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miércoles, 11 de abril de 2012

Jesús, cuando parece que nada tiene remedio, allí estás Tú


«Quédate con nosotros, 
Señor porque atardece»





PERDÓN SEÑOR
Si a veces no te reconozco es porque estoy esperando una manifestación espectacular y brillante; o tengo la mirada turbia; o el corazón enganchado y tardo para creer. Concédeme, Jesús, la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, para reconocerte en los acontecimientos de cada día. 

«El mismo día, dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús, que distaba de Jerusalén sesenta estadios. Y conversaban entre si de todo lo que había acontecido. Y sucedió que, mientras comentaban y discutían, Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos; pero sus ojos estaban incapacitados para reconocerle. 

Y les dijo: ¿Qué conversación lleváis entre los dos mientras vais caminando? Y se detuvieron entristecidos. Uno de ellos, de nombre Cleofás, le respondió: ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días? El les dijo: ¿Qué ha pasado? Y le contestaron: Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo: cómo los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron. 

Sin embargo nosotros esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el tercer día desde que han pasado estas cosas. Bien es verdad que algunas mujeres de las que están con nosotros nos han sobresaltado porque fueron al sepulcro de madrugada y, al no encontrar su cuerpo, vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles, los cuales les dijeron que está vivo. Después fueron algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como dijeron las mujeres, pero a él no le vieron. 

Entonces Jesús les dijo: ¡Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?»
 (Lucas 24, 13-26) 


 Jesús, estos dos discípulos vuelven derrotados, entristecidos. Esperaban la redención de Israel como liberación temporal del dominio de los romanos. No habían llegado a entender que eres el Hijo de Dios hecho hombre. Eras para ellos «un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y ante todo el pueblo,» un hombre sabio y poderoso, pero hombre al fin y al cabo. Por eso, una vez muerto, todo ha acabado. Y, finalizado el descanso obligado por el sábado, regresan a su pueblo, a las ocupaciones que tenían antes de que, atraídos por tus milagros y tus palabras, decidieran dejarlo todo para seguirte. 


Están tan hundidos que no creen las primeras noticias de la resurrección que trajeron las mujeres, y luego Pedro y Juan, que fueron los siguientes en ir al sepulcro. Juan creyó al ver el sepulcro vacío: «vio y creyó». Sin embargo, los discípulos de Emaús comentan incrédulos: «pero a él no le vieron». Ni siquiera a Pedro hacen caso, y se vuelven. Todo ha acabado. 


 «Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos. Jesús, en el camino. ¡Señor qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria". (Amigos de Dios, 313.) 

Jesús, cuando parece que nada tiene remedio, allí estás Tú. Y si me olvido de Ti y me alejo de tu Iglesia -de Pedro y los demás apóstoles-, te haces el encontradizo, apareces de las formas más comunes y diversas: un amigo, un libro, un hecho que me hace pensar, una pequeña conversión sin motivo aparente... 

«Jamás daremos gracias suficientemente por este don, en virtud del cual Cristo se ha convertido en «nuestro compañero de camino» (...). En medio de las sombras que a veces parecen condensarse sobre la humanidad, sobre la convivencia social, sobre la civilización misma del hombre, también nosotros pedimos, impelidos por el impulso del Espíritu: «Quédate con nosotros, Señor porque atardece» (Lucas 24, 29) (Juan Pablo II, Regina Coeli, 3-V-1981). 

Si a veces no te reconozco es porque estoy esperando una manifestación espectacular y brillante; o tengo la mirada turbia; o el corazón enganchado y tardo para creer. Concédeme, Jesús, la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, para reconocerte en los acontecimientos de cada día. 



Dos discípulos se dirigen a su aldea, Emaús, perdida la virtud de la esperanza porque Cristo, en quien habían puesto todo el sentido de su vida, ha muerto. El Señor, como si también Él fuese de camino, les da alcance y se une a ellos sin ser reconocido (Lucas 24, 13-35). Hablan de lo ocurrido en Jerusalén la tarde del viernes, la muerte de Jesús de Nazaret en quien habían depositado su confianza. Hablan de Jesús como de una realidad pasada: Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso... “Fijáos en este contraste. Ellos dicen: “¡Que fue!”... ¡Y lo tienen a su lado, está caminando con ellos, está en su compañía indagando la razón, las raíces íntimas de su tristeza! 


Jesús les interpreta aquellos acontecimientos a la luz de las Escrituras. Con paciencia, les devuelve la fe y la esperanza. Y aquellos dos recuperan también la alegría y el amor. Es posible que nosotros también nos encontremos alguna vez con desaliento. En esas ocasiones, si nos dejamos ayudar, Jesús no permitirá que nos alejemos de Él: ¡Abramos el alma con sinceridad en la dirección espiritual! ¡Dejémonos ayudar! 


 La esperanza es la virtud del caminante que, como nosotros, todavía no ha llegado a la meta, pero sabe que siempre tendrá los medios para ser fiel al Señor y perseverar en la propia vocación recibida, en el cumplimiento de los propios deberes. 

El Señor nos habla con frecuencia de fidelidad en el Evangelio. Entre los obstáculos que se oponen a la perseverancia fiel está, en primer lugar, la soberbia, que oscurece el fundamento mismo de la fidelidad y debilita la voluntad para luchar contra las dificultades y tentaciones. La fidelidad hasta el final de la vida exige la fidelidad en lo pequeño de cada jornada, y saber recomenzar de nuevo cuando por fragilidad hubo algún descamino.

El llamamiento de Cristo exige una respuesta firme y continuada y, a la vez, penetrar más profundamente en el sentido de la Cruz y en la grandeza y en las exigencias del propio camino. 


 Esta virtud de la fidelidad debe informar todas las manifestaciones de la vida del cristiano: relaciones con Dios, con la Iglesia, con el prójimo, en el trabajo, en sus deberes de estado y consigo mismo. De la fidelidad al Señor se deduce y a lo que se reduce, la fidelidad a todos sus compromisos verdaderos. Dios está dispuesto a darnos las gracias necesarias, como aquellos dos de Emaús, para salir adelante en todo momento, si hay sinceridad de vida y deseos de lucha. Y nosotros le decimos como ellos: ¡Quédate con nosotros, porque se hace de noche! 

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