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jueves, 15 de diciembre de 2011

«De que tú y yo nos portemos como Dios quiere -no lo olvides-dependen muchas cosas grandes»




«Después de marcharse los enviados de Juan, comenzó a decir a las muchedumbres acerca de Juan: ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿Qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido con ropas delicadas? Mirad, los que visten con lujo y viven entre placeres están en palacios de reyes. ¿Qué habéis salido a ver? ¿Un profeta? Si; os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que yo envío delante de ti mi mensajero, que vaya preparándote el camino.

Os digo, pues, que entre los nacidos de mujer nadie hay mayor que Juan; aunque el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él. Y todo el pueblo y los publicanos, habiéndole escuchado, reconocieron la justicia de Dios, recibiendo el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los doctores de la Ley rechazaron el plan de Dios sobre ellos, no habiendo sido bautizados por él». (Lucas 7, 24-30) 


I. «Pero los fariseos y los doctores de la Ley rechazaron el plan de Dios sobre ellos». Por tanto, Jesús, Tú tenias pensado otros planes para ellos; otros planes que no quisieron seguir, usando mal su libertad. ¿Qué hubiera pasado si los hubieran seguido? Probablemente, el mundo sería distinto.

Jesús, Tú también me has preparado unos planes, una misión que debo cumplir en la tierra. Y para que la pueda llevar a cabo, me has dado unos medios humanos y sobrenaturales: unas capacidades humanas, una familia, unos amigos, unas circunstancias económicas; y la gracia de Dios necesaria, que encuentro habitualmente a través de los sacramentos. 

Jesús, las circunstancias que me han llevado a conocerte ya las tenias previstas: unos padres cristianos, un amigo, un maestro, un acontecimiento que me ha hecho pensar. Seguramente me has estado enviando «gracias actuales», es decir, gracias específicas para situaciones concretas: «intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación» (CEC.- 2000). Son estas gracias las que me han impulsado a querer conocerte más. ¿Cómo no agradecértelo, Jesús? Quiero corresponder a tus llamadas, quiero seguir tus planes, no rechazarlos como hicieron los fariseos y doctores de la Ley. 


II. «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere -no lo olvides-dependen muchas cosas grandes» (Camino.-755).

Jesús, estás a punto de nacer. Estás ahí, aún en el vientre de tu madre, y ya me das una lección: obediencia a los planes de Dios. La Humanidad lleva siglos esperando, pero Tú no te impacientas. Esta es siempre tu regla de conducta: hacer lo que quiere tu Padre Dios. Por eso, ya desde el seno de Maria, sigues obedientemente los planes trazados por Dios desde la eternidad: quieres nacer como un niño normal, sin espectáculo, sin más cosas extraordinarias que las estrictamente necesarias. 

De mi obediencia a tus planes, Jesús, dependen muchas cosas grandes. ¿Qué quieres hoy de mí? Que no me pase como a esos fariseos y doctores de la Ley, que eran los que estaban más preparados para conocer tu venida: rechazaron el plan de Dios sobre ellos. ¡Qué pena! Yo también tengo muchas posibilidades de conocerte más, de tratarte personalmente, incluso puedo recibirte en la comunión, si mi alma está limpia. 

Que no me pase por alto la misión que me tienes reservada; que no me desentienda de esa vocación a la santidad que has puesto en el corazón de todos los hombres. Quiero estar seguro de no fallar en esto, Señor. Por eso me interesa preguntar, aconsejarme, escuchar a alguien capaz de ayudarme y... ¡dejarme ayudar! Alguien que entienda mis circunstancias y que esté cerca de Ti, que luche también por cumplir tu voluntad por encima de todas las cosas.

¡Qué gran ayuda es la dirección espiritual! Que me dé cuenta de que necesito ayuda para conocer tu voluntad, y que aprenda de Ti a obedecer los planes que Dios tiene para mí. 



I. Viene el Señor a visitarnos a traernos la paz, y ha de encontrarnos como el siervo diligente (Marcos 13, 37) a quien su señor le encuentra vigilante en su puesto cuando regresa después de un largo viaje. Vigilar es sobre todo amar. Puede haber dificultades para que nuestro amor se mantenga despierto: el egoísmo, la falta de mortificación y de templanza, amenazan siempre la llama que el Señor enciende una y otra vez en nuestro corazón. Por eso es preciso luchar para sacudir la rutina.

Para el cristiano que se ha mantenido en vela, ese encuentro con el Señor no llegará inesperadamente, no vendrá como ladrón en la noche (1 Tesalonicenses 5, 2), no habrá sorpresas, porque en cada día se habrán producido ya muchos encuentros con Él, llenos de amor y confianza, en los Sacramentos y en los acontecimientos ordinarios de la jornada. 


II. Estamos alerta cuando nos esforzamos por hacer mejor la oración personal, que aumenta los deseos de santidad y evita la tibieza, y cuando cuidamos la mortificación, que nos mantiene despiertos para las cosas de Dios. También vigilamos mediante el delicado examen de conciencia. Nuestra vigilancia ha de estar en las cosas pequeñas de cada día, porque así colocamos nuestras posiciones de lucha lejos de los muros capitales de la fortaleza (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino). 

Y porque las cosas pequeñas suelen ser la antesala de las grandes. Afinemos en pureza interior mediante la mortificación de la memoria y la imaginación, durante estos días de espera en la Navidad, para recibir a Cristo con una mente limpia, en la que eliminando todo lo que va contra el camino o está fuera de él, no quede ya nada que no pertenezca al Señor. 


III. Esta purificación del alma por la mortificación interior no es algo meramente negativo. Ni se trata sólo de evitar lo que esté en la frontera del pecado; por el contrario, consiste en saber privarse, por amor a Dios, de lo que será lícito no privarse. La mortificación de la memoria y la imaginación nos abre el camino a la vida contemplativa, en las diversas circunstancias en la que Dios nos haya querido situar.

La liturgia de Adviento nos repite insistentemente: Crea en mí, ¡OH Dios!, un corazón puro (Salmos 50, 12), y hoy hacemos propósitos concretos de vaciarlo de todo lo que no agrada al Señor, y de llenarlo de amor como hicieron la Virgen Santísima y San José.

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