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sábado, 23 de marzo de 2013

Santo Toribio de Mogrovejo...

Apóstol de los Andes
Él, en su santidad, y al lado de ella, sirvió a la educación de los peruanos y fue un modelo de vida limpia y de fidelidad a los deberes de su consagración episcopal. 

Lo imagino y lo siento con nosotros, en estas horas en las cuales debemos reiterar nuestra creencia en el Perú”.

Contemplativo. Sin estar atendiendo a parlerías.
Corazón virginal. Era un ángel.
Santidad. No cometer un pecado.
Penitencia. Sin descansar.
Sonriente. Boca llena de risa.
Trato apacible. Muy llano y muy suave.
Sencillez. Regalos y confites para los pequeñuelos.
Valentía. Sin haber oído palabra descompuesta.
Solidaridad. Todo lo daba a los pobres.
Rectitud de conciencia. Nunca cupo mala sospecha.

Brillante sol de América del Sur. 
Mayorga fue la cuna de tu luz.

Dos mundos pues tu lumbre 
recorrió la misma fe que fulguró en la cruz.

Ángel de Paz nacido en nuestro suelo, 
tu corazón es nuestro corazón

La sangre real que corre por tus venas, 
 aquí brotó mágico raudal.

Ángel de Paz nacido en nuestro suelo,  
tu corazón es nuestro corazón

La sangre real que corre por tus venas aquí brotó mágico raudal.

Toribio singular pastor celoso de tu grey,
 las almas a salvar en nombre vas de Cristo Rey.

América te vio cruzar su vasta inmensidad y el eco de tu voz un nuevo mundo vio la paz.

Vuelve ya tu hermoso corazón a este pueblo que te dio la vida
y que implora con su fe rendida tu amorosa y santa bendición.

El 23 de marzo de 2006 se cumplieron 400 años del tránsito de la tierra al cielo de Santo Toribio Mogrovejo, el apóstol de los Andes, el infatigable caminante que recorrió más de 40.000 kms. a pie para visitar a sus fieles, a quienes amó como hijos, con entrañas de padre y pastor.


Llegó a Perú en 1580 y dieciocho años después envió una “relación y memorial” al Papa Clemente VIII, dando cumplida información de su labor y un retrato fidedigno de su dilatada arquidiócesis de cinco “villas” (Ica, Cañete, Chancay, Santa y Zaña) y cuatro “ciudades” (Trujillo, Huánuco, Chachapoyas y Moyobamba), donde dice lo siguiente:


“Después que vine a este Arzobispado de los Reyes de España, por el año de ochenta y uno, he visitado por mi propia persona [...], muchas y diversas veces, el distrito, conociendo y apacentando mis ovejas, corrigiendo y remediando, lo que ha parecido convenir, y predicando los domingos y fiestas a los indios y españoles, a cada uno en su lengua, y confirmando mucho número de gente, que han sido más de seiscientas mil ánimas [...] 

y andado y caminado a más de cinco mil doscientas leguas, muchas veces a pie, por caminos muy fragosos y ríos, rompiendo por todas las dificultades y careciendo algunas veces yo y la amilia, de cama y comida, entrando a partes remotas [...] adonde ningún Prelado ni visitador había entrado”.

Sus 25 años de trabajo pastoral serán decisivos para la formación del Perú y la Iglesia de América, al punto que en su visita al Perú en 1985, Juan Pablo II dijo:

"En Santo Toribio descubrimos el valeroso defensor o promotor de la dignidad de la persona. Él fue un auténtico precursor de la liberación cristiana en vuestro país. 

Él supo ser a la vez un respetuoso promotor de los valores culturales aborígenes, predicando en las lenguas nativas y haciendo publicar el primer libro en Sudamérica: el catecismo único en lengua española, quechua y aymara"

El sucesor de Santo Toribio, el actual arzobispo de Lima, Cardenal Juan Luis Cipriani, el 28 de julio de 2004, nos recordaba su perenne vigencia:

“Desde esta cátedra y desde este solar varias veces centenario, pienso una vez más en mi egregio predecesor Santo Toribio de Mogrovejo, quien recorrió buena parte del Perú, quien respetó la libertad del hombre andino en el proceso fecundo de cristianización, y quien muriera hace casi 400 años en el pueblo de Zaña, cuando se hallaba en una Semana Santa en plena visita pastoral. 

Él, en su santidad, y al lado de ella, sirvió a la educación de los peruanos y fue un modelo de vida limpia y de fidelidad a los deberes de su consagración episcopal. Lo imagino y lo siento con nosotros, en estas horas en las cuales debemos reiterar nuestra creencia en el Perú”.


En estas pocas páginas quiero ayudarte a que te asomes a su corazón gigante. Estaba tan enamorado de Cristo Vivo que solía exclamar: “Antes reventar que cometer un pecado venial”

Este mismo amor lo proyectó a todos los fieles a quienes prodigó continuos favores sin importarle color o condición social. 

En sus 25 años de labor episcopal se entregó de tal manera que murió agotado en plena visita pastoral, el jueves santo de 1606, hace 400 años, allá por tierras de Zaña. Espero que su ejemplo santo nos contagie y nos comprometa a construir un nuevo Perú.


 Raíces


Toribio nace un 16 de noviembre de 1538 en Mayorga (Valladolid). Debió su nombre al célebre patrono y obispo de Astorga del siglo V, quien también dará nombre al monasterio de Liébana, valle ubicado junto al castillo de los Mogrovejo, en Santander. 



Fueron padres de Toribio don Luis Mogrovejo (1504-1569), bachiller en Derecho y regidor perpetuo de la Villa desde 1550 a 1568, y doña Ana de Robledo y Morán (1508-1592), de ilustre familia de Villaquejida, en la provincia de León y diócesis de Oviedo, a 25 kilómetros de Mayorga. Se casaron en Villaquejida en 1534 y tuvieron cinco hijos: Luis, el mayor (1535-1571); 

Lupercio (1536-1587); Toribio –nacido, como señalamos, el 16 de noviembre de 1538-; María Coco (1542-1618), que fue religiosa dominica en el Convento “San Pedro Mártir” de Mayorga; y Grimanesa (1545-1634), que lo acompañará al Perú con su esposo  Francisco de Quiñones (1540-1605). 


Sobre la infancia de su tío, Mariana de Guzmán Quiñones nos proporcionará valiosos datos. Por ejemplo, dijo que esta anécdota la “oyó decir a su madre muchas veces, siendo el dicho siervo de Dios de 9 a 10 años, a persuasión de los muchachos de la vecindad de su casa, salió una sola noche a jugar con ellos a la plaza a la luna”. 

Y al parecer, viendo los traviesos mozalbetes unas vendedoras con canastas de comida, fueron “arrebatándoles todo lo que de ellas pudieran” por lo que, indignadas las placeras, comenzaron a maldecir, escandalizando al inocente Toribio, el cual amonestó a las mujeres y les rogó que cesasen en sus imprecaciones pues ofendían a Dios, que valorasen las pérdidas, y que él iría a su casa para resarcir todo lo hurtado por sus compañeros. Ayudado por su madre, tal como se lo dijo, lo hizo “y de allí en adelante nunca jamás quiso salir a jugar a la luna con aquellos ni otros muchachos”.



En tiempo de santo Toribio había diez parroquias en su pueblo. Sus padres pertenecían a la de san Juan. Pero en la actualidad sólo existe como parroquia la del Salvador, conservándose también otras iglesias como el convento dominico de san Pedro Mártir. Sobre su casa natal, se levanta una ermita dedicada a santo Toribio. Al parecer, cerca de allí, se encontraba el antiguo convento franciscano donde Toribio estudió sus primeras letras, y es el lugar en el que están enterrados sus padres. 

Es sabido que, además de Toribio, de esta tierra vinieron al Perú otros personajes como Juan de Mogrovejo, tío segundo del santo, compañero de Pizarro en Cajamarca y uno de los fundadores de Lima, así como el gobernador Cristóbal Vaca de Castro. También otros que acompañaron al obispo junto a su hermana Grimanesa, su cuñado Francisco de Quiñones y sus tres hijos.


 Valladolid

En 1550, y con trece años, Toribio fue a Valladolid para estudiar Gramática y Derecho hasta 1560.  


Sin duda por entonces tuvo motivos para soñar con América. Según cuenta León Pinelo iba a rezar a la iglesia de San Benito, ante la Santísima Virgen del Sagrario, que le curó de un doloroso “lobanillo”. Y su criado y paje Sancho Dávila nos refiere su cuidado por los compañeros de estudio a los que inculcaba el amor a Dios y la fortaleza para no pecar: “No ofendáis a tan gran Señor, [es preferible] reventar y no hacer un pecado venial”.

Salamanca


En 1562 pasa a la universitaria ciudad de Salamanca. Allí vivía y enseñaba su tío Juan Mogrovejo, canónigo y catedrático, y la universidad vive su momento de oro con la renovada Escolástica y la formación de la denominada “Escuela de Salamanca”, cuyo máximo empeño fue proyectar la teología en el hombre como persona individual y en su realidad social. De algún modo, desde la consideración del hombre como imagen de Dios, Salamanca acercó la teología a la realidad, aplicándola al derecho, a la economía, a la vida. 


Sólo habían transcurrido dieciséis años de la muerte del gigante P. Francisco de Vitoria, O.P., y allí enseñaban sus discípulos egregios Domingo Soto y Melchor Cano. Maestro de Toribio sería el gran Martín Azpilcueta. 

Probablemente fue alumno del también célebre fray Luis de León, pues justo los años en que se matricula para el doctorado en el Colegio San Salvador de Oviedo (1571-1575) éste explicaba el tratado De Legibus.

En 1562-63 lo hallamos matriculado como estudiante sin grado; en 1563, como bachiller canonista; de 1564 a 1566 no hay constancia de sus estudios en el alma mater salmantina, por lo que parece que estuvo en Coimbra, acompañando a su tío el Dr. Juan Mogrovejo.

 El Camino de Santiago


Durante los meses de septiembre y octubre de 1568, acude como peregrino a Santiago de Compostela, siguiendo la Ruta de la Plata desde Salamanca a Compostela. 

Lo acompaña su amigo íntimo Francisco de Contreras, segoviano de la misma promoción de becarios que Mogrovejo. 

Más tarde sería Presidente del Consejo de Castilla y uno de los principales gestores ante la Corte para informar favorablemente de Toribio, a quien propone como arzobispo de Lima.



La razón de viajar a Compostela y obtener allí la licenciatura en cánones era encontrarse también con el Dr. Juan Yáñez, amigo íntimo y discípulo de su tío. Según refiere Sancho Dávila, al entrar con Francisco Contreras en una iglesia, a la puerta, una mujer de raza negra, al verles tan malparados, sacó de su bolsa “un cuarto” y se lo ofreció como limosna. 

Toribio lo rechazó disculpándose: “Señora, Dios os lo pague, que aquí llevamos para pasar nuestra romería”. 

Siempre que celebraba misa le venía a la memoria la bondad de la negra y la encomendaba a Dios. No sufría que nadie llamase despectivamente negro a los de raza negra, sino más bien por su nombre de bautismo o diciendo “hombre moreno”.



Tras unos días de sosiego, presentó su título de bachiller y fue admitido por el claustro compostelano para obtener la licenciatura. Tuvo lugar a fines de septiembre y comienzos de octubre de 1568. 

Por eso, con motivo de su canonización en 1726, en la galería de retratos de académicos ilustres, la universidad le dedicó un lienzo alegórico ubicado sobre la puerta de la capilla en el claustro bajo, con la siguiente leyenda traducida del latín:

Toribio Alfonso Mogrovejo, viniendo como peregrino a Compostela, fue investido del grado de licenciado en Derecho Canónico en esta Universidad literaria, el 6 de octubre del año del Señor 1568. Por su sabiduría y piedad fue elevado a la Sede Arzobispal de Lima. Por bula del Papa Benedicto XIII, de 15 de diciembre de 1726, fue puesto en el número de los santos. ¡Oh feliz Universidad que diste hombre tan ilustre para honor de España!


Cuando iba a ser doctor


En febrero de 1571, ya licenciado en cánones, ingresa como alumno becario del Colegio Mayor de San Salvador de Oviedo hasta que, interrumpiendo sus estudios de doctorado en 1573, asumió el cargo de Inquisidor de Granada. Había estudiado Derecho Canónico y Teología. Mientras vivió como interno en el colegio mayor, se benefició de la selecta formación impartida: buen trato social, distinción de costumbres, ambiente de piedad (misa diaria, comunión frecuente…). 

Este colegio le serviría luego de modelo para el colegio-seminario Santo Toribio de Astorga, que ya como Arzobispo fundaría en Lima, así como para el Colegio Real o Colegio Mayor de San Felipe (dependiente de la Universidad de San Marcos).


En medio de las bromas típicas del difícil mundillo universitario, Toribio se ganará el respeto de sus compañeros llevando una vida limpia y espiritual. Los testimonios de estos tres años lo describen como “hombre de muy buena condición, buen entendimiento y muy estudioso”.


Los años vividos en Oviedo marcarán huella indeleble en el santo. Lo manifiesta el hecho de haber fundado desde Lima una misa a perpetuidad “en tiempo que puedan hallarse todos los colegiales presentes…”. Salamanca correspondió de forma sobresaliente a esta “afición”: para festejar su canonización, organizó en 1727 un octavario solemne acompañado de cohetes artificiales y hasta dos corridas de toros en la Plaza Mayor. 

El cronista Guerrero dirá de esta celebración: “Con ser Salamanca la que dispone las más magníficas fiestas de España, preparó el Colegio de Oviedo una nunca vista…Parecía la plaza una encendida Roma”.


 Inquisidor en Granada


Corría el año de 1574, estaba reciente la insurrección morisca de Las Alpujarras apaciguada por Juan de Austria, y palpitaba el espíritu misionero de Fray Hernando de Talavera. Los vencidos encontraron en Toribio, el más joven de los tres inquisidores, un padre, consejero y protector. 

Sus compañeros “in solidum” en el Tribunal granadino eran Diego Messía de Lasarte y Diego Romano. Este último fue más tarde obispo de Tlaxcala (México) y tío del capitán Juan Reinoso, que en el proceso de beatificación de nuestro santo relató la decisiva intercesión de Mogrovejo para salvar a su hermano, condenado a muerte por agraviar al caballero Luis de Navares.


El ejercicio de inquisidor le permitió conocer la realidad en directo, especialmente al tener que visitar las siete villas de la ciudad y sus anejos, así como las ciudades de Loja, Alhama, Archidona y la villa del Río Alejo. Toribio sacaría lecciones de este primer contacto sistemático con la práctica religiosa y las convicciones teológicas del pueblo, en una población donde había muchas culturas.


 Fueron numerosos los casos tratados en los cinco años de labor en Granada, dirigiendo más de un centenar de cartas al Consejo Supremo de la Inquisición. Resolvió una compleja querella entre la Chancillería granadina y el Tribunal del Santo Oficio. En toda su gestión dio muestras de rectitud, como lo evidencia el hecho de que, tras unas visita oficial al tribunal, todos sus miembros, menos Toribio, fueron removidos.


En el Perú, la Inquisición fue creada por el Rey Felipe II en 1569 y no era sino una filial provincial del Consejo de la Suprema y General Inquisición española. La Inquisición de Lima entró en funciones en 1570, siendo Virrey del Perú Francisco de Toledo. Los primeros inquisidores fueron Serván de Cerezuela y Andrés de Bustamante; pero este último falleció cuando se hallaba en pleno viaje desde la metrópoli hacia Lima, quedando Cerezuela a cargo del distrito limeño. 


 El Tribunal comenzó sus labores en un local alquilado que se ubicaba al frente de la Iglesia de la Merced, en el actual jirón de la Unión; pero, como este era muy céntrico y resultaba poco propicio para su funcionamiento, en 1584 se trasladó a la casa de Nicolás de Rivera, “El Mozo”, donde funcionó hasta que fue abolida. Debe mencionarse que en toda la América hispana sólo funcionaron tres: México, Lima y Cartagena de Indias; en provincias sólo existían representantes como los “familiares” de la Inquisición, encargados de velar por los objetivos de la Suprema.


Una revisión de las cifras dadas por J. Escandell nos indica que, en sus inicios, el Tribunal se dedicaba al control de la población blanca. En los dos siglos y medio de la Inquisición en Lima (cuya jurisdicción comprendía los territorios actuales del Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay), el Tribunal sentenció a 1474 personas, aproximadamente, la mayoría de las cuales fue condenada a pagar multas, rezar oraciones, colocarse el sambenito, etc. 


El total de los casos en que se aplicó la pena de muerte fue de treinta y dos; la mitad de ellos quemados vivos y otros tantos condenados al garrote. De los condenados a muerte, veintitrés lo fueron por judaizantes (quince portugueses; siete españoles, de los cuales cuatro eran hijos de portugueses; y un criollo, también hijo de portugueses); seis, por luteranos (tres ingleses, dos flamencos y un francés); dos, por sustentar y difundir públicamente proposiciones heréticas.


“Un peso que supera mis fuerzas”

A orillas de otro océano, el Pacífico, y a miles de kilómetros de distancia, un gastado Arzobispo (el primero nombrado para Lima), el dominico Jerónimo de Loaysa, suspiraba porque le sucediese un prelado joven, pues su arzobispado tenía gran necesidad de ser visitado por el Obispo. 

El Papa Gregorio XIII acepta la propuesta del rey Felipe II: Toribio de Mogrovejo. Parece que el santo ofreció cierta resistencia pero, gracias a la influencia de buenos amigos como Diego de Zúñiga y el matrimonio Francisco de Quiñones y Grimanesa, terminó por aceptar, viendo en ello la voluntad del Cielo. 

Fue así que escribió al Papa, el 15 de abril de 1580, diciendo: “Si bien es un peso que supera mis fuerzas, temible aun para los ángeles, y a pesar de verme indigno de tan alto cargo, no he diferido más el aceptarlo, confiado en el Señor y arrojando en Él todas mis inquietudes”.

Fue nombrado Arzobispo por el Papa Gregorio el lunes 16 de marzo de 1579. En aquel momento, era ya clérigo de primera tonsura, pues según las Constituciones del Colegio Mayor de Oviedo era requisito necesario para ingresar en él. 

Hubo que arreglarlo todo para conferirle las cuatro órdenes menores y el subdiaconado, en el espacio de un mes, por mano del Arzobispo de Granada, don Juan Méndez de Salvatierra. Tiempo después, en agosto de 1580 todavía como inquisidor, recibió el diaconado y el sacerdocio por el mismo prelado. Días más tarde, fue consagrado obispo por Mons. Luis Cristóbal Rojas Sandoval, arzobispo de Sevilla, en la Catedral.

“A despedirse de su madre”


Luego, en un viaje relámpago, va de Sevilla a Mayorga para despedirse de su familia. Allá estaban su madre y su hermana María Coco (como sabemos, monja en el convento dominico de san Pedro Mártir).


Allí recoge a su hermana Grimanesa, a su esposo Francisco de Quiñones y a sus tres hijos, que viajarán con él a América. Lo acompaña también su paje y fiel escudero, Sancho de Ávila. Toribio viviría, por última vez en su patria natal, días de intimidad familiar al calor del hogar. 

Parece que el santo quiso llevarse a toda su familia, incluida su madre y su hermana religiosa con quien tenía una intimidad especial, pues ya habían fallecido su padre y sus hermanos Luis y Lupercio. Pero doña Ana vivió su viudedad sola en Mayorga, arropada por la compañía espiritual de su hija sor María Coco. 

Toribio no tenía intención de retornar, su viaje era de ida y… hasta la eternidad. De camino, en Madrid fue agasajado por los consejeros de Indias, de Castilla, de Hacienda y por sus ex colegas de San Salvador de Oviedo que ocupaban puestos importantes en la Corte.


En el barco llamado Andrés Sánchez, de la flota al mando del general don Antonio Manrique, entre las pertenencias que llevó consigo figuraba su biblioteca personal, que tenía para él un valor inestimable por ciertos sucesos que lo habían marcado a sangre y fuego en el alma. 


Se trataba de la biblioteca que había recibido en herencia de su tío, el doctor Juan Mogrovejo, catedrático de las universidades de Coimbra y Salamanca. Sin embargo muy pronto, al morir su padre en 1568, se vio obligado a vender una buena parte de esos libros (menos los de Derecho) al librero salmantino Antonio de León, por la suma de 7,000 reales, para continuar y terminar sus estudios.


Antonio León Pinelo, su primer biógrafo, subraya que el Consejo de Indias dio al nuevo Arzobispo “muy honoríficos despachos por ser el primero que salía de España para Lima”. Todos los preparativos debían realizarse antes de la consagración episcopal, pues, según la normativa vigente, el neo-consagrado debía partir con la primera flota. Así que en septiembre de 1580 se embarca rumbo al Perú desde Sanlúcar de Barrameda.


En la nao san Andrés lo acompañan veintidós personas, entre ellas, como sabemos, su primo y cuñado, futuro regidor de Lima y capitán general en Chile, su hermana y sus hijos. Además don Antonio de Valcázar, vicario general, y Sancho Dávila. 

Viajaba también la sexta expedición de dieciséis jesuitas. Iba a bordo como capellán doméstico, Domingo de Almeyda, futuro Deán de la Catedral de Lima, que conoció al Arzobispo en Sevilla, a fines de agosto de 1580 y quien dará testimonio de cómo en el viaje, por mar y tierra, rezaron puntualmente las horas canónicas durante los tres meses que duró la travesía y aproximación hasta la Ciudad de los Reyes.

La Universidad de San Marcos 


La Real Universidad de la Ciudad de los Reyes fue creada en mayo de 1551 a imagen de la de Salamanca, concediéndosele en 1588 sus mismos privilegios y exenciones. Una carta del Prelado desde Los Andajes, del 13 de marzo de 1589, en respuesta a una Real Cédula de Felipe II, permite constatar su preciso seguimiento de la Universidad. Opina que la Facultad de Gramática está bien dotada con las tres cátedras de menores, medianos y mayores, y por disponer del Colegio de la Compañía de Jesús. 

La de Artes estaría necesitada de una cátedra con el fin de dar abasto en los tres años preparatorios de la Teología, que "es la orden, que si bien me acuerdo, se tiene y guarda en Salamanca". La Facultad de Teología dispone de cuatro cátedras: Prima, Sagrada Escritura, Vísperas y Casos de Conciencia, que le parecen suficientes si se complementan con los estudios en los colegios de la Compañía y de Santo Domingo.

La mayor necesidad  la observa en la Facultad de Cánones y Leyes, pues sólo había dos de Prima con título de vísperas y se necesitarían otras tres cátedras más con el fin de que "se leyesen de ordinario seis lecciones, que es una menos de las que los estudiantes curiosos y diligentes suelen oír en Salamanca". Acerca de los salarios cree suficiente dotar con mil pesos ensayados las de prima, quinientos las de vísperas y cuatrocientos las dos menores. 

Una nota muy humana cierra su informe: "como son personas legas las que han de regir estas cátedras y por la mayor parte casados y gente de familia, tienen necesidad de más ayuda". 

A raíz de la canonización, la Universidad le otorga el doctorado honoris causa, otorgándole a la catedral 693 pesos y 3 reales como limosna.

 Sínodos pro derechos humanos


De los once concilios provinciales y cincuenta y siete sínodos diocesanos inventariados para la “edad dorada” de la Iglesia en Indias (1551-1622), tres concilios (el Tercer Concilio Limense [1582-1583], el Cuarto Concilio Limense [1591] y el Quinto Concilio Limense [1601]), y trece sínodos (entre 1582 y 1604) fueron convocados por el obispo Toribio Alfonso de Mogrovejo.

 Como reconoce uno de los máximos especialistas, D. Angulo: “los concilios limenses llenaron su época; ellos fueron en las Indias de tanta importancia, como lo fueron antaño los toledanos en el imperio visigodo”.


Su formación jurídica, rectitud de vida y su celo por aplicar la reforma tridentina quedarán plasmados en estos documentos. Con un lenguaje en ocasiones gráfico y pintoresco, grave y solemne en otras, dramatiza en el más elegante y castizo castellano la polícroma realidad indiana, en la que caben la ambición y la debilidad, la exigencia con la comprensión, alentando en todo momento un deseo manifiesto de mejorar al indio. 


Tales reuniones serán una plataforma adecuada para informarse del estado de la diócesis, para examinar y juzgar su situación, y para aplicar los medios oportunos para su mejora. 

De ellos ha podido decir V. R. Valencia: “son la Pastoral moderna de Trento aplicada escrupulosamente, como una proyección fiel, a la Iglesia americana en formación. Y el más avanzado código social, aun en sus aspectos laborales, que conocemos de esos siglos”.


De los trece sínodos, el primero, previo al tercer concilio, se celebró en Lima en la cuaresma de 1582, sintetizando sus frutos en veintinueve capítulos referentes a párrocos y doctrineros. El segundo sínodo se celebró también en Lima, en febrero de 1584, tras el tercer concilio, y de las once constituciones resultantes se puede citar la que advierte a los párrocos llevasen matrícula de los que se confesasen y que se coloquen tablas de las fiestas de guardar.


El tercero, en Santo Domingo de Yungay (Ancash), concluyó el 17 julio de 1585, redactándose noventa y tres puntos, como por ejemplo el deber de hacer padrones de población, la petición de limosna para repartir entre los indios pobres, el predicar la doctrina cristiana en su lengua – especialmente a los niños menores de doce años-, la prohibición de exigir dinero a los indios por los sacramentos, así como del “servinacuy” o matrimonio a prueba, y el nombramiento de fiscales. 

Los sacerdotes debían administrar a los indios el sacramento de la Eucaristía una vez que los hubiesen instruido, no debían asistir a las corridas de toros por considerarlo “indecoroso” para ellos; tampoco debían tener mujeres a su servicio, ni jóvenes ni viejas; debían administrar los sacramentos a los indios gratuitamente, ya que estaba proveída a favor de los doctrineros una pensión de 300-400 pesos al año que debían pagar los encomenderos.



El cuarto tuvo lugar en Santiago de Yambrasbamba, provincia de Chachapoyas (Amazonas) en septiembre de 1586. En la constitución decimonovena se prohibía a los corregidores intervenir en causas de idolatría; y en la vigésima, que no lleven impuestos a los indios. 

El quinto fue en san Cristóbal de Huañec (Yauyos), en septiembre de 1588, y entre sus treinta constituciones se estableció en seis años el mínimo de permanencia de un doctrinero con su pueblo, y que los clérigos avisasen a las autoridades civiles acerca de la necesidad de hacer puentes, caminos y reducciones para la doctrina o parroquia.



El sexto se celebró en Lima, en octubre de 1590, con catorce constituciones y la asistencia de los dos cabildos, advirtiendo a los corregidores que no se entrometan en la jurisdicción de los doctrineros y advirtiendo a los diezmeros que fuesen justos en la cobranza de los diezmos. 



El séptimo, en octubre de 1592, también en Lima, estableció dentro de sus treinta constituciones como día festivo, sólo en Lima, la celebración de san José; y que los sacerdotes enviasen relación de los pueblos e indios que tuviesen a su cargo; que los visitadores examinen el estado de iglesias y hospitales y pongan remedio; “y que se haga todo en mayor comodidad y beneficio de los indios” (Constitución vigésima octava).



El octavo se celebró en san Pedro y san Pablo de Piscobamba (Ancash) en septiembre de 1595. De las cuarenta y ocho constituciones, algunas prohibían a los indios abandonar las reducciones y obligaban a los ordenandos a asistir a las clases de quechua. 

En un reciente análisis del mismo, Miguel León Gómez, tras situarnos geográfica e históricamente en el Callejón de Conchucos, en concreto en la Encomienda de Piscobamba, analiza su evangelización, dedicándose a la obra de santo Toribio dividida en su actuación en los sínodos y el tratamiento de las cuestiones eclesiásticas y sociales en el sínodo de Piscobamba. El autor sintetiza su análisis del modo siguiente:

 “…fue un paso más en la evangelización del Virreinato del Perú, y los temas tratados en él plantean propuestas de solución a problemas concretos en el marco de la difícil tarea de la cristianización. Santo Toribio, en el Sínodo de Piscobamba, evaluó los resultados de la aplicación del Tercer Concilio Provincial Limense, insistió en la obediencia a sus normas y promulgó decretos acerca de cuestiones específicas suscitadas por su aplicación”. 



Del noveno, en 1596, se han perdido las actas. En el décimo, celebrado en Huaraz (Ancash) en 1598, se sale al paso de quienes hiciesen chicha de jora o comerciasen con ella. Del undécimo, de 1600, no se conocen las actas. El duodécimo, celebrado en Lima dos años después, produjo cuarenta y nueve constituciones dedicadas a la prohibición de la azua y el tabaco para los sacerdotes, que se quitasen de los templos las pinturas profanas y se impusiesen penas para los clérigos negociantes. 



El decimotercero y último, de julio de 1604 en Lima, redactó cuarenta y tres constituciones, entre ellas una que reservaba al Obispo la facultad de absolver del pecado de injusticias cometidas con los indios, como con la venta de huarapo.



Su fin primordial será la construcción de lo que Mogrovejo denominó “la nueva cristiandad de las Indias”. De su importancia da fe la vigencia mantenida hasta el Concilio Plenario de América Latina, celebrado en Roma el año 1899. 


Tercer Concilio Limense


La realidad de la Iglesia reclamaba que se tomasen medidas para mejorar la situación y proyectar el desarrollo futuro según las normas del reciente Concilio de Trento. Santo Toribio y el virrey estaban de acuerdo en la necesidad de convocar un nuevo concilio regional que reuniera a los obispos (o sus representantes) del vasto territorio vinculado al Arzobispado de Lima. 

Los miembros del cabildo de la catedral de Lima escribirán el 9 abril 1581 que “había mucha necesidad de que se convocase y se hiciese concilio provincial como lo manda el Santo Concilio de Trento”. Por eso el 15 de agosto de 1581 se convoca a los obispos para el año siguiente.



En aquel momento, las diócesis sufragáneas de Lima eran nueve, a la que luego se agregará Tucumán.



Al concilio asistieron ocho obispos junto al metropolitano, y en nombre del rey, Martín Enríquez de Almansa, el virrey y vicepatrono de la Iglesia. Los prelados fueron fray Antonio de San Miguel OFM (de La Imperial de Chile), don Sebastián de Lartaún ( del Cuzco), fray Diego de Medellín OFM (de Santiago de Chile), fray Francisco de Vitoria OP (Tucumán), don Alonso Granero de Ávalos (La Plata), fray Alonso Guerra OP (de Asunción o Río de la Plata) y fray Pedro de la Peña (Quito), recientemente consagrado en Lima y que se incorporó a las sesiones en octubre. 

El obispo de Popayán, fray Agustín de la Coruña, tuvo que quedarse en Quito y no llegó. Las diócesis de Panamá y Nicaragua estaban vacantes, pero esta última envió a su representante, fray Pedro Ortiz OFM. Asimismo, asistieron nueve procuradores de los cabildos eclesiásticos de las catedrales, entre ellos el Dr. Juan de Balboa por el de Los Reyes.

 Entre los ocho provinciales y superiores de órdenes religiosas figuraban fray Jerónimo de Villacarrillo, franciscano; y fray Nicolás de Ovalle, mercedario. Entre los cinco teólogos seleccionados para asesorar los trabajos del concilio, cabe mencionar al agustino fray Luis López y al jesuita P. José de Acosta. Igualmente participaron tres letrados juristas, uno de los cuales fue fray Pedro Gutiérrez Flores, y cinco oficiales, como el Dr. Antonio de Valcázar, provisor y vicario general de Los Reyes y secretario del concilio, junto con el arcediano de Paraguay Martín Barco de Centenera; como fiscal estuvo el Dr. Juan de la Roca. 



Tal como estaba previsto, se inauguró el 15 de agosto de 1582, fiesta de la Asunción de la Virgen, con una solemne procesión desde el convento de Santo Domingo hasta la catedral. Presidió el metropolitano acompañado de cuatro obispos, más el virrey, audiencia y cabildos… El sermón corrió a cargo del obispo de La Imperial, fray Antonio de San Miguel. Se leyeron las leyes eclesiásticas, se formuló la profesión de fe, y santo Toribio anunció que las sesiones privadas se celebrarían en la sala capitular, dejando las públicas para el templo catedralicio.


Aunque el P. Acosta llegó a decir que el concilio le parecía “una Consulta de Estado hecha a marineros aburridos”, santo Toribio no se dio por vencido y siguió hasta el final. Entretanto, el P.Acosta y otros colaboradores preparaban el catecismo, el confesionario, y parte del sermonario; el canónigo Juan de Balboa dirigía el equipo de traductores al quechua; y el P. Blas Valera los traducía al aymara. 


El 19 de abril de 1583, santo Toribio, a costa de su propia humillación, reabría el concilio venciendo la animadversión reinante y haciendo caso omiso de la intemperancia del obispo del Cuzco, Lartaún, el cual ante el representante de la Corona se permitió afirmar que “el arzobispo no era cabeza ni presidente del concilio, sino el Espíritu Santo”, manifestando así su rechazo a la labor de santo Toribio.



Con motivo de tales incidentes, el arzobispo dirá: “No temo ni tiemblo a cosa alguna. Lo que más me hace vivir con inquietud no es lo que padezco, sino el temor de que mis ovejas, escandalizadas de estas varias revoluciones, caigan en culpas y ofensas de Dios…

La consideración de que los trabajos que he padecido vienen derechamente de mano de Dios, jamás me ha puesto triste; antes, con ese convencimiento, he vivido alegre, en medio de ellos, los busco con contento”. Y así, pese a las tensiones, logró convencer a los padres conciliares para que se prescindiese de la causa judicial del de Cuzco y en cambio se ofreciesen al pueblo cristiano los anhelados decretos de reforma de la Iglesia.



De modo que gracias a su tesón y ecuanimidad, su celo y santidad, en un ambiente de absoluta concordia y unanimidad entre los asistentes, el Concilio salió adelante y se convertiría en instrumento privilegiado de la reforma tridentina en América. Sus normas regirán la “nueva cristiandad de las Indias” – como gustaba repetir el santo arzobispo – hasta el Concilio Latinoamericano de 1899: sería el estatuto de la Iglesia americana (con cuatro arzobispados y diecisiete obispados) durante tres siglos.



Como atinadamente escribe el P. Enrique Fernández, el concilio “contribuyó fuertemente a la configuración de un solo Perú, pues en sus ordenaciones desaparece la dicotomía de temas y constituciones entre indios y españoles…Ahora (la Iglesia) mira a un solo Perú en el que hay sí, españoles y criollos, una presencia creciente de mestizos y una permanencia del mundo indígena que es el sustrato fundamental de la nueva Patria”.


Tres catecismos, una doctrina


Santo Toribio comprendió la importancia de unificar la doctrina, la cartilla y el idioma. Era necesario un catecismo único en las dos lenguas indígenas más difundidas, la quechua o lengua general y la aymara. El catecismo sustituiría a la cartilla con la que se venían enseñando los rudimentos de la fe y el castellano.



Se encomendó toda la labor al P. José de Acosta y las traducciones al P. Barzana, ayudado por el P. Blas Valera, experto en quechua, y el P. Bartolomé de Santiago, buen conocedor del aymara.



La obra se tituló Doctrina cristiana y catecismo para instrucción de indios, resultando ser el primer libro impreso en Perú y por el que se instruiría a los españoles, mestizos, indios y negros de América. 



La obra contiene tres catecismos trilingües. El primero, Doctrina cristiana, solo tiene veintidós páginas y contiene la señal de la cruz, algunas oraciones (Padre Nuestro, Ave María, Credo, Salve), los artículos de la fe, el Decálogo, los mandamientos de la Iglesia, sacramentos, obras de misericordia, virtudes teologales y cardinales, pecados capitales, enemigos del alma, novísimos y la confesión general, seguida de una Suma de la fe católica en dos páginas y sólo en castellano.



El Catecismo breve, con preguntas y respuestas, presenta de forma escalonada el tema de Dios en sí mismo y en su obra, poniendo el acento en el monoteísmo y en la culminación de la obra creadora que es el alma humana inmortal. 

Continúa con el tema de Jesucristo Redentor y los novísimos, para terminar con el tema de la Iglesia, a quien está confiada la palabra de Dios y los medios de salvación.



Se incluye también una Plática breve que contiene la suma de conocimientos cristianos junto a un abecedario trilingüe. 

El tercero o Catecismo mayor era “para los que son más capaces”. Siguió de cerca el modelo del Catecismo del Concilio de Trento, aunque es original en la forma de adaptarse a la realidad indiana.


Sus noventa y ocho páginas se articulan en cinco partes con ciento diecisiete preguntas: introducción a la doctrina cristiana, el símbolo, los sacramentos, los mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, las obras de misericordia, el Padre Nuestro. Le siguen anotaciones sobre las traducciones al quechua y al aymara. 



Como complementos pastorales se imprimen, en 1585, el Confesionario para los curas de indios trilingüe, en treinta y dos páginas, y el Sermonario (Tercer Catecismo y Exposición de la Doctrina Cristiana por sermones, para que los curas y otros ministros prediquen y enseñen a los indios y a las demás personas). Contiene treinta y un sermones en los tres idiomas acerca de los presupuestos de la fe y los misterios de la misma, los sacramentos y los mandamientos de la Ley de Dios.



Conviene subrayar, como mérito excepcional de estos catecismos, la traducción al quechua y aymara de conceptos sutiles y difíciles, gran parte de los cuales se tradujeron también a otras lenguas vernáculas del Perú, como la collana, cañeri, purgay, quillasinga y puquina, y también de fuera: la lengua general del Reino de Chile, la araucana, la musca de Bogotá, y el guaraní.


 Solidaridad sin fronteras


León Pinelo encarece el desprendimiento del prelado: "Testigo hay que le da la palma en ella [la caridad] y dice que se pudiera llamar Santo Toribio el limosnero". Uno de los declarantes en el proceso de beatificación llegó a señalar que "para tener más que repartir, moderaba su gasto todo lo posible".



 El propio santo confesaba también en carta al Papa vivir: "… 



distribuyendo mi renta a pobres con ánimo de hacer lo mismo si mucha más tuviera". Su inseparable escudero Sancho anotará fielmente: "este testigo ha visto sus libros del gasto, por ellos parece haber dado de limosna, de diez años a esta parte, a los pobres, hospitales, viudas y religiosos, más de 120.000 pesos". Por ello, en la sala capitular de la catedral de Lima, su retrato lleva una hermosa leyenda que lo dice todo: "Fue muy limosnero, sin reservarse ni aun su camisa".



Convoca sínodos diocesanos allí donde lo sorprende el viaje como en Huaraz o Yungay, aplicando las soluciones pertinentes. Exime de toda pena pecuniaria a los indios idólatras, borrachos o amancebados.



Exige a los párrocos que instruyan a los indios en el conocimiento de sus derechos. Ordena y funda hospitales y colegios para indios e hijos de caciques. Consigue que se levanten los sueldos de los indígenas que trabajaban en los obrajes y en las minas.



Su caridad no tenía límites ni una sola dirección: aunque tuviese una predilección especial por los indios, en términos actuales “una opción preferencial”, supo conjugar armónicamente justicia y caridad por todos los pobres entre los cuales se encontraban también chapetones castellanos, conquistadores y vecinos. 


 La Eucaristía


En aquellos tiempos hubo quienes sostenían que los indios no debían recibir la comunión, pensando que no eran capaces por "la pequeñez de su fe" o la falta de discernimiento hacia "aquel celestial manjar de este bajo y humano". 

Los Jesuitas introdujeron la práctica de administrárselo tanto en Lima como en las doctrinas y misiones. Santo Toribio no esperó la determinación del Tercer Concilio y lo administró en la visita pastoral por Nazca y Huánuco, disponiendo en el Sínodo de Lima de 1582 que "en adelante, a los indios capaces de ellos, se les administre el Sacramento de la Eucaristía". 



En relación con la pastoral eucarística y la disciplina encaminada a hacerla efectiva de acuerdo con el Concilio de Trento, el Santo se fijó en varios puntos: la enseñanza eucarística, la comunión pascual y por viático, la reserva y exposición del Santísimo y las procesiones eucarísticas.



El Tercer Concilio Limense, a pesar de sus cautelas, como el necesario permiso escrito de su cura, decreta que se administre la comunión a los indígenas (Acción 2ª, capítulo 20). Cuando algunos misioneros y encomenderos ponían trabas para darles la comunión alegando incapacidad, el Arzobispo de Lima les dirá: "Pues hacedles vosotros capaces, instruyéndolos". 

Así, en el tercer  sínodo que tuvo lugar en Santo Domingo de Yungay (Ancash), en 1585, advertirá a los sacerdotes que debían administrar a los indios el sacramento de la Eucaristía después de haberlos instruido, amenazándolos con la privación de la parroquia si no cumplían con presteza lo dispuesto en el Concilio sobre la comunión y sobre la instrucción especial que debe dárseles sobre los misterios eucarísticos y el viático.



Una noche, se asomó a la ventana de su cuarto y observó que uno de sus criados, negro, tenía un fuerte “dolor de costado”, por el que a las dos de la mañana se presenta un cura con un criado para alumbrarle. Al preguntarle el Arzobispo sobre el motivo de la visita, vio que era conveniente darle el Viático al enfermo y así se lo manifestó al cura. 

Éste le contestó que no le parecía capaz de recibirle, por "ser el negro muy bozal", a lo que el Santo "le replicó que le hiciese capaz. Y sin guardar más, bajó y se fue con el Cura al aposento del negro; y sentándose en la cama, con sumo amor y humildad, le empezó a disponer; y con caricias y palabras de su espíritu fervoroso le dio a entender lo que había menester para aquella hora; y consiguió en el modo posible y suficiente, el poderle dar el Viático, y que el enfermo le recibiese.

 Y, llamando a los criados, mandó que limpiasen y aderezasen el pobre aposento y pusiesen altar decente, y por dentro de sus Casas Arzobispales pasó con el Cura a la iglesia y con alguna gente que se juntó al toque de la campana, hizo llevar el viático, con palio y pendón y fue detrás alumbrado. Y, habiéndole recibido el negro, con gran consuelo suyo y edificación de los circunstantes, volvió con el acompañamiento a la Iglesia, hasta dejara Cristo Sacramentado en su lugar”.



Antonio León Pinelo precisa el esmerado cuidado que puso en las iglesias: "Y en muchas de españoles puso sagrarios que no los había y en algunas de indios en que le parecía que había seguridad y posibilidad para sustentar lámparas y estar con decencia".


 Roturando el territorio peruano. Las grandes visitas


El apelativo de “rueda en continuo movimiento” se lo dio el crítico virrey Marqués de Cañete por los 40.000 kilómetros recorridos en las visitas generales a su arquidiócesis. Ellas le servirán para mantener un contacto directo con los sacerdotes y sus fieles; y a nosotros sus registros nos aportan valiosísimos datos para una radiografía del Perú de entonces: censos de población, tipos de cultivos y ganados, condición y calidad de los doctrineros, comportamiento de los corregidores, trato recibido por los indios, situación y distancia de los caminos, condiciones meteorológicas, menú de los acompañantes del obispo, estudio etnográfico, estado del proceso evangelizador.



Llegado a Lima en 1581, santo Toribio emprende la visita del sur, que lo lleva hasta Nazca. Poco después visitará la zona de Huánuco y, acabado el III Concilio Limense, en 1584, emprende una visita de seis años de duración por Cajatambo, Yauyos, Huarochirí, Huánuco, Ancash, Chachapoyas: un recorrido de 10.000 kms y medio millón de fieles atendidos, volviendo a Lima en sólo dos ocasiones.


Primera Visita: (1584-1591)


Acabado el tormentoso pero fecundo III Concilio Limense, en diciembre de 1583, convoca al sínodo de 1584 para dar cuenta a los clérigos de Lima de lo ordenado en el Concilio. Hasta abril se ocupa en ordenar sacerdotes y confirmar en la iglesia limeña. Tras los intensos días de Pascua, a fines de abril de 1584, emprende una visita de siete años de duración, hasta 1591.

En julio de 1584, se encuentra en la costa norte, Arnedo o Chancay; y el 19 de diciembre, en Cajacay, más allá de Pativilca, y en dirección al Callejón de Huaylas o Ancash. En enero de 1585, visita toda la zona, deteniéndose para celebrar en Yungay, en plenos Andes, el Tercer Sínodo Diocesano.

 A fines de enero regresa a Lima, pero en abril ya lo tenemos en Huaraz; en mayo, en Recuay; y en junio, nuevamente en Huaraz. Fue al norte por Pallasca y los Conchucos, entrando en Cajamarca, de donde continuó hasta Chachapoyas, cruzando el río Marañón posiblemente por el puente de Balsas. Se dirige hacia Huacrachuco en mayo de 1587 y en diciembre entra en la zona de Huánuco.

En enero de 1588, se encuentra en Conchamarca y en abril regresa a Lima para consagrar al obispo de Panamá. Vuelve a Junín y en junio lo vemos en Sicaya, pasa a Huarochirí y en diciembre llega a San Damián. Durante los meses de febrero y abril de 1589, recorre Cajatambo y Checra, para arribar de nuevo a la Ciudad de los Reyes en enero de 1591, donde inaugura las sesiones del cuarto concilio limense.


Segunda Visita: (1593-1598)


La segunda gira la realiza desde 1593 a 1598: recorre 7.500 kilómetros visitando las regiones de Ancash – cerca de Chapín -, Trujillo, Lambayeque, Cajamarca, Chachapoyas, Moyobamba.
En 1598, nuestro santo obispo misionero continúa con su visita saliendo nuevamente de su sede episcopal para visitar los suburbios y llegar por el norte hasta Chancay y por el sur hasta Ica. 

En estos años atiende 350.000 fieles. De todo ello se conserva un precioso testimonio, el "Diario" de la visita. Tuvo distintas etapas, de Lima a sus alrededores: Lima a Magdalena y Surquillo; de Lima a Lurigancho; Lima a El Callao; Lima a Santo Domingo de Mama y Chollo.


La visita comenzó el 7 de julio de 1593, en la doctrina de Carabayllo, hoy en Lima Norte y en la diócesis que lleva el mismo nombre. De aquí se dirige hacia Aucallama, en el valle de Chancay, Palpa y Huaral, para continuar por Huacho y Huaura. El 24 de julio, está ya en Totopón, junto al río de la Fortaleza o Pativilca, de donde continúa a Cajacay. 

De aquí pasa al Callejón de Huaylas, se desvía a Casma y, por la costa, se dirige al norte hasta Jayanca. Vuelve hacia Pacasmayo, sube a Cajamarca y de allí por Pallasca penetra en Huaylas llegando a Llamellín en febrero de 1595. Varía de rumbo, pasa a Chachapoyas para volver a Huamachuco y ascender de nuevo a Cajamarca y Chachapoyas en 1597.



Santo Toribio regresa a Lima para el V Concilio Limense, que debió celebrarse en 1598 y que se suspendió hasta 1601. Aprovecha, por tanto, esta forzada estancia en Lima para visitar los suburbios de la ciudad y acercarse a los departamentos próximos a la Lima metropolitana. 

Así, en 1598, tras vivir la Semana Santa y consagrar los óleos en Lima, visita sus contornos y, tomando el camino del norte, visita el 12 de febrero Arnedo o Chancay, Canta. Lamentablemente el Diario no menciona nada. Su presencia en Quives coincide con la morada en el poblado de la familia de Santa Rosa de Lima, a quien confirma. 



Como recuerdo de este entrañable suceso se ha acondicionado allí un santuario y una ermita dedicada a la infancia de la popular santa limeña. Luego se dirige hacia Huarochirí, Yauyos, Jauja, Cañete e Ica, adonde llega el tres de diciembre. El 11 de enero de 1599, se detiene en la desolada llanura de Huayurí.. Al regresar a Lima, visita algunos pueblos de Cañete, permaneciendo en la sede arzobispal hasta el mes de agosto de 1601.


Tercera Visita: (1601-1604)


La comenzó el 8 de agosto de 1601. Recorrió las Provincias de Canta, Huarochirí, Yauyos, Cañete y nuevamente Ica. En septiembre está en Sisicaya, Chorrillos. En este viaje llegará a la frontera de infieles, al valle de Huancabamba, donde atravesará peripecias sin cuento. El Diario nos da cuenta de su paso por Carabayllo, Canta, Huamantanga, San José, Cauzo, Bombón, Paucartambo, San Miguel de Ullucmayo, Vico y Pasco, San Rafael y Las Yaras.



En 1602, retrocede por la misma ruta y permanece hasta pasada la Semana Santa en Lima. Posteriormente, en abril de 1602, toma la ruta hacia Junín y Huánuco, por Sisicaya, Chorrillos, Yauyos, Carabayllo (Quivi, Canta, Guama), Naupa en Tarma, Pueblo de Guanisque, Santiago de Vitis, San Pedro de Pinos, Atunyauyos, Santo Tomingo de Cochalarano, San Francisco de Huanta, Tupi, San Francisco de Anco, Cajamarca de la Nasca, Palpa, Lurín, Chancha, Cañete, Coayllo, Santa Inés, Santiago de Crampoma, Asiento de la Asunción, San Marcelo de Huánuco, San Juan de Matorna, San Damián, San Lorenzo de Quinti, Repartimiento de Jauja, Hananqguaca, Luringuana , Pueblos de Andes (Cochangua, Santo Domingo de Paucarbamba, Andamarca, Santiago de Comas, Uchubamba…), Tarma, Santa Ana de Pampas, San Jerónimo de la Oroya, Vilco y Palco, San Juan de Odores, San Juan de Huaylas, Pueblo de San Agustín, Cauzo, San Juan de Paucarbamba. Regresa por Cajatambo y Chancay en 1604.



Después de visitar minuciosamente la Catedral, inventariando sus bienes, parece que el Arzobispo marchó a su cuarta visita con el presentimiento de no volver a la Ciudad de Los Reyes. Así lo refiere su secretario Diego de Morales, quien recoge las palabras de despedida del santo a su hermana Grimanesa: "Hermana, quédese con Dios, que ya no nos veremos más".


Cuarta Visita: (1605-1606)


Después de descansar por un breve tiempo en Lima, reinició su Visita Pastoral el 12 de enero de 1605, partiendo de Carabayllo, hacia Ancón, Huacho, Palpa y Aucallama. El 4 de febrero llega a Villa de Carrión, el 22 a La Barranca, el 4 de marzo a Lapuca con Totopán, Laupaca y Pativilca. Siguiendo el curso del río Pativilca, el 19 de marzo lo tenemos en San Bernardo de Yamor, el 23 en San Andrés de Pariacoto.



 El 1 de abril está en San Pedro de Cochabamba y Huaylas; el 2 de mayo, en Santa Cruz de Lacalamarca y san Rafael de Cancha. Más adelante llega a Reuay, Sucha, Santiago de Cajamarca, San Juan de Huertas y Cotaparaco. El 4 de agosto está en Marca, el 17 en San Cristóbal de Roca y San Pedro de Ticllos, el 20 en San Miguel de Curpanqui, el 23 en San Agustín de Cuxi y San Cristóbal, el 27 en San Francisco de Cajamarca y San Juan de Pomallatay, el 9 en San Cristóbal de Raón y el 31 en Santo Domingo de Juangri. El 2 de septiembre llega a San Juan de Parín; el 5 a San Pedro de Hacas, Quisca, San Juan de Machaca, Mayos; el 7 en Paraín y Maravia; el 11 de octubre visita Nuestra Señora del Rosario de Huarmey, Yungay, Casmas, Quiquis. 

El 22 está en San Francisco de Parquín, Llaután, Santaelices, Enepeña, Santa. A fines de noviembre está llegando a Churubal Chiriganda. El 4 de diciembre visita Chao y Guañape. La última mención reflejada en el diario es la visita a la Estancia de don Jerónimo Mina Quispi, cacique de Umbal, el 13 de diciembre.



Como hemos visto, tras recorrer las provincias de Chancay y Barranca y seguir el curso del río Pativilca, giró hacia la derecha y visitó algunos distritos de Cajatambo; de aquí pasa al Callejón de Huaylas y, bajando a la costa por Casma, se dirige al norte hacia los valles de Pacasmayo y Chiclayo.



Esta zona se encuentra descrita en detalle. Con ocasión del proceso de beatificación, Juan José Tamayo informa que además de Lima se requiere el testimonio de Chancay, Sancta, Trujillo, Saña, Cajamarca, Chachapoyas, Guaylas, Conchucos. 

Señala su secretario de visita, Almansa, que el Arzobispo “ha pasado grandísimos trabajos y cansancio en la prosecución de su visita, por ser este arzobispado de caminos fragosos y despeñaderos de mucho peligro, y ríos muy caudalosos y temples y cordilleras muy desabridas, y por las cuales Su Señoría Ilustrísima ha pasado sin regalo alguno, que, como Príncipe, podía llevar; sólo por no dar molestia a los indios, no permitiendo que vayan cargados con cargas suyas ni de sus criados, ni que en nada se les dé trabajo.” 

Cita cómo él mismo estuvo a punto de perder la vida junto con su Arzobispo al cruzar uno de los ríos cercanos a Trujillo y también saliendo a la sierra “sino se hallara un criado junto a él en un paso borrascoso, donde cayó de la mula, se despeñara”. Todo ello “por sólo querer ver y visitar por vista de ojos a los indios, aunque éstos metidos en montañas y tierras ásperas, a donde muchas veces es menester ir a pie por no haber caminos para caballos”. Recoge un testigo que animaba a sus servidores diciéndoles que irían “como unos reyes, con nuestros bordones y alpargatas”


Se muere cantando 


En plena visita pastoral por el Norte del Perú siguió hasta Chérrepe y Reque, de donde se encaminó a Zaña. Corría el mes de marzo de 1606 y el Arzobispo se encontraba en el pueblo de Nuestra Señora de Guadalupe de Nepeña. Parece que fue aquí cuando comenzó a sentirse mal. Por esta razón siguió hasta Chérrepe y Reque, de donde se encaminó a Zaña, la víspera de su muerte. 



Lo acompaña su fiel escudero Sancho Dávila que pronto se ve ayudado de una abigarrada muchedumbre de españoles, mestizos, indios y negros que ven en el Arzobispo un “Taita”, un padre, y al que tienden sus manos para bajarlo de la mula y colocarlo en unas angarillas.



Anochece en la antigua villa de Santiago de Miraflores y Toribio presiente la agonía en la humilde casa del párroco Juan de Herrera. El médico le advierte de su enfermedad mortal y procura aplacar sus dolores; Mogrovejo saca fuerzas de flaqueza y, con sus ojos llenos de luz, exclama con las palabras del salmo: ¡ Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!



Da como recompensa al buen médico lo único que le quedaba, su mula, y recuerda a sus acompañantes el compromiso de honor con su cuñado y limosnero Francisco de Quiñones de repartir entre los pobres lo que se obtenga de la venta de sus vestiduras litúrgicas. La noche no quiere acabarse, cuando tarda en romper la aurora. 

El enfermo sabe que es Jueves Santo, 23 de marzo de 1606, y pide ser llevado a la iglesia para recibir la Unción de Enfermos. Su capellán, Juan de Robles, con lágrimas en los ojos, no acierta a concluir. Toribio, más tranquilo, pide al prior agustino que taña el arpa. Fray Jerónimo Ramírez no se hace de rogar y acompaña el suave canto del agonizante: A Ti, Señor, me acojo:…

En tus manos encomiendo mi espíritu. Y se durmió, sin apenas un murmullo, cuando despertaban las alondras de su tierra. Blancos, negros, indios y mestizos, microcosmos con todas las razas, lloran por el último vuelo de esta blanca paloma de paz que defendió su libertad y apostó por su hermandad.


El Lic. Juan Niño de Velasco, de 62 años de edad, sacerdote, cura beneficiado de la iglesia parroquial de Zaña lo conoció justamente cuando lo llevaron enfermo del pueblo de Reque. Da testimonio de que “murió en esta ciudad de Zaña en una casa que entonces era del vicario Juan de Herrera Sarmiento que dista de la plaza dos cuadras y adonde de ordinario ha estado una cruz puesta en el mismo lugar por haberse arruinado con el tiempo los edificios de ella y que sería por el año de 1606 a lo que se acuerda, día de Jueves Santo en la tarde…

Fue sepultado en la iglesia mayor de esta ciudad en el presbiterio del evangelio sobre el cual lugar el día de hoy está colgado un capelo verde que dice este testigo y todos los demás de esta ciudad ser del dicho siervo de Dios Don Toribio y que pasado un año poco más fue trasladado el dicho cuerpo difunto a la ciudad de Lima porque este testigo se halló presente cuando sacaron el dicho cuerpo del lugar donde estaba depositado y que ha oído decir le pusieron en la iglesia catedral de ella.”


Entierro en Zaña. Traslado para Lima


Una semana más tarde fue enterrado en la iglesia parroquial de Zaña. Un enorme gentío acudió de todas las partes para rezar ante sus restos mortales y proveerse de alguna reliquia. Grimanesa, su hermana, solicita al Cabildo de Lima el traslado de sus restos a la Iglesia Catedralicia. Casi un año después, el 16 de abril, llegaba su cuerpo a Lima por tierra en un trayecto que duró 80 días. Los casi 590 kilómetros se cubrieron en cuatro etapas: Zaña-Trujillo, Trujillo-Chimbote, Chimbote-Pativilca, Pativilca-Lima.



Juan de la Roca, Arcediano, relata la entrada triunfal del cadáver del arzobispo: “Al cabo de un año que se trajo su cuerpo a esta ciudad para enterrarle en ella como se hizo, más de dos leguas antes que llegase el dicho cuerpo a ella salió mucha gente con hachas encendidas y las trajeron delante y aleladas del dicho cuerpo y entre ellos muchos indios con sus cirios en las manos encendidos y todos llorando con gran ternura y clamando por su santo padre y pastor y a la entrada de la dicha ciudad salió gran suma de gente de todos estados a entrar con el dicho cuerpo y acompañarle y fue tanta que parecía día de juicio, todos mostrando gran sentimiento y derramando lágrimas tiernamente y  luego que entró en la dicha ciudad fue notable cosa que nunca se ha visto los sentimientos y clamores que había por las calles y ventanas por donde pasaba el dicho cuerpo, lo cual enterneció notablemente a todos los de ella aunque no le habían tratado ni comunicado, sólo por tenerle por cierto y verdadero pastor”.


Dos días estuvo en el convento de Santo Domingo, velado y visitado por instituciones y todo género de personas que querían tributar su último adiós a quien proclamaban como bienaventurado. El 27 de abril, en solemne procesión, fue llevado a la catedral limense, en la que hasta el día de hoy se custodia su cuerpo, en espera de la resurrección gloriosa. 


Por esta razón, sólo en el Perú, se celebra su fiesta en esta fecha y no el 23 de marzo, día de su muerte, como en el resto del mundo. 


 “La estrella convertida en sol”


Su sucesor en la silla arzobispal, colegial también de San Salvador de Oviedo en Salamanca, natural de Castroverde de Campos (Zamora) y sobrino del santo, Pedro Villagómez, tuvo la suerte de tramitar la beatificación, para la que escribió una “Vida de Santo Toribio” en verso heroico. Pero la primera biografía la escribe A. León Pinelo aprovechando el proceso seguido para la beatificación. Fue publicada en Madrid en 1653. 

Cinco años después, se imprimió el Interrogatorio o Memorial; luego salieron a luz en latín, en 1670, en Roma y Padua, los libros de los agustinos Cipriano de Herrera y Francisco de Macedo. En 1679, el Papa Inocencio XI lo beatifica el 28 de junio, aunque la solemnidad se celebra el dos de julio.



La noticia no llegó a Lima hasta el 17 de abril de 1680. En cuanto las campanas voltearon para comunicar la noticia, Lima se convirtió en una fiesta. Por coincidir con la Semana Santa – miércoles santo – hubo que postergarlo todo para diez días después. De este modo, el sábado 27 amaneció con las calles tapizadas de flores y el retumbar de campanas, clamor de clarines, trompetas y chirimías. 

Todos los tribunales, cuerpos colegiados, cabildos, órdenes religiosas, pueblo en general, presididos por el Arzobispo, virrey Melchor de Liñán y Cisneros y la Real Audiencia, se dieron cita para el magno acontecimiento. Comenzó con el “Te Deum Laudamus” al que siguió la misa solemne cantada por el deán del cabildo, D. Juan Santoyo de Palma.



Francisco Echave y Assu en su obra La estrella de Lima convertida en sol nos describe ampliamente tan festivos actos. Se concedió el Oficio y Misa propios del Beato a la ciudad y diócesis de Lima, a la ciudad de Mayorga y al colegio mayor de San Salvador de Oviedo, en Salamanca. 



El 10 de diciembre de 1726, es canonizado en el marco del Jubileo del Año Santo por Benedicto XIII, en compañía – entre otros – de san Francisco Solano, san Luis Gonzaga y san Juan de la Cruz. Se publicaron dos vidas del santo, una escrita por el oratoriano Giacomo Laderechi y una segunda edición, que dispuso el obispo de Isauria, de la escrita por Anastasio Nicoselli. La Bula de Canonización se recibió en Lima en la primavera de 1727 con una solemne procesión presidida por el arzobispo Diego Morcillo yendo todos los asistentes en mulas muy bien enjaezadas. 

El mes de mayo se celebró un solemne octavario en la catedral, que terminó el domingo 22 con la solemne procesión en que fue conducida la imagen del santo con más aparato y concurso de fieles si cabe que con motivo de la beatificación.



En Salamanca se organizó un octavario solemne acompañado de cohetes artificiales en 1727 y hasta dos corridas de toros en la Plaza Mayor. El 21 de julio de 1727, Salamanca organizó el más espléndido espectáculo académico de carácter religioso. Todos los colegios mayores, la universidad, el clero secular y las órdenes religiosas se unieron para aclamar al santo en la iglesia de la Purísima. 

Durante dos horas y media se estuvieron disparando cohetes. Se trasladó la imagen del santo colegial desde su capilla del Colegio Mayor de Oviedo hasta las Madres Agustinas, frente al Palacio Monterrey. Fue una profesión solemne en la que todas las fuerzas vivas de la ciudad tomaron parte. 

La estatua de santo Toribio, en hábito de colegial con la beca morada de terciopelo, fue precedida por las de san Juan de Sahagún y santo Tomás de Villanueva. El cronista Guerrero dirá: “Con ser Salamanca la que dispone las más magníficas fiestas de España, preparó el Colegio de Oviedo una nunca vista…Parecía la plaza una encendida Roma”.


 Vale un Perú


Una serie de testimonios entresacados entre los más de doscientos setenta y cinco testigos que informan en los procesos de beatificación y canonización, nos ayudan a pergeñar el “rostro”, la imagen, el ícono psicológico y espiritual del segundo arzobispo de Lima.



Tales informantes – testigos – interrogados tanto en el proceso ordinario de la beatificación de los años 1631-32, como en el apostólico de 1659-61, y el último, encaminado a la canonización, de 1684-90, nos ayudarán a conocer el imaginario de los contemporáneos del santo acerca del paradigma de hombre presentado por la Iglesia postconciliar renovada en Trento y el mundo cultural barroco en que le toca vivir. 



Más allá de su febril actividad (fundación de instituciones como el  seminario, monasterio, parroquias, legislación –sínodos y concilios-, visitas de 40.000 kms.), nos interesa conocer su “rostro” para acercarnos a la honda y completa personalidad de Santo Toribio como clave y manantial del que brotaron las realidades que cimentarán el Perú en construcción. 


Éstos son los diez valores extractados del cuestionario planteado por la comisión encargada de inquirir testimonios, así como de las respuestas dadas por los testigos:

Contemplativo. Sin estar atendiendo a parlerías.
Corazón virginal. Era un ángel.
Santidad. No cometer un pecado.
Penitencia. Sin descansar.
Sonriente. Boca llena de risa.
Trato apacible. Muy llano y muy suave.
Sencillez. Regalos y confites para los pequeñuelos.
Valentía. Sin haber oído palabra descompuesta.
Solidaridad. Todo lo daba a los pobres.
Rectitud de conciencia. Nunca cupo mala sospecha.

Espero que al concluir esta rápida semblanza no se “nos vaya el santo al cielo”, sino que se quede también por nuestro “suelo”. Es evidente que este “frustrado” doctor en Derecho de Salamanca logró el mayor grado al que un cristiano aspira: 

la santidad. Y por ello, el alma mater salmantina, al igual que su cuna –Mayorga- y su sepultura –Lima- lo festejaron por todo lo alto. Sí, de él podemos decir que ¡Vale un Perú! Y que sí se puede ser santo. Y no de forma aislada, sino en grupo. Gracias a él, podemos decir que Lima se convirtió en una tierra “ensantada”. 

Así lo confirman sus santos: Rosa, Martín, Francisco Solano, Juan Macías y otros muchos más entre los beatos, venerables, siervos de Dios, fieles en general.


Uno de los primeros historiadores, el P. Bernabé Cobo, en la Historia de la fundación de Lima destaca “la piedad y misericordia con los prójimos, como lo testifican los muchos hospitales que hay fundados, donde con singular amor y regalo son curados los enfermos; las gruesas limosnas que se recogen para sustento de los necesitados; y lo que no es de menor estimación, el buen acogimiento, agasajo y comodidad que en esta república (digna por ella del honroso título de madre común) hallan todos los forasteros de cualquier nación que a ella vienen, que es tan notable, que los más ponen en olvido a sus propias patrias y se avecindan en ésta y la tienen por propia, atraídos y pagados del amor y cortesía con que son recibidos y tratados”.


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