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Es necesario que cada cual esté contento con los dones y talentos con que la Providencia le haya dotado, y no se entregue a la murmuración porque no haya recibido tanta inteligencia y habilidad como otro, ni porque haya ido a menos en sus recursos personales, por excesivo trabajo, por la vejez o la enfermedad. Este aviso es de utilidad general; pues los más favorecidos tienen siempre algunos defectos que les obligan a practicar la resignación y la humildad.
Y será tanto más peligroso dejar sin defensa este lado, cuanto que por ahí ataca el demonio a gran número de almas: incítalas a compararse con lo que fueron en otro tiempo, con lo que son otros, a fin de hacer nacer en ellas todo género de malos sentimientos, así como un orgulloso desprecio del prójimo, una necia infatuación de sí mismos, y una envidia no exenta de malignidad juntamente con el desprecio, y quizá también el desaliento.
Tenemos el deber de conformarnos en esto como en todo lo demás con la voluntad de Dios, de contentarnos con los talentos que El nos ha dado, con la condición en que nos ha colocado, y no hemos de querer ser más sabios, más hábiles, más considerados que lo que Dios quiere. Si tenemos menos dotes que algunos otros, o algún defecto natural de cuerpo o de espíritu, una presencia exterior menos ventajosa, un miembro estropeado, una salud débil, una memoria infiel, una inteligencia tarda, un juicio menos firme, poca aptitud para tal o cual empleo, no hemos de lamentarnos y murmurar a causa de las perfecciones que nos faltan, ni envidiar a los que las tienen. Tendría muy poca gracia que un hombre se ofendiese de que el regalo que se le hace por un puro favor no es tan bueno y rico como hubiera deseado.
¿Estaba Dios obligado a otorgarnos un espíritu más elevado, un cuerpo mejor dispuesto? ¿No podía habernos criado en condiciones aún menos favorables, o dejarnos en la nada? ¿Hemos siquiera merecido esto que nos ha dado? Todo es puro efecto de su bondad a la que somos deudores. Hagamos callar a este orgullo miserable que nos hace ingratos, reconozcamos humildemente los bienes que el Señor se ha dignado concedernos.
En la distribución de los talentos naturales no está Dios obligado a conformarse a nuestros falsos principios de igualdad. No debiendo nada a nadie, El es Dueño absoluto de sus bienes, y no comete injusticia dando a unos más y a otros menos, perteneciendo, por otra parte, a su sabiduría que cada cual reciba según la misión que determina confiarle. «Un obrero forja sus instrumentos de tamaño, espesor y forma en relación con la obra que se propone ejecutar; de igual manera Dios nos distribuye el espíritu y los talentos en conformidad con los designios que sobre nosotros tiene para su servicio, y la medida de gloria que de ellos quiere sacar.»
A cada uno exige el cumplimiento de los deberes que la vida cristiana impone; nos destina además un empleo particular en su casa: a unos el sacerdocio o la vida religiosa, a otros la vida secular, en tal o cual condición; y en consecuencia, nos distribuye los dones de naturaleza y de gracia. Busca ante todo el bien de nuestra alma, o mejor aún, su solo y único objeto final es procurar su. gloria santificándonos. Como El, nosotros no hemos de ver en los dones de naturaleza y en los de gracia, sino medios de glorificarle por nuestra santificación.
Porque, «¿quién sabe -dice San Alfonso- si con más talento, con una salud más robusta, con un exterior más agradable, no llegaríamos a perdernos? ¿Cuántos hay, para quienes la ciencia y los talentos, la fuerza o la hermosura, han sido ocasión de eterna ruina, inspirándoles sentimientos de vanidad y de desprecio de los demás, y hasta conduciéndolos a precipitarse en mil infamias?
¿ Cuántos, por el contrario, deben su salvación a la pobreza, enfermedad o a la falta de hermosura, los cuales, si hubieran sido ricos, vigorosos o bien formados, se hubieran condenado?
No es necesario tener hermoso rostro, ni buena salud, ni mucho talento; sólo una cosa es necesaria: salvar el alma».
Tal vez se nos ocurra la idea de que necesitamos cierto grado de aptitudes para desempeñar nuestro cargo, y que con más recursos naturales pudiéramos hacer mayor bien. Mas, como hace notar con razón el P. Saint-Jure:
«Es una verdadera dicha para muchos y muy importante para su salvación no tener agudo ingenio, ni memoria, ni talentos naturales; la abundancia los perdería, y la medida que Dios les ha otorgado les salvará. Los árboles no se hallan mejor por estar plantados en lugares elevados, pues en los valles se encontrarían más abrigados.
Una memoria prodigiosa que lo retiene todo, un espíritu vivo y penetrante en todas las ciencias, una rara erudición, un gran brillo y un glorioso renombre, no sirven frecuentemente sino para alimentar la vanidad, y se convierten en ocasión de ruina.» Hasta es posible hallar alguna pobre alma bastante infatuada de sus méritos, que desea ser colocada en el candelero, que envidia a los que poseen cargos, que les denigra y hasta trabaja por perderlos.
¿Qué seria de nosotros si tuviésemos mayores talentos?
Sólo Dios lo sabe. En vista de ello,
¿hay partido más prudente que el de confiarle nuestra suerte y entregarnos a El?
¿No está permitido al menos desear estos bienes naturales y pedirlos? Ciertamente, y a condición de que se haga con intención recta y humilde sumisión. En otra parte hemos hablado de las riquezas y de la salud; dejemos a un lado la hermosura, que el Espíritu Santo llama yana y engañosa. Nosotros podemos necesitar de tal o cual aptitud, y hay ciertos dones que parecen particularmente preciosos y deseables, como una fiel memoria, una inteligencia penetrante, un juicio recto, corazón generoso, voluntad firme.
Es, pues, legitimo pedirlos. El bienaventurado Alberto Magno obtuvo por sus oraciones una maravillosa facilidad para aprender, mas el piadoso Obispo de Ginebra, fiel a su invariable doctrina, «no quiere que se desee tener mejor ingenio, mejor juicio»; según él, «estos deseos son frívolos y ocupan el lugar del que todos debemos tener: procurar cultivar cada uno el suyo y tal cual es».
En realidad, lo importante no es envidiar los dones que nos faltan, sino hacer fructificar los que Dios nos ha confiado, porque de ellos nos pedirá cuenta, y cuanto más nos hubiere dado, más nos ha de exigir. Que hayamos recibido diez, cinco, dos talentos, o uno tan sólo poco importa, será preciso presentar el capital junto con los intereses. El recompensado con mayor magnificencia no siempre será el que posea más dones, sino el que hubiere sabido hacerlos más productivos.
Para ser mal servidor, no es necesario abusar de nuestros talentos, basta enterrarlos. ¿Y qué pago podemos esperar de Dios si los empleamos no para su gloria y sus intereses, sino para sólo nosotros, a nuestra manera y no conforme a sus miras y voluntad? «Como los ojos de los criados están fijos en las manos de sus señores», así hemos de tener los ojos de nuestra alma dirigidos constantemente a Dios, ya para ver lo que El quiere de nosotros, ya para implorar su ayuda; porque su voluntad santísima es la única que nos lleva a nuestro fin, y sin ella nada podemos.
¿Quién cumplirá, pues, mejor su modesta misión aquí abajo? No siempre será el de mejores dotes, sino aquel que se haga más flexible en manos de Dios, es decir: el más humilde, el más obediente. Por medio de un instrumento dócil, aunque sea de mediano valor, o aun insignificante, Dios hará maravillas.
«Creedme -decía San Francisco de Sales-, Dios es un gran obrero: con pobres instrumentos sabe hacer obras excelentes. Elige ordinariamente las cosas débiles para confundir las fuertes, la ignorancia para confundir la ciencia, y lo que no es, para confundir a lo que aparenta ser algo. ¿Qué no ha hecho con una vara de Moisés, con una mandíbula de un asno en manos de Sansón?
¿Con qué venció a Holofernes, sino por mano de una mujer?» Y en nuestros días, ¿no ha realizado prodigios de conversión por medio del Santo Cura de Ars? Este hombre mucho distaba de ser un genio, pero era profundamente humilde. Cerca de él había multitud de otros más sabios, y con más dotes naturales; pero, como no estaban de manera tan absoluta en manos de Dios, no han podido igualar a ese modesto obrero.
¿Quién hará servir mejor los dones naturales a su santificación? Tampoco será siempre el mejor dotado, sino el más esclarecido por la fe, el más humilde y el más obediente. ¿No se han visto con frecuencia hombres enriquecidos en todo género de dones, dilapidar la vida presente y comprometer su eternidad; mientras que otros con menos talento y cultura, se muestran infinitamente más sabios, porque vuelven por completo a Dios y no viven sino para El?
Cierta religiosa deploraba un día en presencia de Nuestro Señor lo que. ella llamaba su «nulidad», y sufría más que de costumbre al sentirse tan inútil, cuando la vino este pensamiento: «puedo sufrir, puedo amar, y para estas dos cosas no necesito ni talento ni salud. ¡Dios mío, qué bueno sois! ¡Aun siendo la nada que soy, puedo glorificaros, puedo salvaros muchas almas».
«¡Qué!, preguntaba el bienaventurado Egidio a San Buenaventura, ¿no puede un ignorante amar a Dios tanto como el más sabio doctor? Sí, hermano mío, y hasta una pobre viejecita sin ciencia puede amar a Dios tanto, y aun más que un Maestro en Teología.» Y el Santo Hermano transportado de gozo, corre a la huerta y comienza a gritar: «Venid, hombres simples y sin letras, venid, mujercillas pobres e ignorantes, venid a amar a Nuestro Señor, pues podéis amarle tanto y aun más que Fray Buenaventura y los más hábiles teólogos.»
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