la oración
nuestra y la misericordia de Dios.
Bendito sea el Señor que no desechó mi
oración ni retiró de mí su misericordia. San Agustín nos enseña lo mismo, cuando
escribe: Cuando ves que tu oración está en tus labios, date cuenta y está seguro
que se halla muy junto también de ti su divina misericordia. De mí sé decir que
no siento nunca mayor consolación en mi espíritu, ni tengo confianza más firme
de salvarme, que cuando me hallo a los pies de mi Dios, rezando y encomendándome
a su bondad.
Lo mismo tengo por cierto que pasará a los demás, pues otras
señales de predestinación inciertas son y falibles, pero que Dios oye la oración
de quien le reza con confianza, es verdad indubitable e infalible, como
infalible es que Dios no puede ser infiel a sus promesas.
Así, pues,
cuando sintamos nuestra debilidad e impotencia para vencer las pasiones u otras
dificultades que se oponen a la voluntad de Dios sobre nosotros digamos animosos
con el Apóstol: Todo lo puedo en Aquel que es mi fortaleza. Jamás se nos ocurra
pensar, no puedo ... no me siento con fuerzas ... Es cierto que con nuestras
fuerzas nada podemos, mas lo podemos todo con la ayuda divina.
Si Dios dijera a
uno de sus siervos: Toma este monte, échatelo a la espalda y llévalo de aquí que
yo te ayudaré, y él dijere: No quiero, porque no tengo fuerzas para tanto... ¿no
le tendríamos por necio y poco confiado? Pues, cuando nosotros por ventura nos
veamos llenos de miserias y enfermedades y reciamente combatidos de tentaciones,
no perdamos los ánimos, antes alcemos los ojos al cielo y digamos a Dios con
David: Ayúdame, Señor, y despreciaré a todos mis enemigos. Con tu ayuda, oh,
Dios mío, me burlaré de los asaltos de todos los enemigos de mi alma y venceré.
Y cuando nos hallemos en grave peligro de ofender a Dios o en trance de funestas
consecuencias, y no sepamos a donde volver los ojos, volvámonos a Dios y
encomendémonos a Él, diciéndole: El Señor es mi luz y mi salvación ... ¿a quién
puedo temer? Tengamos absoluta certidumbre de que el Señor nos iluminará y nos
librará de todo mal.
TAMBIÉN LOS
PECADORES DEBEN ORAR
No faltará
alguno que dirá por ventura: Soy pecador y por tanto no puedo rezar, porque leí
en las Sagradas Escrituras: Dios no oye a los pecadores. Mas nos ataja Santo
Tomás, diciendo con San Agustín, que así habló por su cuenta el ciego del
Evangelio, cuando aún no había sido iluminado por Cristo. Y luego, añade el
Angélico, que eso sólo se puede decir del pecador, en cuanto es pecador, esto
es, cuando pide al Señor medios para seguir pecando, como si se pidiese al cielo
ayuda para vengarse de su enemigo o para llevar adelante alguna mala intención.
Y otro tanto puede decirse del pecador que pide al Señor la gracia de la
salvación sin deseo de salir del estado de pecado en que se encuentra. En
efecto, los hay tan desgraciados que aman las cadenas con que los ató el demonio
y los hizo sus esclavos. Sus oraciones no pueden ser oídas de Dios, porque son
temerarias y abominables. ¿Qué mayor temeridad la de un vasallo que se atreve a
pedir una gracia a su rey, a quien no tan sólo ofendió mil veces, sino que está
resuelto a seguir ofendiéndole en lo venidero? Así entenderemos por qué razón el
Espíritu Santo llama detestable y odiosa la oración de aquel que por una parte
reza a Dios y por otra parte cierra los oídos paya no oír y obedecer la voz del
mismo Dios.
Lo leemos en el Libro Sagrado de los Proverbios: Quien cierre sus
oídos para no escuchar la ley, execrada será de Dios su oración. A estos
desatinados pecadores les dirige el Señor aquellas palabras del profeta Isaías:
Por eso, cuando levantareis las manos hacia mí yo apartaré mi vista de vosotros,
y cuantas más oraciones me hiciereis, tanto menos os escucharé, porque vuestras
manos están llenas de sangre. Así oró el impío rey Antíoco.
Oraba al Señor y
prometíale grandes cosas, pero fingidamente y con el corazón obstinado en la
culpa. Oraba tan sólo para ver si se libraba de] castigo que le venía encima.
Por eso no oyó el Señor su oración y murió devorado por los gusanos. Oraba aquel
malvado al Señor, mas en vano, porque de Él no había de alcanzar misericordia.
Hay pecadores
que han caído por fragilidad o por empuje de una fuerte pasión y son ellos los
primeros en gemir bajo el yugo del demonio y en desear que llegue por fin la
hora de romper aquellas cadenas y salir de tan mísera esclavitud. Piden ayuda al
Señor, y si esta oración fuere constante, Dios ciertamente los oirá, pues dijo
Él:
Todo el que pide recibe y el que busca encuentra. Comentando estas palabras
un autor antiguo dice: Todo el que pide ... sea justo, sea pecador ... Hablando
Jesucristo de aquel que dio todos los panes que tenía a un amigo suyo y no tanto
por amistad, cuanto por la terca importunidad con que se los pedía, dice, según
leemos en San Lucas:
Yo os aseguro que cuando no se levantare a dárselos por
razón de amistad, a lo menos por librarse de su impertinencia se levantará al
fin y le dará cuantos hubiere menester ... Así os digo yo: pedid y se os dará.
Aquí tenemos cómo la perseverante oración alcanza de Dios misericordia, aun
cuando los que rezan no sean sus amigos.
Lo que la amistad no consigue, dice el
Crisóstomo, obtiénese por la oración. Por eso concluye diciendo: Más poderosa es
la oración que la amistad. Lo mismo enseña San Basilio, el cual categóricamente
afirma que también los pecadores consiguen lo que piden, si oran con
perseverancia. De la misma opinión es San Gregorio, el cual dice: Siga clamando
el pecador, que su oración llegará hasta el corazón de Dios. Y San Jerónimo
sostiene lo mismo y añade:
El pecador puede llamar padre a Dios y será su padre,
y si persiste en acudir a Él con la oración será tratado como hijo. Pone el
ejemplo del hijo pródigo el cual, aun cuando todavía no había alcanzado el
perdón, decía: Padre mío, pequé. San Agustín razona muy bien cuando dice que si
Dios no oyera a los pecadores, inútil hubiera sido la oración de aquel humilde
publicano que le decía: Señor, tened piedad de mí, pobre pecador.
Sin embargo,
expresamente nos dice el Evangelio que fue oída su oración y que salió del
templo justificado.
Mas ninguno
estudió esta cuestión como el Doctor Angélico, y él no duda en afirmar que es
oído el pecador, cuando reza; y trae la razón que, aunque su oración no sea
meritoria, tiene la fuerza misteriosa de la impetración, ya que ésta no se apoya
en la justicia, sino en la bondad de Dios. Así podía orar el profeta Daniel,
cuando decía al Señor: Dígnate escucharme, oh, Dios mío, y atiéndeme.
Inclina,
oh, Dios mío, tus oídos y óyeme ... pues postrados ante Ti, te prestamos
nuestros humildes ruegos, no en nuestra justicia, sino en tu grandísima
misericordia. Sigue Santo Tomas diciendo que no es menester que en el momento de
orar seamos amigos de Dios por la gracia: la oración ya de por sí nos hace en
cierto modo sus amigos.
Otra bellísima razón aduce San Bernardo cuando escribe
que la oración del pecador que quiere salir de la culpa viene del fondo de un
corazón que tiene el deseo de recobrar la gracia de Dios. Y añade: pues, ¿por
qué daría el Señor al hombre pecador ese buen deseo, si después no le quisiera
escuchar? Leamos las Sagradas Escrituras y allí veremos muchos ejemplos de
pecadores que con la oración lograron salir del estado de pecado. Recordemos
solamente a Acab, al rey Manasés, a Nabucodonosor y al buen ladrón.
¡Qué grande
y maravillosa es la eficacia de la oración! Dos son los pecadores que en el
Gólgota están al lado de Jesucristo: uno reza: acuérdate de mí, y se salva ...
el otro no reza y se condena. Todo lo encierra el Crisóstomo en estas palabras:
Ningún pecador sinceramente arrepentido oró al Señor y no obtuvo lo que pidió.
Mas ¿para qué traer más autoridades y razones? Bástenos para demostración de esa
afirmación la palabra del mismo Jesucristo el cual dice: Venid a mi todos los
que sufrís y estáis cargados y yo os ayudaré. Comentando este pasaje San
Jerónimo, San Agustín y otros doctores dicen que los que caminan por la senda de
la vida cargados son los pecadores que gimen bajo el peso de sus culpas.
Si
acuden a Dios, levantarán su frente, según la promesa divina y se salvarán por
su gracia. Y es que Dios tiene mayores ansias de perdonarnos, que nosotros de
ser perdonados. Así lo asegura el Crisóstomo. Y añade el mismo Santo:
No hay
cosa que no pueda la oración; te salvará aunque estés manchado con miles de
pecados; pero ha de ser tu oración fervorosa y perseverante. Volvamos a repetir
lo que antes dijimos del apóstol Santiago: Si alguno necesita sabiduría divina,
pídasela al Señor que El a todos la da abundantemente y a nadie le sirve de
pesadumbre. En efecto, a todos los que acuden a su bondad con la oración los
escucha el Señor y les concede la gracia con abundante profusión. Pero fijémonos
sobre todo en lo que añade.
Y a nadie le sirve de pesadumbre ... Esto solamente
lo hace el Señor: los hombres por lo general, si alguien les pide algún favor y
antes gravemente los ofendió, le echan en cara su antigua descortesía e
insolencia. No obra así el Señor, ni aun con el mayor pecador del mundo. Si ese
tal viene a pedirle una gracia conveniente para su salvación eterna, no le echa
en cara las ofensas que antes recibió de él; como si nada hubiera pasado entre
los dos, lo acoge, lo consuela, lo escucha y le despacha después de haberle
socorrido adecuadamente.
Sin duda por
este motivo y para animarlos dijo nuestro Redentor aquellas suavísimas palabras:
En verdad, en verdad os digo, si algo pidiereis al Padre en mi nombre, se os
dará. Quiso decir: ánimo, pecadores amadísimos, no os impidan recurrir a vuestro
Padre celestial y confiar que tendréis la salvación eterna, si de veras la
deseáis.
No tenéis méritos para alcanzar las gracias que pedís, más bien por
vuestros deméritos sólo castigo merecéis. Pero seguid mi consejo, id a mi Padre
en nombre mío y por mis méritos. Pedidle las gracias que deseáis... yo os lo
prometo, yo os lo juro, que esto precisamente significa la fórmula que emplea:
En verdad, en verdad os digo (según San Agustín),
cuánto a mi Padre pidiereis,
El os lo concederá. ¡Oh Dios mío, y qué mayor consolación puede tener un pecador
después de su espantosa desgracia que saber con absoluta certeza que cuanto pida
a Dios en nombre de Jesucristo lo alcanzará!
HAY QUE
ORAR CON PERSEVERANCIA
Nuestra oración
sea humilde y llena de confianza en Dios; mas esto no basta para tener la
perseverancia final y con ella la salvación eterna. Verdad es que nuestras
oraciones cotidianas nos alcanzarán las gracias que necesitamos para cada
momento de nuestra vida, mas si no seguimos hasta el fin en la oración, no
conseguiremos el don de la perseverancia final, y es que esta gracia' por ser
como el resultado de todas las otras, exige que multipliquemos nuestras
plegarias y perseveremos hasta la muerte.
La gracia de la
salvación eterna no es una sola gracia, es más bien una cadena de gracias, y
todas ellas unidas forman el don de la perseverancia. A esta cadena de gracias
ha de corresponder otra cadena de oraciones, si es lícito hablar así, y, por
tanto si rompemos la cadena de la oración, rota queda la cadena de las gracias
que han de obtenernos la salvación, y estaremos fatalmente perdidos.
Tengamos por
indubitable verdad que la perseverancia final es gracia que nosotros no podemos
merecer. Así nos lo enseña el sagrado Concilio de Trento con estas palabras:
Sólo puede otorgarla Aquel que tiene poder para sostener a los que están de pie
y hacerles permanecer así hasta el fin.
Mas a esto replica San Agustín: Este
gran don de la perseverancia, con la oración se puede merecer. Añade el Padre
Suárez que, el que reza, infaliblemente lo consigue. Lo mismo sostiene el gran
Santo Tomás del cual son estas graves palabras: Después del bautismo es
necesaria la oración continua y perseverante para que el hombre pueda entrar en
el reino de los cielos.
Pero antes que
todos nos repitió esto mismo muchas veces nuestro divino Salvador cuando decía:
Es menester orar siempre y no desmayar nunca Vigilad por tanto, orando en todo
tiempo, a fin de merecer el evitar todos estos males venideros y comparecer con
confianza ante el Hijo del hombre.
Y lo mismo leemos en el Antiguo Testamento:
Nada te detenga de orar siempre que puedas. En todo tiempo bendice al Señor y
pídele que dirija El los caminos de tu vida. Por esto el Apóstol exhortaba a los
primeros discípulos a que nunca dejaran la oración... Orad sin descanso, les
decía...
Perseverad en la oración y velad en ella. Quiero que los hombres recen
en todo lugar. En esta escuela aprendió San Nilo, cuando repetía: Puede darnos
el Señor la perseverancia y la salvación eterna, mas no la dará sino a los que
se la piden con perseverante oración. Hay pecadores que con la ayuda de la
gracia de Dios se convierten, mas dejan de pedir la perseverancia y lo pierden
todo.
El santo
cardenal Belarmino nos dice que no basta pedir la gracia de la perseverancia una
o algunas veces, hay, que pedirla siempre, todos los días, hasta la hora de la
muerte, si queremos alcanzarla. Diariamente. Quien un día la pide, la tendrá ese
día, mas si al siguiente día la deja de pedir, ese día tristemente caerá. Esto
parece quiso darnos a entender el Señor en la parábola de aquel amigo que no
quiso dar los panes que le pedían, sino después de muchas importunas exigencias.
Comentando ese pasaje argumenta San Agustín que si aquel amigo dio los panes que
le pedía contra su voluntad y sólo por deshacerse de sus impertinencias ¿qué
hará el Señor, quien no tan sólo nos exhorta a que le pidamos, sino que lleva
muy a mal cuando no le pedimos? Tengamos en cuenta que Dios es bondad infinita y
que tiene grandes deseos de que le pidamos sus divinos dones.
De donde podemos
concluir que gustosamente nos concederá cuantas gracias demandemos. Lo mismo
escribe Comelio Alápide, del cual es esta sentencia: Quiere Dios que
perseveremos en la oración hasta la importunidad. Acá en el mundo los hombres no
pueden soportar a los importunos, mas Dios no sólo los soporta, sino que desea
que con esa terca importunidad le pidan sus gracias y sobre todo el don de la
perseverancia. Así San Gregorio lo afirmó, cuando escribía: El Señor quiere ser
repetidamente llamado, quiere ser obligado, quiere ser vencido por nuestras
amorosas importunidades. Buena es esta violencia, ya que con ella, lejos de
ofenderse nuestro Dios se calma y aplaca.
Pues, para
alcanzar la santa perseverancia forzoso será que nos encomendemos a Dios
siempre, mañana y tarde, en la meditación, en la misa, en la comunión y muy
especialmente en la hora de la tentación. Entonces debemos acudir al Señor y no
cansarnos de repetir: Ayúdame, Señor, sostenme con tus manos benditas... no me
dejes ... ten piedad de mí. ¿Hay por ventura cosa más sencilla que decir a Dios:
Ayúdame ... asísteme ... ?
Dijo el Salmista: haré dentro de mí oración a Dios,
autor de mi vida. Comentando este lugar la glosa añade: Alguno por ventura podrá
decir que no puede ayunar, ni dar limosna, pero si se le dice: reza... a esto no
podrá alegar que no puede. Y es que no hay cosa más sencilla que la oración. Sin
embargo, por eso mismo no debernos dejar apagarse en nuestros labios la oración.
A todas horas hemos de hacer fuerza sobre el corazón de Dios para que nos
socorra siempre; que esta fervorosa violencia es muy grata a su corazón, como
nos lo asegura Tertuliano. Y San Jerónimo llega a decir que cuanto más
perseveramos e importunamos a Dios en la oración, más gratas le son nuestras
plegarias.
Bienaventurado
el hombre que me escucha que vela continuamente a las puertas de mi casa y está
de centinela en los umbrales de ella. Esto dice el Señor, y con ello nos enseña
que es feliz el hombre que con la oración en los labios oye la voz de Dios y
vela día y noche a las puertas de su misericordia.
Y el profeta
Isaías decía también: Bienaventurados cuantos esperan en Él. Sí, bienaventurados
aquellos que orando esperan del Señor su salvación. ¿Y no nos enseña lo mismo
Jesucristo en su santo Evangelio? Oigamos sus palabras: Pedid y se os dará ...
buscad y hallaréis ... llamad y, se os abrirá. Bien está que dijera: Pedid ...
pero, ¿a qué añadir aquello de ... buscad ... llamad? Mas no son ciertamente
superfluas estas palabras.
Con ellas ha querido enseñamos nuestro divino
Redentor que hemos de imitar a los pobres, cuando mendigan limosna, los cuales
si por ventura nada reciben, y además son despectivamente rechazados, no por eso
se van, sino que siguen a la puerta de la casa repitiendo la misma conmovedora
súplica. Si sucede que el amo de la casa no aparece por ninguna parte, dan
vueltas en derredor en su busca, y allí se están, aunque los tengan por
importunos y fastidiosos.
Asimismo quiere el Señor que obremos nosotros con El:
quiere que pidamos y tornemos a pedir y que no nos cansemos nunca de decirle que
nos ayude, que nos socorra, que no permita jamás que perdamos su santa gracia.
Dice el
doctísimo Lessio que no puede excusarse de pecado mortal aquel que no reza
cuando está en pecado o en peligro de muerte, y peca también gravemente quien
pasa sin rezar bastante tiempo, esto es: uno o dos meses. Así opina él. Mas esto
ha de entenderse, si no estamos combatidos de tentaciones, que si nos asalta una
tentación grave, sin duda ninguna que peca gravemente quien en ese trance no
acude a Dios con la oración, para pedirle la fuerza de resistir a ella, pues de
sobra sabe que, si así no lo hace, está en peligro próximo de caer en grave
culpa.
SE DICE
POR QUÉ EL SEÑOR NO NOS DA HASTA EL FIN LA GRACIA DE LA
PERSEVERANCIA
Y ahora dirá
alguno. Pues si el Señor puede y quiere damos la santa perseverancia, ¿por qué
no nos la da de una vez, cuando se la pedimos? A esta pregunta responden los
santos Padres alegando muchas y sapientísimas razones.
Y es la
primera, que Dios quiere por este camino probar la confianza que tenemos en Él.
La segunda nos
la da San Agustín cuando escribe que es porque quiere el Señor que suspiremos
por ella con grandes deseos. Y añade, no quiere darte el Señor la perseverancia,
apenas se la pides, para que aprendas que las cosas muy excelentes hay que
desearlas con muy grandes ansias: pues vemos acá que lo que por mucho tiempo
codiciamos, lo saboreamos más deliciosamente cuando lo poseemos, y las cosas que
pedimos y al punto recibimos fácilmente las estimamos poco y hasta tenemos por
viles.
Otra razón
podemos dar y es que Dios quiere de este modo que nos acordemos más de Él. Si,
en efecto, estuviéramos ya seguros de la perseverancia y de nuestra salvación
eterna y no sintiéramos a cada paso necesidad de la ayuda de Dios, fácilmente
nos olvidaríamos de Él.
Los pobres, porque padecen pobreza, por eso acuden a
casa de los potentados, que tienen riquezas. Por esto mismo dice el Crisóstomo
que no quiere el Señor darnos la gracia completa de la salvación hasta la hora
de nuestra muerte, para vernos muy a menudo a sus pies y tener El la
satisfacción de llenamos a todas horas de beneficios.
Y aún podemos
dar otra cuarta y última razón, y es que con la oración diaria y continua nos
unimos con Dios con lazos más estrechos de caridad. Lo afirma el mismo San Juan
Crisóstomo con estas palabras:
No es la oración pequeño vínculo de amor divino,
sino que así el alma se acostumbra a tener sabrosos coloquios con Dios, y este
acudir a El y este confiar que nuestras oraciones nos van a obtener las gracias
que deseamos, es llama y cadena de santo amor, que nos abrasa y nos une más
íntimamente con Dios.
¿Qué hasta
cuándo hemos de orar? Responde el mismo Santo: Hemos de orar siempre, hasta que
oigamos la sentencia de nuestra salvación eterna, es decir, hasta la muerte.
Este es el consejo que el Santo nos da: No cejes hasta que no recibas tu
galardón. Y añade:
El que dijere que no suspenderá su oración hasta que sea
salvo, ése se salvará, Ya escribía antes el Apóstol que muchos son los que toman
parte en los campeonatos pero que uno solamente gana el premio. ¿No sabéis,
exclamaba, que los que corren en el estadio, si bien todos corren, uno solo se
lleva el premio? Corred, pues, de tal modo que lo ganéis.
Por aquí
podemos ver que no basta orar: hay que orar siempre hasta que recibamos la
corona que Dios ha prometido a aquellos que no cesan en la oración.
Si, por tanto,
queremos ser salvos, si ganamos el ejemplo del profeta David, el cual tenía
siempre los ojos vueltos al Señor para pedirle su ayuda y no caer en poder de
los enemigos del alma. Mis ojos, cantaba, miran siempre al Señor: porque El es
quien arrancará mis pies del lazo que me han tendido mis enemigos.
Escribe el
apóstol San Pedro que nuestro adversario, el demonio, anda dando vueltas, como
león rugiente, a nuestro alrededor, en busca de presa para devorar. De aquí
hemos de concluir que, así como el demonio a todas horas nos anda poniendo
trabas para devorarnos, así nosotros hemos de estar continuamente con las armas
de la oración dispuestas para defendernos de tan fiero enemigo. Entonces
podremos decir con el rey David: Perseguiré a mis enemigos.. y no volveré atrás
hasta que queden totalmente deshechos.
Mas ¿cómo
reportaremos esta victoria tan decisiva y tan difícil para nosotros? Nos
responde San Agustín: Con oraciones, pero con oraciones continuas. ¿Hasta
cuándo? Ahí está San Buenaventura que nos dice. La lucha no cesa nunca ... nunca
tampoco debemos dejar de pedir misericordia. Los combates son de todos los días,
de todos los días debe ser la oración para pedir al Señor la gracia de no ser
vencidos.
Oigamos aquella temerosa ‘amenaza' del Sabio: ¡Ay de aquel que
perdiere el ánimo y la resistencia! Y san Pablo nos avisa que seamos constantes
en orar confiadamente hasta la muerte con estas palabras: Nos salvaremos. a
condición de que hasta el fin mantengamos firme la animosa confianza en Dios y
la esperanza de la gloria.
Animados, pues,
por la misericordia de Dios y sostenidos por sus promesas repitamos con el
Apóstol: ¿Quién, pues, nos separará de la caridad de Cristo? ¿La tribulación?
¿La angustia? ¿El peligro? ¿La persecución? ¿La espada? Quiso decirnos: ¿Quién
podrá apartarnos del amor de Dios?
¿Acaso la tribulación? ¿Por ventura el
peligro de perder los bienes de este mundo? ¿Las persecuciones de los demonios y
de los hombres? ¿Quizás los tormentos de los tiranos? En todas esas cosas
salimos vencedores por amor de Aquel que nos amó. Así decía Él.
Ni tribulación
alguna, ni peligro alguno, ni persecución, ni tormento de ninguna clase nos
podrán separar de la caridad de Cristo, que todo lo hemos de vencer luchando por
amor de aquel Señor que dio la vida por nosotros.
En la vida del
P. Hipólito Durazzo leemos que el día que renunció a la dignidad de prelado
romano para darse todo a Dios y abrazar la vida religiosa en la Compañía de
Jesús temblaba pensando en su propia debilidad, y así se dirigió al Señor: No me
dejéis, Señor, hoy sobre todo que enteramente me consagro a Vos ... ¡por piedad!
no me desamparéis. Oyó allá en su corazón la voz de Dios que respondía: Yo soy
el que debo decirte a ti que nunca me desampares. El siervo de Dios, confortado
con estas palabras, le contestó: Pues entonces, Dios mío, que Vos no me dejéis a
mí, que yo no os dejaré a Vos.
Digamos, pues,
para concluir, que, si queremos que Dios no nos abandone, hemos de pedirle a
todas horas la gracia que no nos desampare: que si así lo hacemos, ciertamente
que nos socorrerá siempre y no permitirá que nos separemos de El y perdamos su
santo amor.
Para lograr esto no hemos de pedir solamente la gracia de la
perseverancia y las gracias necesarias para obtenerlas, sino que hemos de pedir
de antemano también la gracia de perseverar en la oración. Este es precisamente
aquel privilegiado don que Dios prometió a sus escogidos por labios del profeta
Zacarías: Derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén el
espíritu de gracia y de oración. ¡Oh!, ésta sí que es gracia grande, el espíritu
de oración, es decir, la gracia de orar siempre... esto sí que es puro don de
Dios.
No dejemos
nunca de pedir al Señor esta gracia y este espíritu de continua oración, porque,
si siempre rezamos, seguramente que alcanzaremos de Dios el don de la
perseverancia y todos los demás dones que deseemos, porque infaliblemente se ha
de cumplir la promesa que El hizo de oír y salvar a todos los que oran. Con esta
esperanza de orar siempre ya podemos creernos salvos. Así lo aseguraba San Beda,
cuando escribía: Esta esperanza nos abrirá ciertamente las puertas de la santa
ciudad del Paraíso.
* *
*
Habiendo observado la
absoluta necesidad de rezar que imponen las Divinas Escrituras, de las cuales
están llenos tanto el Viejo como el Nuevo Testamento, he procurado introducir en
las Misiones de nuestra Congregación, tal como se practica desde hace muchos
años, que se haga siempre la Predicación de la Oración, y digo, y repito, y
repetiré siempre mientras tenga vida, que toda nuestra salvación está en la
oración; y que es por eso que todos los escritores en sus libros, todos los
oradores sagrados en sus prédicas y todos los confesores al administrar el
Sacramento de la Penitencia, no deberían inculcar otra cosa más que ésta, la de
siempre rezar, de siempre hacer admonición, exclamar y repetir continuamente:
REZAD, REZAD Y NO DEJÉIS JAMÁS DE REZAR; PORQUE SI REZARAIS, SERÁ CIERTA VUESTRA
SALVACIÓN; PERO SI DEJARAIS DE REZAR, SERÁ CIERTA VUESTRA CONDENACIÓN.
que
quien reza obtiene la gracia y se salva; pero son pocos aquellos que lo
practican, y es por esto que son tan pocos los que se salvan.
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Blog católico, en busca del Bien, la Espiritualidad, centrado únicamente en analizar temas relacionados, con la Paz, El Amor, La Justicia, en toda la faz de la Tierra. Buscando el fin Último y Primero de las cosas y de las realidades tanto materiales como Espirituales, basadas en una fe Católica, por medio de las Escrituras, y la Verdad revelada a través de los tiempos a diferentes personas en diferentes lugares.
domingo, 22 de abril de 2012
TAMBIÉN LOS PECADORES DEBEN ORAR.....LA ORACIÓN ES NECESARIA PARA VENCER LAS TENTACIONES Y GUARDAR LOS MANDAMIENTOS
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