«Que la paz de
Cristo reine en vuestros corazones»
La experiencia os demostrará que la
paz,
que infundirá en vosotros la caridad,
el amor a Dios y al
prójimo,
es el camino seguro hacia la vida eterna.
.
Nuestra época es una época de
agitación y de inquietud. Esta tendencia, evidente en la vida cotidiana de
nuestros contemporáneos, se manifiesta también con gran frecuencia en el ámbito
mismo de la vida cristiana y espiritual: nuestra búsqueda de Dios, de la
santidad y del servicio al prójimo suele ser también agitada y angustiada en
lugar de confiada y serena, como lo sería si tuviéramos la actitud de los
niños que nos pide el Evangelio.
Por lo tanto, es fundamental
que lleguemos a comprender un día que el itinerario hacia Dios y hacia la
perfección que se nos pide es mucho más eficaz, más corto y también mucho más
fácil cuando el hombre aprende poco a poco a conservar en cualquier
circunstancia una profunda paz en su corazón.
Esto es lo que pretendemos
hacer comprender a través de las consideraciones de la primera parte. Enseguida
pasaremos revista a todo un conjunto de situaciones en las que frecuentemente
nos encontramos, intentando explicar el modo de afrontarlas a laluz del
Evangelio, a fin de conservar la paz interior.
En la tradición de la
Iglesia, esta enseñanza ha sido abordada frecuentemente por los autores
espirituales. La tercera parte consta de una serie de textos seleccionados de
autores de diferentes épocas que recuperan e ilustran los distintos temas a los
que aludimos.
LA PAZ INTERIOR, CAMINO DE
SANTIDAD
SlN MÍ NO PODÉIS HACER
NADA
Para comprender la
importancia fundamental que tiene, en el desarrollo de la vida cristiana, el
afán por adquirir y conservar lo más posible la paz del corazón, en primer lugar
hemos de estar plenamente convencidos de que todo el bien que podamos hacer
viene de Dios y sólo de Él. «Sin mí no podéis hacer nada»,ha dicho Jesús (Jn 15,
5). No ha dicho: no podéis hacer gran cosa, sino «no podéis hacer nada». Es
esencial que estemos bien persuadidos de esta verdad, y para que se imponga en
nosotros no sólo en el plano de la inteligencia, sino como una experiencia de
todo el ser, habremos de pasar por frecuentes fracasos, pruebas y humillaciones
permitidas por Dios. Él podría ahorrarnos todas esas pruebas, pero son
necesarias para convencernos de nuestra radical impotencia para hacer el bien
por nosotros mismos.
Según el testimonio de todos los santos, nos es
indispensableadquirir esta convicción. En efecto, es el preludio imprescindible
para las grandes cosas que el Señor hará en nosotros por el poder de su gracia.
Por eso, Santa Teresa de Lisieux decía que la cosa más grande que el Señor
había hecho en su alma era «haberle mostrado su pequenez y su
ineptitud».
Si tomamos en serio las
palabras del Evangelio de San Juan citadas más arriba, comprenderemos que el
problema fundamental de nuestra vida espiritual llega a ser el siguiente: ¿cómo
dejar actuar a Jesús en mí? ¿Cómo permitir que la gracia de Dios opere
libremente en mi vida?
A eso debemos orientarnos, no
a imponernos principalmente una serie de obligaciones, por buenas que nos
parezcan, ayudados por nuestra inteligencia, según nuestros proyectos, con
nuestras aptitudes, etc. Debemos sobre todo intentar descubrir las actitudes
profundas de nuestro corazón, las condiciones espirituales que permiten a Dios
actuar en nosotros. Solamente así podremos dar fruto, «un fruto que
permanece»(Jn 15, 16).
La pregunta: «¿Qué debemos
hacer para que la gracia de Dios actúe libremente en nuestra vida?», no tiene
una respuesta unívoca, una receta general. Para responder a ella de un modo
completo, sería necesario todo un tratado de vida cristiana que hablara de la
plegaria (especialmente de la oración, tan fundamental en este sentido...), de
los sacramentos, de la purificación del corazón, de la docilidad al Espíritu
Santo, etc., y de todos los medios por los que la gracia de Dios puedepenetrar
más profundamente en nuestros corazones.
En esta corta obra no
pretendemos abordar todos esos temas. Solamente queremos referirnos a un
aspecto de la respuesta a la pregunta anterior. Hemos elegido hablar de él
porque es de una importancia absolutamente fundamental. Además, en la vida
concreta de la mayor parte de los cristianos, incluso muy generosos en su fe, es
demasiado poco conocido y tomado en consideración.
La verdad esencial que
desearíamos presentar y desarrollar es la siguiente: para permitir que la
gracia de Dios actúe en nosotros y (con la cooperación de nuestra voluntad, de
nuestra inteligencia y de nuestras aptitudes, por supuesto) produzca todas esas
obras buenas que Dios preparó para que por ellas caminemos (Ef 2, 10), es de la
mayor importancia que nos esforcemos por adquirir y conservar la paz interior,
la paz de nuestro corazón.
Para hacer comprender esto
podemos emplear una imagen (no demasiado «forzada», como todas las
comparaciones) que podrá esclarecerlo. Consideremos la superficie de un lago
sobre la que brilla el sol. Si la superficie de ese lago es serena y tranquila,
el sol se reflejará casi perfectamente en sus aguas, y tanto más perfectamente
cuanto más tranquilas sean. Si, por el contrario, la superficie del lago está
agitada, removida, la imagen del sol no podrá reflejarse en ella.
Algo así sucede en lo que se
refiere a nuestra alma respecto a Dios: cuanto más serena y tranquila está, más
se refleja Dios en ella, más se imprime su imagen en nosotros, mayor es la
actuación de su gracia. Si, al contrario, nuestra alma está agitada y turbada,
la gracia de Dios actuará con mayor dificultad. Todo el bien que podemos hacer
es un reflejo del Bien esencial que es Dios. Cuanto más serena, ecuánime y
abandonada esté nuestra alma, más se nos comunicará ese Bien y, a través de
nosotros, a los demás. El Señor .dará fortaleza a su pueblo, el Señor bendecirá
a su pueblo con la paz (Ps 29, 11).
Dios es el Dios de la paz. No
habla ni opera más que en medio de la paz, no en la confusión ni en la
agitación. Recordemos la experiencia del profeta Elias en el Horeb: Dios no
estaba en el huracán, ni en el temblor de la tierra, ni en el fuego, ¡sino en el
ligero y blando susurro (cf. 1 Re, 19)!
Con frecuencia nos
inquietamos y nos alteramos pretendiendo resolver todas las cosas por nosotros
mismos, mientras que sería mucho más eficaz permanecer tranquilos bajo la
mirada de Dios y dejar que Él actué en nosotros con su sabiduría y su poder
infinitamente superiores. Porque así dice el Señor, el Santo de Israel: En la
conversión y la quietud está vuestra salvación, y la quietud y la confianza
serán vuestra fuerza, pero no habéis querido (Is 30, 15).
Bien entendido, nuestro
discurso no es una invitación a la pereza o la inactividad. Es la invitación a
actuar, a actuar mucho en ciertas ocasiones, pero bajo el impulso del Espíritu
de Dios, que es un espíritu afable y sereno, y no en medio de ese espíritu de
inquietud, de agitación y de excesiva precipitación que, con demasiada
frecuencia, nos mueve. Ese celo, incluso por Dios, a menudo está mal
clarificado. San Vicente de Paúl, la persona menos sospechosa de pereza que
haya existido, decía: «El bien que Dios hace lo hace por El mismo, casi sin que
nos demos cuenta. Hemos de ser más pasivos que activos».
PAZ INTERIOR Y
FECUNDIDAD APOSTÓLICA
Hay quien podría pensar que
esta búsqueda de la paz interior es egoísta: ¿cómo proponerla como uno de los
objetivos principales de nuestros esfuerzos, cuando hay en el mundo tanto
sufrimiento y tanta miseria?
En primer lugar, debemos
responder a esto que la paz interior de la que se trata es la del Evangelio; no
tiene nada que ver con una especie de impasibilidad, de anulación de la
sensibilidad o de una fría indiferencia encerrada en sí misma de las que
podrían darnos una imagen las estatuas de Buda o ciertas actitudes del yoga. Al
contrario, como veremos a continuación, es el corolario natural de un amor, de
una auténtica sensibilidad ante los sufrimientos del prójimo y de una verdadera
compasión, pues solamente esta paz del corazón nos libera de nosotros mismos,
aumenta nuestra sensibilidad hacia los otros y nos hace disponibles para el
prójimo.
Hemos de añadir que
únicamente el hombre que goza de esta paz interior puede ayudar eficazmente asu
hermano. ¿Cómo comunicar la paz a los otros si carezco de ella? ¿Cómo habrá paz
en las familias, en la sociedad y entre las personas si, en primer lugar, no hay
paz en los corazones?
«Adquiere la paz interior, y
una multitud encontrará la salvación a tu lado», decía San Serafín de Sarov.
Para adquirir esta paz interior, él se esforzó por vivir muchos años luchando
por la conversión del corazón y por una oración incesante. Tras dieciséis años
de fraile, dieciséis como eremita y luego otros dieciséis recluido en una celda,
sólo comenzó a tener una influencia visible después de vivir cuarenta y ocho
años entregado al Señor. Pero a partir de entonces, ¡qué frutos! Miles de
peregrinos se acercaban a él y marchaban reconfortados, liberados de sus dudas
e inquietudes, descifrada su vocación, y curados en sus cuerpos y en sus
almas.
Las palabras de San Serafín
atestiguan su experiencia personal, idéntica a la de otros muchos santos. El
hecho de conseguir y conservar la paz interior, imposible sin la oración,
debiera ser considerado como una prioridad para cualquiera, sobre todo para
quien desee hacer algún bien a su prójimo. De otro modo, generalmente no hará
más que transmitir sus propias angustias e inquietudes.
PAZ Y COMBATE
ESPIRITUAL
No obstante, hemos de afirmar
otra verdad no menos importante que la enunciada anteriormente: que la vida
cristiana es un combate, una lucha sin cuartel. En la carta a los Efesios, San
Pablo nos invita a revestirnos de la armadura de Dios para luchar no contra la
carne o la sangre, sino contra los principados y potestades, contra los
dominadores de ese mundo tenebroso, contra los espíritus malignos que están por
las regiones aéreas (Ef 6, 10-17), y detalla todas las piezas de la armadura que
hemos de procurarnos.
Todo cristiano debe estar
firmemente convencido de que, en ningún caso, su vida espiritual puede serel
desarrollo tranquilo de una vida insignificante, sin historia, sino que debe ser
el terreno de una lucha constante, y a veces dolorosa, que sólo dará fin con la
muerte: lucha contra el mal, las tentaciones y el pecado que lleva en su
interior. Este combate es inevitable, pero hay que considerarlo como una
realidad extraordinariamente positiva. Porque «sin guerra no hay paz» (Santa
Catalina de Siena), sin combate no hay victoria. Y ese combate es realmente el
terreno de nuestra purificación, de nuestro crecimiento espiritual, donde
aprendemos a conocernos en nuestra debilidad y a conocer a Dios en su infinita
misericordia; en definitiva, ese combate es el ámbito de nuestra
transfiguración y de nuestra glorificación.
Sin embargo, el combate
espiritual del cristiano, aunque en ocasiones sea duro, no es en modo alguno la
lucha desesperada del que se debate en medio de la soledad y la ceguera sin
ninguna certeza en cuanto al resultado de ese enfrentamiento. Es el combate del
que lucha con la absoluta certeza de que ya ha conseguido la victoria, pues el
Señor ha resucitado: «No llores, ha vencido el león de la tribu de Judá» (Ap 5,
5). No combate con su fuerza, sino con la del Señor que le dice: «Te basta mi
gracia, pues mi fuerza se hace perfecta en la flaqueza» (2 Co 12, 9), y su arma
principal no es la firmeza natural del carácter o la capacidad humana, sino la
fe, esa adhesión total a Cristo que le permite, incluso en los peores momentos,
abandonarse con una confianza ciega en Aquel que no puede abandonarlo. «Todo lo
puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13). El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?»
(Sal 27).
El cristiano, llamado como
está a «resistir hasta la sangre luchando contra el pecado» (Heb 12, 4),
combate a veces con violencia, pero combate con un corazón sereno, y ese
combate es tanto más eficaz cuanto más sereno está su corazón. Porque, como ya
hemos dicho, es justamente esa paz interior la que le permite luchar no con sus
propias fuerzas, que quedarían rápidamente agotadas, sino con las de
Dios.
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