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viernes, 16 de diciembre de 2011

Sin embargo, no quieren aceptar que eres el Hijo de Dios. Jesús, ¿cómo es posible que, viendo tus milagros, no creyeran en Ti? Tú mismo me das la respuesta en la parábola del rico Epulón: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno de los muertos resucite» (Lucas 16,31). Si no hago oración, si no tengo una vida de piedad en serio, si no sigo tus consejos ni los consejos de los ministros de tu Iglesia, ningún suceso extraordinario me dará la fe. ¡Cuánta gente ha vivido verdaderos milagros y ni se ha dado cuenta de que Tú estabas detrás. Para verte, antes hay que tener ojos de fe o, al menos, querer tenerlos.







«Vosotros enviasteis legados a Juan y él dio testimonio de la verdad. Pero yo no recibo el testimonio de hombre, sino que os digo esto para que os salvéis. Aquél era la antorcha que ardía y alumbraba, y vosotros quisisteis alegraros por un momento con su luz. Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan, pues las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado». (Juan 5, 33-36) 


I. Jesús, hoy me hablas de tus milagros: «las obras que me ha dado mi Padre dan testimonio de mí.» Juan también había dado testimonio de Ti, y su luz alumbró durante un tiempo. «Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan». Junto con las profecías del Antiguo Testamento -que se cumplieron en Ti con una exactitud inexplicable humanamente-, los milagros salidos de tus manos son una prueba irrefutable de que eres el Mesías enviado por Dios.

Jesús acompaña sus palabras con numerosos «milagros, prodigios y signos» (Hechos 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado. Hasta los dirigentes judíos se dan cuenta: «Entonces los pontífices y los fariseos convocaron el sanedrín y decían: ¿qué hacemos, puesto que este hombre realiza muchos milagros? Si le dejamos así, todos creerán en él» (Juan 11,47-48). 

Sin embargo, no quieren aceptar que eres el Hijo de Dios. Jesús, ¿cómo es posible que, viendo tus milagros, no creyeran en Ti? Tú mismo me das la respuesta en la parábola del rico Epulón: «Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno de los muertos resucite» (Lucas 16,31). Si no hago oración, si no tengo una vida de piedad en serio, si no sigo tus consejos ni los consejos de los ministros de tu Iglesia, ningún suceso extraordinario me dará la fe. ¡Cuánta gente ha vivido verdaderos milagros y ni se ha dado cuenta de que Tú estabas detrás. Para verte, antes hay que tener ojos de fe o, al menos, querer tenerlos. 


II. « ¿Has visto? -¡Con Él, has podido! ¿De qué te asombras? -Convéncete: no tienes de qué maravillarte. Confiando en Dios -¡confiando de veras!-, las cosas resultan fáciles. Y, además, se sobrepasa siempre el límite de lo imaginado» (Surco.-123). 

Jesús, sigues haciendo milagros. Sólo me pides que confíe en Ti, que confíe de veras. Sobre todo quieres hacer muchos milagros de tipo sobrenatural: conversiones, decisiones de mayor entrega, nuevos campos apostólicos, victorias en la lucha ascética contra defectos arraigados. ¡Con El, has podido! ¿De qué te asombras?

Jesús, quieres que me apoye mucho en Ti para mejorar mis virtudes y superar los defectos que me impiden amarte más. También estás dispuesto a ayudarme en mis necesidades humanas y materiales, y en las de los demás. Por ello, es bueno que pida para que se solucione aquella dificultad familiar, o una enfermedad, o un examen. También es cristiano pedir por el fin de las guerras, de las injusticias y de los sufrimientos de los hombres. Tú puedes hacer -y haces continuamente- muchos milagros materiales, especialmente cuando los pedimos a través de la intercesión de tu Madre la Virgen o de algún santo. 

Sin embargo, no siempre me concedes lo que te pido. ¿Es que no me escuchas? Jesús, Tú sabes más que yo. Cuando no me concedes lo que te pido, es porque no me conviene o porque me tratas como tu Padre te trató: cargándote con la cruz. Dios bendice con la Cruz. La cruz es una muestra de confianza. Cuando me envías una dificultad, me estás dando una ocasión de unirme y parecerme más a Ti. No quieres que me busque cruces, pero tampoco que me rebele cuando me las envíes. ¡Qué gran testimonio cristiano da el que lleva con alegría su cruz. Dame, Jesús, la fortaleza y la fe para saberla llevar, si me la envías.

 El tiempo de Adviento prepara también nuestra alma a la expectación de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos. Vendrá Jesucristo como Redentor del mundo, como Rey, Juez y Señor de todo el Universo. Y sorprenderá a los hombres ocupados en sus negocios, sin advertir la inminencia de su llegada. Se reunirán a su alrededor buenos y malos, vivos y difuntos: Todos los hombres se dirigirán irresistiblemente hacia Cristo triunfante, atraídos unos por el amor, forzados los otros por la justicia (Santos Evangelios, EUNSA).

Aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre (Mateo 24, 30), la Santa Cruz; esa Cruz tantas veces despreciada y abandonada. Jesucristo se mostrará con toda su gloria, y entonces daremos por bien empleados todos nuestros esfuerzos, todas aquellas obras que hicimos por Dios, aunque nadie se diera cuenta. Y sentiremos una gran alegría al ver la Cruz que quisimos poner en la cima del mundo.


II. Allí estarán todos los hombres desde Adán. En la segunda venida de Cristo se manifestará públicamente el honor y la gloria de los santos, porque muchos de ellos murieron ignorados, despreciados, incomprendidos, y ahora serán glorificados a la vista de todos. 

Los propagadores de herejías recibirán el castigo que acumularon a lo largo de los siglos, cuando sus errores pasaban de unos a otros impidiéndoles que encontraran el camino de la salvación. Se verá el verdadero valor de los hombres tenidos por sabios, pero maestros del error, mientras otros que merecían recibir honores, fueron relegados al olvido. Los juicios particulares serán confirmados y dados a conocer públicamente. La glorificación del Dios-Hombre, Jesucristo, alcanzará su punto culminante en el ejercicio de Su potestad judicial sobre el Universo. 


III. Antes de la segunda venida gloriosa de Nuestro Señor tendrá lugar el propio juicio particular, inmediatamente después de la muerte, que, como lo enseña la Revelación, es un paso, un trámite hasta la vida eterna. Nada dejará de pasar por el tribunal divino: pensamientos, deseos, palabras, acciones y omisiones. Cada acto humano adquirirá entonces su verdadera dimensión: la que tiene ante Dios, no la que tuvo ante los hombres.

Jesucristo no será un Juez desconocido porque hemos procurado servirle cada día de nuestra vida. Nos conviene meditar sobre el propio juicio al que nos encaminamos, y así nos preparamos para la Nochebuena: Ven, Señor Jesús, no tardes, para que tu venida consuele y fortalezca a los que esperan todo de tu amor. 
(Oración del día 24)

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