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miércoles, 29 de febrero de 2012

LA PAZ INTERIOR... les recomiendo este Libro






«Que la paz de Cristo reine en vuestros corazones»
La experiencia os demostrará que la paz,
que infundirá en vosotros la caridad,
el amor a Dios y al prójimo,
es el camino seguro hacia la vida eterna.

.

Nuestra época es una época de agitación y de in­quietud. Esta tendencia, evidente en la vida cotidiana de nuestros contemporáneos, se manifiesta también con gran frecuencia en el ámbito mismo de la vida cristiana y espiritual: nuestra búsqueda de Dios, de la santidad y del servicio al prójimo suele ser tam­bién agitada y angustiada en lugar de confiada y se­rena, como lo sería si tuviéramos la actitud de los ni­ños que nos pide el Evangelio.

Por lo tanto, es fundamental que lleguemos a com­prender un día que el itinerario hacia Dios y hacia la perfección que se nos pide es mucho más eficaz, más corto y también mucho más fácil cuando el hombre aprende poco a poco a conservar en cualquier cir­cunstancia una profunda paz en su corazón.

Esto es lo que pretendemos hacer comprender a través de las consideraciones de la primera parte. Enseguida pasaremos revista a todo un conjunto de situaciones en las que frecuentemente nos encontra­mos, intentando explicar el modo de afrontarlas a laluz del Evangelio, a fin de conservar la paz interior.

En la tradición de la Iglesia, esta enseñanza ha sido abordada frecuentemente por los autores espiri­tuales. La tercera parte consta de una serie de textos seleccionados de autores de diferentes épocas que recuperan e ilustran los distintos temas a los que aludimos.

 LA PAZ INTERIOR, CAMINO DE SANTIDAD

  SlN MÍ NO PODÉIS HACER NADA

Para comprender la importancia fundamental que tiene, en el desarrollo de la vida cristiana, el afán por adquirir y conservar lo más posible la paz del corazón, en primer lugar hemos de estar plenamente convenci­dos de que todo el bien que podamos hacer viene de Dios y sólo de Él. «Sin mí no podéis hacer nada»,ha dicho Jesús (Jn 15, 5). No ha dicho: no podéis ha­cer gran cosa, sino «no podéis hacer nada». Es esen­cial que estemos bien persuadidos de esta verdad, y para que se imponga en nosotros no sólo en el plano de la inteligencia, sino como una experiencia de to­do el ser, habremos de pasar por frecuentes fracasos, pruebas y humillaciones permitidas por Dios. Él po­dría ahorrarnos todas esas pruebas, pero son necesa­rias para convencernos de nuestra radical impotencia para hacer el bien por nosotros mismos. 

Según el testimonio de todos los santos, nos es indispensableadquirir esta convicción. En efecto, es el preludio imprescindible para las grandes cosas que el Señor hará en nosotros por el poder de su gracia. Por eso, Santa Teresa de Lisieux decía que la cosa más gran­de que el Señor había hecho en su alma era «haberle mostrado su pequenez y su ineptitud».

Si tomamos en serio las palabras del Evangelio de San Juan citadas más arriba, comprenderemos que el problema fundamental de nuestra vida espiritual llega a ser el siguiente: ¿cómo dejar actuar a Jesús en mí? ¿Cómo permitir que la gracia de Dios opere libre­mente en mi vida?

A eso debemos orientarnos, no a imponernos principalmente una serie de obligaciones, por buenas que nos parezcan, ayudados por nuestra inteligencia, según nuestros proyectos, con nuestras aptitudes, etc. Debemos sobre todo intentar descubrir las acti­tudes profundas de nuestro corazón, las condiciones espirituales que permiten a Dios actuar en nosotros. Solamente así podremos dar fruto, «un fruto que per­manece»(Jn 15, 16).

La pregunta: «¿Qué debemos hacer para que la gra­cia de Dios actúe libremente en nuestra vida?», no tie­ne una respuesta unívoca, una receta general. Para res­ponder a ella de un modo completo, sería necesario todo un tratado de vida cristiana que hablara de la ple­garia (especialmente de la oración, tan fundamental en este sentido...), de los sacramentos, de la purificación del corazón, de la docilidad al Espíritu Santo, etc., y de todos los medios por los que la gracia de Dios puedepenetrar más profundamente en nuestros corazones.

En esta corta obra no pretendemos abordar todos esos temas. Solamente queremos referirnos a un as­pecto de la respuesta a la pregunta anterior. Hemos elegido hablar de él porque es de una importancia absolutamente fundamental. Además, en la vida concreta de la mayor parte de los cristianos, incluso muy generosos en su fe, es demasiado poco conocido y tomado en consideración.
La verdad esencial que desearíamos presentar y desarrollar es la siguiente: para permitir que la gra­cia de Dios actúe en nosotros y (con la cooperación de nuestra voluntad, de nuestra inteligencia y de nuestras aptitudes, por supuesto) produzca todas esas obras buenas que Dios preparó para que por ellas caminemos (Ef 2, 10), es de la mayor impor­tancia que nos esforcemos por adquirir y conservar la paz interior, la paz de nuestro corazón.

Para hacer comprender esto podemos emplear una imagen (no demasiado «forzada», como todas las com­paraciones) que podrá esclarecerlo. Consideremos la superficie de un lago sobre la que brilla el sol. Si la su­perficie de ese lago es serena y tranquila, el sol se re­flejará casi perfectamente en sus aguas, y tanto más perfectamente cuanto más tranquilas sean. Si, por el contrario, la superficie del lago está agitada, removi­da, la imagen del sol no podrá reflejarse en ella.

Algo así sucede en lo que se refiere a nuestra alma respecto a Dios: cuanto más serena y tranquila está, más se refleja Dios en ella, más se imprime su imagen en nosotros, mayor es la actuación de su gra­cia. Si, al contrario, nuestra alma está agitada y tur­bada, la gracia de Dios actuará con mayor dificultad. Todo el bien que podemos hacer es un reflejo del Bien esencial que es Dios. Cuanto más serena, ecuá­nime y abandonada esté nuestra alma, más se nos comunicará ese Bien y, a través de nosotros, a los de­más. El Señor .dará fortaleza a su pueblo, el Señor bendecirá a su pueblo con la paz (Ps 29, 11).

 Dios es el Dios de la paz. No habla ni opera más que en medio de la paz, no en la confusión ni en la agitación. Recordemos la experiencia del profeta Elias en el Horeb: Dios no estaba en el huracán, ni en el temblor de la tierra, ni en el fuego, ¡sino en el li­gero y blando susurro (cf. 1 Re, 19)!
Con frecuencia nos inquietamos y nos alteramos pretendiendo resolver todas las cosas por nosotros mismos, mientras que sería mucho más eficaz per­manecer tranquilos bajo la mirada de Dios y dejar que Él actué en nosotros con su sabiduría y su poder infinitamente superiores. Porque así dice el Señor, el Santo de Israel: En la conversión y la quietud está vuestra salvación, y la quietud y la confianza serán vuestra fuerza, pero no habéis querido (Is 30, 15).

Bien entendido, nuestro discurso no es una invita­ción a la pereza o la inactividad. Es la invitación a actuar, a actuar mucho en ciertas ocasiones, pero bajo el impulso del Espíritu de Dios, que es un espí­ritu afable y sereno, y no en medio de ese espíritu de inquietud, de agitación y de excesiva precipitación que, con demasiada frecuencia, nos mueve. Ese celo, incluso por Dios, a menudo está mal clarificado. San Vicente de Paúl, la persona menos sospechosa de pe­reza que haya existido, decía: «El bien que Dios hace lo hace por El mismo, casi sin que nos demos cuen­ta. Hemos de ser más pasivos que activos».

  PAZ INTERIOR Y FECUNDIDAD APOSTÓLICA

Hay quien podría pensar que esta búsqueda de la paz interior es egoísta: ¿cómo proponerla como uno de los objetivos principales de nuestros esfuerzos, cuando hay en el mundo tanto sufrimiento y tanta miseria?

En primer lugar, debemos responder a esto que la paz interior de la que se trata es la del Evangelio; no tiene nada que ver con una especie de impasibilidad, de anulación de la sensibilidad o de una fría indife­rencia encerrada en sí misma de las que podrían dar­nos una imagen las estatuas de Buda o ciertas actitudes del yoga. Al contrario, como veremos a continuación, es el corolario natural de un amor, de una auténtica sensibilidad ante los sufrimientos del prójimo y de una verdadera compasión, pues solamente esta paz del corazón nos libera de nosotros mismos, aumenta nuestra sensibilidad hacia los otros y nos hace dispo­nibles para el prójimo.
Hemos de añadir que únicamente el hombre que goza de esta paz interior puede ayudar eficazmente asu hermano. ¿Cómo comunicar la paz a los otros si carezco de ella? ¿Cómo habrá paz en las familias, en la sociedad y entre las personas si, en primer lugar, no hay paz en los corazones?

«Adquiere la paz interior, y una multitud encon­trará la salvación a tu lado», decía San Serafín de Sarov. Para adquirir esta paz interior, él se esforzó por vivir muchos años luchando por la conversión del corazón y por una oración incesante. Tras dieci­séis años de fraile, dieciséis como eremita y luego otros dieciséis recluido en una celda, sólo comenzó a tener una influencia visible después de vivir cuarenta y ocho años entregado al Señor. Pero a partir de en­tonces, ¡qué frutos! Miles de peregrinos se acerca­ban a él y marchaban reconfortados, liberados de sus dudas e inquietudes, descifrada su vocación, y cura­dos en sus cuerpos y en sus almas.
Las palabras de San Serafín atestiguan su expe­riencia personal, idéntica a la de otros muchos santos. El hecho de conseguir y conservar la paz interior, imposible sin la oración, debiera ser considerado como una prioridad para cualquiera, sobre todo para quien desee hacer algún bien a su prójimo. De otro modo, generalmente no hará más que transmitir sus propias angustias e inquietudes.

   PAZ Y COMBATE ESPIRITUAL

No obstante, hemos de afirmar otra verdad no me­nos importante que la enunciada anteriormente: que la vida cristiana es un combate, una lucha sin cuartel. En la carta a los Efesios, San Pablo nos invita a re­vestirnos de la armadura de Dios para luchar no con­tra la carne o la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de ese mundo te­nebroso, contra los espíritus malignos que están por las regiones aéreas (Ef 6, 10-17), y detalla todas las piezas de la armadura que hemos de procurarnos.

Todo cristiano debe estar firmemente convencido de que, en ningún caso, su vida espiritual puede serel desarrollo tranquilo de una vida insignificante, sin historia, sino que debe ser el terreno de una lucha constante, y a veces dolorosa, que sólo dará fin con la muerte: lucha contra el mal, las tentaciones y el pecado que lleva en su interior. Este combate es ine­vitable, pero hay que considerarlo como una realidad extraordinariamente positiva. Porque «sin guerra no hay paz» (Santa Catalina de Siena), sin combate no hay victoria. Y ese combate es realmente el terreno de nuestra purificación, de nuestro crecimiento espi­ritual, donde aprendemos a conocernos en nuestra debilidad y a conocer a Dios en su infinita miseri­cordia; en definitiva, ese combate es el ámbito de nuestra transfiguración y de nuestra glorificación.

Sin embargo, el combate espiritual del cristiano, aunque en ocasiones sea duro, no es en modo alguno la lucha desesperada del que se debate en medio de la soledad y la ceguera sin ninguna certeza en cuanto al resultado de ese enfrentamiento. Es el combate del que lucha con la absoluta certeza de que ya ha conseguido la victoria, pues el Señor ha resucitado: «No llores, ha vencido el león de la tribu de Judá» (Ap 5, 5). No combate con su fuerza, sino con la del Señor que le dice: «Te basta mi gracia, pues mi fuer­za se hace perfecta en la flaqueza» (2 Co 12, 9), y su arma principal no es la firmeza natural del carácter o la capacidad humana, sino la fe, esa adhesión total a Cristo que le permite, incluso en los peores mo­mentos, abandonarse con una confianza ciega en Aquel que no puede abandonarlo. «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13). El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?»
 (Sal 27).

El cristiano, llamado como está a «resistir hasta la sangre luchando contra el pecado» (Heb 12, 4), com­bate a veces con violencia, pero combate con un co­razón sereno, y ese combate es tanto más eficaz cuanto más sereno está su corazón. Porque, como ya hemos dicho, es justamente esa paz interior la que le permite luchar no con sus propias fuerzas, que que­darían rápidamente agotadas, sino con las de Dios.

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