Jesús, lo que a Ti te importa es lo que piense yo sobre Ti: cómo es mi fe en Ti. ¿Quién eres para mí, Señor? ¿En qué lugar de mi corazón te he puesto? ¿Eres mi Dios, «el Cristo»? Jesús, ya sabes que creo en Ti. «Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo»
«Salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo y en el
camino preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? Ellos
le respondieron: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de
los profetas. Entonces él les pregunta: Y vosotros ¿quién decís que soy yo?
Respondiendo Pedro, le dice: Tú eres el Cristo. Y les ordenó que no
hablasen a nadie sobre esto. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía
padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los
sacerdotes y por los escribas y ser muerto, y resucitar después de tres días.
Hablaba de esto abiertamente. Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle.
Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, increpó a Pedro y le dijo:
¡Apártate de mí, Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los
hombres.» (Marcos 8, 27-33)
Jesús, empiezas con una pregunta
general: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» Pero enseguida pasas a la
pregunta más íntima: «Y vosotros: ¿quién decís que soy yo?» Jesús, lo que a Ti
te importa es lo que piense yo sobre Ti: cómo es mi fe en Ti. ¿Quién eres para
mí, Señor? ¿En qué lugar de mi corazón te he puesto? ¿Eres mi Dios, «el Cristo»?
Jesús, ya sabes que creo en Ti. «Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo» (Juan
21,17), te dice Pedro en una ocasión. Pero como a él, me vuelves a preguntar una
y otra vez: «¿me amas?» (Juan 21,16).
Y te respondo con mi conducta
diaria: te digo que te amo cuando te hago una visita en el Sagrario, cuando te
ofrezco ese rato de estudio, cuando sirvo a los demás sin que se note, por Ti.
«Y comenzó a decirles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho».
Jesús, todo eso... por mí. ¿Es que no me dice nada? «No está permitido querer
con un amor menguado (...), pues debéis llevar grabado en vuestro corazón al que
por vosotros murió clavado en la Cruz» (San Agustín).
Jesús, ¿me he acostumbrado
a verte en la Cruz? Que no me acostumbre; que cada vez que mire un crucifijo -en
la calle, en una Iglesia, en mi habitación, en mi mesa de trabajo- sea como un
reproche tuyo, pues desde allí me preguntas de nuevo: «¿me amas?»
«A veces se presenta un porvenir inmediato lleno de
preocupaciones, si perdemos la visión sobrenatural de los sucesos. Por lo tanto,
hijo, fe entonces..., y más obras. Así es seguro que nuestro Padre-Dios seguirá
dando solución a tus problemas»
Jesús, Tu rechazo a la
protesta de Pedro es contundente: «¡Apártate de mí satanás!, porque no sientes
las cosas de Dios, sino las de los hombres». Ante las preocupaciones y las
dificultades, Tú me pides ver las cosas con los ojos de Dios: con visión
sobrenatural, sin dejarme llevar por el punto de vista humano.
La Cruz
era la muerte reservada a los delincuentes; era el gran fracaso, el desprecio
más absoluto: era una muerte indigna, propia de una vida indigna. Así a los ojos
de los hombres.
Sin embargo para Ti, Jesús, la Cruz fue el Trono de tu
fidelidad al Padre; fue la muerte que iba a dar vida a los hombres; fue y es la
señal que había de llevar todo cristiano.
¡Cuántas preocupaciones me gano por
querer triunfar a lo humano!: si quedo bien; si el lugar que ocupo en el trabajo
es de los que lucen; si me necesitan; si aprecian lo que hago; si soy más listo,
más guapo, etc.
Que no pierda, Jesús, la visión sobrenatural de los sucesos: tu
visión, que es la visión más real. Que sienta «las cosas de Dios y no las de los
hombres».
El Señor nos pide, como a sus Apóstoles, una clara confesión de fe ?con palabras
y con obras- en medio de un mundo en el que parece cosa normal la confusión, la
ignorancia y el error.
Mantenemos con Jesús un estrecho vínculo, una íntima y
profunda unión, que nació en el Bautismo y que ha crecido día a día. Es una
comunión de vida mucho más profunda que la que pudiera darse entre dos seres
humanos cualesquiera. Y es tan fuerte esta unión a la que podemos llegar todos
los cristianos, si luchamos por la santidad, que podremos llegar a decir: Vivo,
pero no yo; es Cristo quien vive en mí (Gálatas 2, 20).
En cada Misa,
Cristo se ofrece todo entero juntamente con la Iglesia, que es su Cuerpo
Místico, formado por todos los bautizados. Por esta unión con Cristo a través de
la Iglesia, los fieles ofrecen el sacrificio juntamente con Él, y con Él se
ofrecen también a sí mismos. Y Cristo hace presentes a Dios Padre todos sus
padecimientos redentores y los de sus hermanos. ¿Cabe mayor intimidad con
Cristo? La Santa Misa, bien vivida, puede cambiar la propia existencia.
Acudimos a la santa Misa para hacer nuestro el Sacrificio único
de Cristo, de infinito valor. Nos lo apropiamos y nos presentamos ante la
Trinidad Beatísima revestidos de sus incontables méritos, aspirando con certeza
al perdón, a una mayor gracia en el alma y a la vida eterna; adoramos con la
adoración de Cristo. Satisfacemos con Sus méritos, pedimos con Su voz. Todo lo
Suyo se hace nuestro. Y todo lo nuestro se hace Suyo, y adquiere una dimensión
sobrenatural y eterna.
Cuando buscamos esta intimidad con el Señor, "en
la propia vida se entrelaza lo humano con lo divino. Todos nuestros esfuerzos
?aun los más insignificantes- adquieren un alcance eterno, porque van unidos al
sacrificio de Jesús en la Cruz"
La Misa es "el centro y la raíz de la vida espiritual del
cristiano" (Idem) Toda nuestra vida la ponemos en la patena del sacerdote. Para
conseguir los frutos que el Señor nos quiere dar en cada Misa debemos cuidar la
preparación de nuestra alma y nuestra participación ha de ser consciente,
piadosa y activa.
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