La
perfecta conformidad con la voluntad divina es uno de los principales medios de
santificación. Escribe Santa Teresa: “Toda la pretensión de quien comienza
oración
(y no se olvide esto, que importa mucho) ha de ser trabajar y
determinarse y disponerse, con cuantas diligencias pueda, a hacer su voluntad
conforme con la de Dios..., y en esto consiste toda la mayor perfección que se
puede alcanzar en el camino espiritual.
Quien más perfectamente tuviera esto,
más recibirá del Señor y más adelante está en este camino. No penséis que hay
aquí más algarabías ni cosas no sabidas y entendidas; que en esto consiste todo
nuestro bien”.
Dada
la singular importancia de este medio, vamos a estudiar cuidadosamente su naturaleza,
su fundamento, su excelencia y necesidad, el modo de
practicarla y, finalmente, sus grandes frutos y ventajas.
1.
Naturaleza. – Consiste la conformidad con la voluntad de Dios en una
amorosa, entera y entrañable sumisión y concordia de nuestra voluntad con la de
Dios en todo cuanto disponga o permita de nosotros. Cuando es perfecta, se
la conoce más bien con el nombre de santo abandono en la voluntad de
Dios. En sus manifestaciones imperfectas se la suele aplicar el nombre de
simple resignación cristiana.
Para
entender rectamente esta doctrina hay que tener en cuenta algunos prenotandos.
Helos aquí:
1.º La santidad es el resultado conjunto de la acción de Dios y de la
libre cooperación del hombre. “Ahora bien: si Dios trabaja con nosotros en
nuestra santificación, justo es que Él lleve la dirección de la obra;
nada se deberá hacer que no sea conforme a sus planes, bajo sus órdenes y a impulsos
de su gracia. Es el primer principio y último fin; nosotros hemos nacido para
obedecer a sus determinaciones”
(Lehodey, El santo abandono, p. 1, c.
1).
2.º
La voluntad de Dios, simplísima en sí misma, tiene diversos actos con relación
a las criaturas. Los teólogos suelen establecer la siguiente división:
a)
Voluntad absoluta, cuando Dios quiere alguna cosa sin ninguna condición,
como la creación del mundo; y condicionada, cuando lo quiere con alguna
condición, como la salvación de un pecador si hace penitencia o se arrepiente.
b)
Voluntad antecedente es la que Dios tiene en torno a una cosa en sí
misma o absolutamente considerada (v. gr., la salvación de todos los hombres en
general), y voluntad consiguiente es la que tiene en torno a una cosa
revestida ya de todas sus circunstancias particulares y concretas (v. gr., la
condenación de un pecador que muere impenitente).
c)
Voluntad de signo y voluntad de beneplácito. Ésta es la que más
nos interesa aquí. He aquí cómo las expone el P. Garrigou-Lagrange:
“Se
entiende por voluntad divina significada
(o voluntad de signo)
ciertos signos de la voluntad de Dios, como los preceptos, las prohibiciones,
el espíritu de los consejos evangélicos, los sucesos queridos o permitidos por
Dios. La voluntad divina significada de ese modo, mayormente la que se
manifiesta en los preceptos, pertenece al dominio de la obediencia. A
ella nos referimos, según Santo Tomás (1, 19, 11), al decir en el Padrenuestro:
Fiat voluntas tua.
La
voluntad divina de beneplácito es el acto interno de la voluntad de Dios
aún no manifestado ni dado a conocer. De ella depende el porvenir todavía
incierto para nosotros: sucesos futuros, alegrías y pruebas de breve o larga
duración, hora y circunstancias de nuestra muerte, etc. Como observa San Francisco
de Sales (Amor de Dios l.8 c.3; l.9 c.6), y con él Bossuet (États
d’oraison 1, 8, 9), si la voluntad significada constituye el dominio de la
obediencia, la voluntad de beneplácito pertenece al del abandono en las
manos de Dios. Como largamente diremos más tarde, ajustando cada día más
nuestra voluntad a la de Dios significada, debemos en lo restante abandonarnos
confiadamente en el divino beneplácito, ciertos de que nada quiere ni permite
que no sea para el bien espiritual y eterno de los que aman al Señor y
perseveran en su amor”.
Estas
últimas palabras del P. Garrigou expresan la naturaleza íntima de la perfecta
conformidad con la voluntad de Dios. Se trata efectivamente del cumplimiento
íntegro, amoroso y entrañable de la voluntad significada de Dios a
través de sus operaciones, permisiones, preceptos, prohibiciones y consejos
–que son, según Santo Tomás, los cinco signos de esa voluntad divina– y de la
rendida aceptación y perfecta concordia con todo lo que se digne disponer por
su voluntad de beneplácito.
2.
Fundamento. – Como dice muy bien Lehodey, la conformidad perfecta, o santo
abandono, tiene por fundamento la caridad. “No se trata aquí ya de la
conformidad con la voluntad divina, como lo es la simple resignación, sino de
la entrega amorosa, confiada y filial, de la pérdida completa de
nuestra voluntad en la de Dios, pues propio es del amor unir así estrechamente
las voluntades. Este grado de conformidad es también un ejercicio muy elevado
del puro amor, y no puede hallarse de ordinario sino en las almas avanzadas,
que viven principalmente de ese puro amor”.
Ahora
bien:
¿cuáles son los principios teológicos en que puede apoyarse esta
omnímoda sumisión y conformidad con la voluntad de Dios?
El
P. Garrigou-Lagrange señala los siguientes:
1.º
Nada sucede que desde toda la eternidad no lo haya Dios previsto y querido o
por lo menos permitido.
2.º
Dios no puede querer ni permitir cosa alguna que no esté conforme con el fin
que se propuso al crear, es decir, con la manifestación de su bondad y de sus
infinitas perfecciones y con la gloria del Verbo encarnado, Jesucristo, su Hijo
unigénito (1 Cor. 3, 23).
3.º
Sabemos que todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios,
de aquellos que, según sus designios, han sido llamados” (Rom. 8, 28) y
perseveran en su amor.
4.º
Sin embargo, el abandono en la voluntad de Dios a nadie exime de esforzarse en
cumplir la voluntad de Dios significada en los mandamientos, consejos y
sucesos, abandonándonos en todo lo demás a la voluntad divina de beneplácito
por misteriosa que nos parezca, evitando toda inquietud y agitación.
3.
Excelencia y necesidad. – Por lo que llevamos dicho, aparece clara la
gran excelencia y necesidad de la práctica cada vez más perfecta del santo
abandono en la voluntad de Dios.
“Lo
que constituye la excelencia del santo abandono es la incomparable
eficacia que posee para remover todos los obstáculos que impiden la acción de
la gracia, para hacer practicar con perfección las más excelsas virtudes y para
establecer el reinado absoluto de Dios sobre nuestra voluntad”.
El
P. Piny escribió –como es sabido– una hermosa obrita para poner de manifiesto
la excelencia de la vida de abandono en la voluntad de Dios. En ella prueba el
insigne dominico que ésta es la vía que más glorifica a Dios, la que santifica
más al alma, la menos sujeta a ilusiones, la que proporciona al alma mayor paz,
la que mejor hace practicar las virtudes teologales y morales, la más a
propósito para adquirir el espíritu de oración, la más parecida al martirio e
inmolación de sí mismo y la que más asegura en la hora de la muerte.
La
necesidad de entrar por esta vía puede demostrarse por un triple
capítulo.
1.º
El derecho divino. –
a) Somos siervos
de Dios, en cuanto criaturas suyas. Dios nos creó, nos conserva
continuamente en el ser, nos redimió, nos ha ordenado a Él como a nuestro
último fin. No nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Dios (1 Cor. 6, 19).
b)
Somos hijos y amigos de Dios: el hijo debe estar sometido a su padre por
amor, y la amistad produce la concordia de voluntades: idem velle et rolle.
2.º
Nuestra utilidad, por la gran
eficacia santificadora de esta vía.
Ahora bien: la santidad es el mayor bien
que podemos alcanzar en este mundo y el único que tendrá una inmensa
repercusión eterna. Todos los demás bienes palidecen y se esfuman ante él.
3.º
El ejemplo de Cristo. –
Toda la
vida de Cristo sobre la tierra consistió en cumplir la voluntad de su Padre
celestial. “Al entrar en el mundo dije: He aquí que vengo para hacer, Dios mío,
tu voluntad” (cf. Hebr. 10, 5-7). Durante su vida manifiesta continuamente que
está pendiente de la voluntad de su Padre celestial:
“Me conviene estar en las
cosas de mi Padre” (Lc. 2, 49);
“Yo hago siempre lo que a Él le agrada” (Jn 8,
29); “Ésta es mi comida y mi bebida” (Jn. 4, 34); “Éste es el mandato que he
recibido de mi Padre” (Jn. 10, 18); “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc.
22, 42).
A
imitación de Cristo, ésta fue toda la vida de María: “he aquí la sierva del
Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38), y la de todos los santos:
“mira y obra conforme al ejemplar” (Ex. 25, 40).
4.
Modo de practicarla. – En sus líneas fundamentales, ya lo hemos indicado
más arriba. Hay que conformarse, ante todo, con la voluntad de Dios
significada, aceptando con rendida sumisión y esforzándose en practicar con
entrañas de amor todo lo que Dios ha manifestado que quiere de nosotros a
través de los preceptos de Dios y de la Iglesia, de los consejos evangélicos,
de los votos y de las reglas, si somos religiosos; de las inspiraciones de la
gracia en cada momento.
Y hemos de abandonarnos enteramente, con filial
confianza, a los ocultos designios de su voluntad de beneplácito, que,
de momento, nos son completamente desconocidos; nuestro porvenir, nuestra
salud, nuestra paz o inquietudes, nuestros consuelos o arideces, nuestra vida
corta o larga. Todo está en manos de la Providencia amorosa de nuestro buen
Dios, que es, a la vez, nuestro Padre amantísimo: que haga lo que quiera de
nosotros en el tiempo y en la eternidad.
Esto
es lo fundamental en sus líneas generales. Pero para mayor abundamiento, vamos
a concretar un poco más la manera de practicar esta santa conformidad y
abandono en las principales circunstancias que se pueden presentar en nuestra
vida.
A)
Con relación a la voluntad significada. – De cinco maneras, dice Santo
Tomás (1, 19, 12), se nos manifiesta o significa la voluntad de Dios:
1.ª
Haciendo algo directamente y por sí mismo: Operación.
2.ª
Indirectamente, o sea, no impidiendo que otros lo hagan: Permisión.
3.ª
Imponiendo su voluntad por un precepto propio o de otros: Precepto.
4.ª
Prohibiendo en igual forma lo contrario: Prohibición.
5.ª
Persuadiendo la realización u omisión de algo: Consejo.
El
Doctor Angélico advierte (ibid.) que la operación y el permiso se
refieren al presente; la operación al bien, y el permiso al mal. Los
otros tres modos se refieren al futuro en la siguiente forma: el precepto,
al bien futuro necesario; la prohibición, al mal futuro, que es
obligatorio evitar, y el consejo, a la sobreabundancia del bien futuro.
No cabe establecer una división más perfecta y acabada.
Examinemos
ahora brevemente los principales modos de conformarnos con cada una de esas
manifestaciones de la voluntad de Dios significada:
1.º
“Operación”. –
Dios siempre
quiere positivamente lo que hace por sí mismo, porque siempre se refiere al
bien y siempre está ordenado a su mayor gloria. A este capítulo pertenecen
todos los acontecimientos individuales, familiares y sociales, que han sido
dispuestos por Dios mismo y no dependen de la voluntad de los hombres. Unas
veces esos acontecimientos son dulces, y nos llenan de alegría; otras son
amargos, y pueden sumirnos en la mayor tristeza, si no vemos en ellos la mano
amorosísima de Dios que ha dispuesto aquello para su gloria y nuestro mayor
bien.
Una enfermedad providencial puede arrojar en brazos de Dios a un alma
extraviada. Todo lo que el Señor dispone es bueno y óptimo para
nosotros, aunque de momento pueda causarnos gran tristeza o dolor. Ante estos
acontecimientos prósperos o adversos, individuales o familiares, que nos vienen
directamente de la mano de Dios, sin intervención alguna de los hombres
(v. gr., accidentes imprevistos, enfermedades incurables, muerte de familiares
o amigos, etc.), sólo cabe una actitud cristiana: fiat voluntas tua
(hágase tu voluntad). Si el amor de Dios nos hace rebasar la simple resignación
–que es virtud muy imperfecta– y lanzamos, aunque sea a través de nuestras
lágrimas, una mirada al cielo llena de reconocimiento y gratitud
(Te Deum...
Magnificat...) por habernos visitado con el dolor, habremos llegado a la
perfección en la vía del abandono y de perfecta conformidad con la voluntad de
Dios.
2.º
“Permisión”.
– Dios nunca
quiere positivamente lo que permite, porque se refiere a un mal, y Dios no
puede querer el mal. Pero su infinita bondad y sabiduría sabe convertir en
mayor bien el mismo mal que permite, y por esto precisamente lo permite. El
mayor mal y el más grave desorden que se ha cometido jamás fue la crucifixión
de Jesucristo, y Dios supo ordenarla al mayor bien que ha recibido jamás la
humanidad pecadora: su propia redención.
¡Qué
mirada tan corta y qué funesta miopía la nuestra cuando en los males que Dios
permite que vengan sobre nosotros nos detenemos en las causas segundas o
inmediatas que los han producido y no levantamos los ojos al cielo para adorar
los designios de Dios, que las permite para nuestro mayor bien! Burlas,
persecuciones, calumnias, injusticias, atropellos, etc., etc., de que somos
víctimas son, ciertamente, pecados ajenos, que Dios no puede querer en sí
mismos, pero los permite para nuestro mayor bien. ¿Cuándo sabremos
remontarnos por encima de las causas segundas para ver en todo ello la
providencia amorosa de Dios, que nos pide no la venganza o el desquite, sino el
amor y la gratitud por ese beneficio que nos hace? En la injusticia de los
hombres hemos de ver la justicia de Dios, que castiga nuestros pecados, y hasta
su misericordia, que nos los hace expiar.
3.º
“Precepto”.
– Ante todo y sobre
todo es preciso conformarnos con la voluntad de Dios preceptuada: “porque antes
pasarán el cielo y la tierra que falte una jota o una tilde de la Ley hasta que
todo se cumpla” (Mt. 5, 18). Sería lamentable extravío y equivocación tratar de
agradar a Dios con prácticas de supererogación inventadas y escogidas por
nosotros, y descuidando los preceptos que Él mismo nos ha impuesto
directamente o por medio de sus representantes.
Mandamientos de Dios y de la
Iglesia, preceptos de los superiores, deberes del propio estado: he ahí lo primero
que tenemos que cumplir hasta el detalle si queremos conformarnos plenamente
con la voluntad de Dios manifestada. Tres son nuestras obligaciones ante esos
preceptos: a) conocerlos: “no seáis insensatos, sino entendidos de cuál es la
voluntad del Señor” (Ef. 5, 17); b) amarlos: “por eso yo amo tus mandamientos
más que el oro purísimo” (Sal. 118, 127), y c) cumplirlos: “porque no todo el
que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace
la voluntad de mi Padre, que está en los cielos” (Mt. 7, 21).
4.º
“Prohibición”.
– El primer paso y
el más elemental e indispensable para conformar nuestra voluntad con la de Dios
ha de ser evitar cuidadosamente el pecado que le ofende, por pequeño que sea o
parezca ser. “Pecado muy de advertencia, por chico que sea, Dios nos libre de
él. ¡Cuánto más que no hay poco, siendo contra una tan gran Majestad y viendo
que nos está mirando! Que esto me parece a mí es pecado sobrepensado y como
quien dice: Señor, aunque os pese, esto haré; ya veo que lo veis y sé que no lo
queréis y lo entiendo; mas quiero más seguir mi antojo y apetito que no vuestra
voluntad. Y que en cosa de esta suerte hay poco, a mí no me lo parece por leve
que sea la culpa,
sino mucho muy mucho”.
Nada se puede añadir a estas juiciosas
palabras
de Santa Teresa.
Pero
puede ocurrir que, a pesar de nuestros esfuerzos, incurramos en alguna falta y
acaso en un pecado grave. ¿Qué debemos hacer en estos casos? Hay que distinguir
en toda falta dos aspectos: la ofensa de Dios y la humillación nuestra. La
primera hay que rechazarla con toda el alma; nunca la deploraremos bastante,
por ser el único mal verdaderamente digno de lamentarse.
La segunda, en cambio,
hemos de aceptarla plenamente, gozándonos de recibir en el acto ese castigo que
empieza a expiar nuestra falta: “bien me ha estado ser humillado, para aprender
tus mandamientos” (Sal. 118, 71). Hay quien, al arrepentirse de sus pecados,
lamenta más la humillación que le han acarreado (v. gr., ante el confesor) que
la misma ofensa de Dios. ¿Cómo es posible que una contrición tan humana
produzca verdaderos frutos sobrenaturales?
5.
º “Consejo”.
– El alma que
quiera practicar en toda su perfección la tal conformidad con la voluntad de
Dios ha de estar pronta a practicar los consejos evangélicos –al menos en
cuanto a su espíritu, si no es persona consagrada a Dios por los votos
religiosos– y a secundar los movimientos interiores de la gracia que le
manifiesten lo que Dios quiere de ella en un momento determinado. (Para ver
esto en detalle consulte:
B)
Con relación a la voluntad de beneplácito.
– Los designios de Dios en su
voluntad de beneplácito nos son –decíamos– enteramente desconocidos. No sabemos
lo que Dios tiene dispuesto sobre nuestro porvenir o el de los seres queridos.
Pero sabemos ciertamente tres cosas: a) que la voluntad de Dios es la causa
suprema de todas las cosas; b) que esa voluntad divina es esencialmente buena y
benéfica, y c) que todas las cosas prósperas o adversas que puedan ocurrir
contribuyen al bien de los que aman a Dios y quieren agradarle en todo. ¿Qué
más podemos exigir para abandonarnos enteramente al beneplácito de nuestro buen
Dios con la misma confianza filial que un niño pequeño en brazos de su madre?
Es
la santa indiferencia, que recuerda San Ignacio en el “principio y
fundamento” de sus Ejercicios como disposición básica y fundamental de
toda la vida cristiana: “Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas
las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre
albedrío y no le está prohibido; de tal manera que no queramos de nuestra parte
más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga
que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo
lo que más nos conduce para el fin que somos criados”.
Pero
es preciso entender rectamente esta indiferencia para no dar en los lamentables
extravíos del quietismo y sus derivados. Examinemos cuidadosamente su fundamento,
su naturaleza y su extensión.
a)
Fundamento. – La santa
indiferencia se apoya en aquellos tres principios teológicos que acabamos de
recordar, que son su fundamento inconmovible. Es evidente que si la voluntad
divina es la causa suprema de todo cuanto ocurre, y ella es infinitamente
buena, santa, sabia, poderosa y amable, la conclusión se impone: cuanto más se
conforme y coincida mi voluntad con la de Dios, tanto más buena, santa, sabia,
poderosa y amable será. Nada malo puede ocurrirme con ello, pues los mismos
males que Dios permita que vengan sobre mí contribuirán a mi mayor bien si sé
aprovecharme de ellos en la forma prevista y querida por Dios.
b)
Naturaleza. – Para precisar la
naturaleza y verdadero alcance de la santa indiferencia hay que tener en cuenta
tres principios fundamentales:
1.º
Su finalidad es que el hombre se entregue totalmente a Dios saliendo de
sí mismo. No se trata de un encogimiento de hombros estoico e irracional ante
lo que pueda ocurrirnos, sino del medio más eficaz para que nuestra voluntad se
adhiera fuertemente a la de Dios.
2.º
Esta indiferencia se entiende solamente según la parte superior del alma.
Porque, sin duda alguna, la parte inferior o inclinación natural –voluntas
ut natura, como dicen los teólogos– no puede menos de sentir y acusar los
golpes del infortunio o la desgracia. Sería tan imposible pedirle a la
sensibilidad que no sienta nada ante el dolor como decirle a una persona que
acaba de encontrarse con un león amenazador: no tengas miedo. No es
posible dejarlo de tener (San Francisco de Sales).
De donde no hay que turbarse
cuando se siente la repugnancia de la naturaleza, con tal de que la
voluntad quiera aceptar aquel dolor como venido de la mano de Dios, a pesar de
todas las protestas de la sensibilidad inferior. Éste es exactamente el ejemplo
que nos dio Nuestro Señor Jesucristo, quien por una parte deseaba ardientemente
su pasión –“quomodo coarctor!”... (Lc. 12, 50), “desiderio desideravi”... (Lc.
22, 15)– y por otra parte acusaba el dolor de la parte sensible: “Me muero de
tristeza”... (Mt. 26, 38): “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27,
46).
Y cuando San Juan de la Cruz lanzaba su heroica exclamación: “padecer,
Señor, y ser despreciado por vos”, o Santa Teresa su “o morir o padecer”, o
Santa Magdalena de Pazzi su “no morir, sino padecer”, es evidente que no lo
decían según la parte inferior de su sensibilidad –pues eran de carne y hueso,
como todos los demás–, sino únicamente según su voluntad superior, que querían
someter totalmente al beneplácito divino a despecho de todas las protestas de
la naturaleza sensible.
3.º
Esta indiferencia, finalmente, no es meramente pasiva, sino
verdaderamente activa, aunque determinada únicamente por la voluntad de
Dios. En los casos en que esta voluntad divina aparece ya manifestada (voluntad
de signo), la voluntad del hombre se lanza a cumplirla con generosidad
rápida y ardiente. Y en los que la divina voluntad no se ha manifestado todavía
(voluntad de beneplácito) está en estado de perfecta disponibilidad
para aceptarla y cumplirla apenas se manifieste.
Esta
indiferencia, pues, nada tiene que ver con la quietud ociosa e inactiva
que soñaron los quietistas, justamente condenada por la Iglesia.
c)
Extensión. –
“La indiferencia
–dice San Francisco de Sales– se ha de practicar en las cosas referentes a la
vida natural, como la salud, la enfermedad, la hermosura, la fealdad, la
flaqueza, la fuerza; en las cosas de la vida social, como los honores,
categorías y riquezas; en los diversos estados de la vida espiritual,
como las sequedades, consuelos, gustos y arideces; en las acciones, en los
sufrimientos y, en fin, en toda clase de acontecimientos o circunstancias”.
En
los capítulos siguientes describe maravillosamente el santo obispo de Ginebra
cómo haya de practicarse esta indiferencia y omnímodo abandono en las más
difíciles circunstancias: en las cosas del servicio de Dios, cuando Él
permite el fracaso después de haber hecho por nuestra parte todo cuanto
podíamos; en nuestro adelantamiento espiritual, cuando, a pesar de todos
nuestros esfuerzos, parece que no adelantamos nada; en la permisión de los
pecados ajenos, que hemos de odiar en sí mismos, pero adorando a la vez la
divina permisión, que no los permite jamás sino para sacar mayores bienes; en
nuestras propias faltas, que hemos de odiar y reprimir, pero aceptando a la
vez la humillación que nos reportan y doliéndonos de ellas con un
“arrepentimiento fuerte, sereno, constante y tranquilo, pero no inquieto,
turbulento ni desalentado”, etc., etc.
Es preciso leer despacio esas preciosas
páginas, llenas de delicadas sugerencias e ingeniosas comparaciones, que
constituyen como el código fundamental que han de tener en cuenta las almas en
su vida de abandono a la divina voluntad.
Una
última cuestión: ¿Hay que llegar en este omnímodo abandono a hacerse
indiferente a la propia salvación, como decían los quietistas y semiquietistas?
De ninguna manera. Este delirio y extravío está expresamente condenado por la
Iglesia. Dios quiere que todos los hombres se salven (1 Tim. 2, 4), y solamente
permite que se condenen los que voluntariamente se empeñan en ello conculcando
sus mandamientos y muriendo impenitentes.
Renunciar a nuestra propia salvación
con el pretexto de practicar con mayor perfección el abandono total en manos de
Dios sería oponernos a la voluntad misma de Dios, que quiere salvarnos, y al
apetito natural de nuestra propia felicidad, que nos viene del mismo Dios a
través de la naturaleza. Lo único que se debe hacer es desear nuestra propia
salvación, no sólo ni principalmente porque con ella alcanzaremos nuestra
felicidad, sino ante todo porque Dios lo quiere, y con ella le glorificaremos
con todas nuestras fuerzas. El motivo de la gloria de Dios ha de ser el
primero, y debe prevalecer por encima del de nuestra propia felicidad, pero sin
renunciar jamás a esta última, que entra plenamente –aunque en segundo lugar–
en el mismo querer y designio de Dios.
5.
Frutos y ventajas de la vida de abandono en Dios. – Son inestimables los
frutos y ventajas de la vida de perfecto abandono en la amorosa providencia de
Dios. Aparte de los ya señalados al hablar de su excelencia, merecen recordarse
los siguientes:
1.º
Nos hace llevar una vida de dulce intimidad con Dios, como el niño en brazos de
su madre.
2.º
El alma camina con sencillez y libertad; no desea más que lo que Dios quiera.
3.º
Nos hace constantes y de ánimo sereno a través de todas las situaciones: Dios
lo ha querido así.
4.º
Nos llena de paz y de alegría: nada puede sobrevenir capaz de alterarlas, pues
sólo queremos lo que Dios quiera.
5.º
Nos asegura una muerte santa y un gran valimiento delante de Dios: en el cielo,
Dios cumplirá la voluntad de los que hayan cumplido la de Él en la tierra.
Todo
el fundamento de la salud y perfección de nuestras almas consiste en el amor de
Dios. “Quien no ama está en la muerte. La caridad es el vínculo de la
perfección” (1 Jn. 3, 14; Col. 3, 14). Mas la perfección del amor es la unión
de nuestra propia voluntad con la voluntad divina, porque en esto se cifra
–como dice el Areopagita– el principal efecto del amor, en unir de tal modo la voluntad
de los amantes, que no tengan más que un solo corazón y un solo querer.
En
tanto, pues, agradan al Señor nuestras obras, penitencias, limosnas,
comuniones, en cuanto se conforman con su divina voluntad, pues de otra manera
no serían virtuosas, sino viciosísimas y dignas de castigo.Esto
mismo, muy especialmente, nos manifestó con su ejemplo nuestro Salvador cuando
del Cielo descendió a la tierra. Esto, como enseña el Apóstol (Hech. 10, 5-7),
dijo el Señor al entrar en el mundo: “Vos, Padre mío, habéis rechazado las
víctimas ofrecidas por el hombre, y queréis que os sacrifique con la muerte
este Cuerpo que me habéis dado. Cúmplase vuestra divina voluntad”. Y lo mismo
declaró muchas veces, diciendo (Jn. 6, 38) que no había venido sino para
cumplir la voluntad de su Padre.
Con
lo cual quiso patentizarnos el infinito amor que al Padre tiene, puesto que
vino a morir para obedecer el divino mandato (Jn. 14, 31). Dijo, además (Mt.
12, 50), que reconocería por suyos únicamente a los que cumplieran la voluntad
de Dios, y por esta causa el único fin y deseo de los Santos en todas sus obras
ha sido el cumplimiento de ella. El Beato Enrique Susón exclama: “Preferiría
ser el gusano más vil de la tierra, por voluntad de Dios, que ser por la mía un
serafín”.
Santa
Teresa dice que lo que ha de procurar el que se ejercita en oración es
conformar su voluntad con la divina, y que en eso consiste la más encumbrada
perfección, de tal suerte, que quien en ello sobresaliere recibirá de Dios más
altos dones y adelantará más en la vida interior.
Los
bienaventurados en la gloria aman a Dios perfectamente, porque su voluntad está
unida y conforme por completo con la voluntad divina. Así, Jesucristo nos
enseñó que pidiéramos la gracia de cumplir en la tierra la voluntad de Dios como
los Santos en el Cielo. Fiat voluntas tua, sicut in coelo, et in terra.
Quien
así lo hiciere, será hombre según el corazón de Dios, como llamaba el Señor a
David, porque éste se hallaba dispuesto siempre a cumplir lo que Dios quería, y
continuamente le suplicaba que le enseñase a ponerlo por obra (Sal. 142, 10).
¡Cuánto
vale un solo acto de perfecta resignación a lo que Dios dispone! Bastaría para
santificarnos... Va Pablo a perseguir a la Iglesia, y Cristo se le aparece y le
ilumina y convierte con su gracia. El Santo se ofrece a cumplir lo que Dios le
mande (Hch. 9, 6): “Señor, ¿qué quieres que haga?” Y Jesucristo le llama vaso
de elección (Hch. 9, 15) y Apóstol de las gentes.
El
que ayuna y da limosna y se mortifica por Dios, da una parte de sí mismo; pero
el que entrega a Dios su voluntad, le da todo cuanto tiene. Esto es lo que Dios
nos pide, el corazón, la voluntad (Pr. 23, 26).
Tal
ha de ser, en suma, el blanco de nuestros deseos, de nuestras devociones,
comuniones y demás obras piadosas, el cumplimiento de la voluntad divina. Éste
debe ser el norte y mira de nuestra oración: el impetrar la gracia de hacer lo
que Dios quiera de nosotros.
Para
esto hemos de pedir la intercesión de nuestros Santos protectores, y
especialmente de María Santísima, para que nos alcance luces y fuerzas, con el
fin de que se conforme nuestra voluntad con la de Dios en todas las cosas, y
sobre todo en las que repugnan a nuestro amor propio... Decía el Beato M. P.
Ávila: “Más vale un ‘bendito sea Dios’, dicho en la adversidad, que mil
acciones de gracias en los sucesos prósperos”.
Menester
es conformarnos con la voluntad divina, no sólo en las cosas que recibimos
directamente de Dios, como son las enfermedades, las desolaciones espirituales,
la pérdida de hacienda o de parientes, sino también en las que proceden sólo
mediatamente de Dios, que nos la envía por medio de los hombres, como la
deshonra, desprecios, injusticias y toda suerte de persecuciones. Y adviértase
que cuando se nos ofenda en nuestra honra y se nos dañe en nuestra hacienda, no
quiere Dios el pecado de quien nos ofende o daña, pero sí la humillación o
pobreza que de ello nos resulta.
Cierto
es, pues, que cuanto sucede, todo acaece por la divina voluntad. Yo soy el
Señor que formó la luz y las tinieblas, y hago la paz y creo la desdicha
(Is. 45, 7). Y en el Eclesiástico leemos: “Los bienes y los males, la
vida y la muerte vienen de Dios”. Todo, en suma, de Dios procede, así los
bienes como los males.
Llámanse
males ciertos accidentes, porque nosotros les damos ese nombre, y en males los
convertimos, pues si los aceptásemos como es debido, resignándonos en manos de
Dios, serían para nosotros, no males, sino bienes. Las joyas que más
resplandecen y avaloran la corona de los Santos son las tribulaciones aceptadas
por Dios, como venidas de su mano.
Cuando
supo el santo Job que los sabeos le habían robado los bienes, no dijo: “El
Señor me lo dio y los sabeos me lo quitaron”, sino el Señor me los dio y el
Señor me los quitó (Jb. 1, 21). Y diciéndolo, bendecía a Dios, porque sabía
que todo sucede por la divina voluntad (Jb. 1, 21).
Los
santos mártires Epicteto y Atón, atormentados con garfios de hierro y hachas
encendidas, exclamaban: Señor, hágase en nosotros tu santa voluntad, y
al morir, éstas fueron sus últimas palabras: “¡Bendito seas, oh Eterno Dios,
porque nos diste la gracia de que en nosotros se cumpliera tu voluntad
santísima!”.
Refiere
Cesario (lib. 10, c. 6) que cierto monje, aunque no tenía vida más austera que
los demás, hacía muchos milagros. Maravillado el abad, preguntóle qué
devociones practicaba. Respondió el monje que él, sin duda, era más imperfecto
que sus hermanos, pero que ponía especial cuidado en conformarse siempre y en
todas las cosas con la divina voluntad. “Y aquel daño –replicó el abad– que el
enemigo hizo en nuestras tierras, ¿no os causó pena alguna?” “¡Oh Padre! –dijo
el monje–, antes doy gracias a Dios, que todo lo hace o permite para nuestro
bien”, respuesta que descubrió al abad la gran santidad de aquel buen
religioso.
Lo
mismo debemos nosotros hacer cuando nos sucedan cosas adversas: recibámoslas
todas de la mano de Dios, no sólo con paciencia, sino con alegría, imitando a
los Apóstoles, que se complacían en ser maltratados por amor de Cristo. Salieron
gozosos de delante del Concilio, porque habían sido hallados dignos de sufrir
afrentas por el nombre de Jesús (Hch. 5, 41). Pues ¿qué mayor contento
puede haber que sufrir alguna cruz y saber que abrazándola complacemos a
Dios?...
Si
queremos vivir en continua paz, procuremos unirnos a la voluntad divina y decir
siempre en todo lo que nos acaezca: “Señor, si así te agrada, hágase así” (Mt.
11, 26). A este fin debemos encaminar todas nuestras meditaciones, comuniones,
oración y visitas al Señor Sacramentado, rogando continuamente a Dios que nos
conceda esa preciosa conformidad con su voluntad divina.
Y
ofrezcámonos siempre a Él, diciendo: Vedme aquí, Dios mío; haced de mí lo que
os agrade... Santa Teresa se ofrecía al Señor más de cincuenta veces
diariamente, a fin de que dispusiese de ella como quisiera.
El
que está unido a la divina voluntad disfruta, aun en este mundo, de admirable y
continua paz. “No se contristará el justo por cosa que le acontezca” (Pr. 12,
21), porque el alma se contenta y satisface al ver que sucede todo cuanto
desea; y el que sólo quiere lo que quiere Dios, tiene todo lo que puede desear,
puesto que nada acaece sino por efecto de la divina voluntad.
El
alma resignada, dice Salviano, si recibe humillaciones, quiere ser humillada;
si la combate la pobreza, complácese en ser pobre; en suma: quiere cuanto le
sucede, y por eso goza de vida venturosa. Padece las molestias del frío, del
calor, la lluvia o el viento, y con todo ello se conforma y regocija, porque
así lo quiere Dios. Si sufre pérdidas, persecuciones, enfermedades y la misma
muerte, quiere estar pobre, perseguido, enfermo; quiere morir, porque todo eso
es voluntad de Dios.
El
que así descansa en la divina voluntad y se complace en lo que el Señor
dispone, se halla como el que estuviera sobre las nubes del cielo y viera bajo
sus plantas furiosa tempestad sin recibir él perturbación ni daño. Ésta es
aquella paz que –como dice el Apóstol (Fil. 4, 7)– supera a todas las delicias
del mundo; paz continua, serena, permanente, inmutable. El necio se muda
como la luna, el sabio se mantiene en la sabiduría como el sol (Ecl. 27,
12). Porque el pecador es mudable como la luz de la luna, que hoy crece y otros
días mengua. Hoy le vemos reír; mañana, llorar; ora se muestra alegre y
tranquilo; ora afligido y furioso. Cambia y varía, en fin, como las cosas
prósperas o adversas que le suceden.
Pero
el justo, como el sol, se mantiene en su ser con igualdad y constancia. Ningún
acaecimiento le priva su dichosa tranquilidad, porque esa paz de que goza es
hija de su conformidad perfecta con la voluntad de Dios. Paz en la tierra a
los hombres de buena voluntad (Lc. 2, 14).
Santa
María Magdalena de Pazzi no bien oía nombrar voluntad de Dios, sentía
consolación tan profunda, que se quedaba sumida en éxtasis de amor... Con todo,
las facultades de nuestra parte inferior no dejarán de hacernos sentir algún
dolor en las cosas adversas; pero en la voluntad superior, si está unida a la
de Dios, reinará siempre profunda e inefable paz. Ninguno os quitará vuestro
gozo (Jn. 16, 22).
Indecible
locura es la de aquellos que se oponen a la voluntad de Dios. Lo que Dios
quiere se ha de cumplir seguramente. ¿Quién resiste a su voluntad? (Ro.
9, 19). De suerte que esos desventurados tienen por fuerza que llevar su cruz,
aunque sin paz ni provecho. ¿Quién le resistió y tuvo paz? (Jb. 9, 4).
¿Y
qué otra cosa desea Dios para nosotros sino nuestro bien? Quiere que seamos
santos para hacernos felices en esta vida y bienaventurados en la otra.
Penetrémonos de que las cruces que Dios nos envía cooperan a nuestro bien (Ro.
8, 28), y de que ni los mismos castigos temporales vienen para nuestra ruina,
sino a fin de que nos enmendemos y alcancemos la eterna felicidad (Jdt. 8, 27).
Dios
nos ama tanto, que no sólo desea nuestra salvación, sino que se muestra solícito
para procurárnosla (Salmo 39, 18). ¿Y qué nos ha de negar quien nos dio a su
mismo Hijo?... (Ro. 8, 32).
Abandonémonos,
pues, siempre en manos de Dios, que jamás deja de atender a nuestro bien (1 Pe.
5, 7). “piensa tú en Mí –decía el Señor a Santa Catalina de Siena–, que Yo
pensaré en ti”. Digamos siempre como la Esposa: Mi amado para mí, y yo para
Él (Cant. 2, 16). Mi amado trata de mi bien, y yo no he de pensar más que
en complacerle y unirme a su santa voluntad.
No
debemos pedir, decía el santo Abad Nilo, que haga Dios lo que deseamos, sino
que nosotros hagamos lo que Él quiera.
Quien
así proceda tendrá venturosa vida y santa muerte. El que muere resignado por
completo a la divina voluntad nos deja certeza moral de su salvación. Mas el
que no vive así unido a la voluntad de Dios, tampoco lo estará al morir, y no
se salvará.
Procuremos,
pues, familiarizarnos con ciertos pasajes de la Sagrada Escritura, que sirven
para conservarnos en esa unión incomparable: “Dime, Señor, lo que quieres que
haga, pues yo deseo hacerlo” (Hch. 9, 6). “He aquí a tu siervo: manda y serás
obedecido” (Lc. 1, 38). “Sálvame, Señor, y haz de mí lo que quieras. Tuyo soy,
y no mío” (Sal. 118, 94).
Y
cuando nos suceda alguna adversidad, digamos en seguida: “Hágase así, Dios mío,
porque así lo quieres” (Mateo 11, 26). Especialmente, no olvidemos la tercera
petición del Padrenuestro: “Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el
Cielo”. Digámosla a menudo, con gran afecto, y repitámosla muchas veces...
¡Dichosos nosotros si vivimos y morimos diciendo: Fiat voluntas tua!
No hay comentarios:
Publicar un comentario