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jueves, 12 de abril de 2012

el Señor al presentarse a sus discípulos llenos de miedo. Enseguida, vieron sus llagas y se llenaron de gozo y de admiración. Ese ha de ser también nuestro refugio. Allí encontraremos siempre la paz del alma y las fuerzas necesarias para seguirle todos los días de nuestra vida.



«Mientras ellos contaban estas cosas, Jesús se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Se quedaron turbados y asustados, pensando que veían un espíritu. Y les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y por qué dais cabida a esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. 

Y dicho esto, les mostró las manos y los pies. Como no acabasen de creer por la alegría y estando llenos de admiración, les dijo: ¿Tenéis aquí algo que comer? Entonces ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Y tomándolo comió delante de ellos. Y les dijo: Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos acerca de mí. 

Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se predique en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las gentes, comenzando desde Jerusalén. 
Vosotros sois testigos de estas cosas.» 
(Lucas 24, 36-48) 


 Jesús, debió ser muy difícil para tus discípulos creer en tu resurrección. Ya se lo habías dicho: «Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros.» Se lo habría recordado la Virgen durante estos días de espera. Aquella mañana lo habían repetido las mujeres, y luego Pedro y Juan. Y, ya de noche, habían vuelto los discípulos de Emaús contando su encuentro contigo. Ahora, por fin, te ven resucitado, pero aún has de comer delante de ellos para que acaben de creer, y abrirles el entendimiento para que comprendan las Escrituras. 

Finalmente, la razón humana de aquellas gentes se postra ante la evidencia: ¡has resucitado! Y entonces, les das el gran encargo: «Vosotros sois testigos de estas cosas.» «Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los apóstoles -y a Pedro en particular- en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía.» (CEC.- 642).

Jesús, yo no te he visto, ni he palpado tus manos ni tus pies. Los apóstoles necesitaron ver porque no tenían a nadie más de quien pudieran recibir la fe. A partir de ellos, los creyentes debemos ser Cristo resucitado para que otros, viéndonos, crean. 


 «Los católicos hemos de andar por la vida como apóstoles: con luz de Dios, con sal de Dios. Sin miedo, con naturalidad, pero con tal vida interior con tal unión con el Señor que alumbremos, que evitemos la corrupción y las sombras, que repartamos el fruto de la serenidad y la eficacia de la doctrina cristiana» (Forja.- 969). 

Jesús, ¡has resucitado! Vives realmente, y esto me lleva a cambiar mis objetivos y mis intereses. La vida de los apóstoles cambió radicalmente tras este encuentro de hoy. Eres Dios, y por tanto mi vida carece de sentido si no vivo para hacer tu voluntad. ¿Qué gano con ir a la mía si Tú me necesitas? Ahora yo también soy testigo de la resurrección. ¡Qué vacía y absurda es la vida de quien no se ha enterado de lo más importante! La gente lucha por sobrevivir sin saber por qué. Por eso se entiende que, dentro de un esquema así, el valor fundamental sea evitar el sacrificio, huir de la cruz. 

Jesús, hoy me pides que sea testigo de tu resurrección, viviendo «sin miedo, con naturalidad, pero con tal vida interior con tal unión con el Señor» que ilumine a los demás para que comprendan que «el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer» es decir: que la cruz es el camino de la resurrección; que el sacrificio es la base del amor verdadero; y que es necesario que «se predique en su nombre lo conversión para perdón de los pecados a todas los gentes.» 



Jesús se aparece a los Once, nos narra el Evangelio de la Misa. Los Apóstoles tendrán para siempre la seguridad de su fe en el Resucitado. La certeza de la Resurrección es la piedra angular sobre la que descansa la fe cristiana. La paz sea con vosotros, dijo el Señor al presentarse a sus discípulos llenos de miedo. Enseguida, vieron sus llagas y se llenaron de gozo y de admiración. Ese ha de ser también nuestro refugio. Allí encontraremos siempre la paz del alma y las fuerzas necesarias para seguirle todos los días de nuestra vida.

A Jesús le tenemos muy cerca en el Sagrario, el Señor se encuentra en la Sagrada Eucaristía con una presencia real y sustancial: su Cuerpo y su Sangre, juntamente con su Alma y Divinidad. Es el mismo que se apareció a sus discípulos. Es el mismo que nació, murió y resucitó en Palestina, el mismo que está a la diestra de Dios Padre. 


Jesús está allí, en el sagrario cercano. Allí el Maestro nos espera desde hace veinte siglos, y podremos estar con Él como María, la hermana de Lázaro -que escogió la mejor parte- (Lucas 10, 42), en su casa de Betania, “donde podemos contarle nuestras preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías con que le hablaban aquellos amigos suyos, Marta, María y Lázaro” 

Cuando nos encontremos delante del Sagrario bien podremos decir con toda verdad y realidad: Dios está aquí. Y ante este misterio de fe no cabe otra actitud que la de adoración: Te adoro con devoción, Deidad oculta; de respeto y asombro; y, a la vez, de confianza sin límites. 


 La Visita al Santísimo es un acto de piedad que lleva pocos minutos, y, sin embargo, ¡cuántas gracias, cuánta fortaleza y paz no da el Señor! Allí mejora nuestra presencia de Dios a lo largo del día, y sacamos fuerzas para llevar con garbo las contrariedades de la jornada: allí se enciende el afán de trabajar mejor, y nos llevamos una buena provisión de paz y alegría para la vida de familia... El Señor, que es buen pagador, agradece siempre el que hayamos ido a visitarle. “Es tan agradecido, que un alzar de ojos con acordarnos de Él no deja sin premio” (SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de perfección). 

San Juan Crisóstomo comenta estas breves palabras del Evangelio: “Y Jesús entró en el templo. Esto era lo propio de un buen hijo: pasar enseguida a la casa de su padre, para tributarle allí el honor debido. Como tú, que debes imitar a Jesucristo, cuando entres a una ciudad debes, lo primero, ir a la iglesia” (Catena Aurea). Le pedimos a la Virgen que nos enseñe a tratar a Jesús presente en el sagrario como Ella lo trató en Nazaret. 

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