«En efecto, el propio Herodes había mandado prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, a la cual Herodes había tomado como mujer. Juan decía a Herodes: No te es lícito tener a la mujer de tu hermano. Herodías le odiaba y quería matarle, pero no podía, porque Herodes tenía a Juan sabiendo que era un varón justo y santo, y le protegía, y al oírlo temía muchas dudas pero le escuchaba con gusto.
Cuando llegó un día propicio, en el que Herodes por su cumpleaños dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea, entró la hija de la propia Herodías, bailó y gustó a Herodes y a los que con él estaban en la mesa. Dijo el rey a la muchacha: Pídeme lo que quieras y te lo daré. (...) Quiero que en seguida me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista. El rey se entristeció, pero, a causa del juramento y de los comensales, no quiso contrariarla; y, enviando un verdugo, el rey mandó traer su cabeza. Aquel marchó y lo decapitó en la cárcel.»
(Marcos 6,17-28)
Jesús, Juan el Bautista, el hombre fiel que te preparó el camino, había dicho de ti: «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Juan 3,30) demostrando una gran humildad en momentos en que el pueblo entero de Israel le seguía como si fuera el Mesías. El alma humilde busca la verdad, no la apariencia.
Jesús, a veces me importa más quedar bien que reconocer la verdad. Ayúdame a aprender de Juan el Bautista, que por decir la verdad a Herodes, por no callarse, fue encarcelado y decapitado.
Jesús, a veces tengo la tentación de apañar la verdad para no quedar mal, o por temor a lo que puedan decir los demás. Seguramente no tendré que defender la verdad hasta la muerte, sino en pequeñas cosas; pero ahí es donde esperas que me comporte como verdadero discípulo tuyo, que te imite. Y Tú has dicho: «Yo soy la verdad» (Juan 14,6).
«Os insisto en que os dejéis ayudar, guiar, por un director de almas, al que confiéis todas vuestras ilusiones santas y todos vuestros problemas cotidianos que afecten a la vida interior, los descalabros que sufráis y las victorias. En esa dirección espiritual mostraos siempre muy sinceros: no os concedáis nada sin decirlo, abrid por completo vuestra alma, sin miedos ni vergüenzas. Mirad que, si no, ese camino tan llano y carretero se enreda, y lo que al principio no era nada, acaba convirtiéndose en un nudo que ahoga» (Amigos de Dios.-15).
Jesús, ¡qué difícil es guiarme a mí mismo en temas de vida interior! Enseguida me excuso; además, cuando estoy peor, menos me puedo ayudar, porque nadie da lo que no tiene. Necesito que alguien me tienda una mano cuando estoy más desanimado, y también que me dé ideas nuevas para luchar eficazmente.
Os insisto en que os dejéis ayudar Mostraos siempre muy sinceros.
Tú, Señor, eres la verdad, y amigo de la verdad; por eso, tus palabras más duras son contra los hipócritas. «Es un hipócrita todo aquel que aparenta lo contrario de lo que es» (San Jerónimo).
Ayúdame a vencer la vergüenza natural de abrir mi alma al director espiritual, porque no soy perfecto pero quiero mejorar. Y luego, Jesús, dame tu gracia para luchar en los propósitos de la dirección espiritual, porque no es suficiente con ser sincero. También he de ser dócil e intentar poner por obra esos consejos. Herodes oía con gusto a Juan el Bautista, pero no puso en práctica sus enseñanzas. Y acabó cortándole la cabeza.
El Evangelio de la Misa de hoy nos relata el martirio de Juan el Bautista porque fue coherente hasta el final con su vocación y con los principios que daban sentido a su existencia.
El martirio es la mayor expresión de la virtud de la fortaleza y el testimonio supremo de una verdad que se confiesa hasta dar la vida por ella. Sin embargo, el Señor no pide a la mayor parte de los cristianos que derramen su sangre en testimonio de su fe.
Pero reclama de todos una firmeza heroica para proclamar la verdad con la vida y la palabra en ambientes quizá difíciles y hostiles a las enseñanzas de Cristo, y para vivir con plenitud las virtudes cristianas en medio del mundo, en las circunstancias en las que nos ha colocado la vida.
Santo Tomás (Suma Teológica) nos enseña que esta virtud se manifiesta en dos tipos de actos: acometer el bien sin detenerse ante las dificultades y peligros que pueda comportar, y resistir los males y dificultades de modo que no nos lleven a la tristeza.
Nunca fue tarea cómoda seguir a Cristo. Es tarea alegre, inmensamente alegre, pero sacrificada. Y después de la primera decisión, está la de cada día, la de cada tiempo. Necesitamos la virtud de la fortaleza para emprender el camino de la santidad y para reemprenderlo a diario sin amilanarnos a pesar de todos los obstáculos.
La necesitamos para ser fieles en lo pequeño de cada día, que es, en definitiva, lo que nos acerca o nos separa del Señor. La necesitamos para no permitir que el corazón se apegue a las baratijas de la tierra, y para no olvidar nunca que Cristo es verdaderamente el tesoro escondido, la perla preciosa
(Mateo 13, 44-46), por cuya posesión vale la pena no llenar el corazón de bienes pequeños y relativos.
Además esta virtud nos lleva a ser pacientes ante los acontecimientos, noticias desagradables y obstáculos que se nos presentan, con nosotros mismos, y con los demás.
No podemos permanecer pasivos cuando se quiera poner al Señor entre paréntesis en la vida pública o cuando personas sectarias pretenden arrinconarlo en el fondo de las conciencias.
Tampoco podemos permanecer callados cuando tantas personas a nuestro lado esperan un testimonio coherente con la fe que profesamos.
La fortaleza de Juan es para nosotros un ejemplo a imitar. Si lo seguimos, muchos se moverán a buscar a Cristo por nuestro testimonio sereno, de la misma manera que otros tantos se convertían al contemplar el martirio de los primeros cristianos
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