Confiar en Dios es colocar todo y a todos en Su Misericordia y Providencia con completa seguridad. Confiar en Dios es tener la seguridad de que nuestro Padre Amoroso velará por nosotros y por aquellos a quienes nosotros amamos.
Al copiar este articulo favor conservar o citar este link.
Fuente:
EL CAMINO HACIA DIOS
www.iterindeo.blogspot.com
Visitamos
El amor ha sido
definido, analizado, explicado y justificado.
Ha sido causa de guerras,
contiendas, de heroísmo, martirio, pasión excesiva y amistades hermosas. El
amor reúne a dos personas de temperamentos opuestos en el matrimonio y les
permite vivir felizmente. Hace que los amigos se entiendan el uno al otro sin
que haya necesidad de palabras. El amor es un sentimiento emocional a un nivel
humano y una experiencia de fe a un nivel sobrenatural.
Motiva nuestras
voluntades y nos hace capaces de hacer lo imposible por el bien de su Reino.
El amor llena y
vacía a la vez. Nos hace tender la mano a Dios, listos para ser “podados” por
Él sin importar lo que eso cueste. El amor calma el corazón adolorido y luego
le hace sentir sed nuevamente.
Cuando el deseo
de Dios se ve aparentemente satisfecho por alguna alegría, aquella alegría
aumenta nuestro deseo y deja que un sabor agridulce entre en nuestras almas.
Deseamos su Presencia para llenar el vacío, pero lo percibimos más profundo
cuando no lo sentimos cerca. Los que procuran vivir una vida espiritual, una
vida interior, una vida con Dios en sus almas, realmente desean sólo una cosa y
ésta es estar unidos al objeto de su amor: Dios. Las luchas de la vida diaria
parecen estar dispuestas a ahogar esta vida interior y a arrebatárnosla de
nuestro alcance.
Mientras más
intentamos vivir una vida de unión amorosa con Él, más dificultades
encontramos. Nos encontramos con que el carácter de aquellos con quienes
vivimos y trabajamos resulta ser un obstáculo para nosotros, Dios parece tan
lejos, encontramos nuestra determinación de ser santos efímera y vacilante. Y
para sumar más a nuestra angustia, leemos pasajes y pasajes de la Escritura en
donde se nos exige el más alto nivel de unión de nuestras mentes y corazones.
¿No nos dice nuestra fe que Dios no puede pedir lo imposible y sin embargo no
podemos n siquiera empezar a seguir el Mandamiento Nuevo? “Este es mi
mandamiento:” nos dijo Jesús, “que os améis como yo os amo”
“Como el Padre me
ha amado, así los he amado yo”
(Jn 15:12, 9)
¡Jesús nos pide
amar a nuestro prójimo tal como el Padre ama al Hijo!
¡Qué misión tan
imponente, qué confianza la que Jesús nos tiene!
La palabra
“como” significa “igual a”, de la misma manera,
pero encontramos tal diferencia
entre nuestro amor y el de Dios.
EL AMOR DE LA
CRIATURA |
EL AMOR DE DIOS
|
Finito
|
Infinito
|
Egoísta
|
Desinteresado
|
Limitado
|
Ilimitado
|
Vacilante
|
Constante
|
Muchos de nosotros usamos el amor de Dios como el maná en el desierto. Tomamos lo que necesitamos en algunas situaciones particulares y luego nos marchamos por nuestro camino, podemos manejar las demás situaciones nosotros mismos. El alma contempla a Dios y ve santidad, luego se ve a sí misma y observa pecado, debilidad y fragilidades.
Observa a su vecino y ve, casi siempre, ocasiones
para practicar la virtud. Buscamos a Dios con nuestras súplicas de ayuda y la
conciencia de su santidad refleja nuestra propia indignidad. El conocimiento de
uno mismo que viene de nuestro encuentro diario con nuestro prójimo nos hace
rebelarnos o sentirnos inferiores. Vamos corriendo en un triángulo interminable
en el que pedimos ayuda, recibimos la fuerza para seguir adelante y nos abrimos
a las necesidades de nuestros hermanos.
Tememos el
castigo de Dios y esperamos una recompensa por cualquier bien que logramos. En
esta situación, es difícil ver el mensaje que Jesús nos dejó en el Evangelio.
Aunque somos pecadores, esperamos que nuestro prójimo sea perfecto y que Dios
sea misericordioso con nosotros.
Hay una continua
lucha de parte del alma por mantenerse siempre en paz, serena. El amor, como lo
encontramos en Dios, parece lejos de nuestro alcance y la capacidad de amar a
nuestro hermano como Dios lo ama parece una tarea imposible. Practicamos la
virtud en grados que varían según la fuerza de los sentimientos adversos que
encontramos dentro de nosotros.
Se saca mucho
provecho de esta etapa de la vida espiritual. Aunque parezca que corremos en
una rueda de molino, rápido pero sin ir a ningún lugar, vamos ganando un
conocimiento humano y sobrenatural de nosotros mismos. El conocimiento humano
de nosotros mismos viene de la conciencia de nuestra debilidad. Por ejemplo,
cuando sentimos impaciencia, esto se vuelve parte de nuestro estado físico.
Reaccionamos según lo que sentimos. Sabemos que hemos ofendido a nuestro
prójimo pero a menudo lo culpamos a él por haber hecho brotar nuestras
debilidades.
El énfasis en esta etapa está puesto en las debilidades de nuestro
prójimo que nos hacen reaccionar de un modo defectuoso. Él se convierte en la
causa y yo en aquél que sufre los efectos de aquella causa. Nuestras súplicas
se elevan a Dios para que transformen a nuestro vecino y para que nos den la
fuerza de soportarlo. El autoconocimiento en esta etapa tiende a depositar la
mayor carga de culpa en el otro por nuestras propias acciones sobre los demás.
Esto puede ser muy frustrante porque gastamos nuestro tiempo esperando que el
otro mejore y tenemos la expectativa de que algún tipo de gracia nos haga
indiferentes a todo lo que sucede a nuestro alrededor. Aunque corremos de un
lado a otro en círculos, empezamos a tomar conciencia de lo inútil que es
gastar tanto tiempo en circunstancias y disposiciones que salen de nuestro
control.
Cuando
comprendemos que no podemos cambiar a nuestro prójimo, salvo con el ejemplo,
entonces buscamos caminos nuevos en la oración, nuevos secretos de la vida
espiritual que nos permitan salir adelante. Aquí empieza el trabajo del
autoconocimiento sobrenatural. Cuando, en medio de algún fracaso para responder
a las demandas del momento presente, recibimos una luz que nos hace vernos, ver
la mano purificadora de Dios, ver el porvenir en medio de la confusión presente,
entonces experimentamos el conocimiento sobrenatural de nosotros mismos.
El
énfasis cambia del prójimo hacia mí. Esto no sucede para que nos sintamos
culpables o inferiores. Este conocimiento de uno mismo es el conocimiento del
Espíritu de Dios y nos brinda el reconocimiento de nuestra debilidad,
arrepentimiento, compasión por mí y por mi prójimo, la determinación de hacer
las cosas cada vez mejor y un amor más profundo a Dios cuya gracia nos da la
luz para conocer la verdad sin estremecernos.
No hay ningún resentimiento hacia
nuestro prójimo. Comprendemos que sin importar cual sea la causa, nuestro
temperamento o nuestras debilidades son la razón verdadera que origina nuestra
reacción a la adversidad. Nuestro vecino puede demandar que ejercitemos alguna
virtud, pero somos nosotros los que optamos como responder a aquella demanda.
Esto se ve claramente en situaciones en donde los involucrados son tres o más
personas. La respuesta de cada uno será totalmente diferente. Uno puede
enfadarse, otro ser indiferente y otro permanecer en la oscuridad como si nada
estuviera pasando en absoluto.
El conocimiento
sobrenatural de uno mismo hace al alma capaz de sintonizar con las necesidades
de los demás y al mismo tiempo la hace consciente de cual es la mejor respuesta
para cada ocasión. Uno mira su alma como si fuera una tercera persona,
evaluando honestamente sus debilidades, amando con el amor de Jesús y muriendo
a sí misma para poder testimoniar el amor de Jesús por el otro.
No hay ningún
tiempo gastado en ocultarse de uno mismo o de nuestra culpabilidad bajo el
esfuerzo constante necesario para ser buenos.
El autoconocimiento natural
tiende a optar por la autocompasión y el desaliento pero la aceptación honesta
de las debilidades de alguien viene del Espíritu y da los frutos del Espíritu.
El Espíritu se vale de nuestras debilidades y del esfuerzo que ponemos para
aumentar nuestro deseo de Dios, para vaciar nuestras almas de aquel amor propio
excesivo y crear una soledad que sólo pueda ser satisfecha por Dios. Estos tres
efectos de deseo, vacío y soledad desarrollan en nuestras almas una verdadera
se de Dios. Así, la cuarta bienaventuranza hace morada en el alma.
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciado”. (Mt 5, 6)
Tener sed de
Dios es desear estar con él con todo nuestro corazón. El dolor de sentirnos
sedientos de Dios es purificador y a la vez fructífero, porque incrementa
nuestra “capacidad de Dios”, de amar y de acoger la gracia. El alma se pone a
punto y empieza a buscar formas y medios para adquirir un mayor conocimiento de
Dios. Lee las Escrituras, realiza diversos actos de bondad, frecuenta los
Sacramentos, reza más fervientemente y busca ocasiones para ser virtuosa. La
devoción a la Eucaristía y a Santa María crece mientras el deseo del alma de
Dios se hace casi irresistible.
La humildad de
corazón es una fuente continua de fuerza y el alma comienza a aumentar su
confianza. En el pasado la vida de oración del alma era más una lucha contra
nuestros pecados pasados y errores, contra las pruebas presentes, los
sufrimientos y los acontecimientos del futuro. Pedir y reparar eran casi el
único objetivo de la oración del alma hacia Dios. Sin darse cuenta, el alma va
siendo cambiada poco a poco por el Espíritu y dirigida por caminos nuevos de
oración y de unión. La Confianza, arraigada en la Esperanza, permite al alma
ofrecerle su pasado, su presente y colocar su futuro en Dios.
Confiar en Dios
es colocar todo y a todos en Su Misericordia y Providencia con completa
seguridad. Confiar en Dios es tener la seguridad de que nuestro Padre Amoroso
velará por nosotros y por aquellos a quienes nosotros amamos.
La confianza y
la Esperanza liberan al alma del miedo y dispersan las nubes que tan a menudo
hacen que la Fe se vuelva difícil. La fe, que es sólo un asentimiento
intelectual a la verdad, puede hacer que un alma se sienta satisfecha,
complacida porque todo está bien y no hay ninguna necesidad de crecer en algo
que uno ya posee. ¿Será esta la razón por la cual tantos que profesan su Fe no
avanzan en la vida interior?
Una Fe Viva le
da al alma la capacidad de ver a Dios en todo. Esto nos eleva por encima de
nuestro nivel meramente sensible y nos permite “tocar” a Dios en nuestras vidas
diarias. Las pruebas que aumentan la Esperanza nos hacen humildes y así
purifican nuestra Fe. San Pablo nos asegura que la Fe “es la prueba de la
existencia de las realidades que no se ven”. (Heb 11, 2) La capacidad de
abstraer del momento presente
la Presencia de un Padre Amoroso es una Fe viva.
Cuando nuestras almas se hacen cada vez más conscientes de aquella Presencia
crecemos en la Fe. Cuando la Fe se hace tan fuerte que ninguna adversidad puede
apagar su crecimiento en el alma, entonces ésta se encuentra avanzada en el
camino de amar con el amor de Dios.
La Fe desapega
al alma de aquella necesidad de recibir pruebas constantes de la Providencia de
Dios y de su cuidado, de respuestas concretas a nuestros ruegos, y de la
necesidad de recibir consolaciones. La Fe nos asegura Su consuelo y destruye en
nosotros el temor a la sequedad y la desolación. El hombre de Fe cree por la
Palabra de Dios y aquella Palabra da frutos de amor.
Cuando la
Esperanza ve el bien y la Fe ve a Dios en el momento presente, en uno y en el
prójimo, el Amor es puro y desinteresado. Es un intercambio de amor entre el
alma y Dios teniendo al prójimo como el receptáculo de la sobreabundancia de
aquel amor. El intercambio de amor entre el Padre y el Hijo en la Trinidad es
el Espíritu Santo. El Espíritu es poder: el Espíritu es el Amor.
En el Bautismo comenzamos a participar en la Naturaleza de Dios. De una manera misteriosa la Trinidad pone su morada en nosotros. El Padre implanta la Esperanza en nuestra memoria y vive allí, el Hijo implanta la Fe en el Intelecto y vive allí y finalmente el Espíritu implanta el Amor en la voluntad y vive allí.
En el Bautismo comenzamos a participar en la Naturaleza de Dios. De una manera misteriosa la Trinidad pone su morada en nosotros. El Padre implanta la Esperanza en nuestra memoria y vive allí, el Hijo implanta la Fe en el Intelecto y vive allí y finalmente el Espíritu implanta el Amor en la voluntad y vive allí.
Es importante
entender que si alimentamos la memoria por la gracia con la compasión y la
piedad hacia mí y hacia mi prójimo, la imagen del alma reflejará a Jesús de un
modo más perfecto. La humildad y la mansedumbre liberan al alma de un excesivo
apego a sus propias opiniones y dejándola abierta para poder ver al Padre en
todas las cosas. Le da al intelecto la capacidad de discernir el Plan del Padre
y prepara el terreno para que uno pueda realizar las decisiones correctas.
Así como Jesús
mantuvo sus ojos fijos en el Padre, así nuestra alma debería siempre buscar que
es lo que Dios quiere de nosotros. Las Escrituras, la Iglesia, los Mandamientos
y los Preceptos, todos iluminan al Intelecto para mover a la voluntad de modo
que viva en el Espíritu, para que viva en el Amor. Jesús nos pidió
conscientemente buscar el Plan del Padre, amar al Padre, amar a nuestro prójimo
tal como el Padre lo ama, nos pidió hacer nuestra morada en Él así como Él hizo
su morada en nosotros.
Deberíamos
esforzarnos por ser conscientes del maravilloso trabajo que se viene realizando
en nuestras almas. Dios Padre está amando a Dios Hijo y ese amor mutuo, el
Espíritu Santo, vive en cada alma como en un templo. La Trinidad realmente
habita en un alma llena de gracia.
Si nosotros
fuéramos más conscientes de lo que pasa dentro de nosotros, si pudiéramos
cerrar los ojos de nuestros sentidos lo suficiente como para alegrarnos al ver
a Dios amando a Dios en nosotros, quizás comenzaríamos a absorber aquel amor y
lo compartiríamos con nuestros hermanos.
¿Si el alma
desarrollara el hábito de ser consciente de la presencia del Padre en ella, del
Amoroso Jesús en cada ser humano que se encuentra, no daría acaso pasos
gigantescos en su camino hacia la santidad? ¿No miraría a los demás con ojos
nuevos y con un amor nuevo? ¿No trataría a cada uno como Jesús? ¿No entendería
de un modo nuevo que todo aquello que ella hace a sus hermanos se lo hace a
Jesús? Entonces, empezaría a amar realmente como Dios ama, su vida interior y
exterior estaría centrada en Jesús, en el temor de Dios y estaría llena de
amor.
El alma que
sigue de cerca la vida Trinitaria dentro de sí y modela su vida según ella,
amará como Dios ama. Quizás una imagen pueda ayudar a comprender esta realidad.
“Padre, que sean
uno en nosotros como Tú en mí y yo en Ti.” (Jn 17, 21)
Las tres
facultades del alma en gracia: la Memoria, el Intelecto y la Voluntad,
disfrutan de la Presencia Divina. Mientras se conforma cada vez más con cada
persona de la Trinidad, va siendo suavemente transformada. Un alma que vive en
Dios al mismo tiempo que Dios vive en ella, puede abarcar a toda la humanidad
en su corazón. Ama con el amor de Dios porque se ha vuelto una sola persona con
el Padre. “Entonces entenderán”, dijo Jesús, “que yo estoy en el Padre y
ustedes en mí y yo en ustedes.” (Jn 14, 20).
Contemplemos con frecuencia las maravillas de un Padre y
un Hijo que habitan en nosotros. Que nuestros corazones, rebosantes de amor, le
den al Padre el gozo de poder amar a su Hijo en nuestros hermanos a través de
nuestros ojos, nuestro tacto, nuestra preocupación, nuestra compasión y
nuestros corazones.
Al copiar este articulo favor conservar o citar este link.
Fuente:
EL CAMINO HACIA DIOS
www.iterindeo.blogspot.com
Visitamos
No hay comentarios:
Publicar un comentario