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miércoles, 15 de febrero de 2012

«A veces se presenta un porvenir inmediato lleno de preocupaciones, si perdemos la visión sobrenatural de los sucesos. Por lo tanto, hijo, fe entonces..., y más obras. Así es seguro que nuestro Padre-Dios seguirá dando solución a tus problemas»


Jesús, lo que a Ti te importa es lo que piense yo sobre Ti: cómo es mi fe en Ti. ¿Quién eres para mí, Señor? ¿En qué lugar de mi corazón te he puesto? ¿Eres mi Dios, «el Cristo»? Jesús, ya sabes que creo en Ti. «Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo» 


«Salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo y en el camino preguntaba a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? Ellos le respondieron: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los profetas. Entonces él les pregunta: Y vosotros ¿quién decís que soy yo? 

Respondiendo Pedro, le dice: Tú eres el Cristo. Y les ordenó que no hablasen a nadie sobre esto. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas y ser muerto, y resucitar después de tres días. Hablaba de esto abiertamente. Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, increpó a Pedro y le dijo: ¡Apárta­te de mí, Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres.» (Marcos 8, 27-33) 


 Jesús, empiezas con una pregunta general: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» Pero enseguida pasas a la pregunta más íntima: «Y vosotros: ¿quién decís que soy yo?» Jesús, lo que a Ti te importa es lo que piense yo sobre Ti: cómo es mi fe en Ti. ¿Quién eres para mí, Señor? ¿En qué lugar de mi corazón te he puesto? ¿Eres mi Dios, «el Cristo»? Jesús, ya sabes que creo en Ti. «Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo» (Juan 21,17), te dice Pedro en una ocasión. Pero como a él, me vuelves a preguntar una y otra vez: «¿me amas?» (Juan 21,16). 

Y te respondo con mi conducta diaria: te digo que te amo cuando te hago una visita en el Sagrario, cuando te ofrezco ese rato de estudio, cuando sirvo a los demás sin que se note, por Ti. 

«Y comenzó a decirles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho». Jesús, todo eso... por mí. ¿Es que no me dice nada? «No está permitido querer con un amor menguado (...), pues debéis llevar grabado en vuestro corazón al que por vosotros murió clavado en la Cruz» (San Agustín). 

Jesús, ¿me he acostumbrado a verte en la Cruz? Que no me acostumbre; que cada vez que mire un crucifijo -en la calle, en una Iglesia, en mi habitación, en mi mesa de trabajo- sea como un reproche tuyo, pues desde allí me preguntas de nuevo: «¿me amas?» 


 «A veces se presenta un porvenir inmediato lleno de preocupaciones, si perdemos la visión sobrenatural de los sucesos. Por lo tanto, hijo, fe entonces..., y más obras. Así es seguro que nuestro Padre-Dios seguirá dando solución a tus problemas» 

Jesús, Tu rechazo a la protesta de Pedro es contundente: «¡Apártate de mí satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres». Ante las preocupaciones y las dificultades, Tú me pides ver las cosas con los ojos de Dios: con visión sobrenatural, sin dejarme llevar por el punto de vista humano. 

La Cruz era la muerte reservada a los delincuentes; era el gran fracaso, el desprecio más absoluto: era una muerte indigna, propia de una vida indigna. Así a los ojos de los hombres. 

Sin embargo para Ti, Jesús, la Cruz fue el Trono de tu fidelidad al Padre; fue la muerte que iba a dar vida a los hombres; fue y es la señal que había de llevar todo cristiano. 

¡Cuántas preocupaciones me gano por querer triunfar a lo humano!: si quedo bien; si el lugar que ocupo en el trabajo es de los que lucen; si me necesitan; si aprecian lo que hago; si soy más listo, más guapo, etc. 

Que no pierda, Jesús, la visión sobrenatural de los sucesos: tu visión, que es la visión más real. Que sienta «las cosas de Dios y no las de los hombres».



El Señor nos pide, como a sus Apóstoles, una clara confesión de fe ?con palabras y con obras- en medio de un mundo en el que parece cosa normal la confusión, la ignorancia y el error.

Mantenemos con Jesús un estrecho vínculo, una íntima y profunda unión, que nació en el Bautismo y que ha crecido día a día. Es una comunión de vida mucho más profunda que la que pudiera darse entre dos seres humanos cualesquiera. Y es tan fuerte esta unión a la que podemos llegar todos los cristianos, si luchamos por la santidad, que podremos llegar a decir: Vivo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí (Gálatas 2, 20). 

En cada Misa, Cristo se ofrece todo entero juntamente con la Iglesia, que es su Cuerpo Místico, formado por todos los bautizados. Por esta unión con Cristo a través de la Iglesia, los fieles ofrecen el sacrificio juntamente con Él, y con Él se ofrecen también a sí mismos. Y Cristo hace presentes a Dios Padre todos sus padecimientos redentores y los de sus hermanos. ¿Cabe mayor intimidad con Cristo? La Santa Misa, bien vivida, puede cambiar la propia existencia. 


 Acudimos a la santa Misa para hacer nuestro el Sacrificio único de Cristo, de infinito valor. Nos lo apropiamos y nos presentamos ante la Trinidad Beatísima revestidos de sus incontables méritos, aspirando con certeza al perdón, a una mayor gracia en el alma y a la vida eterna; adoramos con la adoración de Cristo. Satisfacemos con Sus méritos, pedimos con Su voz. Todo lo Suyo se hace nuestro. Y todo lo nuestro se hace Suyo, y adquiere una dimensión sobrenatural y eterna.

Cuando buscamos esta intimidad con el Señor, "en la propia vida se entrelaza lo humano con lo divino. Todos nuestros esfuerzos ?aun los más insignificantes- adquieren un alcance eterno, porque van unidos al sacrificio de Jesús en la Cruz" 


 La Misa es "el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano" (Idem) Toda nuestra vida la ponemos en la patena del sacerdote. Para conseguir los frutos que el Señor nos quiere dar en cada Misa debemos cuidar la preparación de nuestra alma y nuestra participación ha de ser consciente, piadosa y activa.

  

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