Una de las pruebas más difíciles que se enfrentan en la vida es la constatación de que se es incapaz de perdonar a alguien que nos lastimó.
Jesús, nos dio un ejemplo de esa actitud cuando relató la parábola del hijo pródigo que malgastó su herencia. Cuando se le acabó todo el dinero y empezó a pasar necesidad en una tierra donde había sobrevenido un hambre extrema, decidió volver a su padre, pedir perdón y solicitar ser tratado como a uno de sus jornaleros.
El padre misericordioso, que nunca dejó de amar a su hijo, lo perdonó en el acto y le devolvió su lugar en la casa, como su hijo.
Pero el hermano mayor, que había permanecido fiel a su padre, se quejó. Estaba celoso de la fiesta que se había organizado en honor de su hermano pródigo. Le pareció completamente injusto que su padre honrara a ese hermano descarriado, mientras que a él nunca lo había recompensado por su lealtad y su trabajo.
En lugar de alegrarse por la conversión y el regreso de su hermano, el mayor se irritó y se entristeció, y se negó a entrar en el banquete.
El padre le explicó por qué debía alegrarse: porque el hijo que estaba perdido había vuelto. En ese momento, el hermano mayor tuvo que elegir. ¿Haría caso a la súplica de su padre y se uniría a su alegría, o se encerraría en sí mismo y en su tristeza autocompasiva? ¿Iba a aceptar reconciliarse con su hermano, aunque no fuera más que por amor a su padre, o se retiraría amargado y con el corazón endurecido?
Jesús, no nos contó cuál fue la reacción del hermano mayor.
Tal vez quería que reflexionáramos sobre cuál sería nuestra reacción, ya que es una opción que todos, tarde o temprano, vamos a tener que hacer. Sea porque tenemos a un alcohólico en la familia, o un ser querido se hace adicto a las drogas, o un cónyuge nos es infiel o un amigo nos traiciona, todos, en algún momento, nos enfrentaremos con la opción de perdonar a quien nos hirió, incluso si esa persona no nos pide perdón.
El único remedio veraz para curar ese tipo de sufrimiento es perdonar a quien nos hirió. Por eso es que Jesús nos regaló el “Padrenuestro”. Si nosotros no perdonamos a los demás, cada vez que rezamos el Padrenuestro, ¡estamos pidiendo a Dios que no nos perdone las ofensas que hacemos contra Él! Jesús también nos dio Su propio ejemplo en la Cruz cuando dijo: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.
¿Por qué es tan difícil perdonar y olvidar? Yo lo llamo “vivir en el recuerdo”.
Cuando nuestra Fe y nuestra Esperanza son débiles, podemos vivir inmersos en un recuerdo triste.
Durante años revivimos y reavivamos ese momento de dolor y enojo, hasta que se nos deforma el alma y se nos endurece el corazón.
En ese estado, empezamos a justificar todas nuestras debilidades por esa experiencia dolorosa que recordamos una y otra vez. A esa altura, es imposible ver las propias faltas con humildad y tratar de cambiar nuestra conducta indeseable para bien.
Al final, un día nos percatamos de que estamos atrapados en un ciclo sin fin de frustración, enojo y tristeza.
Esa es una situación peligrosa ya que, a menos que rompamos ese patrón, todo lo que nos suceda cada día será un recuerdo de ese incidente que nos lastimó tanto.
La tensión va a ir en aumento hasta que la vida entera se va a ver destruida por frustraciones que no existen. Es fácil imaginarse al hermano mayor cargado de amargura contra su hermano descarriado durante mucho tiempo.
Si eligiera rechazar la alegría de la reconciliación y el sacrificio, cosecharía solamente tristeza y tormentos.
Se estaría cargando sobre las espaldas ese rencor cada vez que viera a su hermano. Pero sería la opción que él mismo escogió la que le causaría tristeza.
¿Cuál es la solución? Sin duda, no es hacer de cuenta que no tenemos problemas ni sentimientos, ni que nunca hubo ofensa. No se pueden enterrar los sentimientos ni los recuerdos a costa de una gran fuerza de voluntad.
Eso no sirve.
No, la respuesta requiere de un enfoque completamente distinto. Debemos usar esos sentimientos que nos provocan dolor como una oportunidad para imitar al Padre, nuestro Dios Compasivo, Misericordioso y Amante, que hace salir el sol sobre justos e injustos.
Tenemos que empezar a ver lo sucedido como algo que Él permitió que pasara para nuestra santificación, para hacernos santos según nuestra reacción ante ese acontecimiento doloroso.
En lugar de tratar de hacer de cuenta que no nos sentimos heridos, tenemos que elevar nuestra memoria a un nivel superior, reemplazando el recuerdo doloroso por las palabras de Jesús o por algún incidente de Su vida.
La memoria, una de nuestras facultades mentales, es un regalo precioso que nos dio Dios. Pero debe ser usada correctamente. La memoria debe considerarse un depósito tremendo donde podemos guardar todo lo que nos relatan los Evangelios acerca de Jesús y Su vida, llenando el lugar con Oración, Escrituras y los Sacramentos.
Cada vez que recordamos una ofensa pasada, debemos reemplazar el recuerdo con palabras de Jesús, trayendo a la memoria los episodios en que Él perdonó, y cómo utilizó cada oportunidad para dar Honor y Gloria a Su Padre.
Entonces, cuando aparezca un recuerdo inquietante, podemos “cambiar de carril” hacia un pensamiento diferente: uno centrado en Jesús.
Esto va a lograr que nuestra memoria se eleve por sobre las cosas de este mundo, y empiece a vivir en la Palabra de Dios.
Dondequiera que nos encontremos, podemos y
debemos aspirar a la perfección.
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