«De nuevo, saliendo de la región de Tiro, vino a través de Sidón hacia el mar de Galilea, cruzando el territorio de la Decápolis. Le traen un sordo y mudo, y le ruegan que le imponga su mano. Y apartándolo de la muchedumbre, metió los dedos en sus orejas, y con saliva tocó su lengua; y mirando al cielo, dio un suspiro, y le dice: "Effetá", que significa: ábrete. Al instante se le abrieron sus oídos, quedó suelta la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Y les ordenó que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba, tanto más lo proclamaban; y estaban tan maravillados que decían: Todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos.» (Marcos 7, 31-37)
Jesús, hoy curas a un sordomudo. A partir de ahora podrá hablar y escuchar, comunicarse con los demás: sus necesidades, sus proyectos, sus alegrías.
Los sentidos me dan la posibilidad de conocer, de comunicarme y, por tanto, de amar a los demás. Si este sordomudo fuera, además, ciego y no tuviera tacto, no podría comunicarse, y le sería imposible amar. Aunque su madre estuviera siempre a su lado, cuidándolo, pendiente de él, derrochando todo su cariño, él no se enteraría del amor de su madre, no podría apreciar lo que ella estaba haciendo por él. Sin sentidos me quedo aislado, solo.
Jesús, en la vida espiritual, en mi relación contigo, existe un único «sentido»: la fe. Tú estás continuamente a mi lado, pendiente de lo que hago, de mis alegrías y sufrimientos, intentándome ayudar.
Pero si no tengo fe, si espiritualmente estoy «sin sentido», no me daré cuenta: pensaré que estoy solo y me será imposible amarte. Jesús, tengo fe, pero tal vez me falte mucha todavía. Soy un poco miope y te veo como borroso: me falta visión sobrenatural. ¡Aumenta mi fe! Quiero darme cuenta de cuánto has hecho y haces continuamente por mí, por amor a mí.
«Cuando asisto al Santo Sacrificio del Altar y os arrodilláis en la elevación, y cada vez que hacéis un acto de fe en Dios, meditando cuidadosamente todo lo que el Evangelio nos dice que Él ha hecho por nosotros, recordad que Dios es omnipotente, y ello os ayudará y os animará a hacerlo. Decid: yo creo esto y aquello, porque Dios es omnipotente.
No adoro una criatura. No soy siervo de un Dios de poder restringido. Puesto que Dios puede «hacer» todas las cosas, yo puedo «creer» todas las cosas. Nada es demasiado difícil para que Él lo haga, y nada es demasiado difícil para que yo lo crea» (Cardenal J. H. Newman).
«¡Qué diferencia entre esos hombres sin fe, tristes y vacilantes en razón de su existencia vacía, expuestos como veletas a la «variabilidad» de las circunstancias, y nuestra vida confiada de cristianos, alegre y firme, maciza, en razón del conocimiento y del convencimiento absoluto de nuestro destino sobrenatural!
Jesús, me imagino a un ciego caminando por la calle, a tientas con el bastón, buscando el camino, con peligro de caerse ante un obstáculo que no detecta, etc. Y me veo a mi mismo en la vida espiritual, cuando me flojea la fe: triste, vacilante, indeciso. Necesito una fe fuerte, segura, maciza, alegre.
Jesús, la fe la das Tú, pero estás siempre dispuesto a darla. Sólo hace falta que haga un acto de fe para que Tú me la aumentes. En este sentido se parece a las demás virtudes: crece con la repetición de actos. ¿Qué actos de fe puedo hacer?
El más importante es el de acudir a la Santa Misa, a ese momento de la Consagración en el que el pan y el vino se convierten en tu cuerpo y tu sangre. Por eso, al acabar la Consagración el sacerdote dice: «éste es el Sacramento de nuestra fe».
Otro «acto de fe» importante es la oración: «Creo firmemente que estás aquí: que me ves, que me oyes». Es un acto de fe que dura tantos minutos como minutos de oración haga.
Cada rato de oración bien hecha aumenta mi fe. Y sé que cuanto mayor sea mi fe, que es el «sentido» sobrenatural, más fácilmente te escucharé y te veré en cada acontecimiento; más fácilmente te entenderé y te amaré.
En el Evangelio de la Misa de Hoy, (San Marcos 7, 37) nos comenta sobre el asombro y entusiasmo de la multitud al presenciar atónita los milagros de Jesús: bene omnia fecit, todo lo ha hecho bien:
Los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo, perfecto Dios y hombre perfecto (Símbolo Quicumque).
El Señor se nos presenta como Modelo para nuestra vida corriente puesto que una gran parte de ella se encuentra configurada por el trabajo.
Cristo quiere que quienes le siguen en medio del mundo sean personas que trabajan bien, con prestigio, competentes en su profesión u oficio, sin chapuzas; personas muy distintas, que se mueven por fines humanos nobles porque el trabajo -sea el que sea- es el medio donde debemos ejercitar las virtudes humanas y las sobrenaturales. Hoy nosotros le decimos que queremos imitarlo en su vida oculta de Nazaret.
Cuando Jesús busca a quienes han de seguirle, lo hace entre hombres acostumbrados al trabajo. Para trabajar bien, primero es necesario trabajar con laboriosidad, aprovechando bien las horas, pues es imposible que quien no aproveche bien el tiempo pueda acostumbrarse al sacrificio y mantenga despierto su espíritu, que pueda vivir las virtudes humanas más elementales. Una vida sin trabajo se corrompe, y con frecuencia corrompe a lo que hay alrededor.
El Señor nos pide un trabajo bien hecho, orden, competencia, afán de perfección, sin tacha ni errores, acabado hasta el final con ilusión. Además, el cristiano hace su trabajo por Dios, a quien cada día lo presenta como una ofrenda que permanecerá en la eternidad.
Acabar bien lo que realizamos significa en muchos casos estar pendientes en lo pequeño. Eso exige esfuerzo y sacrificio, y al ofrecerlo se convierte en algo grato a Dios. Estar en los detalles pequeños por amor a Dios engrandece el alma porque nuestro trabajo se perfecciona.
Quizá quiera el Señor hacernos ver hoy, detalles que exigen un cambio de orientación o de ritmo en nuestro modo de trabajar. Con la ayuda de la Virgen, hagamos un propósito concreto sobre nuestro trabajo con la intención de que mientras lo realicemos nuestro corazón se escape junto al Sagrario, para decir, sin cosas raras: Jesús mío, te amo
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