Señor,....«Tú lo sabes todo, Señor, tú sabes que te amo a pesar de mis deficiencias; pero ayúdame a demostrártelo, ayúdame a descubrir las necesidades de mis hermanos, a darme de verdad a los otros, a aceptarlos tal como son, a valorarlos».
En aquel tiempo, Jesús
volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu,
y su fama se extendió por toda la
región.
Él iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos.
Vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura.
Vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura.
Le entregaron el
volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde
estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para
anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a
los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y
proclamar un año de gracia del Señor».
Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó.
Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó.
En la sinagoga todos
los ojos estaban fijos en Él.
Comenzó, pues, a decirles: «Esta Escritura, que
acabáis de oír, se ha cumplido hoy».
Y todos daban testimonio de Él y estaban
admirados
de las palabras llenas de gracia que salían de su boca.
(Lc 4,14-22)
Hoy recordamos que «quien ama Dios, ame también a su hermano»
(1Jn 4,21).¿Cómo podríamos amar a Dios a quien no vemos, sin no amamos a quien
vemos, imagen de Dios? Después que san Pedro renegara, Jesús le preguntó si le
amaba: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo» (Jn 21,17), respondió.
Como a san Pedro, también a nosotros nos pregunta Jesús: «¿Me amas?»;
y
queremos responderle ahora mismo:
«Tú lo sabes todo, Señor, tú sabes que te amo
a pesar de mis deficiencias; pero ayúdame a demostrártelo, ayúdame a descubrir
las necesidades
de mis hermanos, a darme de verdad a los otros, a aceptarlos
tal como son, a valorarlos».
La vocación del hombre es el amor, es vocación a darse, buscando la felicidad
del otro, y encontrar así la propia felicidad.
Como dice san Juan de la Cruz,
«al atardecer seremos juzgados en el amor». Vale la pena que nos preguntemos al
final de la jornada, cada día, en un breve examen de conciencia, cómo ha ido
este amor, y puntualizar algún aspecto a mejorar para el día siguiente.
«El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4,18), dirá Jesús, haciendo suyo este texto mesiánico. Es el Espíritu del Amor que así como hizo del Mesías el «ungido para llevar la buena nueva a los pobres» (cf. Lc 4,18), también “reposa” encima nuestro y nos conduce hacia el amor perfecto: como dice el Concilio Vaticano II, «todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad».
«El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4,18), dirá Jesús, haciendo suyo este texto mesiánico. Es el Espíritu del Amor que así como hizo del Mesías el «ungido para llevar la buena nueva a los pobres» (cf. Lc 4,18), también “reposa” encima nuestro y nos conduce hacia el amor perfecto: como dice el Concilio Vaticano II, «todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad».
El Espíritu Santo nos transformará como hizo con los Apóstoles, para que
podamos actuar bajo su moción, otorgándonos sus frutos y, así, llevarlos a
todos los corazones: «El fruto del Espíritu es: caridad, paz, alegría,
paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza»
(Gal
5,22-23).
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