La principal meta en la vida de todo cristiano es la de ser
una imagen perfecta de Jesús,
así como Él es una imagen perfecta del Padre.
El
amado semblante del Maestro está impreso en la mente del cristiano.
Las
palabras del Maestro arden en su corazón.
Él mira la fortaleza de Jesús y trata de ser fuerte, mira a
Jesús amable con la muchedumbre y controla su ira, admira la misericordia de
Jesús y perdona setenta veces siete, siente la compasión de Jesús y conquista
su propio orgullo, mira a Jesús heroico, audaz y valiente y se siente seguro,
observa a Jesús respondiendo a sus enemigos con voz serena -con sinceridad, sin
respetos humanos, con perfecto señorío de sí- y trata de ser como Él.
El
cristiano imita el sentido de lealtad del Maestro, su celo, su sencillez, su
nobleza y sus amorosas virtudes según el máximo de sus capacidades. Y esto se
convierte en un estilo de vida para el cristiano, porque no se queda satisfecho
con dar las gracias sino que quiere darle perfecta gloria conformándose con Él.
Sobretodo, busca amar a la manera del Maestro -sin tener en cuenta el costo-
incluso hasta la muerte.
"Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto
reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en
esa misma imagen, cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es
Espíritu."
(2 Cor 3, 18)
Es muy razonable pensar que Dios que había creado al hombre
para reír, tendría que haber reído Él mismo.
Aunque no hay ningún pasaje
específico en las Escrituras que indique que Jesús haya reído, existen
numerosos pasajes en los que se indica que Él si hizo reír a los demás.
Por lo
menos, muchos mostraron aquella complacida sonrisa que uno ve cuando se dice
una palabra o se hace un gesto que expresan algo que no había sido dicho desde
hacia mucho tiempo.
También podemos imaginar a los hombres regresando en la noche
a sus casas y contándole a sus esposas: "¡Hubieras visto lo que les dijo
hoy día a los fariseos!, El Maestro tiene mucha picardía porque confunde a sus
enemigos con sus propias palabras".
Una ocasión fue un día que los fariseos habían elegido para
hacer quedar a Jesús como culpable de una trasgresión. "¿Es correcto -le
preguntaron - pagar el impuesto al César o no? ¿Debemos de pagar sí o no? (Mc
12, 15) "Denme un denario y déjenme verlo", replicó Jesús.
Mirando la moneda y luego a los fariseos, dijo: "¿De
quién es este rostro? ¿Cuál es su nombre?" "César", le
respondieron. "Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios".
Cuando leemos este relato, nos sentimos animados a aplaudir y
decir "Bravo" y mirando esta escena, nos viene a la mente otra
ocasión en la que, después de haber realizado varios milagros y expulsado a los
comerciantes del templo, fue preguntado por algunos ancianos "¿Qué
autoridad tienes para actuar así?" (Mt 21, 23)
"Y yo", Jesús respondió, "le haré una
pregunta, solo una; y si me dan la respuesta, entonces, yo les diré con qué
autoridad actúo de esta forma; Juan el Bautista, ¿De dónde vino, del cielo de
los hombres?"
Las sonrisas en las caras de la muchedumbre deben haber ido
apareciendo mientras todos esperaban la respuesta. Si los sacerdotes y ancianos
respondían "del cielo", entonces Jesús les preguntaría porque se
negaron a creer en él, y si respondían "de los hombres" la gente se
alzaría en cólera contra ellos, porque reconocían a Juan como un profeta de
Dios.
Al darse cuenta de que habían caído en su propia trampa, le
respondieron "no lo sabemos". Y el les replicó "tampoco yo les
voy a responder de dónde viene mi autoridad para actuar así".
No es difícil imaginarnos la alegría de la multitud al ver a
Jesús, una vez más, confundir a sus enemigos con sus propias palabras y darles
esa sensación de seguridad, al ver que el Maestro que seguían sabía de lo que
era capaz.
Estas preguntas maliciosas relacionadas con temas políticos pronto fueron reemplazadas por preguntas de corte teológico. Si no podían poner al gobierno en su contra, entonces le presentarían cuestiones problemáticas de la Ley y la Moral para así cambiar la opinión de la gente.
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