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martes, 10 de abril de 2012

la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo


¡Jesucristo sigue entre nosotros! Nos llama con su acento inconfundible. Está muy cerca de cada uno. Que las circunstancias externas, el dolor, el fracaso, la decepción, las penas, el desconsuelo – no nos impidan ver a Jesús que nos llama. Que sepamos purificar todo aquello que pueda hacer turbia nuestra mirada. 

«María estaba fuera llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó hacia el sepulcro, y vio a dos ángeles de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos dijeron: Mujer ¿por qué lloras? Les respondió: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Dicho esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. 

Le dijo Jesús: Mujer ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré. Jesús le dijo: ¡María! Ella, volviéndose, exclamó en hebreo: ¡Rabboni!, que quiere decir Maestro. Jesús le dijo: Suéltame, que aún no he subido a mi Padre; pero vete a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. Fue María Magdalena y anunció a los discípulos: ¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.» 


(Juan 20, 11-18)


 Jesús sube al cielo, con tu Padre, con nuestro Padre Dios. Ha cumplido la misión que le había encomendado: la redención de la humanidad. Pero, al mismo tiempo, ha venido a dar sentido a la vida terrena de los hombres, compartiendo y santificando las alegrías y las penas, los trabajos y los cansancios propios de aquí abajo.

Jesús, sube al Padre pero no nos abandonas. Antes ha dejado los sacramentos, en especial la Eucaristía -que es Jesús mismo: «éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre», y envía al Espíritu Santo, el Paráclito consolador-, que pasa a ser el «Dios-con-nosotros» hasta el fin de los tiempos. «El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la «dispensación del Misterio»: el tiempo de la iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, «hasta que él venga» (1Colosenses 11, 26).

Durante este tiempo de la iglesia, Cristo vive y actúa en su iglesia y con ella ya de una manera nueva, la propia de este tiempo nuevo. Actúa por los sacramentos; esto es lo que la Tradición común de Oriente y Occidente llama «la Economía sacramental» (CEC.- 1076).


 «Cristo, perfecto hombre, no ha venido a destruir lo humano, sino a ennoblecerlo, asumiendo nuestra naturaleza humana, menos en el pecado: ha venido a compartir todos los afanes del hombre, menos la triste aventura del mal.

El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad «desde dentro», estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene -no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado- de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica.

El Cristo que nos anima a esta tarea en el mundo, nos espera en el Cielo. En otras palabras: la vida en la tierra, que amamos, no es lo definitivo. Cuidemos, sin embargo, de no interpretar la Palabra de Dios en los límites de estrechos horizontes. El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo Él puede colmar enteramente.

En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día». (Es Cristo que pasa.- 125-126).

El que le ha «visto», el que sabe que ha resucitado y que le espera en el cielo, vive más feliz en la tierra: todo tiene un sentido positivo para el que se siente hijo de Dios. Vivir así es ya un anticipo del Cielo, es una plenitud que no cabe en uno mismo y tiende necesariamente a la expansión, al apostolado.

Jesús ahora nos espera en el cielo y nos pide que digamos, con nuestra vida de cristianos, a los que nos rodean: «¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas.» Quiere que santifique el mundo desde dentro: viviendo con intensidad los afanes nobles de la tierra, pero sabiendo que no son lo definitivo, que sólo importan si me acercan más a Ti.



Cristo resucitado se aparece a María de Magdala, que había sido fiel en los momentos durísimos del Calvario. Le dijo Jesús: Mujer, ¿porqué lloras? ¿A quién buscas? Jesús le dijo: ¡María! La palabra tiene esa inflexión única que Jesús da a cada nombre –también al nuestro- y que lleva aparejada una vocación, una amistad muy singular. Jesús nos llama por nuestro nombre, y su entonación es inconfundible. ¡Jesucristo sigue entre nosotros! Nos llama con su acento inconfundible. Está muy cerca de cada uno. Que las circunstancias externas, el dolor, el fracaso, la decepción, las penas, el desconsuelo – no nos impidan ver a Jesús que nos llama. Que sepamos purificar todo aquello que pueda hacer turbia nuestra mirada.


Cristo Jesús, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se hizo hombre en el seno virginal de María, está en el Cielo con aquel mismo Cuerpo que asumió en la Encarnación, que murió en la Cruz y resucitó al tercer día. También nosotros, como María Magdalena, contemplaremos un día la Humanidad Santísima del Señor, y mientras tanto hemos de fomentar el deseo de verle. Además de estar en el Cielo, Cristo está realmente presente en la Sagrada Eucaristía. “La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la consumación de su presencia en el mundo” (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa).

Cristo vive, y está también presente con su virtud en los sacramentos: está en su Palabra, está presente cuando la Iglesia ora y se reúne en su nombre (CONCILIO VATICANO II, Sacrosanctum Concilium). Dios habita en nuestra alma en gracia, está más cerca de nosotros que cualquier persona que esté a nuestro lado. No dejemos de tratarle.


Si contemplamos a Cristo resucitado, si nos esforzamos en mirarlo con mirada limpia, comprenderemos hondamente que también ahora es posible seguirle de cerca, vivir junto a Él nuestra vida, que entonces se engrandece y adquiere un sentido nuevo. Con el tiempo, entre Jesús y nosotros se irá estableciendo una relación personal, -una fe amorosa- que puede ser hoy, al cabo de veinte siglos, tan auténtica y cierta como la de aquellos que le contemplaron resucitado y glorioso con las señales de la Pasión en su Cuerpo.

El ejemplo de María Magdalena, que persevera en la fidelidad al Señor en momentos difíciles, nos enseña que quien busca con sinceridad y constancia a Jesucristo acaba encontrándolo. Iniciemos nuestra búsqueda de la mano de la Virgen, nuestra Madre, a quien le decimos en la Salve: muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. 

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