....Siempre el viento contrario hace difícil su Camino.
El miedo de los discípulos,
y de Nosotros a diario esta siempre unido
a la falta de Fe en Jesús.
Jesús siempre nos dice desde nuestro interior
« ¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!»
«Después que se saciaron los cinco
mil hombres, Jesús en seguida apremió a los discípulos a que subieran a la
barca y se le adelantaran hacia la orilla de Betsaida mientras él despedía a la
gente. Y después de despedirse se retiró al monte a orar.
Llegada la noche, la barca estaba en
mitad del lago y Jesús solo en tierra. Viendo el trabajo con que remaban,
porque tenían viento contrario, a eso de la cuarta vela de la noche, va hacia
ellos andando sobre el lago, e hizo ademán de pasar de largo.
Ellos, viéndolo andar sobre el lago,
pensaron que era un fantasma y dieron un grito, porque al verlo se habían
sobresaltado. Pero él les dirige en seguida la palabra y les dice: —Animo, soy
yo, no tengáis miedo.
Entró en la barca con ellos y amainó
el viento. Ellos estaban en el colmo del estupor, pues no habían comprendido
cuando lo de los panes, porque eran torpes para entender».
(Marcos 6, 45-52)
Tras la multiplicación de los panes Jesús ordena a sus
discípulos partir solos con la barca, mientras él se retira al monte para orar
en un silencioso encuentro con el Padre .
Si su oración es solitaria con el Padre por una parte, por
otra es solidaria con sus discípulos. Estos, en efecto, se encuentran en
dificultades remando sobre el mar de las pruebas de sus vidas: la noche los
sorprende, el viento contrario hace difícil su camino.
Entonces Él va a su encuentro caminando sobre el mar (cf. Job
9,8; Sal 76,20; Is 43,16). Jesús no quiere imponérseles con su milagro e «hizo
ademán de pasar de largo»
Sin embargo, ante su turbación (creían ver un
"fantasma") y su grito, se les acerca, calma el viento y les dice: «
¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!»
El estupor de los discípulos, unido a la falta de fe en
Jesús, inunda sus corazones, porque no habían comprendido el signo de los panes
ni la identidad misma de su Maestro, como Mesías e Hijo de Dios.
Las perspectivas de Jesús y las de sus discípulos son
diversas: «su mente seguía embotada» , como en otro tiempo lo tuvo
Israel en el desierto.
Para reconocer el rostro del propio Maestro, la
comunidad debe tener el coraje de acogerlo en la propia barca y confiar en él,
en el camino difícil de la experiencia cristiana, invocándolo con oración
ardiente, convencida de que el mundo hostil a Dios pondrá a prueba su fe.
La vida cristiana tiene una doble dimensión: vertical y
horizontal. La primera nos hace tomar conciencia del infinito amor del Padre,
que es amor y «ha enviado a su Hijo como salvador del mundo» (cf. 1 Jn 4,14) y
quiere vivir en comunión con nosotros, sus hijos queridos, La unión perfecta
entre Dios y el creyente se realiza primero en el contacto con la Palabra de
Dios y después participando en la mesa eucarística. Nuestra carne y nuestra
sangre se mezclan, entonces, con la carne y la sangre de Dios.
Y somos transformados y divinizados. «No somos nosotros
quienes transformamos a Dios en nosotros», afirma san Agustín, «somos nosotros
los transformados en Dios».
La eucaristía es, pues, el lugar privilegiado para
el encuentro con Cristo vivo, fuente y culmen de la vida de la Iglesia,
garantía de la comunión con el Cuerpo de Cristo y participación en la
solidaridad, como expresión del mandato de Jesús: «Amaos unos a otros como yo
os he amado» (Jn 13,34).
La segunda dimensión, el amor a los hermanos, es consecuencia
y signo del amor a Dios (cf. 1 Jn 4,12).
También este aspecto de la caridad
fraterna tiene su plena realización en el misterio eucarístico: «Participando
realmente del Cuerpo del Señor en el partir el pan, somos elevados a la
comunión con El entre nosotros»
Este amor se hace en el cristiano una fuerza transformante y
operativa, capaz de alejar todo temor, porque el que ama no tiene miedo y el
que come y bebe el cuerpo y la sangre de Cristo tendrá la plenitud de la vida.
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