...A veces
resulta difícil comprender algunas páginas de la Biblia, especialmente del
Antiguo Testamento.
Leemos en ocasiones escenas, acciones, algunas presentadas
como “órdenes divinas”
Que hoy nos parecen contrarias a la justicia y a la
bondad, que vemos como incompatibles con el modo de ser de Dios.
Las dificultades pueden superarse si aprendemos a leer la Biblia en su conjunto
y en sus partes según los criterios de interpretación de la Iglesia católica.
Encontramos en el libro de Josué un pasaje que narra la conquista de Jericó.
Josué pide a los israelitas que consagren como anatema para Yahveh todo lo que
se encontraba en la ciudad, menos a Rajab la prostituta y a su familia.
Las
murallas de Jericó caen, y los israelitas asesinan a hombres y mujeres, jóvenes
y ancianos, e incluso a los animales
(cf. Jos 6,1-27).
Un poco más adelante leemos cómo los gabaonitas, que vivían en la zona, estaban
convencidos de que existía una terrible orden divina de exterminio.
Tras haber
engañado a Josué y conseguido una forma de “coexistencia pacífica” con los israelitas,
explican el motivo de su mentira:
“Le respondieron a Josué:
‘Es que tus siervos estaban bien enterados de la
orden que había dado Yahveh tu Dios a Moisés su siervo, de entregaros todo este
país y exterminar delante de vosotros a todos sus habitantes. Temimos mucho por
nuestras vidas a vuestra llegada y por eso hemos hecho esto’” (Jos 9,24).
Surge la pregunta al leer estos pasajes: ¿Dios habría dado la orden de
exterminar a los pueblos que vivían en Palestina? En otras palabras: ¿es
posible que Dios haya pedido a Josué que cometiese un acto que hoy nos parece
claramente injusto? ¿Qué “culpa” podrían tener los civiles desarmados, los
ancianos y los niños, las mujeres y los jóvenes, para ser asesinados?
Además,
¿cómo justificar la conquista de una ciudad asentada durante muchos años en un
lugar concreto? ¿Qué derecho tenían los israelitas de iniciar una guerra de
invasión contra poblaciones que durante siglos habían vivido en aquella
región?
Son preguntas, es cierto, que nacen desde nuestro tiempo histórico, y que
pueden parecen fuera de sitio al ser aplicadas
a una época muy diferente de la
nuestra.
Sin embargo, sabemos que el asesinato de inocentes o que la guerra de
exterminio son actos que siempre van contra la justicia, aunque un pueblo haya
llegado a un nivel de ceguera que le impida ver la malicia de sus
acciones.
Pero entonces, ¿cómo Dios permitió en el pueblo elegido una actitud y unos comportamientos tan gravemente injustos?
¿No pudo haber revelado a los
israelitas que nunca es lícito asesinar a inocentes, ni expulsar a una
población de la tierra en la que vive?
En el camino hacia la respuesta, hemos de tener presente qué es la Biblia para
la Iglesia.
Luego podremos recordar los criterios de interpretación que la
Iglesia usa para leer cualquier pasaje de la Biblia, y aplicarlos al relato de
la conquista de Jericó.
Preguntémonos, para empezar: ¿qué sentido tiene para los católicos la Biblia en su conjunto y en sus distintas partes?
Como enseña el Concilio Vaticano II, la Iglesia considera que Dios ha inspirado todos los libros recogidos en el “canon” (la lista de escritos que constituyen la Biblia).
Decir que estos libros están inspirados significa afirmar que
exponen con certeza y sin ningún error lo que Dios quiere enseñarnos para nuestra
salvación, porque están escritos gracias a la acción del Espíritu Santo (cf.
Dei Verbum, n. 11).
Dios es el Autor de los distintos libros de la Biblia,
y también es autor el
hombre (escritor sagrado) que redacta bajo la luz de Dios y según sus talentos
y cualidades humanas
(cf. Dei Verbum, n. 11).
Encontramos, así, dos acciones en los escritos sagrados: por un lado, la acción
por la que Dios quiere comunicar su Palabra; por otro, la acción del hombre que
comprende y expresa el mensaje según su modo de pensar.
Teniendo esto presente, podemos preguntarnos: ¿cómo leer, cómo interpretar cada texto?
La lectura de la Biblia, en la Iglesia, se realiza según unos criterios
generales y, siempre, bajo la guía del magisterio (del Papa y de los obispos que
enseñan unidos entre sí por lazos de comunión y en plena sintonía con el Papa).
Primero,
hay que identificar cuál es el género literario usado por el autor de cada
libro.
Según dice Dei Verbum (n. 12), “para entender rectamente lo que el autor
sagrado quiso afirmar en sus escritos, hay que atender cuidadosamente tanto a
las formas nativas usadas de pensar, de hablar o de narrar vigentes en los
tiempos del hagiógrafo, como a las que en aquella época solían usarse en el
trato mutuo de los hombres”.
En el caso de la conquista de Jericó, el autor escoge el género de campaña
militar, según la mentalidad de una época histórica en la que grupos humanos y
tribus enteras pensaban que el derecho de conquista podría justificar la
eliminación de las poblaciones vencidas.
Además, el pueblo de Israel
(y el
autor sagrado es hijo de su pueblo)
pensaba que ese derecho de conquista, como
tantas otras tradiciones, venía directamente de Dios.
Hoy, ciertamente, reconocemos la atrocidad de la matanza de inocentes en cualquier guerra, del pasado o del presente.
Pero aquel tiempo era muy
diferente. Hemos de recordar, además, que Dios, en la elaboración de la Biblia,
“condesciende” (cf. Dei Verbum n. 13) con los hombres y permite que elementos
importantes de su mensaje queden expresados a través de palabras escritas por
hombres frágiles, incluso pecadores, en un ropaje que nos puede parecer
indigno, pero que es simplemente eso: lo que pensaba y vivía un grupo humano en
una etapa concreta de su historia.
Hace falta, por tanto, no limitarnos a la “letra” del texto escrito para evitar el peligro de caer en el fundamentalismo. Ello nos lleva a recurrir a otros criterios de interpretación sumamente importantes.
Hace falta, por tanto, no limitarnos a la “letra” del texto escrito para evitar el peligro de caer en el fundamentalismo. Ello nos lleva a recurrir a otros criterios de interpretación sumamente importantes.
La Biblia necesita leerse “con el mismo Espíritu con que se escribió para
sacar el sentido exacto de los textos sagrados” (Dei Verbum n. 12). En ese
sentido, toda la Escritura adquiere comprensión plena a la luz de Cristo, que
es el culmen de la Revelación y centro del mensaje que Dios quiere transmitir a
los hombres.
Hay que leer la Escritura en su unidad, de forma que ningún pasaje sea considerado de modo aislado, como si por sí mismo fuese suficiente para expresar el mensaje de Dios a los hombres.
Además, el Antiguo Testamento, que
contiene “algunas cosas imperfectas y adaptadas a sus tiempos” (Dei Verbum n.
15) ha de leerse e interpretarse desde la plenitud de comprensión que recibe
con el Nuevo Testamento (cf. Dei Verbum n. 16).
Volvamos a
nuestro texto para iluminarlo con los dos criterios que acabamos de mencionar.
El Nuevo Testamento (el Antiguo Testamento se comprende en plenitud desde el
Nuevo Testamento, desde Cristo) ofrece dos textos que interpretan el pasaje que
estamos considerando del libro de Josué.
El primer texto se encuentra en la Carta a los Hebreos. Allí leemos lo
siguiente: “Por la fe, se derrumbaron los muros de Jericó, después de ser
rodeados durante siete días. Por la fe, la ramera Rajab no pereció con los
incrédulos, por haber acogido amistosamente a los exploradores” (Hb
11,30-31).
El segundo texto se encuentra en la Carta de Santiago:
“Ya veis cómo el hombre
es justificado por las obras y no por la fe solamente. Del mismo modo Rajab, la
prostituta, ¿no quedó justificada por las obras dando hospedaje a los
mensajeros y haciéndoles marchar por otro camino?” (Sant 2,24-25).
Estos dos pasajes del Nuevo Testamento interpretan la conquista de Jericó y el
privilegio dado a Rajab en clave de fe y de obras: quien cree y se comporta de
modo correcto se beneficia de la acción salvífica de Dios.
No se habla de los
otros aspectos del libro de Josué (la conquista de la ciudad, la entrega al
“anatema” de hombres, mujeres, niños, animales), que quedan en la sombra y no
son vistos como relevantes respecto de la pregunta con la que debemos leer la
Biblia: ¿qué mensaje salvífico ofrece un pasaje concreto? La respuesta de estos
dos textos del Nuevo Testamento para el pasaje que estamos considerando es
clara: la fe lleva a la salvación, la falta de fe provoca la ruina de los
hombres.
¿Qué
entendemos por “Tradición viva”? En ella se recoge la predicación que los
Apóstoles legaron a los obispos que les sucedieron, y que se convierte en una
“transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo”, que es “distinta de la
Sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella, la Iglesia con
su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que
es y lo que cree” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 78, que cita Dei Verbum
n. 8).
De modo especial, los Santos Padres recogen y reflejan esta Tradición viva,
y nos permiten acceder en su integridad a la Revelación de Dios (que está
recogida tanto en la Tradición como en la Escritura).
Lo que acabamos de decir explica por qué el cristianismo no es una “religión del libro”: no se basa simplemente en un texto sagrado en el cual se encontraría todo y al cual se debería recurrir siempre, directamente, sin intermediarios ni interpretaciones. Sobre este punto, el Catecismo de la Iglesia católica n. 108, explica:
“Sin embargo, la fe cristiana no es una religión del Libro.
El cristianismo es
la religión de la Palabra de Dios, no de un verbo escrito y mudo, sino del
Verbo encarnado y vivo.
Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es
preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos
abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc 24,45)”.
Otro
criterio, ya mencionado, es la analogía de la fe. Por analogía de la fe se
entiende la trabazón profunda que existe entre las verdades cristianas,
dentro
del conjunto de la Revelación.
En otras palabras, no se puede “sacar” de un
pasaje bíblico una conclusión que vaya contra lo que entendemos en la lectura
completa de la Biblia y de la Tradición.
Es claro que
si aplicamos la analogía de la fe es imposible interpretar la conquista de
Jericó como si Dios hubiera ordenado un genocidio, sencillamente porque Dios es
amante de la vida y, si no amase algo, no lo habría creado (cf. Sab 11,24-26).
Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y así viva (cf. Ez
18,23).
El Hijo no vino para condenar, sino para salvar a todo el que crea (cf.
Jn 3,16-18).
El seguidor de Cristo no puede desear que caiga fuego del cielo
para destruir a los que no reciben al Señor (cf. Lc 9,51-56).
Desde la ayuda y la integración de otros pasajes bíblicos podemos llegar a una
lectura correcta del libro de Josué. Si, además, vemos la Tradición viva de la
Iglesia y las enseñanzas constantes de los Papas y de los obispos, aparece
claramente que la Iglesia no ha defendido nunca un “derecho de conquista” que
implique la destrucción completa de un pueblo, sino que más bien ha condenado
siempre cualquier crimen de inocentes, también en tiempo de guerra, porque va
contra el quinto mandamiento, y porque nadie debería apoyarse en la Biblia para
justificar ninguna guerra de agresión ni, mucho menos, el exterminio de un
pueblo.
Podemos añadir aquí que el pasaje de la conquista de Jericó, como otros pasajes
bíblicos, fue interpretado por algunos Escritores eclesiásticos y Santos Padres
de un modo alegórico, como una figura que escondía un significado más profundo.
Por poner un ejemplo, Orígenes (siglos II-III) veía en la ciudad de Jericó una
imagen del mundo; en Rajab, que acogió a los exploradores, encuentra un modelo
de todos aquellos que reciben a los apóstoles por la fe y la obediencia; en el
hilo escarlata que cuelga en su casa (cf. Jos 2,18) descubre una señal de la
Sangre salvadora de Cristo (cf. Orígenes, Homilías sobre el libro de Josué,
6,4).
Existe, ciertamente, el peligro, ya señalado por santo Tomás de Aquino y
recordado en un importante documento de la Pontificia Comisión Bíblica (El
pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana, n. 20), de
exagerar en el uso de la alegoría y olvidar la importancia de los datos
históricos. Lo que encontramos en el libro de Josué, en un estilo que
ciertamente no es el de un cronista ni el de un historiador en el sentido
moderno de la palabra, es la narración de la conquista de una de las ciudades
de la tierra prometida.
Por otro lado, en el momento de la llegada, del
asentamiento, de la conquista de unas tierras según un deseo divino que
responde a la lógica de la promesa: si el pueblo será fiel, podrá vivir en
libertad y tener una patria propia.
La ocupación de la tierra prometida se realizó, como dijimos, según modos que
reflejan una mentalidad muy lejana a la nuestra. El hecho de la matanza, de
haber ocurrido, sigue un modo de pensar en el que el derecho de conquista
“permitía” tomar medidas muy fuertes sobre los vencidos.
Pero la lectura correcta
del hecho, en el contexto de una intervención de Dios en la historia, no puede
prescindir de que por encima de una acción injusta, y con un pueblo todavía
necesitado de una profunda conversión, Dios estaba preparando un camino para
ofrecer la salvación a los hombres, si éstos la aceptaban con una fe como la
que, en un modo imperfecto, encontramos en Rajab.
Además, notamos que la misma narración bíblica no nos habla de un exterminio
completo de los pueblos que vivían en Palestina. Como vimos, los habitantes de
Gabaón hicieron alianza con Josué (cf. Jos 9,3-27).
El autor sagrado interpretó este hecho como parte
de la voluntad de Dios, que habría querido “probar” a su pueblo para ver si
mantenía o no su fidelidad.
Sabemos que el pueblo no fue fiel: se unió con los
pueblos vecinos y cayó en la idolatría y en numerosos males y derrotas
(cf. Jue
2,20-3,8).
“La elección de Israel no implica el rechazo de las demás naciones. Al
contrario, presupone que las demás naciones pertenecen también a Dios, pues
‘la
tierra le pertenece y todo lo que en ella se encuentra’ (Dt 10,14),
y Dios ‘ha
dado a las naciones su patrimonio’ (32,8).
Cuando Israel es llamado por Dios
‘mi hijo primogénito’ (Ex 4,22; Jr 31,9) o ‘las primicias de su cosecha’ (Jr
2,3), esas mismas metáforas implican que las demás naciones forman parte
igualmente de la familia y de la cosecha de Dios.
Esta interpretación de la
elección es típica de la Biblia en su conjunto” (El pueblo judío y sus
escrituras sagradas en la Biblia cristiana, n. 33).
¿En qué
consiste el “anatema”?
En consagrar a Dios el botín y los despojos de los
derrotados, para evitar cualquier contaminación con las religiones presentes en
Palestina. En Dt 13,13-19 la orden de destrucción completa afecta no sólo a los
extranjeros, sino a aquellas ciudades de Israel (es decir, a los mismos judíos)
que se aparten de la Alianza y den culto a otros dioses.
En realidad, ya vimos que no todos los pueblos fueron exterminados. Con el
pasar del tiempo, muchos de los pueblos hostiles dejaron de existir en
Palestina. Entonces, ¿cómo entender el anatema? Lo explica el documento que
citamos antes:
“En el tiempo de la composición del Deuteronomio así como del libro de Josué,
el anatema era un postulado teórico, puesto que en Judá ya no existían
poblaciones no israelitas.
La prescripción del anatema pudo ser el resultado de
una proyección en el pasado de preocupaciones posteriores. En efecto, el
Deuteronomio se preocupa de reforzar la identidad religiosa de un pueblo
expuesto al peligro de los cultos extranjeros y de los matrimonios mixtos” (El
pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana, n. 56).
En ese contexto, pueden darse tres interpretaciones del anatema, expresados en
el mismo n. 56 del documento que acabamos de citar:
-primero,
teológico: reconocer la tierra como un dominio del Señor;
-segundo, moral: evitar al pueblo cualquier posible tentación que pueda dañar
la propia fidelidad a Dios;
-tercero, sociológico: la tentación del pasado que puede darse en el presente
“de mezclar la religión con las formas más aberrantes de recurso a la
violencia” (El pueblo judío y sus escrituras sagradas en la Biblia cristiana,
n. 56).
Esa tercera
interpretación del anatema, podemos decirlo con seguridad, no corresponde al
proyecto de amor de Dios.
En otras palabras, Dios no quiso de ningún modo que
fueran eliminados seres inocentes en la conquista de ciudades por parte de los
judíos.
Quizá para más de uno quedaría por responder una pregunta que surge al leer la
Biblia: ¿por qué no simplificar el texto sagrado? ¿No sería mejor dejar de lado
un Antiguo Testamento difícil de entender, con pasajes como el de la conquista
de Jericó que resultan “escandalosos”? ¿No lograríamos así un cristianismo más
asequible al mundo moderno?
La respuesta está en comprender la naturaleza de la Biblia: es un único libro,
en el que Cristo ocupa el lugar central, y en el que cada pieza tiene su valor.
El Antiguo Testamento no es un “lastre”, sino un elemento clave de la
Revelación, un conjunto de libros que nos lleva a comprender mejor la acción
salvadora de Dios en su Hijo encarnado.
En conclusión, los pasajes difíciles de la Biblia adquieren su inteligibilidad
a la luz de una lectura realizada dentro de la fe de la Iglesia, según unos
criterios de interpretación que nos dan la llave para la comprensión de un
texto que narra una historia maravillosa: la de la llamada de un Dios que ama a
los hombres;
y la de la respuesta de los hombres que, en medio de las mil
peripecias de la vida, y con límites debidos a las distintas épocas de la
historia, se dejan guiar y maduran su respuesta de amor a quien tanto nos ha
amado.
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