«No penséis que he venido a abolir la Ley o
los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud. En verdad os
digo que mientras no pasen el Cielo y la Tierra no pasará de la Ley ni la más
pequeña letra o trazo hasta que todo se cumpla. Así el que quebrante uno solo
de estos mandamientos, incluso de los más pequeños, y enseñe a los hombres a
hacer lo mismo, será el más pequeño en el Reino de los Cielos. Por el
contrario, el que los cumpla y enseñe, ése será grande en el Reino de los
Cielos.»
(Mateo 5, 17-19)
Jesús, los
preceptos del Antiguo Testamento servían para preparar al Pueblo de Dios a esa
plenitud de tu venida y de tu palabra.
No es sencillo lo que vienes a revelar: el amor
verdadero, que es donación, entrega y, por tanto, renuncia que comporta
sacrificio.
Es muy fácil coger partes sueltas de tu mensaje: lo que
me gusta, lo que «me va bien», lo que siento.
Es muy fácil interpretar el Evangelio «racionalmente», y
quitarse de encima todo lo que habla de pecado, infierno, sacrificio, vida
sobrenatural, misterio, etc.
Es muy fácil... pero es absurdo.
Porque si Tú eres Dios, ¿quién soy yo para «trocear» la
palabra de Dios?
Ya no hay un mensaje posterior, una doctrina que
dignifique más al hombre, que le llene más.
Mientras no pasen el Cielo y la Tierra no pasará de la
Ley ni la más pequeña letra.
El nuevo Pueblo de Dios, que es tu Iglesia, tiene ahora
la misión de que no se quebrante uno solo de estos mandamientos, incluso de los
más pequeños.
La Iglesia, dirigida por los sucesores de los apóstoles,
guarda íntegra la doctrina a través de los siglos, a la vez que orienta a los
fieles para aplicarla en las situaciones actuales de cada época y de cada
pueblo.
Jesús, en el ambiente hay como un terror a las normas, a
los mandamientos, como si fueran en contra de la libertad.
«Yo creo en Dios, pero a mi manera», dicen muchos.
«Así es más espontáneo, más natural».
En cambio, bien que siguen las normas de tráfico y no se
salen de los límites de la autopista, aunque las vallas «restrinjan» su
libertad.
Que me dé cuenta, Jesús, de que los mandamientos son
carreteras que me señalan la buena dirección, el mejor modo de llegar al
destino correcto.
Que no quiera salirme de esos límites, pues con la
apariencia de ganar libertad, estaría perdiendo el camino.
«Convéncete: tu apostolado consiste en
difundir bondad, luz, entusiasmo, generosidad, espíritu de sacrificio,
constancia en el trabajo, profundidad en el estudio, amplitud en la entrega,
estar al día, obediencia absoluta y alegre a la Iglesia, caridad perfecta...
-Nadie da lo que no tiene»
(Surco.- 927).
Jesús, si quiero ser tu discípulo y hacer apostolado
entre mis amigos, he de empezar siguiéndote de cerca.
«Y el seguimiento de Jesucristo implica cumplir los
mandamientos. La Ley no es abolida (Mateo 5, 17), sino que el hombre es
invitado a encontrarla en la Persona de su Maestro, que es quien le da la
plenitud perfecta» El que los cumpla y enseñe, ése será grande en el Reino de
los Cielos.
Jesús, primero he de cumplir yo esos mandamientos, hasta
el más pequeño, obedeciendo con alegría y con resolución las indicaciones de la
Iglesia.
No es suficiente con guardar los diez mandamientos, sino
que debo conocer lo que dicen el Papa y los Obispos.
Y luego tengo el deber, por cristiano, de enseñar a los
demás dónde está el camino, y la verdad y la vida.
Y no están en otro sitio más que en Ti y en tu Iglesia:
en los mandamientos, en los sacramentos, en las exigencias cristianas de
caridad y entrega, de honradez, de prestigio profesional, de espíritu de
sacrificio.
Ayúdame, Jesús, a vivir conforme a tus mandamientos.
Sé que obedecerlos no va en contra de mi libertad sino
que, precisamente porque me guían en mi camino, son la mejor elección que puedo
hacer.
Y esta elección, obedecerte a Ti y a tu Iglesia, es el
mejor uso posible de mi libertad.
Además, sólo siendo fiel a estos mandatos podré luego
difundir bondad, luz, entusiasmo, generosidad..., porque nadie da lo que no
tiene.
La naturaleza humana
perdió, por el pecado original, el estado de santidad al que había sido elevada
por Dios y, en consecuencia, también quedó privada de la integridad y del orden
interior que poseía.
Desde entonces el hombre
carece de la suficiente fortaleza en la voluntad para cumplir todos los
preceptos morales que conoce. Aún después del Bautismo experimentamos una
tendencia al mal y una dificultad para hacer el bien: es el llamado fomes
peccati o concupiscencia, que –sin ser en sí mismo pecado- procede del pecado y
al pecado se inclina (CONCILIO DE TRENTO, Sobre el pecado original.)
La ayuda de Dios nos es
absolutamente necesaria para realizar actos encaminados a la vida sobrenatural.
Nuestras buenas obras, los frutos de santidad y apostolado, son en primer lugar
de Dios; en segundo término, resultado de haber correspondido como
instrumentos, siempre flojos y desproporcionados, de la gracia.
Todos recibimos por
la bondad de Dios, mociones y ayudas para acercarnos a Él, para acabar con
perfección un trabajo, para hacer una mortificación o un acto de fe, para
vencernos por Su amor en algo que nos cuesta: son las gracias actuales, dones
gratuitos y transitorios de Dios que en cada alma desarrollan sus efectos de
una manera particular.
¡Cuántas hemos recibido
hoy! ¡Cuántas más recibiremos si no cerramos la puerta a esa acción callada y
eficaz del Espíritu Santo! Con la gracia, Dios nos otorga la facilidad y la
posibilidad de realizar el bien: Sin Mí, nada podéis hacer (Juan 15, 5) dijo
terminantemente el Señor, y nosotros lo tenemos bien experimentado. Nuestra
jornada se resumirá frecuentemente en: pedir ayuda, corresponder y agradecer.
. El Hombre puede
resistirse a la gracia. De hecho a lo largo del día, quizá en cosas pequeñas,
decimos que no a Dios. Y hemos de procurar decir muchas veces sí a lo que el
Señor nos pide, y no al egoísmo, a los impulsos de la soberbia, a la pereza. La
respuesta libre a la gracia de Dios debe hacerse en el pensamiento, con las
palabras y los hechos (CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium.) La mayor o
menor abundancia de las gracias depende de cómo correspondemos.
Cuando estamos dispuestos
a decir sí al Señor en todo, atraemos una verdadera lluvia de dones y Su amor
nos inunda cuando somos fieles a las pequeñas insinuaciones de cada jornada.
Acudamos a San José, esposo fidelísimo de María, para que nos ayude a oír con
claridad la voz del Espíritu Santo, para que como él , realicemos tan bien y
con tanta prontitud, la voluntad de Dios.
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